Lo que hoy os voy a relatar no es que me haya pasado a mí, no. Es un suponer -un poner, se dice en mi pueblo-. A mí no me suceden cosas así, eso es para la gente "normal".
Puestos, pues, a suponer, supongamos que el domingo pasado hubiésemos echado un día formidable la Peque y yo junto a mi hermano Manolo y mi cuñada Sam. Que hubiésemos ido a visitar un paraje bellísimo en Villanueva del Trabuco, el nacimiento del río Guadalhorce; que nos diésemos un paseo tranquilo por unos senderos ignotos y preciosos; que al mediodía almorzáramos de escándalo en el hogar del pensionista de Cauche, una pedanía de Antequera, y que, idos al pueblo hermano y cuñada, nos hubiéramos pegado, La Peque y yo, una merecidísima siesta. En este punto, alguna mente insana podría suponer que hubiera habido alguna cosilla más. Pues no. Sería demasiado imaginar. Una siesta de sofá orejero y nada más.
Podemos seguir suponiendo que, luego, en una tarde tormentosa y embarrada nos hubiésemos ido al cine con mis cuñados Cipri y Conchi; y que nos divirtiera un montón la película "Campeones"; y que, idos estos dos a dormir a su casa, la Peque y un servidor nos dispusiéramos a lo mismo: llegar a casa y echarnos a dormir después de una jornada bastante movidita. Hasta ahí, perfecto, si no fuera por la lluvia de barro y los relámpagos que ya empiezan.
Hagamos un esfuerzo más para imaginar ahora que, ansiosos por una ducha relajante, unas sábanas calentitas y quién sabe si un carnal y pegajoso revolcón, dijera la Peque que no, que no. Pero no que no me ilusione, que de lo que voy pensando, nada. No, no sería ese tipo de no. "¿Que no qué?" -le preguntaría yo. "¡Coño, que no puedo abrir la puerta!" -diría ella. "Anda, déjame a mí, que tienes las manos de gachas" -es posible que yo le mal respondiera. Y más posible todavía hubiera sido que no hubiera habido forma humana de girar esa llave. Y dado que estamos caminando en un terreno de enfervecida imaginación, podemos suponer la clase de furor interior y de incredulidad que me pudieran haber abatido en ese momento. ¿A qué divinidad o virginidad podría uno increpar sin miedo a la sanción de la justicia rajoiniana? ¿Contra qué político o en qué eminencia vaticana acertaría uno a descargar los excrementos en circunstancia tan crítica?
Pero no nos precipitemos, es todo suposición. Supongamos ahora que mi mente totalmente incendiada de una ira autocrítica, decidiera rebobinar hasta aquel inoportuno instante en que, a toda prisa porque llegábamos tarde al cine, saliera de mi casa detrás de la Peque, diera un portazo y se quedaran las llaves puestas por dentro. Y llegaría ahora lo más gracioso: "Tú eras el que decía que a ti nunca te pasaría" -quizás dijera tentadoramente Eva. "No me enciendas -pudiera haber respondido el ofendido y ofuscado Adán-, que la culpa es tuya por haberme metido tanta bulla". "Me callaré -se pondría muy melodramática-, no te vaya a dar tu taquicardia"...
Hasta aquí, todo imaginación, todo suposición. Ahora vamos a la realidad cruda en una noche bien entrada cayendo truenos y relámpagos y agua a punta pala. Y nuestros cuerpos serranos sentados y abatidos en las escaleras del rellano.
-Nos vamos a dormir a la casa de la Meli (nuestra hija), y mañana llamamos a un cerrajero -se pone prudente la Peque.
-Sí, pero la pobre perrita se va a quedar ahí sola toda la noche -protesto yo-. Y con tanto trueno...
-Ya estamos con la perrita...
-Que no, Peque, que llamo a un cerrajero ya.
Con mucha más serenidad de lo que yo mismo podía esperar de mí, busco en mi móvil un cerrajero de 24 horas, y llamo. Al otro lado escucho una voz de hombre marroquí pero que debe llevar años aquí porque habla perfectamente el castellano. Le explico lo sucedido y me dice que sí, que en cuarenta minutos está aquí, que viene desde Casabermeja, que le mande mi ubicación. Vale.
Nada más colgar, me tienta mi demonio particular instándome a que intente otro cerrajero, que cuarenta minutos son muchos, que aquí en el mismo Antequera también habrá alguien de 24 horas. Y le hago caso. Y busco otro teléfono. Y lo encuentro. Y llamo. "No se apure usted, en media hora estoy ahí". Y la Peque: "Niño, ahora te vas a encontrar con dos cerrajeros". Rápidamente, vuelvo a llamar al móvil del primero para que no salga de su pueblo en noche tan aciaga. Pero le miento, no le digo que he encontrado otro más rápido, sino que me he echado otras cuentas y que ya si eso, mañana hablamos. Teníais que haberlo escuchado: "No, no. Ni hablar. Usted lo que ha hecho ha sido llamar a otro cerrajero. Pero que sepa que el único profesional de 24 horas en toda esta comarca soy yo. La persona a la que usted ha llamado la segunda vez acaba de comunicar conmigo para que yo le haga el trabajo". Tierra trágame. ¡Qué mal trago! "Bueno, pues... perdone usted, pero comprenda mis prisas, lo siento mucho"...
Total, en media hora el hombre estaba allí, fue amable, no volvió a reñirme más, sacó un trozo de cartón piedra de su maletín, lo introdujo por el mínimo resquicio entre la puerta y el dintel lateral... Y la puerta se abrió solita. Detrás, La Pelusa nos miraba con cierto asombro y meneando su colita.
¡Hay que ver la imaginación que tenemos algunos!
Pero no nos precipitemos, es todo suposición. Supongamos ahora que mi mente totalmente incendiada de una ira autocrítica, decidiera rebobinar hasta aquel inoportuno instante en que, a toda prisa porque llegábamos tarde al cine, saliera de mi casa detrás de la Peque, diera un portazo y se quedaran las llaves puestas por dentro. Y llegaría ahora lo más gracioso: "Tú eras el que decía que a ti nunca te pasaría" -quizás dijera tentadoramente Eva. "No me enciendas -pudiera haber respondido el ofendido y ofuscado Adán-, que la culpa es tuya por haberme metido tanta bulla". "Me callaré -se pondría muy melodramática-, no te vaya a dar tu taquicardia"...
Hasta aquí, todo imaginación, todo suposición. Ahora vamos a la realidad cruda en una noche bien entrada cayendo truenos y relámpagos y agua a punta pala. Y nuestros cuerpos serranos sentados y abatidos en las escaleras del rellano.
-Nos vamos a dormir a la casa de la Meli (nuestra hija), y mañana llamamos a un cerrajero -se pone prudente la Peque.
-Sí, pero la pobre perrita se va a quedar ahí sola toda la noche -protesto yo-. Y con tanto trueno...
-Ya estamos con la perrita...
-Que no, Peque, que llamo a un cerrajero ya.
Con mucha más serenidad de lo que yo mismo podía esperar de mí, busco en mi móvil un cerrajero de 24 horas, y llamo. Al otro lado escucho una voz de hombre marroquí pero que debe llevar años aquí porque habla perfectamente el castellano. Le explico lo sucedido y me dice que sí, que en cuarenta minutos está aquí, que viene desde Casabermeja, que le mande mi ubicación. Vale.
Nada más colgar, me tienta mi demonio particular instándome a que intente otro cerrajero, que cuarenta minutos son muchos, que aquí en el mismo Antequera también habrá alguien de 24 horas. Y le hago caso. Y busco otro teléfono. Y lo encuentro. Y llamo. "No se apure usted, en media hora estoy ahí". Y la Peque: "Niño, ahora te vas a encontrar con dos cerrajeros". Rápidamente, vuelvo a llamar al móvil del primero para que no salga de su pueblo en noche tan aciaga. Pero le miento, no le digo que he encontrado otro más rápido, sino que me he echado otras cuentas y que ya si eso, mañana hablamos. Teníais que haberlo escuchado: "No, no. Ni hablar. Usted lo que ha hecho ha sido llamar a otro cerrajero. Pero que sepa que el único profesional de 24 horas en toda esta comarca soy yo. La persona a la que usted ha llamado la segunda vez acaba de comunicar conmigo para que yo le haga el trabajo". Tierra trágame. ¡Qué mal trago! "Bueno, pues... perdone usted, pero comprenda mis prisas, lo siento mucho"...
Total, en media hora el hombre estaba allí, fue amable, no volvió a reñirme más, sacó un trozo de cartón piedra de su maletín, lo introdujo por el mínimo resquicio entre la puerta y el dintel lateral... Y la puerta se abrió solita. Detrás, La Pelusa nos miraba con cierto asombro y meneando su colita.
¡Hay que ver la imaginación que tenemos algunos!
Curiosa historia, muy imaginativamente didáctica.
ResponderEliminarSiempre se aprende algo nuevo, para eso estamos.
Y a veces constatamos el vacio que nos rodea en el que apenas somos supervivientes.
Como enseñanza del apuro deberías considerar que el truco del cerrajero también lo conocen los ladrones de casas. Mi hermano, el policía, me avisó hace años de que hay que echar el cerrojo (cerrar con llave) cuando se deja la casa vacía, para que no te la vacíen.
Imagínate, sólo por imaginar, que llegáis a casa, se abre la puerta y un mago de las mil y una noche os la ha "limpiado".
Encomiable tu cariño por La Pelusa.
UN abrazo.
Pedro