sábado, 25 de abril de 2015

Mundo, Demonio y Carne

Paseando este pasado miércoles por la Feria -es preceptivo disfrutarla al menos un día- se me vino a la cabeza aquella repetida cantinela de nuestros curas del seminario acerca de los tres grandes enemigos del alma: Mundo, Demonio y Carne. Que a la postre se resumían en uno solo: la Carne. La Carne güena. De justicia es reconocer que en la Feria puedes toparte con todos ellos. Yo, la verdad, al Demonio no lo vi, como no fuera un mimo verdoso de cuernos y rabo haciendo de cabra loca en medio de la calle Asunción. Pero Mundo y Carne... a porrillos.
 
Conste desde el primer momento que acepto la severidad y rectitud de aquellos nuestros curas para meter en vereda a trescientos adolescentes virilmente hormonados. Conste, asimismo, que eran otros tiempos, que las decisiones y recomendaciones espirituales y de cualquier otra índole no podemos analizarlas con nuestros criterios de hoy. Conste también que en mi corazón caben muchísimas cosas, sobre todo gratitud... Muchos sentimientos pero nada de rencor.
 
Pese a todo ¡qué equivocados!. Ahora, con nuestros años encima, uno lleva tiempo entendiendo que los pobres Mundo, Demonio y Carne eran simples excusas disuasorias para almas limpias e imberbes, cabezas de turco que tapaban los verdaderos pecados de verdad, los cometidos por gente de misa de doce de domingo pero faltando a la más elemental Caridad cristiana.
 
No, el Mundo no es ocasión de pecado. No necesariamente. No es sólo Carne. El mundo es un espacio lleno de criaturas del Señor, criaturas que son las que lo hacen bueno, regular o malo. No tenemos que huir ni aislarnos del mundo. Al contrario, debemos ser Mundo, hacer Mundo. Y para ello hay que entrar en harina, conocer los problemas de la gente, ser sensibles a ellos y aportar cada cual soluciones en la medida de sus posibilidades. Hacer Mundo es saber ser solidarios, justos y también caritativos, porque la Caridad llega allí donde no alcanza la Justicia. Es luchar por la Equidad y la más justa distribución de la riqueza. Qué bonito sería, mi querido rector, considerar al Mundo como ocasión de virtud, de mirar por él y por las personas, de cuidarlo y mantenerlo para disfrute propio y de las futuras generaciones. Un Mundo ideal, vale, pero ilusionante.
 
Si os parece, amigos lectores, pasamos olímpicamente del Demonio, porque el Demonio, sencillamente, no existe. Podemos aceptar, sin ambajes, que ha sido un invento represivo de la Iglesia. De acuerdo.
 
¿Y la Carne? Amigo, ésa sí que existe. En la feria y en la calle. Hoy mismo, sábado de Feria, solo en casa por imperativo laboral de la Peque, he salido a un echar un bicheo. Más que nada para eso, pa ver carne. Pero ha empezado a chispear y me he vuelto.  Pero, hombre, la Carne es un disfrute que graciosamente nos da nuestro Señor. ¿Por qué renegar de ella?, ¿por qué tanta prohibición, tanta persecución, tanto castigo eterno, tanta postrimería de la vida? Os lo digo en serio, a mi edad la carne, bien entendida, ya no me incita como antaño al pecado, a la pasión o al deseo. Simplemente me alegra la vista y la vida. Me reconforta apreciar que la vida sigue siempre joven y eterna, y que qué bonito es todo lo que es nuevo.

Imposible, recordados curas de entonces, luchar contra la naturaleza: nos la meneábamos en los wáteres del patio no porque fuéramos unos demonios sino porque teníamos catorce años, acechábamos a Isabelita fregando con aljofifa las escaleras "cuerpo a tierra" no por obsesos -que también- sino por adolescentes ávidos de emociones sexuales, fuimos a ver a hurtadillas el "Graduado" no por ser indisciplinados y desobedientes sino para ver en la cama medio desnuda a la señora Robinson, que estaba güenísima, y le cogimos una envidia al Dustin Hoffman... Vimos luego, ya mocitos, "El amor del capitán Brando" para embelesarnos con las tetas de Ana Belén, las primeras tetas del cine, así de simple. En fin, que sí, que ustedes llevaban razón, que en las vacaciones de verano las amigas de nuestras hermanas acudían a nuestra casa como moscas a la miel a tener palique con nosotros. ¿Y qué?
 
La maldad no está en el cuerpo, no está desde luego en el corazón, ni mucho menos en los genitales. No sé dónde se genera ni está en mi ánimo averiguarlo. Pero ahora  considero que el ojo divino, ese gran ojo triangular de nuestro Dios Padre, ese ojo que aún siendo único es a la vez omnipotente, omnipresente y omnisciente, ha llorado por la expulsión de muchachos sin beca, ha sentido pena por el castigo  a un seminarista hambriento que sustrae dos magdalenas del comedor de los curas, ha derramado lágrimas amargas de impotencia ante un guantazo cobarde, se ha compadecido de la atrición cruel sufrida por nuestras horrendas faltas, la condenación eterna, la fatal eventualidad de morir de madrugada en pecado mortal..., ha sufrido por ello mucho más que por catorce pajillas semanales, dos por día, una cada doce horas, como los antibióticos.
 
Hoy y siempre, mis queridos curas de antaño, los tres grandísimos enemigos del Alma son, a mi entender, la Codicia, el Dinero y la Soberbia. Y de estas cosas, por desgracia, la Iglesia no anda mal despachada.
 
Sin ánimo de ofender.  

jueves, 23 de abril de 2015

La liturgia del esquirle

Para cuatro pelos que tengo, la que lía la Peque a la hora de trasquilármelos.

De chico mi padre me llevaba a pelarme a la barbería de Galeras, y luego, ya de mocito, iba yo solo a casa de Manolo "Patagoma". En los alargados estíos de La Capilla nos pelaba a mis hermanos y a mí un barbero de Benamejí que venía a trasquilar a los mulos y a los borricos. Aunque uno se resistiera por parecerle eso del pelado una pérdida de tiempo precioso, aquello era bonito, tenía su atractivo, mientras esperabas tu turno escuchabas, como si te estuvieras enterando, las conversaciones de los hombres, "ancá" Galeras muy variadas y divertidas, hablando entre ellos con media lengua por haber ropa tendida, y en la casa de Patagoma, invariablemente, de artes y trampas de cacería, de conejos y de zorzales, de codornices y perdigones. Y era digno de admiración y asombro para nuestros ojos curiosos la maestría del barbero para pasar aquella hoja tan afiladísima, capaz de cortar el papel de periódico en el aire, entre la piel y la espuma sin el más mínimo rasguño. Y luego, las palmaditas de colonia en la cara saliendo el cliente la mar de guapo, como más nuevo, dejando tras de sí el rastro tan agradable a barón dandy... Con nosotros, los chaveas, el arte estaba en el manejo de las tijeras, el claquear continuo de las hojas, chasss, chasss, el cogerte un manojo de pelos de la mollera -qué tiempos, eh- y verlo tú, corte y caída, por el espejo, y el momento mágico de "Niño, cierra los ojos" y notar la tijera en la frente emparejando tu flequillo, mi famoso flequillo...
 
Ya ni me acuerdo de mi último pelado "ancá" "Patagoma". Desde que mi tonsura avanzó como mancha de aceite haciendo suya mollera, parietales y frente me pela la Peque. Nada, una maniobra sencilla, poner la Roventa ésa en el número 1 y pasármela por la exigua zona poblada. Pero ¡qué va!, ella le da un protocolo que parece que fuera a operarme de anginas.
 
No vale cualquier sitio, en el chalet tenía que ser en el porche. Aunque estuvieran cayendo chuzos. Ahora, en el pisito, en la habitación grande. "Peque, ¿no sería mejor en el patio?" "No -contesta secamente-, no vamos a estar de exposición pa los vecinos".

Me sienta en una silla -y yo, modosito, me dejo hacer-. Me entremete por el cuello un retal de sábana vieja que me cubre hombros, espalda y pecho. Y con sus hábiles manos maniobra en mi cabeza para colocársela a su gusto. "Esta vez lo hemos dejado mucho -refunfuña-, estos pelos no están pa la Feria". "Peque -le advierto tímidamente, como de costumbre-, ten cuidaito con mi verruga, no te la vayas a llevar palante". "Que sí, pesao, que la tengo controlá". Ea, manos a la obra. Yo agacho mi cabeza a la postura que ella va marcando y siento los bandazos de la máquina de un lado para otro, de arriba abajo, de delante patrás... y pienso "Pero si no hay pa tanto..." Ella, la Peque, me va rodeando a su albedrío, lo mismo la tengo en un costado, que por el otro, que por detrás... El momento más tentador es cuando se me planta por delante y muy pegadita a mi cara. Más de una vez he caído en la tentación de desaplicar mis brazos cruzados de niño bueno y alargar mi mano izquierda -que es la que mejor me coge- hacia lo que me pilla de frente. Eso era antes, ya no me atrevo, me pega un "jarpío" que se entera Triana entera. O coge un rebote que se va y me deja a medio aviar. "Ahí te quedas". No, ya me conformo sólo con pensármelo. Me relamo por dentro pensando: "Umhh, qué pellizquito le daba..." Pero de ahí no paso.

Listo, se acabó -pienso-. Y hago el ademán de levantarme. Ni mucho menos. "Espera hombre que tengo que acicalarte". A esto le temo mucho más. Se deja venir, tijeras en mano, y me recorta las cejas, "Las tienes como Miguel Lagarbosa" -me suelta riéndose-, las mete luego, las tijeras, por dentro de las orejas, ajjj, qué dentera, y la oigo rasguñar, rasss, rasss, los pelillos del conducto. Después repasa los hilachos de pelos que nos salen ya en los soplillos auriculares y deja para lo último la toillete nasal, qué asquito. Y luego, queriendo no desaprovechar una marea que parece favorable, le propongo, por si cuela:

-Peque, ya puestos ¿por qué no me cortas también las uñas de los pies? Que es que no me las alcanzo bien... Y sabes que estoy rajando todos los calcetines por el dedo gordo. Y...

Me echa una mirada de un desdén profundo, de ésas que saben las mujeres como queriendo decir: "No me darían una paguita por este surmental..."

-Ésas te las cortas tú solito, so pamplina.
-¿Con las tijeras del jamón? -la provoco.
-Ofú, qué hombre -y se va ya resoplando.

Y así solemos acabar. 
 
 

viernes, 17 de abril de 2015

Surrealismo sanitario

Hoy no voy a hacer leña, ni siquiera constructiva, de nuestro árbol sanitario. Al contrario, hoy quiero adornarlo. La historia que os cuento, ciertamente surrealista, no es mía sino de mi amigo el Pintor. Pero me la conozco tan requetebién y tiene tanta gracia que la hago propia.
Situémonos todos en Montoro, una madrugada de noviembre de 1993. La noche es fría de cojones. Y neblinosa. La guardia está siendo llevadera, menos mal. Antonio es muy asustadizo con las salidas en ambulancia por la noche, y eso que el chófer es un tío bragado.  Con su miedo visceral al agua -no se atreverá a bañarse ni en su piscina del campo- tiene frecuentes pesadillas nocturnas soñando que se precipita en el Guadalquivir por el puente de las Donadas yendo para el Retamal. Hasta hace poco, las guardias las había hecho a pie en  Conquista, terruño de secano más manchego que andaluz, donde las salidas nocturnas se pueden contar con los dedos de una mano. Pero ahora lo han destinado aquí, más cerca de la capital. Méritos. Lleva poco tiempo pero ya se ha hecho con el personal. 

Chófer, enfermera y médico, equipo habitual, se disponen a echarse un coscorroncito. Hay que descansar un poco. Por lo que pueda venir. Y, pudorosos, se acuestan separados. Una, la enfermera, en la consulta; el otro, el chófer, en un sofá de la entrada; y Antonio en una dependencia ad hoc, en el soberado. La distinción especial no es sólo porque sea médico y director de Distrito sino, sobre todo, por aislar al resto del mundo de sus ronquidos atronadores.
Las tres de la mañana es la hora más temida por los médicos de guardia. Todo lo grave ocurre alrededor de esa hora. En el hospital pasa lo mismo. Estás medio adormilado en el camastro, miras a tientas el reloj: las cuatro menos cuarto. "Uff, menos mal -suspira uno-, ya puede venir lo que quiera". Las tres menos cinco serían cuando el teléfono sobresalta al chófer: que llamen al médico, rápido, que un hombre se está muriendo. En tal casa de tal calle. Sin esperar a ser llamado, el roncador silencia su concierto, deja para luego sus ganas de mear -es la hora propia-, echa un ojo al maletín, alerta a la enfermera sobre la digoxina, el seguril y la morfina y lidera al grupo de intrépidos para afrontar  a hora tan desafortunada una llamada, una de tantas, una más, a lo largo de su ya dilatada experiencia nocturna. Y otro equipo se queda al relevo.
El candidato a córpore in sepulto es Agustín, un cardiópata fumador ya conocido de otras tantas noches toledanas. Sólo que ahora se está muriendo de verdad. "Es un edema agudo de pulmón -sentencia con ceremonia el galeno para impresionar al personal-. Vía venosa, tres seguriles, 80 de Urbasón, una digoxina y un cuarto de morfina subcutánea -ordena sin titubear a la enfermera-.  Y nos vamos pitando pa Córdoba". "¿Lo sondo también?" -inquiere atenta la enfermera. Antonio, con gesto seguro, se retira de sus orejas los pirindolos del fonendo: "No, no va a ser necesario, en veinte minutos estamos en el Reina Sofía". Lo suyo hubiese sido el sondaje pero en muchas ocasiones los médicos nos ponemos demasiado en el papel de nuestros pacientes y pensamos: si yo estuviese en el lugar de este hombre no me gustaría que una muchacha tan nueva viera el pitraquillo que tengo.

Poco antes de llegar al la altura del El Carpio la carretera coge una pendiente hacia abajo de casi un kilómetro. Y en muchos tramos tiene irregularidades y ondulaciones que provocan el consiguiente traqueteo. Y el traqueteo aviva, ahora que tampoco conviene, la necesidad perentoria de mear con que nuestro médico se había despertado. De la misma manera y por el mismo tiempo, se conoce que las tres ampollas de Seguril alcanzan su máximo efecto, de modo que Agustín mejora lo suficiente como para charlar animosamente con enfermera y médico, quitarse el bozal del oxígeno, recuperar antiguas confianzas y confesarse en público de algo que le está mortificando desde hace un rato.

-Te encuentras mejor ¿verdad? -le pregunta Antonio-. Pero te veo algo inquieto, ¿qué te pasa?
El hombre se pone muy colorado y, a punto de reventar, explota:
-¡Que me estoy meando a chorros! ¡Que no aguanto más!
-¡Me cachis en la mar, teníamos que haberte sondado -se lamenta ahora mi amigo. Y mira a Marga, la enfermera, encogiendo los hombros a modo de disculpa.
-Pues yo me orino en los calzones, de verdad que no puedo más.
-Falta nada para Córdoba, hombre -tercia ella.
-Menos falta pa mearme encima -le contesta Agustín.

Entonces es cuando surge mi amigo, el hombre sabio, el médico comprensivo y tolerante que encuentra soluciones simples y prácticas.

-Agustín, ¿te sientes capaz de bajar y mear fuera?
-Que si me siento capaz... Ahora mismo.

-Paco -se dirige Antonio al chófer-. Ya lo has oído, para en el arcén, pero para ya. Y ven y nos ayudas.

La enfermera, obedeciendo a su prudencia natural, se queda en el vehículo mientras los tres hombres bajan con mucho cuidado de la ambulancia y cruzan el arcén amparados por la luminaria de los faros. Paco sostiene el suero en alto, Antonio sujeta al paciente por la espalda y éste se saca su churra y apunta hacia la cuneta. Oír el primer chorro de orina contra el follaje en la noche helada y con las vejigas repletas produjo en los otros dos hombres un impulso irrefrenable. Se miran ambos, se dan su aprobación, descorren sus cremalleras... y se alivian tan ricamente. Y ahí tenéis a un enfermo y sus dos ayudantes, tres fantasmones entre la niebla, haciendo felizmente el arco a las cuatro de la mañana en una carretera solitaria ante la mirada, más que cómplice, piadosa de Marga, la enfermera recatada.

¡No me digáis que la estampa no es propia de Almodóvar! 

De vuelta a la ambulancia el enfermo le propone al médico:

-Don Antonio, si usted quiere seguimos pa Córdoba, pero que sepa que yo estoy ya pa volver a mi casa.  

¿Es arte surrealista o no? Puede que sí. Para mí, sin embargo, es un vestigio sublime de la Medicina que se nos fue, un ejemplo, quizás simple y burdo, de atención médica humana, cercana, personalizada y única. Y un servidor echa de menos cada día esa joya de hacer MEDICINA.  

domingo, 12 de abril de 2015

Cincuenta años sí son algo

Puede que sea verdad lo del tango, eso de que veinte años no es nada. Puede. Pero cincuenta sí son ya algo.
 
De todas formas, el tiempo, ese malvado e insobornable cirujano plástico que todo lo que toca con su torvo bisturí lo engorda, lo afloja o lo arruga, no se ha excedido con ellos. Se mantienen... más o menos. Ciertamente que con algunos se ha empleado un pelín más con morbosa dedicación en sus barrigas, con otros le ha dado por agrandarles la tonsura de frente a cogote, pero ha tenido la delicadeza de no intervenirles en sus antiguos gestos, en sus trazas y andares ni en  la viveza y brillo de sus miradas de niños, traviesas y pícaras unas, más apacibles y serenas otras. Se conoce que -siendo yo colega médico- conmigo se ha comportado. Que así siga siendo.
 
Este encuentro anual tiene mucho de admirable. Sobre todo por lo que se refiere a su continuidad. No es nada usual que compañeros de colegio se sigan reuniendo, año tras año, cincuenta años después de su primer encuentro en el seminario menor de santa María de los Ángeles, dejados de la mano de Dios y de los curas en las sierras inhóspitas de Hornachuelos. Y no cuatro ni diez. Cincuenta y tantos antiguos seminaristas. Con sus santas respectivas, claro está. Ciento y pico de criaturas. A mi manera de ver, el éxito de estos encuentros se fundamenta en alguno de estos elementos combinados: el tesón inquebrantable de los organizadores, principalmente del Luna; la emotividad colectiva que despierta la memoria compartida de aquellos años tiernos e inolvidables, y la voluntad explícita de nuestras santas, empeñadas en ponernos contentos. "Me gusta esto, me gusta mucho esta reunión -gritaba ayer desde el entarimado Carmen, la mujer de Rafael Vilas-. Y me gusta porque el aburrido de mi marido sólo se ríe a carcajadas cuando está con sus nietos o cuando está con vosotros". Ahí queda eso.
 
Ayer tocó en Montilla. Cada año, en un sitio nuevo, aunque hemos repetido, claro está. Las más de las veces, en el entorno de nuestro antiguo eremitorio, fatalmente entregado al monte. ¡Qué lástima!
Fue muy interesante la visita cultural a este gran pueblo, desconocido por muchos de nosotros quizás por ser pueblo de tránsito. Uno para en las Camachas, se toma su cervecita con alcachofas a la montillana y sigue pa Málaga. ¿Verdad que sí?
La lluvia a cántaros que traíamos el Bermúdez y yo desde Carmona respetó el horario previsto para el recorrido cultural. Muy recomendable la visita al convento de santa Clara. Es un convento de clausura, no lo pudimos visitar por dentro. Lo que vimos y apreciamos con la excelente guía María Dolores Ramírez fue la capilla, una obra maestra, una auténtica joya, uno de los ejemplos más significativos del arte barroco andaluz. Nada que envidiar a las obras de las iglesias de Antequera, Lucena, Priego u Osuna. El convento, grandioso, que por fuera ocupa toda una manzana, es mantenido solamente con el trabajo abnegado de doce monjitas, la mayoría ya ancianas. Admirable. Admirable por ellas. Deplorable la falta de sensibilidad de las instituciones a la hora de ofrecer ayudas para su mantenimiento. Es posible -al menos yo lo veo así- que la postura actual de la Iglesia cordobesa de acaparamiento patrimonial de dudosa legitimidad frene de alguna manera el favor de ayuntamientos y Diputación  en apoyo del patrimonio cultural eclesiástico. De manera que desde esta página animo a la gente a visitar el convento. La exigua limosna valdrá la pena por lo que al disfrute sensual se refiere y por lo que simboliza de socorro popular a su sostén.

Visitamos a continuación la iglesia de san Sebastián, más que nada por ofrecerle un cálido recuerdo a Juan Navas, uno de nuestros compañero ya fallecidos y que fuera cura de esa parroquia durante doce años.
 
Nos impresionó más tarde la visita al Museo municipal "Garnelo". El museo cobija y custodia diversos libros alusivos a la vida del "Gran Capitán" y obras pictóricas de Garnelo, un pintor montillano del siglo XIX, uno de los maestros, en su día, de Picasso. Obras de estilo figurativo y de perfiles costumbrista, religioso o histórico. Sobresalientes la figura y explicaciones del guía municipal.
 
Luego, durante la comida informal, todos arrejuntados, ahora aquí, luego allí, ahora me arrimo a este grupo, ahora a aquel otro... y envalentonados con el escancie libre de vinos y otros caldos amontillados, la cosa se animó más si cabe. Como cada año, resulta especialmente entrañable el encuentro con gente nueva, con compañeros que asisten por primera vez, que se han enterado de chiripa, de pura casualidad, "Me lo dijo fulanito, que me lo encontré en Málaga el otro día. Y no lo he dudado". Uno de ellos ha venido desde Valencia, son ya varios los que cada año acuden desde Madrid, Móstoles, Leganés..., el resto somos domésticos, de por aquí cerca todos, los de Córdoba capital han fletado un autobús, mira tú qué comodidad, nos queda pendiente la presencia de algún andaluz catalanizado, a ver si puedo yo reclutar a mi paisano Gámez Rivera, desde Tarrasa, seguro que disfrutaría como el que más. Es habitual la presencia de alguno de nuestros curas. Ayer vino Pepe González Palma, uno de los tantos curas buenos que tuvimos, uno de los más recordados y queridos, quizás por haber sido nuestro padre espiritual en los últimos años de san Telmo. Algún vicioso empedernido del fútbol, cuyo nombre no diré mordiéndome la lengua, se escapó antes de la hora para llegar a tiempo del Sevilla-Barcelona. Mal augurio, siempre que lo ha hecho ha perdido el Sevilla. Menos mal que anoche la cosa se enmendó al final. A lo último, la habitual proyección de diapositivas con fotos antiguas, más que sepia, donde ejercitamos memoria distorsionada por tanto líquido espirituoso, y las consabidas canciones regionales y popurrís del seminario. Y acabamos con el canto a la Córdoba sultana, mora y eterna.
 
Durante la década de los años sesenta del siglo pasado sucesivas hornadas de niños cordobeses, la mayoría de origen pueblerino y humilde, abandonaron sus casas y se fueron al seminario para quitarse del campo, labrarse un futuro mejor y, quién sabe, si para hacerse curas y poner contentas a sus abuelas. De una u otra manera, todos lo consiguieron. Ahora, cincuenta años más tarde, se han convertido en hombres cabales que han vivido y viven con voluntad de servicio, aquello en lo que fueron educados. Y aún perdura intacto en muchos de ellos el mismo espíritu y la misma valentía de antaño  para afrontar el magnífico reto de un otoño vital soleado y colorido. 
 
Un abrazo para todos. Y para todas.

viernes, 10 de abril de 2015

Filiberto

"La amistad oportunista carece de cimientos, un castillo de arena de playa: falsa y efímera. La amistad desinteresada y nutrida de años es como nuestra Mezquita de Córdoba: verdadera y eterna."

(Yo mismo)


Nunca fui uno más entre los cerca de doscientos alumnos que habitábamos en el eremitorio de los Ángeles en el curso 64-65, nuestro primer año de seminaristas. En realidad, nunca he sido uno más en los casi diez años de permanencia lega.
Yo era Filiberto, no  José María Rivera Cívico, no. Filiberto Canoa a lo primero del todo, y luego, Fili, el Fili. Y está claro que con ese mote no se puede pasar desapercibido. Pero además era un empollón. Cercano y cariñoso, nada engreído y, desde luego, tímido y humilde, vamos que me dejaba copiar, virtudes todas ellas impropias para tal condición pero qué se le va a hacer, he sido siempre un tío muy atípico. Desde chico. Todavía hoy sigo siendo el Fili para muchos de mis amigos. El apodo trascendió los montes de Hornachuelos y llegó a Córdoba y a Palenciana, claro está. De la misma manera que triunfaron y aún perduran otros motes afamados de la época: "El Cuartillas", "Cuatro mitras", "Bronco ley", "El Matemático", "El Chivo", "El Birria", "El Añoro", "El Pollo"... Tener un mote era ser alguien, salir del anonimato. Y conste que yo no me lo propuse, ni de lejos. Fue pura casualidad, la buena estrella que siempre me ha perseguido.

Ya he contado cómo ocurrió. Lo repetiré para los rezagados: En las primeras semanas de seminario, azuzados por la murria, todos nos arrimábamos a don Moisés o a don Eduardo, los curas que, por su amabilidad y generosidad de carnes, más podrían pasar por padres. O a don Francisco Varo, tan velludo que desprendía calorcito sólo de verle el cuello y los brazos. Pero, claro está, los pobres no daban abasto. Tampoco yo deseaba señalarme tan pronto como "un pelotas blandengue" -aunque estuviera deseando serlo- y acordé entonces pegarme a mis vecinos de dormitorio, Jaime y José Pablo, con quienes ya había compartido algunas confidencias, a Pepe Montes, más canijo aún que yo, y a Pepín y Manolo Estepa, vecinos de pueblo y niños muy cariñosos conmigo. Uno de esos días, en el comedor, se me cayó un migajón al vaso del agua. Y, ni corto ni perezoso, metí los dedos para sacarlo. Siempre me han perseguido mis malos modales, por mor de ellos suspendí el ingreso en el seminario el curso anterior.
-Mía tú éste -se pone Jaime llamando la atención del resto de la mesa-. Hace lo mismo que Filiberto Canoa. -El tal Filiberto era un personaje de ficción, muy bruto, que aparecía en las lecturas piadosas del refectorio.
Aquello prosperó, oye. Y de la noche a la mañana me convertí en Filiberto. Nunca, sin embargo, fue un mote despectivo, al menos yo nunca lo viví así, sino amistoso y coloquial. Lo de Filiberto cayó en gracia, no me preguntéis por qué. Adquirí de pronto una popularidad fuera de lo común. Mi nombre desapareció del patio de recreo, del campo de fútbol, de las clases... Yo era Filiberto. Incluso para los curas, "Filiberto, estate firme en la fila, hombre, no te encojas" -me amenazaba don José Delgado con su cadenita cuando hacía el recuento nocturno-. En la lectura pública de las notas que se hacía al final de cada trimestre en el salón de estudios, al llegar mi turno don Antonio Jiménez decía: "José María Rivera Cívico -y aclaraba-, Filiberto," y ya cantaba mis notas.

El otro perfil de mi personalidad en ese primer año -algo que ya marcaría el resto de mi vida de estudiante- fue el de empollón, como ya dije. En todas y cada una de las instancias académicas por las que he pasado -los Ángeles, san Pelagio, Séneca, san Telmo, Facultad de Medicina, hospital Reina Sofía, Pozoblanco, hospital de Valme, he sido siempre el empollón, una de mis circunstancias vitales de las que hablaba Ortega y Gasset. Y no es fácil ser empollón. Se convierte en una especie de obligación, una carga pesada. Una condición que te exige a ti mismo más que los curas o que tus padres. De mi propio ser natural salía estudiar y aprovechar el tiempo, era algo que no me costaba mayor esfuerzo, he ido siempre a los exámenes con el gusanillo normal en el estómago pero seguro de mí mismo, con confianza plena en aprobarlos con nota. Siempre. Pero no era eso; el caso era que tenía que ser el número uno, siempre la mejor nota. Y no sólo en los exámenes finales o trimestrales, no. En cualquier prueba improvisada que se le ocurriera a cualquier cura, cualquier día, no importa en qué clase. Sacar un 8, por ejemplo, era un desastre para mí. Era necesario mantener el tipo, el listón en lo más alto. Más amigos que ruchos en el patio, pero en la clase la competencia interna con otros empollones como Pepe Ruz, José Luis Roldán, Antonio Beteta,  Pablo Márquez o Manuel Del Pino Morgádez era tremenda. Al final uno se acostumbra a vivir con esa presión añadida y la incorpora a su vida como algo normal.

El caso es que yo no tenía ni idea de que fuera a salir empollón, en serio. Mis expectativas nada más aterrizar en el seminario eran pobres. Nunca había salido de mi pueblo y aunque en la escuela y en las clases particulares que me daban los seminaristas mayores de Palenciana destacaba por encima de otros monaguillos más cultivados y finos pensé que no superaría el primer año en los Ángeles. Me veía el más cateto de todos -aunque me consolaba ver que Agustín Madrid, del curso anterior, un niño gordinflón y más rústico todavía que yo, era el empollón más grande jamás visto-, malabaristas mis esfuerzos para manejar el cubierto sin levantar los codos o  para mondar las naranjas con tenedor y cuchillo, hablaba con la boca llena, muy rápido, apenas me entendían, era demasiado delicado con las comidas... En fin, un pequeño desastre. Todo eso cambió con las notas del primer trimestre. En lectura pública cuando llegó la hora de Filiberto resultó que saqué un diez en Latín, otro diez en Literatura... y lo demás todo sobresaliente. Tanto, que sólo el Añoro (Agustín) mejoró mis notas. Don Eduardo se encargó del resto. Él fue el responsable de convertirme en empollón. Como una especie de premio, un día dijo en clase que lo de Filiberto le parecía un nombre demasiado largo para resultar coloquial, que lo íbamos a dejar en Fili. Y lo justificó así:

-Le diremos Fili porque además pega mucho con el anuncio de los televisores Philips, que mejores no hay.

Ese día de diciembre de 1964, poco antes de partir para nuestras primeras vacaciones de Navidad, fue el comienzo de mi andadura feliz como estudiante y del gustoso saboreo de mi autoestima, el primer momento de mi vida en que me haya sentido capaz de cualquier cosa. Para que veamos la capacidad que tiene un docente de potenciar hasta el infinito las posibilidades de un alumno, o de machacarlas para siempre, según los casos.

Durante el resto del curso -y ya para siempre- fui el Fili, objeto de admiración por parte de mis compañeros, un icono en lo académico, como se dice hoy. Me convertí en el referente para solventar dudas sobre declinaciones y verbos latinos. Importaban ya poco mis modales que -lo cortés no quita lo valiente- fui modulando con las clases de Urbanidad de don Gaspar. No llegué -o tal vez sí- a la altura del "Añoro", chorla la más vasta y fina que pasara por los Ángeles; ni fue, desde luego, la mía la fama intimidatoria de Nieto Vallín o de Guisado Rosas, niños atrevidos y montaraces, líderes naturales de su propia pandilla, "Los Pigmeos", que, al decir de sus aduladores, ensartaban víboras como espetos con sus lanzas de acebuche, construían sus cabañas entre los riscos, despreciaban el fútbol y disputaban su jerarquía a navajazos. Tampoco -seamos justos- alcancé el loor místico de los "Beatos", famoso grupo de penitencia abanderado por Juan Ortiz y secundado por Luna, Mariano, César y Zamorano. Lo mío fue, digamos, una especie de  liderazgo silencioso desde la sencillez y el trabajo. Sin pretensión alguna de nada. 

A nuestra edad uno puede permitirse ser un pelín indecoroso.

miércoles, 8 de abril de 2015

El hombre callado y su viceversa

Hay ocasiones, como en ésta que nos va a ocupar hoy, en que la consulta me sorprende con algún caso extraño. Uno se cree -de mentirijilla- que después de treinta y cinco años de oficio, nada nuevo bajo el sol. Y la cosa es que sabemos que no es verdad, que siempre se necesita estar al acecho de la sorpresa.
 
Este hombre es un tío raro en el sentido médico y en el sentido personal y social. Tiene 61 años, de nuestra edad más o menos, está felizmente casado, tiene dos hijos mayores y trabaja de albañil o haciendo de manitas para cualquier cosa que lo llamen en el pueblo. Hasta ahí, lo normal. Su aspecto externo no llama la atención, lo habitual en un hombre de pueblo nada instruido y alicortado delante del médico.
El caso no pasaría de ahí si no fuera porque, preguntado por mí sobre sus dolencias, el hombre se mostrara totalmente incapaz de expresarse de una manera más o menos precisa. No hilaba una sola frase entera, parecía trastabillarse cada dos o tres palabras, saltaba de asunto a ver si por otro camino hallaba solución a su negada fluidez, algo parecido a cualquiera de nosotros -que no sean Agustín o Paco Pinedo o mi hermano Frasco, claro está- cuando queremos contestar en inglés a algún guiri que nos pregunta en la calle por la catedral de Triana. Un hombre corto, demasiado corto. Quizás sea una de estas personas de quienes solemos decir que les falta un hervorcito, pero, ¡coño!, un médico debe de afinar un poco más.

-Déjeme usted que se lo cuente yo -salta al ratito la mujer dándose cuenta de mi perplejidad.
-Pero ¿por qué? -replico yo un poco contrariado-. Que me lo explique él mismo.
-Usted verá... Pero no se va a enterar de ná.
No tuve más remedio que aceptar la mediación de la esposa.
-Ha sido siempre así, mire usted. Yo lo conozco desde niños, de nuestra primera pandilla, novios desde siempre.
-Y se quedó usted con este prenda -me sale mi vena de imprudente.
-Vaya! -se ríe la mujer mientras le extiende, cariñosa, la mano sobre su hombro-. Y muy contenta que estoy.
-Pero si este hombre es un muermo, mujer.
Mientras converso con ella estoy maquinando en mis adentros qué trastorno será el que aqueja este hombre tan raro. Pienso si de niño habrá sido un autista o tendría un síndrome de Asperger, ahora tan de moda y antes totalmente desconocido, o algún tipo de encefalopatía connatal por un mal parto o una deshidratación neonatal... Pero las explicaciones de la mujer dan al trasto con mis elucubraciones.
-¡Qué va! A primera vista, sí. Pero es un hombre buenísimo. Pregunte usted por él en el pueblo. Tiene cantidad de amigos, se lleva bien con todo el mundo, es el primero a la hora de trabajar en lo que sea, es un manitas de verdad, mis hijos están encantados con el padre... Y yo... más todavía.
-Estoy confundido, de verdad señora. ¿Qué cree usted que le pasa entonces?
-Sinceramente, nada. Lo he traído por contentar a sus hermanos, que si vaya que tenga un Alzheimer o un tumor en la cabeza... ya sabe usted lo enterados que estamos hoy de todo. Pero yo digo cómo va a tener nada si ha sido así desde chico? Pa que usted se entere: él tiene solamente dos problemas, uno, que carece de iniciativa. Es el mejor mandado del mundo, pero se lo tienen que decir, haz esto, haz lo otro. En mi casa yo llevo las riendas, él se dedica a trabajar. El otro problema: su enorme dificultad para expresarse en  público. Nada más. Desde luego que no es tonto ni subnormal ni nada parecido. Es un hombre cabal.
Me quedo anonadado. Había ido trajinando si mandarlo a la consulta de Neurología o al psicólogo, pero ahora ya no sabía cual sería el mejor proceder.

-Manuel ¿tú te encuentras bien?
-Yo sí -responde el pobre, agobiado con tanta investigación sobre su persona.
-¿Tú te consideras contento y feliz con tu vida?
-Más contento que unas pascuas.

Y los dejé marchar en paz.


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Si os parece, ahora vamos a tratar la viceversa.

Jueves Santo en Palenciana. Las once y media de una mañana radiante. Estamos en la calle Sol viendo el desfile de los soldados romanos. Como cada año, la Centuria toca diana en la casa de mi vecino y pariente José Manuel Velasco, uno de los capitanes. Interrumpe la algarabía la llegada inoportuna de una grúa. Me acerco.
-Buenos días, ¿qué se le ha perdido a usted por aquí un día como hoy, buen hombre?
-¿Qué va a ser? Que me han llamado por un pinchazo.
-Ya! Ha sido el coche de mi amigo Frasqui, lo sé.
-Por dónde es?
-Allí en lo hondo. Mire ¿ve usted? Aquel hombre que está haciendo señales.

Bajé la calle por acompañar a Frasqui. Nada, en un periquete el hombre de la grúa cambió la rueda. Sólo el pequeño inconveniente de que la rueda de repuesto era una de éstas provisional, muy canija que nada más que sirve para un trayecto corto. Y mi amigo tenía que desplazarse al aeropuerto de Málaga a recoger a su Paco y luego tirar para Córdoba.
-Frasqui, seguro que en Benamejí hay abierto algún taller de neumáticos. Seguro.
-Pero hoy, Jueves Santo?
-Seguro. Ya sabes lo atestados que son la gente de Benamejí.

En efecto. Hizo una llamada y localizó un taller.
-Ven conmigo y charlamos.
-Pero Frasqui, ya mismo es la hora de la "Bandera".

"La Bandera" es una de las ceremonias lúdicas más celebradas por la gente de mi pueblo en todo el año. Es una suerte de Liturgia civil que vivimos con tanta emoción como si de la Procesión del Nazareno se tratase. Toda la Centuria al completo se concentra a lo largo del tramo horizontal de la calle Sol cercando la casa del Comandante en jefe para que éste, con gran solemnidad, saque la bandera al son del himno nacional. Emocionante. Hasta los catalanes emigrados que vuelven al pueblo para las fiestas se emocionan. Para que luego vengan con milongas independentistas.

-A esa hora estamos aquí de sobra. Falta más de una hora, hombre.

Vámonos pa Benamejí. Enseguida localizamos el taller. Un hombre menudo y mal averiguado nos estaba esperando. Resulta que se acordaba de Frasqui de cuando éste trabajaba de mocito en la gasolinera. Y además que este hombre hizo la mili con Blas, el hermano mayor de Frasqui. El mundo es un pañuelo. Por ahí empezó todo.
En mi vida (en mi puta vida, que diría el castizo) he visto a nadie charlar más, a más velocidad y más seguido, oye, sin parar. No había Dios que agotara a este hombre, no le faltaba nunca tema, saltaba de una cosa a otra, daba igual, nos dio explicaciones de los cien tipos de pinchazos, de reventones, de huellas, de ruedas... que si las originales, que si los recauchutados, que si la alineación manual es mejor que la automática, que si cuando vengas otro día te cambio ésta por otra original y te descuento el precio de hoy, que si encarga la rueda que sea para ponerla, no vaya a ser como un guardia civil que hace un tiempo le encargó una y luego se la dejó colgada, que si las procesiones en Benamejí son más sosas que en Palenciana, que hoy, aún siendo Jueves Santo, todavía, las horas que son, tiene que ir a reparar una rueda de un tractor que ha dejado tirado en el campo a un paisano, que si conoce muy bien a nuestro pariente Higinio, que es casi vecino suyo y no digamos a Antonio "El Maúro", pobrecita Rosario Bueno, su mujer de Antonio, que murió hace poco, que si agarra aquí un momento esta manguera de aire -y me endosa a mí un compresor de aire comprimido sin que yo sepa para qué- que era para un ciclista que venía a inflar la rueda de la bici... Con cierto disimulo Frasqui y yo intentábamos irnos a la acera de enfrente para librarnos del pelma y para que el hombre pudiera trabajar, pero nada, nos daba voces para que no nos perdiéramos nada, nos daba fatiga y volvíamos a acercarnos.
-No vamos a llegar a "La Bandera" -protestaba yo quedamente.
-Que sí hombre, esto está ya -se ponía el parlanchín.

Pero no estaba. Más de una hora para poner una simple rueda de coche. Naturalmente, no llegamos a "La Bandera".

Cuando luego se lo conté a mi suegro, le faltó tiempo para acertar el nombre de ese hombre tan singular.
-Ése es el "Licenciao", charla por los codos.

Y resulta que también mi padre, mi hermano Manolo, mi cuñado Jondy... todo Dios lo conoce en Palenciana... Menos Frasqui y yo.

Pero después de todo, agradecidos porque nos sacó de apuros en un día tan especial.


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Unos tanto y otros tan poco. 

lunes, 6 de abril de 2015

Lucas

Sería incontrolable pecado de abuelidad si  yo dijera que mi nieto, Lucas, es el bebé más guapo del mundo, el pepón más hermoso, el niño más simpático. Aún así -sabiendo que es pasión perdonable-, hoy me voy a permitir saltarme a la piola la debida prudencia, el justiprecio, la cordura y la templanza para proclamar a los cuatro vientos que mi Lucas es la preciosidad más preciosa del Universo.
Sólo tiene 5 meses y medio. Ya conoce a las personas, mira con intención y viveza, se ríe a carcajadas, sabe su nombre, parlotea a su manera, agarra las cosas con fuerza inusitada, llora sin lágrimas cuando quiere conseguir algo... En fin, no me voy a poner meloso. Muchos de vosotros sois abuelos.
Me ocurre en ocasiones que -impostando la función paterna- me imagino tiempos próximos en los que deberé educarlo en los valores en que nosotros, los de nuestra generación, hemos crecido: el aprecio por la amistad, la solidaridad, la filantropía, la decencia y la honestidad; el esfuerzo por conseguir objetivos por encima de la comodidad y el lucro; la importancia de una vida sana -nuestro mens sana in córpore sano-; el menosprecio por la ostentación y la opulencia; el alejamiento de cualquier tipo de fanatismo... Tonterías, luego, cuando lo veo, sólo tengo sentidos para disfrutarlo.

Miradlo y decidme si me falta razón.



miércoles, 1 de abril de 2015

Murria


"La historia personal no es lo que pasó sino como uno lo recuerda"

(Creo que es de García Márquez, pero me lo apunto también yo)






Fue ésta, la murria, una de las palabras más comunes que podíamos escuchar en el patio durante los recreos. Nunca supe su significado académico pero entendía perfectamente lo que quería significar. "Se te nota con murria", "Tienes murria, eh", "¡Venga ya con la murria!"... Eran expresiones muy corrientes entre nosotros. Incluso los curas predicaban contra ella: "No es bueno que os dejéis vencer por la murria" -bromeaba y nos animaba don Pedro Antonio-. Todos teníamos murria.
Según el diccionario, murria es tristeza, nostalgia. Así de simple. Sin embargo, nuestra murria era algo mucho más complicado, más complejo, algo que no se puede definir en dos palabras. Yo creo que la murria no se define, hay que vivirla. Y cuando se vive ya es muy fácil comprenderla.
Murria es que un día de octubre del 1964, a las cuatro de la tarde, con el sol vencido por detrás de unos montes ignotos, tus padres te dan un largo y lloroso abrazo de despedida y de pronto, sin creértelo del todo, a tus 11 añitos, te encuentras solo, rodeado de desconocidos en medio de la nada. Murria es que el cura de guardia apague las luces y acudan enseguida las lágrimas a tus ojos sin más motivos que acordarte mucho de tu hermanito de cinco meses, el último de la saga por el momento; también es murria el dejarse finalmente vencer por el sueño imaginándote en la cama con tu abuela rezándoles jaculatorias a las Ánimas Benditas del Purgatorio. Murria era sentarse delante del triste plato de queso de cerdo con pelos, incomestible -repugnante, ajjj, todavía me da asco-  y no tener a tu mama que te ofrezca una sopita de maimones con un huevo duro troceado.
Vivamos en directo un pasaje medio real de murria.


Don Manuel Cuenca, profesor de música y de educación física, anda buscando gente para el coro. Ya tiene medio armada la rondalla, diez o doce chaveas que, de un día para otro, puntean las bandurrias como si no hubieran hecho otra cosa en sus vidas. Admirable. Entre ellos, Paco Carrillo, Paco Contreras y José Castro Navas, unos prendas de cuidado. José María –aún no le ha llegado la hora del Filiberto- se ha apuntado al casting. No al de la rondalla, sus manazas lo hacen incompatible con sostener algo tan delicado. Se ha apuntado al coro. Eso es otra cosa. Se gusta a sí mismo cantando, cree que lo hace bien y está animado. No va a tener problema alguno, piensa para sus adentros. De monaguillo cantaba divinamente el Tantum ergo y el Pange lingua. Le encanta la voz de Rafael Vilas, un niño del curso anterior, el solista. Hay que apuntarse a las cosas, alistarse en algo, si no, te aburres y nadie te conoce. En un sitio tan perdido donde conviven doscientas criaturitas tienes que hacerte notar, destacar en alguna cosa. Y más él, un niño acobardado y acomplejado por sentirse más cateto de pueblo que ninguno otro, y por sus piernas enclenques, de alambre.  Su paisano Manuel Gámez Rivera, por ejemplo,  ya es un as en el ping-pong. Y lo nombran y todo en los corrillos del recreo.

Hay cola.  Desde la capilla hasta el patio principal, casi hasta la sala de procura. Por lo menos, veinte chaveas, calcula. Hace frío y puede llover, los críos se pegan unos a otros con lo que la cola se acorta. Todos ellos igualados por el babi color canela si no fuera por el larguirucho de Pablo Márquez que les saca dos cuartas. Según avanza la cola, va escuchando la prueba en otros niños, parece fácil. Don Manuel, sentado al piano de la iglesia, da unas notas y el aspirante las repite cantando. Do, re, mi, do; mi, do, do, mi, do; re, mi, fa, re; fa, re, re… Y, sobre la marcha, lo aprueba o lo catea. Jaime va tres o cuatro por delante de él. No lo pierde de vista, tiene muy buena voz, lo ha oído ya varias veces en el Salve Regina del final de las misas. Y le parece un niño bueno. Hasta ahora ha sido de los pocos que ha mostrado cercanía con él. Tendrán que pasar muchos años, muchos, y aún así no olvidará el calor humano de la primera noche. No hace tanto, tres semanas quizás. Se siente reconfortado cuando ve que su amigo se vuelve hacia él y aprieta el puño como dándole ánimo. Ya le va a tocar el turno a Jaime. Lo ha hecho muy bien, seguro que entra. Ha carraspeado a lo primero, un poquito, los nervios. De vuelta, pasa a su vera.
-¿Cómo se ha escuchao?
-Bien, bastante bien.
-Ánimo, te espero en el patio.

Pudo haber un algo de crueldad espartana en la primera noche de estos muchachos. Todavía colea en muchos de ellos la amarga sensación de abandono. La murria le llaman. No es para menos. Como la mayoría, niños de once años, José María no ha salido de su casa hasta ahora. De muy niño, recuerda un viaje a la casa de su chacha Josefa en Córdoba capital y luego, ya con seis añitos, claro, dos días de estancia en una posada de Cabra, cuando se operó de anginas. Y ahora, de pronto, de un momento a otro, la soledad más absoluta. Rodeado de críos por todas partes, sí, pero solo. Todos solos. Desde la gran explanada de la entrada van desapareciendo todos los coches, uno tras otro, detrás de la primera curva de la carretera, a escasos veinte metros. Mientras tus padres hablan y se despiden de don Gaspar estás ahí, asido con fuerza a la mano de tu padre, todavía no se van a ir –piensas-, es muy de día… Pero cuando pierdes de vista el último coche… Es una sensación rara, nunca antes experimentada, de frío interior, de desamparo, de miedo, de… ¿y ahora, qué? Ni siquiera estás en un pueblo, donde ves gente diversa por la calle. Estás en medio de la nada. Todo lo que te rodea es monte, riscos y precipicios. Y los árboles, en vez de olivos acostumbrados, son algarrobos, acebuches y chaparros. Amargura desoladora. Muchos buscan amparo en sus propios paisanos, se forman corrillos en el patio, otros se pegan a don Gaspar, a don Eduardo o a don Moisés, curas estos dos últimos que, entraditos en carnes, parecen hacer mejor el papel de padres. Otros, sollozan en solitario. Hasta la hora de la cena. Pero ¡quién va a tener ganas de cenar esta noche? Nadie. Sin embargo, a José María la inseguridad le abre el estómago. Se trincó su plato de sopa de estrellitas y una tortilla francesa inflada artificialmente con maicena, le faltó pan y se lo distrajo a otro niño de al lado.
-Me da igual –le dice el otro-, no tengo hambre.
-¿Tú de dónde eres? –se decide José María.
-De Cabra –responde el niño.
-¡Anda, de Cabra! Ahí van los niños de mi pueblo a examinarse de Ingreso al instituto.
-Ya, claro, de muchos pueblos vienen. ¿Cuál es tu pueblo?
-Palennssiana.
-¿Y eso por dónde cae? No lo había escuchao nunca.
-¿Tú has ido a Málaga alguna vez?
-Sí, un par de veces, con mis padres.
-Pos cuando pasas por el Tejar…  ¿tú sabes dónde está el Tejar?
-Me parece que sí, un sitio que tiene un bar en la misma carretera que se come mu bien.
-Eso es, el bar de Reina. Pues de ahí mismo sale una carreterilla que lleva a mi pueblo.
-Tan cerca y no lo conocía, oyes.
-Ya, pero es que es mu chico mi pueblo.
-Yo me llamo Jaime –zanja ya el tema y muy educadamente le alarga la mano. José María entonces, notándose la suya pringosa de haber rebañado con los dedos el plato de la tortilla, se la seca rápido con su servilleta y le devuelve, cortés, el saludo.
-¡Ah, cucha, es verdad, y yo José María.

Luego, en el dormitorio de san Tarsicio, sus camas resultan ser vecinas. No es casualidad. O sí. Los curas han distribuido a los chaveas en razón de la primera letra de sus primeros apellidos. Jaime es Pérez y José María es Rivera. Los de la P y los de la R caen juntos en el refectorio, en las clases, en el estudio y en los dormitorios. Su madre le ha dejado el armario lo mejor ordenado que ha podido a sabiendas de su desdén por todo lo que significa decoro y limpieza, “Mira José María, atiende hombre, las perchas, para las camisas, los babis y la sotana; en el primer cajón, los calcetines, las camisetas y los calzoncillos, no vayas a estar una semana entera sin cambiarte, que te conozco; en el segundo, los pantalones, en un lado, los cortos, en el otro, los largos, no los rejuntes; y en el de abajo, los saquitos; mira, hal favor hombre, éste de color celeste, más bonito, lo reservas pa los domingos, eh…” Se siente raro teniéndose que desnudar delante de tantos niños en ese dormitorio de camas corridas. Aunque parezca que cada uno va a lo suyo y que nadie se fija en nadie, él se siente observado. Jaime por abajo y otro niño por arriba, sus vecinos que lo flanquean, tienen unos muslos la mar de robustos. A él le da vergüenza enseñar sus canillas de nada. Casualidad o no, el caso es que Jaime y el otro niño de al lado abrieron las portezuelas de su armarios al mismo tiempo, con lo que José María se vio algo protegido de sus miradas. Y así fue como este muchacho se enfundó de pijama la primera vez en su vida.
-¿No te duermes? A lo mejor te da miedo la oscuridad… –le cuchichea Jaime notándolo suspiroso.

Hace ya un buen rato que don Antonio Jiménez Carrillo, el prefecto, se ha paseado por el dormitorio, parece haber ido contando, uno a uno, cada mochuelo en su olivo, a los chaveas, les ha advertido con voz firme la necesidad de guardar silencio, les ha dado las buenas noches y ha dejado la habitación completamente a oscuras. José María temía helarse de frío en el piso más alto del seminario pero no, los radiadores de agua caliente mantienen un ambiente incluso cálido. Se tiene que desarropar por momentos.
-No, ¡qué va! –miente sin convicción-, es que… me acuerdo mucho de mi casa.

Por probar a quedarse dormido ha ido repasando mentalmente las letanías nocturnas acostumbradas de su abuela Josefa, iba ya por la R cuando Jaime lo ha interrumpido, regina angelorum, refugium pecatorum, salus infirmorum… Pero la Virgen, esta primera noche, no se apiada de su miedo.
-Mira tú, claro. Y yo de la mía. Normal.

Y sin proponérselo, de una manera natural, se animaron contándose cosas, casi cuchicheando.
Así, José María se enteró de que Jaime tenía un porte de hermanos, más que él aún, siete, y que el más chico había nacido enfermo. Y pensó en qué suerte tenía él porque de los suyos, todos estaban buenos, hasta el Frasquito, el último, un renacuajo chorlón de sólo cinco meses.

-Haced el favor de dormirse ya, hombre, que ya mismo nos tocan diana por los altavoces. Y dejarse de sentimentalismos, joer.

Era una voz ronca y áspera, impropia de la garganta de un niño. Pero era él, el niño del otro lado.
-Perdona, hombre. Ya lo dejamos.

Por la mañana, aprovechó la primera ocasión, mientras ese niño se aseaba en el lavabo para ver su nombre en la taquilla: José Pablo Pérez Pareja. Un niño hosco y mal encarado. Por ahora.

Distraído con ese recuerdo de su primera noche en san Tarsicio, se le echa su turno de examen encima sin apenas darse cuenta. Cuando quiere acordar tiene ya a don Manuel tecleándole las notas.

Don Manuel es un cura muy apreciado por la chavalería. Parece un muchacho grande y alto, de cara chupada y ojos muy expresivos, algo saltones, que suele ocultar con sus gafas de sol casi perennes. Está muy delgado, tanto que pareciera que le guste la comida del seminario menos aún que a los alumnos, que ya es decir. Juega con ellos al fútbol en el patio de cemento arremangándose la sotana hasta por encima de las rodillas, cosa que les hace mucha gracia. Hace poco, en uno de los recreos, se trastabilló y se dio un cachiporrazo, qué cosa más extraña, un cura por los suelos. Pero no se hizo nada.
-Venga José María, tú eres José María ¡no?
-Sí.
-Pues venga.

Sin que él se diera cuenta, hace ya un rato que don Manuel ha cambiado las notas musicales. Ya no son do,re,mi,do, mi,do,do,mi,do… Ahora le suenan como las de “Los remeros del Volga”: sol,mi,la,mi; sol, mi,la,la, mi; sol, do,si,do,si,la;sol,mi,la,mi.  Titubea, tose un par de veces antes de arrancar, le sale un gallo en el primer “sol”… luego consigue entonarse pero con una voz quebrada por su propia inseguridad. Sabe ya que no pasa, seguro que no.
-Me ha dicho don Eduardo que lo tuyo es el Latín –intenta consolarlo el cura-. No te preocupes. Lo haces bien, pero ya me sobran bajos.
Y, sin embargo, él se tenía por alto. De estatura. “Me apuntaré al fútbol”, se anima enseguida.  Fuera ha empezado a llover. Jaime se ha quedado en la salida al patio a esperarlo.
-¿Qué tal?
-Psss… Mal. Hasta me ha salido un gallo. Me ha cateao, ya está.
-No pasa ná, cantas desde abajo, en la capilla.
-Oye, dime, ¿tú me ves bajo? Yo siempre me he tenido por alto y delgao ¿no?
-Eres de los más altos del curso. ¿Por qué?
-Es que le estoy dando vueltas… Me ha dicho don Manuel que le sobran bajos y que por eso me catea.
-Ja,ja, ja, ja… -Jaime no puede parar de reír, de esa risa floja y tonta.
-¿Pero qué es lo que he dicho, hombre? –se pone José María casi mosqueado.

Cuando ya puede parar, le contesta.

-Amos a ver, cateto, que eres todavía más cateto de lo que yo creía: bajo es un tipo de voz, no sólo la estatura de alguien. Hay distintos modos de voces en la música: bajo, alto, tenor, barítono… Y don Manuel, por lo que te ha dicho, ya tiene muchos bajos, habrá visto que tu tono de cantar se corresponde con los bajos. ¿Te enteras?
-Ahhh… ¡Era eso! –Y se queda un momento pensativo, como si estuviera armando un contraataque-. Vale, pero de cateto, nada, que cada uno sabe de lo suyo, ¿a que tú no sabes las clases de aceitunas que hay, eh? –Y en viéndolo dubitativo, se anima a seguir-. Ni cuál espiga tiene las raspas más largas, la del trigo o la de la sebá. Ea, pa que veas. Y además que sepas que no todos podemos tener  una madre profesora de música, so enteraíllo.

Y se quedó sorprendido de sí mismo, pero muy satisfecho también por haber sabido defenderse sin ofender ni molestar.
El patio está desconocidamente vacío. Se ha acabado la cola para la música. De cuando en cuando, algún valiente, cubriéndose con los brazos la cabeza, lo cruza desde los soportales para alcanzar los wáteres en la pared de enfrente. Escasos seis o siete metros y llega pingando. Llueve a mares en la sierra y los chaveas se entretienen apelotonados en los pasillos de las clases apostando quién será el siguiente en empaparse, empujándose unos a otros, haciendo el ganso, como es su obligación. Empieza a rugir el monte de por arriba, la enorme piedra siempre amenazante, y en el suelo hierven saltarinas y juguetonas las burbujas de los chuzos de agua. Es noviembre, el mes de las primeras lluvias.