Para cuatro pelos que tengo, la que lía la Peque a la hora de trasquilármelos.
De chico mi padre me llevaba a pelarme a la barbería de Galeras, y luego, ya de mocito, iba yo solo a casa de Manolo "Patagoma". En los alargados estíos de La Capilla nos pelaba a mis hermanos y a mí un barbero de Benamejí que venía a trasquilar a los mulos y a los borricos. Aunque uno se resistiera por parecerle eso del pelado una pérdida de tiempo precioso, aquello era bonito, tenía su atractivo, mientras esperabas tu turno escuchabas, como si te estuvieras enterando, las conversaciones de los hombres, "ancá" Galeras muy variadas y divertidas, hablando entre ellos con media lengua por haber ropa tendida, y en la casa de Patagoma, invariablemente, de artes y trampas de cacería, de conejos y de zorzales, de codornices y perdigones. Y era digno de admiración y asombro para nuestros ojos curiosos la maestría del barbero para pasar aquella hoja tan afiladísima, capaz de cortar el papel de periódico en el aire, entre la piel y la espuma sin el más mínimo rasguño. Y luego, las palmaditas de colonia en la cara saliendo el cliente la mar de guapo, como más nuevo, dejando tras de sí el rastro tan agradable a barón dandy... Con nosotros, los chaveas, el arte estaba en el manejo de las tijeras, el claquear continuo de las hojas, chasss, chasss, el cogerte un manojo de pelos de la mollera -qué tiempos, eh- y verlo tú, corte y caída, por el espejo, y el momento mágico de "Niño, cierra los ojos" y notar la tijera en la frente emparejando tu flequillo, mi famoso flequillo...
Ya ni me acuerdo de mi último pelado "ancá" "Patagoma". Desde que mi tonsura avanzó como mancha de aceite haciendo suya mollera, parietales y frente me pela la Peque. Nada, una maniobra sencilla, poner la Roventa ésa en el número 1 y pasármela por la exigua zona poblada. Pero ¡qué va!, ella le da un protocolo que parece que fuera a operarme de anginas.
No vale cualquier sitio, en el chalet tenía que ser en el porche. Aunque estuvieran cayendo chuzos. Ahora, en el pisito, en la habitación grande. "Peque, ¿no sería mejor en el patio?" "No -contesta secamente-, no vamos a estar de exposición pa los vecinos".
Me sienta en una silla -y yo, modosito, me dejo hacer-. Me entremete por el cuello un retal de sábana vieja que me cubre hombros, espalda y pecho. Y con sus hábiles manos maniobra en mi cabeza para colocársela a su gusto. "Esta vez lo hemos dejado mucho -refunfuña-, estos pelos no están pa la Feria". "Peque -le advierto tímidamente, como de costumbre-, ten cuidaito con mi verruga, no te la vayas a llevar palante". "Que sí, pesao, que la tengo controlá". Ea, manos a la obra. Yo agacho mi cabeza a la postura que ella va marcando y siento los bandazos de la máquina de un lado para otro, de arriba abajo, de delante patrás... y pienso "Pero si no hay pa tanto..." Ella, la Peque, me va rodeando a su albedrío, lo mismo la tengo en un costado, que por el otro, que por detrás... El momento más tentador es cuando se me planta por delante y muy pegadita a mi cara. Más de una vez he caído en la tentación de desaplicar mis brazos cruzados de niño bueno y alargar mi mano izquierda -que es la que mejor me coge- hacia lo que me pilla de frente. Eso era antes, ya no me atrevo, me pega un "jarpío" que se entera Triana entera. O coge un rebote que se va y me deja a medio aviar. "Ahí te quedas". No, ya me conformo sólo con pensármelo. Me relamo por dentro pensando: "Umhh, qué pellizquito le daba..." Pero de ahí no paso.
Listo, se acabó -pienso-. Y hago el ademán de levantarme. Ni mucho menos. "Espera hombre que tengo que acicalarte". A esto le temo mucho más. Se deja venir, tijeras en mano, y me recorta las cejas, "Las tienes como Miguel Lagarbosa" -me suelta riéndose-, las mete luego, las tijeras, por dentro de las orejas, ajjj, qué dentera, y la oigo rasguñar, rasss, rasss, los pelillos del conducto. Después repasa los hilachos de pelos que nos salen ya en los soplillos auriculares y deja para lo último la toillete nasal, qué asquito. Y luego, queriendo no desaprovechar una marea que parece favorable, le propongo, por si cuela:
-Peque, ya puestos ¿por qué no me cortas también las uñas de los pies? Que es que no me las alcanzo bien... Y sabes que estoy rajando todos los calcetines por el dedo gordo. Y...
Me echa una mirada de un desdén profundo, de ésas que saben las mujeres como queriendo decir: "No me darían una paguita por este surmental..."
-Ésas te las cortas tú solito, so pamplina.
-¿Con las tijeras del jamón? -la provoco.
-Ofú, qué hombre -y se va ya resoplando.
Y así solemos acabar.
Me sienta en una silla -y yo, modosito, me dejo hacer-. Me entremete por el cuello un retal de sábana vieja que me cubre hombros, espalda y pecho. Y con sus hábiles manos maniobra en mi cabeza para colocársela a su gusto. "Esta vez lo hemos dejado mucho -refunfuña-, estos pelos no están pa la Feria". "Peque -le advierto tímidamente, como de costumbre-, ten cuidaito con mi verruga, no te la vayas a llevar palante". "Que sí, pesao, que la tengo controlá". Ea, manos a la obra. Yo agacho mi cabeza a la postura que ella va marcando y siento los bandazos de la máquina de un lado para otro, de arriba abajo, de delante patrás... y pienso "Pero si no hay pa tanto..." Ella, la Peque, me va rodeando a su albedrío, lo mismo la tengo en un costado, que por el otro, que por detrás... El momento más tentador es cuando se me planta por delante y muy pegadita a mi cara. Más de una vez he caído en la tentación de desaplicar mis brazos cruzados de niño bueno y alargar mi mano izquierda -que es la que mejor me coge- hacia lo que me pilla de frente. Eso era antes, ya no me atrevo, me pega un "jarpío" que se entera Triana entera. O coge un rebote que se va y me deja a medio aviar. "Ahí te quedas". No, ya me conformo sólo con pensármelo. Me relamo por dentro pensando: "Umhh, qué pellizquito le daba..." Pero de ahí no paso.
Listo, se acabó -pienso-. Y hago el ademán de levantarme. Ni mucho menos. "Espera hombre que tengo que acicalarte". A esto le temo mucho más. Se deja venir, tijeras en mano, y me recorta las cejas, "Las tienes como Miguel Lagarbosa" -me suelta riéndose-, las mete luego, las tijeras, por dentro de las orejas, ajjj, qué dentera, y la oigo rasguñar, rasss, rasss, los pelillos del conducto. Después repasa los hilachos de pelos que nos salen ya en los soplillos auriculares y deja para lo último la toillete nasal, qué asquito. Y luego, queriendo no desaprovechar una marea que parece favorable, le propongo, por si cuela:
-Peque, ya puestos ¿por qué no me cortas también las uñas de los pies? Que es que no me las alcanzo bien... Y sabes que estoy rajando todos los calcetines por el dedo gordo. Y...
Me echa una mirada de un desdén profundo, de ésas que saben las mujeres como queriendo decir: "No me darían una paguita por este surmental..."
-Ésas te las cortas tú solito, so pamplina.
-¿Con las tijeras del jamón? -la provoco.
-Ofú, qué hombre -y se va ya resoplando.
Y así solemos acabar.
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