miércoles, 1 de abril de 2015

Murria


"La historia personal no es lo que pasó sino como uno lo recuerda"

(Creo que es de García Márquez, pero me lo apunto también yo)






Fue ésta, la murria, una de las palabras más comunes que podíamos escuchar en el patio durante los recreos. Nunca supe su significado académico pero entendía perfectamente lo que quería significar. "Se te nota con murria", "Tienes murria, eh", "¡Venga ya con la murria!"... Eran expresiones muy corrientes entre nosotros. Incluso los curas predicaban contra ella: "No es bueno que os dejéis vencer por la murria" -bromeaba y nos animaba don Pedro Antonio-. Todos teníamos murria.
Según el diccionario, murria es tristeza, nostalgia. Así de simple. Sin embargo, nuestra murria era algo mucho más complicado, más complejo, algo que no se puede definir en dos palabras. Yo creo que la murria no se define, hay que vivirla. Y cuando se vive ya es muy fácil comprenderla.
Murria es que un día de octubre del 1964, a las cuatro de la tarde, con el sol vencido por detrás de unos montes ignotos, tus padres te dan un largo y lloroso abrazo de despedida y de pronto, sin creértelo del todo, a tus 11 añitos, te encuentras solo, rodeado de desconocidos en medio de la nada. Murria es que el cura de guardia apague las luces y acudan enseguida las lágrimas a tus ojos sin más motivos que acordarte mucho de tu hermanito de cinco meses, el último de la saga por el momento; también es murria el dejarse finalmente vencer por el sueño imaginándote en la cama con tu abuela rezándoles jaculatorias a las Ánimas Benditas del Purgatorio. Murria era sentarse delante del triste plato de queso de cerdo con pelos, incomestible -repugnante, ajjj, todavía me da asco-  y no tener a tu mama que te ofrezca una sopita de maimones con un huevo duro troceado.
Vivamos en directo un pasaje medio real de murria.


Don Manuel Cuenca, profesor de música y de educación física, anda buscando gente para el coro. Ya tiene medio armada la rondalla, diez o doce chaveas que, de un día para otro, puntean las bandurrias como si no hubieran hecho otra cosa en sus vidas. Admirable. Entre ellos, Paco Carrillo, Paco Contreras y José Castro Navas, unos prendas de cuidado. José María –aún no le ha llegado la hora del Filiberto- se ha apuntado al casting. No al de la rondalla, sus manazas lo hacen incompatible con sostener algo tan delicado. Se ha apuntado al coro. Eso es otra cosa. Se gusta a sí mismo cantando, cree que lo hace bien y está animado. No va a tener problema alguno, piensa para sus adentros. De monaguillo cantaba divinamente el Tantum ergo y el Pange lingua. Le encanta la voz de Rafael Vilas, un niño del curso anterior, el solista. Hay que apuntarse a las cosas, alistarse en algo, si no, te aburres y nadie te conoce. En un sitio tan perdido donde conviven doscientas criaturitas tienes que hacerte notar, destacar en alguna cosa. Y más él, un niño acobardado y acomplejado por sentirse más cateto de pueblo que ninguno otro, y por sus piernas enclenques, de alambre.  Su paisano Manuel Gámez Rivera, por ejemplo,  ya es un as en el ping-pong. Y lo nombran y todo en los corrillos del recreo.

Hay cola.  Desde la capilla hasta el patio principal, casi hasta la sala de procura. Por lo menos, veinte chaveas, calcula. Hace frío y puede llover, los críos se pegan unos a otros con lo que la cola se acorta. Todos ellos igualados por el babi color canela si no fuera por el larguirucho de Pablo Márquez que les saca dos cuartas. Según avanza la cola, va escuchando la prueba en otros niños, parece fácil. Don Manuel, sentado al piano de la iglesia, da unas notas y el aspirante las repite cantando. Do, re, mi, do; mi, do, do, mi, do; re, mi, fa, re; fa, re, re… Y, sobre la marcha, lo aprueba o lo catea. Jaime va tres o cuatro por delante de él. No lo pierde de vista, tiene muy buena voz, lo ha oído ya varias veces en el Salve Regina del final de las misas. Y le parece un niño bueno. Hasta ahora ha sido de los pocos que ha mostrado cercanía con él. Tendrán que pasar muchos años, muchos, y aún así no olvidará el calor humano de la primera noche. No hace tanto, tres semanas quizás. Se siente reconfortado cuando ve que su amigo se vuelve hacia él y aprieta el puño como dándole ánimo. Ya le va a tocar el turno a Jaime. Lo ha hecho muy bien, seguro que entra. Ha carraspeado a lo primero, un poquito, los nervios. De vuelta, pasa a su vera.
-¿Cómo se ha escuchao?
-Bien, bastante bien.
-Ánimo, te espero en el patio.

Pudo haber un algo de crueldad espartana en la primera noche de estos muchachos. Todavía colea en muchos de ellos la amarga sensación de abandono. La murria le llaman. No es para menos. Como la mayoría, niños de once años, José María no ha salido de su casa hasta ahora. De muy niño, recuerda un viaje a la casa de su chacha Josefa en Córdoba capital y luego, ya con seis añitos, claro, dos días de estancia en una posada de Cabra, cuando se operó de anginas. Y ahora, de pronto, de un momento a otro, la soledad más absoluta. Rodeado de críos por todas partes, sí, pero solo. Todos solos. Desde la gran explanada de la entrada van desapareciendo todos los coches, uno tras otro, detrás de la primera curva de la carretera, a escasos veinte metros. Mientras tus padres hablan y se despiden de don Gaspar estás ahí, asido con fuerza a la mano de tu padre, todavía no se van a ir –piensas-, es muy de día… Pero cuando pierdes de vista el último coche… Es una sensación rara, nunca antes experimentada, de frío interior, de desamparo, de miedo, de… ¿y ahora, qué? Ni siquiera estás en un pueblo, donde ves gente diversa por la calle. Estás en medio de la nada. Todo lo que te rodea es monte, riscos y precipicios. Y los árboles, en vez de olivos acostumbrados, son algarrobos, acebuches y chaparros. Amargura desoladora. Muchos buscan amparo en sus propios paisanos, se forman corrillos en el patio, otros se pegan a don Gaspar, a don Eduardo o a don Moisés, curas estos dos últimos que, entraditos en carnes, parecen hacer mejor el papel de padres. Otros, sollozan en solitario. Hasta la hora de la cena. Pero ¡quién va a tener ganas de cenar esta noche? Nadie. Sin embargo, a José María la inseguridad le abre el estómago. Se trincó su plato de sopa de estrellitas y una tortilla francesa inflada artificialmente con maicena, le faltó pan y se lo distrajo a otro niño de al lado.
-Me da igual –le dice el otro-, no tengo hambre.
-¿Tú de dónde eres? –se decide José María.
-De Cabra –responde el niño.
-¡Anda, de Cabra! Ahí van los niños de mi pueblo a examinarse de Ingreso al instituto.
-Ya, claro, de muchos pueblos vienen. ¿Cuál es tu pueblo?
-Palennssiana.
-¿Y eso por dónde cae? No lo había escuchao nunca.
-¿Tú has ido a Málaga alguna vez?
-Sí, un par de veces, con mis padres.
-Pos cuando pasas por el Tejar…  ¿tú sabes dónde está el Tejar?
-Me parece que sí, un sitio que tiene un bar en la misma carretera que se come mu bien.
-Eso es, el bar de Reina. Pues de ahí mismo sale una carreterilla que lleva a mi pueblo.
-Tan cerca y no lo conocía, oyes.
-Ya, pero es que es mu chico mi pueblo.
-Yo me llamo Jaime –zanja ya el tema y muy educadamente le alarga la mano. José María entonces, notándose la suya pringosa de haber rebañado con los dedos el plato de la tortilla, se la seca rápido con su servilleta y le devuelve, cortés, el saludo.
-¡Ah, cucha, es verdad, y yo José María.

Luego, en el dormitorio de san Tarsicio, sus camas resultan ser vecinas. No es casualidad. O sí. Los curas han distribuido a los chaveas en razón de la primera letra de sus primeros apellidos. Jaime es Pérez y José María es Rivera. Los de la P y los de la R caen juntos en el refectorio, en las clases, en el estudio y en los dormitorios. Su madre le ha dejado el armario lo mejor ordenado que ha podido a sabiendas de su desdén por todo lo que significa decoro y limpieza, “Mira José María, atiende hombre, las perchas, para las camisas, los babis y la sotana; en el primer cajón, los calcetines, las camisetas y los calzoncillos, no vayas a estar una semana entera sin cambiarte, que te conozco; en el segundo, los pantalones, en un lado, los cortos, en el otro, los largos, no los rejuntes; y en el de abajo, los saquitos; mira, hal favor hombre, éste de color celeste, más bonito, lo reservas pa los domingos, eh…” Se siente raro teniéndose que desnudar delante de tantos niños en ese dormitorio de camas corridas. Aunque parezca que cada uno va a lo suyo y que nadie se fija en nadie, él se siente observado. Jaime por abajo y otro niño por arriba, sus vecinos que lo flanquean, tienen unos muslos la mar de robustos. A él le da vergüenza enseñar sus canillas de nada. Casualidad o no, el caso es que Jaime y el otro niño de al lado abrieron las portezuelas de su armarios al mismo tiempo, con lo que José María se vio algo protegido de sus miradas. Y así fue como este muchacho se enfundó de pijama la primera vez en su vida.
-¿No te duermes? A lo mejor te da miedo la oscuridad… –le cuchichea Jaime notándolo suspiroso.

Hace ya un buen rato que don Antonio Jiménez Carrillo, el prefecto, se ha paseado por el dormitorio, parece haber ido contando, uno a uno, cada mochuelo en su olivo, a los chaveas, les ha advertido con voz firme la necesidad de guardar silencio, les ha dado las buenas noches y ha dejado la habitación completamente a oscuras. José María temía helarse de frío en el piso más alto del seminario pero no, los radiadores de agua caliente mantienen un ambiente incluso cálido. Se tiene que desarropar por momentos.
-No, ¡qué va! –miente sin convicción-, es que… me acuerdo mucho de mi casa.

Por probar a quedarse dormido ha ido repasando mentalmente las letanías nocturnas acostumbradas de su abuela Josefa, iba ya por la R cuando Jaime lo ha interrumpido, regina angelorum, refugium pecatorum, salus infirmorum… Pero la Virgen, esta primera noche, no se apiada de su miedo.
-Mira tú, claro. Y yo de la mía. Normal.

Y sin proponérselo, de una manera natural, se animaron contándose cosas, casi cuchicheando.
Así, José María se enteró de que Jaime tenía un porte de hermanos, más que él aún, siete, y que el más chico había nacido enfermo. Y pensó en qué suerte tenía él porque de los suyos, todos estaban buenos, hasta el Frasquito, el último, un renacuajo chorlón de sólo cinco meses.

-Haced el favor de dormirse ya, hombre, que ya mismo nos tocan diana por los altavoces. Y dejarse de sentimentalismos, joer.

Era una voz ronca y áspera, impropia de la garganta de un niño. Pero era él, el niño del otro lado.
-Perdona, hombre. Ya lo dejamos.

Por la mañana, aprovechó la primera ocasión, mientras ese niño se aseaba en el lavabo para ver su nombre en la taquilla: José Pablo Pérez Pareja. Un niño hosco y mal encarado. Por ahora.

Distraído con ese recuerdo de su primera noche en san Tarsicio, se le echa su turno de examen encima sin apenas darse cuenta. Cuando quiere acordar tiene ya a don Manuel tecleándole las notas.

Don Manuel es un cura muy apreciado por la chavalería. Parece un muchacho grande y alto, de cara chupada y ojos muy expresivos, algo saltones, que suele ocultar con sus gafas de sol casi perennes. Está muy delgado, tanto que pareciera que le guste la comida del seminario menos aún que a los alumnos, que ya es decir. Juega con ellos al fútbol en el patio de cemento arremangándose la sotana hasta por encima de las rodillas, cosa que les hace mucha gracia. Hace poco, en uno de los recreos, se trastabilló y se dio un cachiporrazo, qué cosa más extraña, un cura por los suelos. Pero no se hizo nada.
-Venga José María, tú eres José María ¡no?
-Sí.
-Pues venga.

Sin que él se diera cuenta, hace ya un rato que don Manuel ha cambiado las notas musicales. Ya no son do,re,mi,do, mi,do,do,mi,do… Ahora le suenan como las de “Los remeros del Volga”: sol,mi,la,mi; sol, mi,la,la, mi; sol, do,si,do,si,la;sol,mi,la,mi.  Titubea, tose un par de veces antes de arrancar, le sale un gallo en el primer “sol”… luego consigue entonarse pero con una voz quebrada por su propia inseguridad. Sabe ya que no pasa, seguro que no.
-Me ha dicho don Eduardo que lo tuyo es el Latín –intenta consolarlo el cura-. No te preocupes. Lo haces bien, pero ya me sobran bajos.
Y, sin embargo, él se tenía por alto. De estatura. “Me apuntaré al fútbol”, se anima enseguida.  Fuera ha empezado a llover. Jaime se ha quedado en la salida al patio a esperarlo.
-¿Qué tal?
-Psss… Mal. Hasta me ha salido un gallo. Me ha cateao, ya está.
-No pasa ná, cantas desde abajo, en la capilla.
-Oye, dime, ¿tú me ves bajo? Yo siempre me he tenido por alto y delgao ¿no?
-Eres de los más altos del curso. ¿Por qué?
-Es que le estoy dando vueltas… Me ha dicho don Manuel que le sobran bajos y que por eso me catea.
-Ja,ja, ja, ja… -Jaime no puede parar de reír, de esa risa floja y tonta.
-¿Pero qué es lo que he dicho, hombre? –se pone José María casi mosqueado.

Cuando ya puede parar, le contesta.

-Amos a ver, cateto, que eres todavía más cateto de lo que yo creía: bajo es un tipo de voz, no sólo la estatura de alguien. Hay distintos modos de voces en la música: bajo, alto, tenor, barítono… Y don Manuel, por lo que te ha dicho, ya tiene muchos bajos, habrá visto que tu tono de cantar se corresponde con los bajos. ¿Te enteras?
-Ahhh… ¡Era eso! –Y se queda un momento pensativo, como si estuviera armando un contraataque-. Vale, pero de cateto, nada, que cada uno sabe de lo suyo, ¿a que tú no sabes las clases de aceitunas que hay, eh? –Y en viéndolo dubitativo, se anima a seguir-. Ni cuál espiga tiene las raspas más largas, la del trigo o la de la sebá. Ea, pa que veas. Y además que sepas que no todos podemos tener  una madre profesora de música, so enteraíllo.

Y se quedó sorprendido de sí mismo, pero muy satisfecho también por haber sabido defenderse sin ofender ni molestar.
El patio está desconocidamente vacío. Se ha acabado la cola para la música. De cuando en cuando, algún valiente, cubriéndose con los brazos la cabeza, lo cruza desde los soportales para alcanzar los wáteres en la pared de enfrente. Escasos seis o siete metros y llega pingando. Llueve a mares en la sierra y los chaveas se entretienen apelotonados en los pasillos de las clases apostando quién será el siguiente en empaparse, empujándose unos a otros, haciendo el ganso, como es su obligación. Empieza a rugir el monte de por arriba, la enorme piedra siempre amenazante, y en el suelo hierven saltarinas y juguetonas las burbujas de los chuzos de agua. Es noviembre, el mes de las primeras lluvias.








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