Fraski y un servidor teníamos nuestras dudas sobre si entrar o no en la Cueva de Ardales por una supuesta claustrofobia que entre ambos nos habíamos auto contagiado. El magisterio de nuestro amigo Sebas sobre estos temas nos había convencido a entrar: se trata de una cueva única en España, donde se encuentran las pinturas rupestres más antiguas, datadas de la época del homo Antecesor y de Neardhental. El guía nos animaba también asegurándonos la altura y grandiosidad de la cueva que no dan pie a la claustrofobia. Yo iba con mi miedo, no os mentiré, pero, en fin, ya me había decidido. No quería ni pensar en la última cueva que visité, la de Sorbas, en Almería, en la que había que reptar por algunos tramos, y en la que sufrí un ataque de pánico que obligó a todo el mundo a retroceder para que yo pudiera escapar. Mis cosas. El guía fue, sin querer, nuestra salvación. En el centro de interpretación nos conminó a que pasásemos todos por el baño toda vez que la visita dura dos horas y dentro de la cueva no se puede soltar aguas, ni menores ni, mucho menos, mayores. Fraski enseguida adujo que él toma un diurético para su tensión y que por las mañanas orina cada media hora, de manera que vio el cielo abierto. Y yo no desaproveché un tren que pasaba tan cerca: "Yo me quedo contigo, no vas a estar dos horas solo por estos mundos".
Mientras nuestros amigos y la Peque se unieron a unos navarricos para adentrarse en la famosa cueva, Fraski y yo decidimos en buena hora ir a visitar el vecino pueblo de Carratraca. Este precioso pueblo alberga un hotel de lujo con unas termas de aguas sulfurosas de singular fama y tradición, y tiene unos limoneros en las aceras que, en vez de limones, dan naranjas. En serio. Paseando por una de sus calles más altas, en busca de un sendero para caminar por el campo, dimos con un cartelito discreto y perjudicado por la edad que ponía "fonda casa Pepa". Sentí curiosidad y quise entrar. "Vamos a entrar, Fraski". Y entramos. Y quedamos prendados. Es una casa grande y antigua, con suelo irregular y tosco por culpa de las lozas de barro. En la planta baja se distribuyen varias estancias de distintos tamaños convertidas en comedores, pero con sus paredes adornadas de santos, de fotos familiares y alacenas, como si estuviésemos de niños en la casa de nuestra abuela; no me gustaron, sin embargo, una tele moderna, de esas planas, que claramente no tiene cabida en ese ambiente, ni el reclamo de fotos de famosos que han comido allí. "Esto le encanta a mi Peque -le dije a Fraski-. Aquí reservamos".
Aunque de nuestra misma edad, Fraski es un tío mucho más moderno que yo. Quizás por deformación profesional no ha tenido otra que el aprendizaje "forzoso" de toda la armamentística informática juvenil, y, así, domina el móvil como un jovenzuelo (menos el teclado, claro está, con esos dedos tan porrudos), todo lo consulta a su teléfono, cuántos habitantes tiene Pizarra, qué distancia hasta Málaga, qué tal la carretera hasta el Valle de Abdalajís, qué valoración posee la fonda de Pepa, donde vamos a reservar una vez vea las puntuaciones, si lloverá o no en Priego pasado mañana... Me hace gracia y a la vez me admiro de cómo funcionamos hoy, del enorme adelanto de Internet, que es que en el campo médico yo hago lo mismo, preguntarle a la señorita, la tal Ciri, esa sabelotodo.
Con su móvil, Fraski ya le ha dado aviso a los demás de dónde comeremos hoy y les ha enviado la localización. Para mayor sorpresa, una vez que han llegado les hemos advertido de que vamos a comer en un restaurante de diseño, de ésos de comidas minimalistas. Las mujeres han dado el visto bueno, pero Sebas está que trina por dentro porque él es de comer.
Tenemos que remontarnos la Peque y yo a nuestros años mozos de Pozoblanco para rememorar la última vez que comimos en una fonda. La fonda Damián era un referente gastronómico de primer orden en todo el Valle de los Pedroches. Recuerdo que era regentada por dos venerables ancianos, creo que hermanos mocitos viejos, y era enteramente una casa antigua de pueblo cuya intimidad invadíamos discretamente los comensales. Lo más característico de la misma era que el menú lo constituían no dos, sino tres platos, y que uno de los hermanos vigilaba las mesas para que nadie dejase ningún plato a medias: te obligaba a apurarlo todo, no te servían un plato hasta no haber rebañado el anterior. Nos resultaba extrañamente gracioso, pero nosotros cumplíamos la norma. Con treinta años, uno arrasa con todo. Mis amigos el "Pintor" y el "Laín", y mis compañeros que a la sazón poníamos en marcha el hospital de Pozoblanco, pueden dar fe de lo que digo. Comíamos allí, en familia, casi a diario.
El evento fue apoteósico. Las mujeres alucinaron cuando se percataron del engaño y vieron el "antro" donde las metimos. Un día de entre semana, un miércoles cualquiera, y todas las salas estaban atiborradas de turistas deseosos y expectantes de probar nuestras comidas de siempre. Y nosotros, también. "Peque, no te impacientes, ya nos tocará". No hay carta ni menú del día. Tú vas allí a lo que te pongan. No hay aperitivos. De pronto, aparece una señorita de culo respingón y mallas apretujás y te coloca una sopera de cocido de coles, uhmmm, sabores de antes que nuestro paladar ya había olvidado, qué cosa más rica, con su pringá y todo; enseguida, otra sopera con gazpachuelo de huevo, aquel guiso de tantas reminiscencias infantiles, el único que me gustaba de niño en la casa de mi abuela; pero es que a continuación, otra sopera, ésta de lentejas. Ya no pudimos con ellas. "Señorita, imposible". Y ahora vienen los segundos: un plato con seis huevos fritos y chorizitos; otro plato de carne de ternera con tomate, y otro postrero de albóndigas en salsa con patatas fritas. A ver quién tiene cojones. Pues dimos cuenta de casi todo. Casi. ¡Qué satisfacción comer en una casa!, nada que ver con la frialdad de un restaurante; un entorno tan agradable y cálido, los adornos y las fotos de las paredes, los ventanales dando al patio central donde crecen a su amor lirios, gitanillas y aspidistras...
Tenemos que remontarnos la Peque y yo a nuestros años mozos de Pozoblanco para rememorar la última vez que comimos en una fonda. La fonda Damián era un referente gastronómico de primer orden en todo el Valle de los Pedroches. Recuerdo que era regentada por dos venerables ancianos, creo que hermanos mocitos viejos, y era enteramente una casa antigua de pueblo cuya intimidad invadíamos discretamente los comensales. Lo más característico de la misma era que el menú lo constituían no dos, sino tres platos, y que uno de los hermanos vigilaba las mesas para que nadie dejase ningún plato a medias: te obligaba a apurarlo todo, no te servían un plato hasta no haber rebañado el anterior. Nos resultaba extrañamente gracioso, pero nosotros cumplíamos la norma. Con treinta años, uno arrasa con todo. Mis amigos el "Pintor" y el "Laín", y mis compañeros que a la sazón poníamos en marcha el hospital de Pozoblanco, pueden dar fe de lo que digo. Comíamos allí, en familia, casi a diario.
El evento fue apoteósico. Las mujeres alucinaron cuando se percataron del engaño y vieron el "antro" donde las metimos. Un día de entre semana, un miércoles cualquiera, y todas las salas estaban atiborradas de turistas deseosos y expectantes de probar nuestras comidas de siempre. Y nosotros, también. "Peque, no te impacientes, ya nos tocará". No hay carta ni menú del día. Tú vas allí a lo que te pongan. No hay aperitivos. De pronto, aparece una señorita de culo respingón y mallas apretujás y te coloca una sopera de cocido de coles, uhmmm, sabores de antes que nuestro paladar ya había olvidado, qué cosa más rica, con su pringá y todo; enseguida, otra sopera con gazpachuelo de huevo, aquel guiso de tantas reminiscencias infantiles, el único que me gustaba de niño en la casa de mi abuela; pero es que a continuación, otra sopera, ésta de lentejas. Ya no pudimos con ellas. "Señorita, imposible". Y ahora vienen los segundos: un plato con seis huevos fritos y chorizitos; otro plato de carne de ternera con tomate, y otro postrero de albóndigas en salsa con patatas fritas. A ver quién tiene cojones. Pues dimos cuenta de casi todo. Casi. ¡Qué satisfacción comer en una casa!, nada que ver con la frialdad de un restaurante; un entorno tan agradable y cálido, los adornos y las fotos de las paredes, los ventanales dando al patio central donde crecen a su amor lirios, gitanillas y aspidistras...
Yo tenía las fondas por extinguidas, reliquias de algo que se nos fue con las sucesivas modernidades. Normalmente no te aparecen fondas en las búsquedas de Airbnb, Booking o Trip Advisor. Pues parece que no, que aún perviven algunas escondidas como arcanos tesoros en algunos de nuestros pueblos profundos. Ayer mismo nos topamos con una fonda. De pura chiripa. Y bien que supimos aprovecharla.
Ea, sed buenos.
Ea, sed buenos.
Amigo José María magnífico el esbozo que realizas enseñándonos riquezas históricas y culinarias de nuestra tierra andaluza.
ResponderEliminarEs verdad que cuevas con pinturas rupestres existen pocas, y fondas de las de antes con comida casera al por mayor tampoco quedan muchas.
Un abrazo.
Juan Martín
Una fonda con comida que me recuerda la casa de mi abuela. La has presentado con tanto acierto que me dan ganas de visitar tan eximia capilla sixtina del arte culinario popular andaluz ,si en alguna ocasion visito de nuevo Ardales. Por cierto no tenia ni idea de la existencia de esa cueva . Yo visite este pueblo cuando hice el Caminito del Rey.Mañana nos vemos en Priego. Un abrazo
ResponderEliminarHasta mañana, chicos. Seguiremos recreándonos.
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