miércoles, 21 de marzo de 2012

carta de presentación

  Hola a todos, amigos y amigas, que tanto me habéis animado para que empiece, de una vez por todas, a escribiros las reflexiones, anécdotas y cosas variadas que me gusta contar y que conocéis un poco a salto de mata. Hola a mi Peque y a mi Meli, las primeras destinatarias de estos relatos, mis mujeres más críticas, severas y fustigadoras. Un saludo especial a mi amigo Frasqui, mi corrector de estilo y mi fan más constante.
¿Por qué cuenta uno por escrito cosas de su vida, actual, pasada o futura? En primer lugar, porque hay cosas que contar, luego, porque hay gente interesada en conocerlas, y por último porque a uno le gusta escribir.
Los relatos que  escribo son reflexiones sobre acontecimientos ordinarios, del día a día, solo que analizados desde la óptica que me proporciona mi doble condición de médico y medio cura. Muchos de ellos pertenecen a curiosidades con mis pacientes. Les pongo nombres ficticios a fin de salvaguardar la confidencialidad de los mismos. Otros evocan  mis relaciones con mis amigos, mi familia  o mis tiempos del seminario. Como podréis ir comprobando, se me nota de lejos el sentido filantrópico de mi vida, el optimismo, la hilaridad y la picardía. Esta última debida, sin duda, al mucho tiempo de represión sexual impuesta por los curas en el cenobio. Espero sepáis comprenderlo.
A lo largo y ancho de estos relatos irá saliendo a la luz, sin remisión posible, mi doble personalidad: la de médico honesto y entregado a su profesión y a sus pacientes, por una parte, y por la otra, la del hombre de la calle y de su casa, amistoso, cariñoso, simpático, rutinario, neurótico y, sobre todo, muy salido. ¿Alguién da más?

De chavea yo quería ser cura. Sentía una atracción insalvable, casi mágica, por todo el perifollo litúrgico: ayudar a misa ataviado con  la sotana púrpura y el roquete blanco que me investían de niño bueno, sonar con solemnidad las campanillas durante la consagración, limpiar con pulcritud y minuciosidad el cáliz y el copón benditos, apurar las vinagreras, dirigir de forma perita el santo rosario desde lo alto del púlpito, tañer a muerto desde el campanario…Admiraba, además, al grupo tan cohesionado que formaban los  seminaristas de mi pueblo. Anhelaba pertenecer a ese elenco.

Entre mi padre y mi abuela convencieron a don Juan el párroco y así fue como me introduje en aquella camarilla tan deseada. Para mi forma de ver las cosas entonces, ejercer de monaguillo expiaba todas las travesuras y pecados veniales cometidos a lo largo del día. Todavía faltaba mucho para que llegaran los pecados mortales.

Y mi buen hacer como monaguillo y como estudiante me llevaron al seminario. Diez preciosos años, desde los 10 a los 20, repartidos entre Hornachuelos, Córdoba y Sevilla. Años irrepetibles, claro está, y también años inolvidables. Tiempos fructíferos de madurez física, mental y personal, de exigencias espartanas, días muchos de mal comer, de latines, dogmas y misas gregorianas, de verdadera y sentida religiosidad, pero también entremezclando fútbol y oración a partes alícuotas, de fraguar amistades imperecederas, de pecados mortales todos ellos amanuenses y enseguida confesados para no dormir con la amenaza de la condena eterna, de pasar, de una manera casi insensible y natural, de niño a hombre.

Esta fue, a grandes rasgos, mi vida de breviario. Pero el destino se fue torciendo poco a poco. A los 20 años dejé el seminario y a mis amigos del alma con muy hondo pesar, es verdad, pero también con un cierto sentido de liberación. Para alguien que no haya pasado por ese trance le resultará muy difícil imaginar lo complicado que resulta tomar una determinación tan definitiva que cercena de forma tajante y traumática todo lo que ha sido tu vida hasta entonces. El seminario fue mi casa, los curas mis segundos padres, mis amigos seminaristas mis hermanos. Sin sentimentalismos ni ñoñerías, sino la pura realidad, al menos como yo la viví entonces. Salir del seminario fue un salto al vacío, de acuerdo. Pero llevaba un paracaídas. O más de uno. Mi autoestima en lo intelectual era desbordante. Me sentía capaz de cualquier cosa. En lo físico, bueno, digamos que me defendía. Y, además, estaba enamorado y a punto de ser correspondido. A los 20 años y con estas armas uno puede con todo. En esa tierna edad nuestra, la mujer, la Eva eterna y Universal, no nos tienta con una vulgar manzana, sino con unas almendras sonrientes y encantadoras en los ojos, unos limoncitos muy bien puestos en la pechera, y, bueno, dejémoslo ahí.

Y me hice médico. Cambié la negra sotana por la bata blanca. Dejé el breviario y tomé el vademécum.

¿Qué queda en mi vida presente de la época del breviario? Muchas cosas y todas buenas. La etapa del seminario, aunque agua pasada, sí que mueve molino. La impronta que deja el seminario es indeleble, como la marca de la tonsura en los diáconos. Si tengo que destacar una señalaré el valor de la amistad. Aún conservo a mis amigos de entonces. Íntimos. Y han pasado más de 40 años desde que nos conocimos en Hornachuelos. El principal legado del seminario, en mi caso, han sido mis amigos. Pero también la honestidad, la exigencia personal, la filantropía, la vocación de servicio a los demás. Mi etapa en el seminario es un referente constante en mi vida, algo de lo que  estoy tremendamente orgulloso y, sin ninguna duda, el punto de inflexión, el nudo gordiano, a partir del cual se orienta de una forma determinada y afortunada mi desarrollo personal. Lo tengo muy claro: sin el seminario yo no sería hoy el Dr. Rivera.  

En mi quehacer de médico se me nota mucho mi antiguo oficio de medio curilla. Mis pacientes dicen que tengo hechuras de cura, y en el hospital mis compañeros me llaman padre prior. Bueno, a mí me gusta. Creo, sinceramente, que mi antigua vocación sacerdotal pervive en mí, transformada en otra vocación, la de aliviar, la de ayudar a personas enteras, y no solo a sus almas. Desde mi origen humilde y desde mi formación humanista en el seminario, me es muy reconfortante saber ponerme en el lugar del otro, tener empatía con el paciente. Es ésta una condición necesaria para ejercer de médico.

Los comentarios y reflexiones que escribo son testimonio de un trabajo que realizo diariamente con esfuerzo, con cariño y con dedicación. Unos días más y otros menos, de todo hay, claro está. Pero el espíritu y la intención son siempre de compromiso y de ayuda. Y he descubierto que es bueno esto de escribir sobre lo que uno hace, te ayuda a ser mejor persona. Aunque pueda parecer una banalidad, el acordarme que luego tendré que anotar por escrito mis actos médicos mejora mi conducta profesional.











4 comentarios:

  1. Hola José María: he leído tu blog, me ha gustado mucho. Pones el corazón en lo que haces. Siempre he entendido que para hacer bien las tareas hay que amarlas y tu lo haces.Además siembras sonrisas. Enhorabuena. Un abrazo de Mati

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  2. Muchas gracias, Mati. Espero ver muy pronto tus creaciones poéticas. Anímate.

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  3. Fili, soy Cristobal de simon, marido de Trini la cuca. Voy de viaje con tu Manolo a la Rioja y me ha hablado de tu blog. Me has dejado enganchado. No me extraña que te sigan hasta en Australia. Un abrazo.

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  4. Buenos dias yo estuve en el Seminario de Hornachuelos el curso 1963-64 y 1964-65 ( Rafael Raya )

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