Por las mañanas, muy temprano, entro en el hospital con sigilo. Más que nada por no sobresaltar al celador de la puerta, tan a gusto en su media modorra (últimamente sustituido por un triste sensor electrónico), ni despertar, luego en la planta, a los enfermos ni a sus familiares, que sabe Dios qué noche habrán pasado. Subo solo en el ascensor. En ocasiones, hoy mismo, un acompañante de algún paciente sube conmigo. "Buenos días", "buenos días" nos decimos lacónicamente. Se le nota la mala noche. Viene de la cafetería donde ha ido a por un café con leche. Va desgreñado, cojos los botones de la camisa y con marcas arrugadas en la cara por culpa de la sábana arrollada del sillón donde ha intentado descabezar el sueño. En una mano, un vaso blanco de plástico cubierto por encima con una servilleta de papel. Lo lleva suspendido por el borde con las puntas de los dedos, de tanto como quema. En la otra, un trozo de papel de aluminio que no es capaz de cubrir del todo un par de donuts. "¿A dónde va usted?" -le pregunto para poder tocar por él el botoncito del ascensor. "A la siete" -me contesta intentando ponerme cara amable. "¿Me hace usted el favor?" - me pregunta mientras me alarga el paquete de los donuts. "Claro" - le respondo. Le cojo momentáneamente los dulces mientras se cambia de mano el vasito hirviendo. Son dos segundos, pero me pringo los dedos de un almíbar meloso y pegajoso. "Muchas gracias" - me dice aliviado. "esto está que pela". Y subimos callados. Él pensando qué coño hará un médico en el hospital tan de madrugada. Y yo deseando llegar a mi despacho para chuparme los dedos sin que este buen hombre me vea.
La cosa cambia radicalmente cuando dejo la planta para irme a casa. A las tres de la tarde, en mi hospital, es muy complicado "pillar" un ascensor. Abarrotados. Como son siete pisos hasta la planta baja y el dichoso ascensor para en todas y cada una de ellas da tiempo sobrado para seguir, casi sin querer, el discurrir de algunas conversaciones entre vecinos apretujados.
-¿Tú por quién estás aquí?
-Mi nieta, la niña de mi Frasquito, ¿sabes?
-¿Y qué le pasa?
-Na, que lleva la pobre cuatro días de parto, y que no se decide, oyes, ni palante ni patrás. Encajonao.
-¿Y no le van a practicar la cesárea?
-Yo qué sé hija. Unos médicos dicen que sí, al día siguiente otros dicen que no, que es mejor esperar...Y así estamos.
-Pues anda que...
-Hoy la han estado viendo dos muchachas nuevas. Ayer la vió un muchacho. Y ahora resulta que no le pueden hacer na hasta que no se cure de una infección que tiene en la orina. Un bicho de esos raro, la bichomona cenisosa, me parecen que han dicho (Pseudomona Aeruginosa).
-Se echan unos a otros la pelota, y eso es lo que pasa -sentencia ya de forma definitiva.
-Eso es.
Y pienso para mí: pégate seis años de carrera y cinco de especialidad, la flor de tu vida dedicada a estudiar, para que ahora te nombren por ahí de muchacho o de muchacha.
Como voy sin bata y sin cartera, de paisano, nadie se siente cohibido porque haya un médico delante. Y en un par de minutos se pueden oir comentarios y opiniones de lo más divertido, o de lo más disparatado.
Pero me hacen reflexionar sobre lo mal que informamos a los pacientes y a sus familiares. Sigue siendo, creo, una asignatura pendiente de nuestro colectivo. Parafraseando a Serrat yo también soy partidario de las voces de la calle más que del diccionario. A muchos médicos aún les cuesta bajar al terreno común, al lenguaje de pueblo, no necesariamente vulgar, a la barriga en lugar de abdomen, al gargajo en vez de esputo, al dar de cuerpo en vez de defecar...Por poner ejemplos que son tan de mi gusto.
ajolá, el vocabulario popular le ganase terreno al científco, sería más natural y divertido. Tú sigue intentándolo, ya habrán algunos que te sigan. Gracias otra vez por el placer que me produces con tus reflexiones.
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