Hoy no voy a hacer leña, ni siquiera constructiva, de nuestro árbol sanitario. Al contrario, hoy quiero adornarlo. La historia que os cuento, ciertamente surrealista, no es mía sino de mi amigo el Pintor. Pero me la conozco tan requetebién y tiene tanta gracia que la hago propia.
Situémonos todos en Montoro, una madrugada de noviembre de 1993. La noche es fría de cojones. Y neblinosa. La guardia está siendo llevadera, menos mal. Antonio es muy asustadizo con las salidas en ambulancia por la noche, y eso que el chófer es un tío bragado. Con su miedo visceral al agua -no se atreverá a bañarse ni en su piscina del campo- tiene frecuentes pesadillas nocturnas soñando que se precipita en el Guadalquivir por el puente de las Donadas yendo para el Retamal. Hasta hace poco, las guardias las había hecho a pie en Conquista, terruño de secano más manchego que andaluz, donde las salidas nocturnas se pueden contar con los dedos de una mano. Pero ahora lo han destinado aquí, más cerca de la capital. Méritos. Lleva poco tiempo pero ya se ha hecho con el personal.
Chófer, enfermera y médico, equipo habitual, se disponen a echarse un coscorroncito. Hay que descansar un poco. Por lo que pueda venir. Y, pudorosos, se acuestan separados. Una, la enfermera, en la consulta; el otro, el chófer, en un sofá de la entrada; y Antonio en una dependencia ad hoc, en el soberado. La distinción especial no es sólo porque sea médico y director de Distrito sino, sobre todo, por aislar al resto del mundo de sus ronquidos atronadores.
Chófer, enfermera y médico, equipo habitual, se disponen a echarse un coscorroncito. Hay que descansar un poco. Por lo que pueda venir. Y, pudorosos, se acuestan separados. Una, la enfermera, en la consulta; el otro, el chófer, en un sofá de la entrada; y Antonio en una dependencia ad hoc, en el soberado. La distinción especial no es sólo porque sea médico y director de Distrito sino, sobre todo, por aislar al resto del mundo de sus ronquidos atronadores.
Las tres de la mañana es la hora más temida por los médicos de guardia. Todo lo grave ocurre alrededor de esa hora. En el hospital pasa lo mismo. Estás medio adormilado en el camastro, miras a tientas el reloj: las cuatro menos cuarto. "Uff, menos mal -suspira uno-, ya puede venir lo que quiera". Las tres menos cinco serían cuando el teléfono sobresalta al chófer: que llamen al médico, rápido, que un hombre se está muriendo. En tal casa de tal calle. Sin esperar a ser llamado, el roncador silencia su concierto, deja para luego sus ganas de mear -es la hora propia-, echa un ojo al maletín, alerta a la enfermera sobre la digoxina, el seguril y la morfina y lidera al grupo de intrépidos para afrontar a hora tan desafortunada una llamada, una de tantas, una más, a lo largo de su ya dilatada experiencia nocturna. Y otro equipo se queda al relevo.
El candidato a córpore in sepulto es Agustín, un cardiópata fumador ya conocido de otras tantas noches toledanas. Sólo que ahora se está muriendo de verdad. "Es un edema agudo de pulmón -sentencia con ceremonia el galeno para impresionar al personal-. Vía venosa, tres seguriles, 80 de Urbasón, una digoxina y un cuarto de morfina subcutánea -ordena sin titubear a la enfermera-. Y nos vamos pitando pa Córdoba". "¿Lo sondo también?" -inquiere atenta la enfermera. Antonio, con gesto seguro, se retira de sus orejas los pirindolos del fonendo: "No, no va a ser necesario, en veinte minutos estamos en el Reina Sofía". Lo suyo hubiese sido el sondaje pero en muchas ocasiones los médicos nos ponemos demasiado en el papel de nuestros pacientes y pensamos: si yo estuviese en el lugar de este hombre no me gustaría que una muchacha tan nueva viera el pitraquillo que tengo.
Poco antes de llegar al la altura del El Carpio la carretera coge una pendiente hacia abajo de casi un kilómetro. Y en muchos tramos tiene irregularidades y ondulaciones que provocan el consiguiente traqueteo. Y el traqueteo aviva, ahora que tampoco conviene, la necesidad perentoria de mear con que nuestro médico se había despertado. De la misma manera y por el mismo tiempo, se conoce que las tres ampollas de Seguril alcanzan su máximo efecto, de modo que Agustín mejora lo suficiente como para charlar animosamente con enfermera y médico, quitarse el bozal del oxígeno, recuperar antiguas confianzas y confesarse en público de algo que le está mortificando desde hace un rato.
-Te encuentras mejor ¿verdad? -le pregunta Antonio-. Pero te veo algo inquieto, ¿qué te pasa?
El hombre se pone muy colorado y, a punto de reventar, explota:
-¡Que me estoy meando a chorros! ¡Que no aguanto más!
-¡Me cachis en la mar, teníamos que haberte sondado -se lamenta ahora mi amigo. Y mira a Marga, la enfermera, encogiendo los hombros a modo de disculpa.
-Pues yo me orino en los calzones, de verdad que no puedo más.
-Falta nada para Córdoba, hombre -tercia ella.
-Menos falta pa mearme encima -le contesta Agustín.
Entonces es cuando surge mi amigo, el hombre sabio, el médico comprensivo y tolerante que encuentra soluciones simples y prácticas.
-Agustín, ¿te sientes capaz de bajar y mear fuera?
-Que si me siento capaz... Ahora mismo.
-Paco -se dirige Antonio al chófer-. Ya lo has oído, para en el arcén, pero para ya. Y ven y nos ayudas.
La enfermera, obedeciendo a su prudencia natural, se queda en el vehículo mientras los tres hombres bajan con mucho cuidado de la ambulancia y cruzan el arcén amparados por la luminaria de los faros. Paco sostiene el suero en alto, Antonio sujeta al paciente por la espalda y éste se saca su churra y apunta hacia la cuneta. Oír el primer chorro de orina contra el follaje en la noche helada y con las vejigas repletas produjo en los otros dos hombres un impulso irrefrenable. Se miran ambos, se dan su aprobación, descorren sus cremalleras... y se alivian tan ricamente. Y ahí tenéis a un enfermo y sus dos ayudantes, tres fantasmones entre la niebla, haciendo felizmente el arco a las cuatro de la mañana en una carretera solitaria ante la mirada, más que cómplice, piadosa de Marga, la enfermera recatada.
¡No me digáis que la estampa no es propia de Almodóvar!
De vuelta a la ambulancia el enfermo le propone al médico:
-Don Antonio, si usted quiere seguimos pa Córdoba, pero que sepa que yo estoy ya pa volver a mi casa.
¿Es arte surrealista o no? Puede que sí. Para mí, sin embargo, es un vestigio sublime de la Medicina que se nos fue, un ejemplo, quizás simple y burdo, de atención médica humana, cercana, personalizada y única. Y un servidor echa de menos cada día esa joya de hacer MEDICINA.
Poco antes de llegar al la altura del El Carpio la carretera coge una pendiente hacia abajo de casi un kilómetro. Y en muchos tramos tiene irregularidades y ondulaciones que provocan el consiguiente traqueteo. Y el traqueteo aviva, ahora que tampoco conviene, la necesidad perentoria de mear con que nuestro médico se había despertado. De la misma manera y por el mismo tiempo, se conoce que las tres ampollas de Seguril alcanzan su máximo efecto, de modo que Agustín mejora lo suficiente como para charlar animosamente con enfermera y médico, quitarse el bozal del oxígeno, recuperar antiguas confianzas y confesarse en público de algo que le está mortificando desde hace un rato.
-Te encuentras mejor ¿verdad? -le pregunta Antonio-. Pero te veo algo inquieto, ¿qué te pasa?
El hombre se pone muy colorado y, a punto de reventar, explota:
-¡Que me estoy meando a chorros! ¡Que no aguanto más!
-¡Me cachis en la mar, teníamos que haberte sondado -se lamenta ahora mi amigo. Y mira a Marga, la enfermera, encogiendo los hombros a modo de disculpa.
-Pues yo me orino en los calzones, de verdad que no puedo más.
-Falta nada para Córdoba, hombre -tercia ella.
-Menos falta pa mearme encima -le contesta Agustín.
Entonces es cuando surge mi amigo, el hombre sabio, el médico comprensivo y tolerante que encuentra soluciones simples y prácticas.
-Agustín, ¿te sientes capaz de bajar y mear fuera?
-Que si me siento capaz... Ahora mismo.
-Paco -se dirige Antonio al chófer-. Ya lo has oído, para en el arcén, pero para ya. Y ven y nos ayudas.
La enfermera, obedeciendo a su prudencia natural, se queda en el vehículo mientras los tres hombres bajan con mucho cuidado de la ambulancia y cruzan el arcén amparados por la luminaria de los faros. Paco sostiene el suero en alto, Antonio sujeta al paciente por la espalda y éste se saca su churra y apunta hacia la cuneta. Oír el primer chorro de orina contra el follaje en la noche helada y con las vejigas repletas produjo en los otros dos hombres un impulso irrefrenable. Se miran ambos, se dan su aprobación, descorren sus cremalleras... y se alivian tan ricamente. Y ahí tenéis a un enfermo y sus dos ayudantes, tres fantasmones entre la niebla, haciendo felizmente el arco a las cuatro de la mañana en una carretera solitaria ante la mirada, más que cómplice, piadosa de Marga, la enfermera recatada.
¡No me digáis que la estampa no es propia de Almodóvar!
De vuelta a la ambulancia el enfermo le propone al médico:
-Don Antonio, si usted quiere seguimos pa Córdoba, pero que sepa que yo estoy ya pa volver a mi casa.
¿Es arte surrealista o no? Puede que sí. Para mí, sin embargo, es un vestigio sublime de la Medicina que se nos fue, un ejemplo, quizás simple y burdo, de atención médica humana, cercana, personalizada y única. Y un servidor echa de menos cada día esa joya de hacer MEDICINA.
Querido Jose Maria, de nuevo has conseguido que nos riamos leyendo la anecdota que en su dia te conte. Obviamente aderezada con tus ocurrencias literarias. Solo hacerte una aclaracion, no era director de distrito sino de la zona basica de Montoro, del Distrito pude haberlo sido pero en una ocasion lo rechace y en otra "gracias" a las intrigas del Psoe en Cordoba, bloquearon mi nombramiento y pusieron a una persona "mas capacitada", pero esa es otra historia. En fin, que gracias por entretenernos y mostrar con historias como esta la cara humana de nuestra profesion, tan tecnificada y excesivamente medicalizada en la actualidad. Un abrazo .
ResponderEliminarVictoria y Antonio
Muy bien que está. Lo del Distrito no le resta un ápice de autenticidad al acto humano que se relata. Mi tendencia es ponerte siempre en lo más alto. Tengo licencia literaria para ello.
ResponderEliminarUn abrazo.