"La amistad oportunista carece de cimientos, un castillo de arena de playa: falsa y efímera. La amistad desinteresada y nutrida de años es como nuestra Mezquita de Córdoba: verdadera y eterna."
(Yo mismo)
Nunca fui uno más entre los cerca de doscientos alumnos que habitábamos en el eremitorio de los Ángeles en el curso 64-65, nuestro primer año de seminaristas. En realidad, nunca he sido uno más en los casi diez años de permanencia lega.
(Yo mismo)
Nunca fui uno más entre los cerca de doscientos alumnos que habitábamos en el eremitorio de los Ángeles en el curso 64-65, nuestro primer año de seminaristas. En realidad, nunca he sido uno más en los casi diez años de permanencia lega.
Yo era Filiberto, no José María Rivera Cívico, no. Filiberto Canoa a lo primero del todo, y luego, Fili, el Fili. Y está claro que con ese mote no se puede pasar desapercibido. Pero además era un empollón. Cercano y cariñoso, nada engreído y, desde luego, tímido y humilde, vamos que me dejaba copiar, virtudes todas ellas impropias para tal condición pero qué se le va a hacer, he sido siempre un tío muy atípico. Desde chico. Todavía hoy sigo siendo el Fili para muchos de mis amigos. El apodo trascendió los montes de Hornachuelos y llegó a Córdoba y a Palenciana, claro está. De la misma manera que triunfaron y aún perduran otros motes afamados de la época: "El Cuartillas", "Cuatro mitras", "Bronco ley", "El Matemático", "El Chivo", "El Birria", "El Añoro", "El Pollo"... Tener un mote era ser alguien, salir del anonimato. Y conste que yo no me lo propuse, ni de lejos. Fue pura casualidad, la buena estrella que siempre me ha perseguido.
Ya he contado cómo ocurrió. Lo repetiré para los rezagados: En las primeras semanas de seminario, azuzados por la murria, todos nos arrimábamos a don Moisés o a don Eduardo, los curas que, por su amabilidad y generosidad de carnes, más podrían pasar por padres. O a don Francisco Varo, tan velludo que desprendía calorcito sólo de verle el cuello y los brazos. Pero, claro está, los pobres no daban abasto. Tampoco yo deseaba señalarme tan pronto como "un pelotas blandengue" -aunque estuviera deseando serlo- y acordé entonces pegarme a mis vecinos de dormitorio, Jaime y José Pablo, con quienes ya había compartido algunas confidencias, a Pepe Montes, más canijo aún que yo, y a Pepín y Manolo Estepa, vecinos de pueblo y niños muy cariñosos conmigo. Uno de esos días, en el comedor, se me cayó un migajón al vaso del agua. Y, ni corto ni perezoso, metí los dedos para sacarlo. Siempre me han perseguido mis malos modales, por mor de ellos suspendí el ingreso en el seminario el curso anterior.
-Mía tú éste -se pone Jaime llamando la atención del resto de la mesa-. Hace lo mismo que Filiberto Canoa. -El tal Filiberto era un personaje de ficción, muy bruto, que aparecía en las lecturas piadosas del refectorio.
Aquello prosperó, oye. Y de la noche a la mañana me convertí en Filiberto. Nunca, sin embargo, fue un mote despectivo, al menos yo nunca lo viví así, sino amistoso y coloquial. Lo de Filiberto cayó en gracia, no me preguntéis por qué. Adquirí de pronto una popularidad fuera de lo común. Mi nombre desapareció del patio de recreo, del campo de fútbol, de las clases... Yo era Filiberto. Incluso para los curas, "Filiberto, estate firme en la fila, hombre, no te encojas" -me amenazaba don José Delgado con su cadenita cuando hacía el recuento nocturno-. En la lectura pública de las notas que se hacía al final de cada trimestre en el salón de estudios, al llegar mi turno don Antonio Jiménez decía: "José María Rivera Cívico -y aclaraba-, Filiberto," y ya cantaba mis notas.
El otro perfil de mi personalidad en ese primer año -algo que ya marcaría el resto de mi vida de estudiante- fue el de empollón, como ya dije. En todas y cada una de las instancias académicas por las que he pasado -los Ángeles, san Pelagio, Séneca, san Telmo, Facultad de Medicina, hospital Reina Sofía, Pozoblanco, hospital de Valme, he sido siempre el empollón, una de mis circunstancias vitales de las que hablaba Ortega y Gasset. Y no es fácil ser empollón. Se convierte en una especie de obligación, una carga pesada. Una condición que te exige a ti mismo más que los curas o que tus padres. De mi propio ser natural salía estudiar y aprovechar el tiempo, era algo que no me costaba mayor esfuerzo, he ido siempre a los exámenes con el gusanillo normal en el estómago pero seguro de mí mismo, con confianza plena en aprobarlos con nota. Siempre. Pero no era eso; el caso era que tenía que ser el número uno, siempre la mejor nota. Y no sólo en los exámenes finales o trimestrales, no. En cualquier prueba improvisada que se le ocurriera a cualquier cura, cualquier día, no importa en qué clase. Sacar un 8, por ejemplo, era un desastre para mí. Era necesario mantener el tipo, el listón en lo más alto. Más amigos que ruchos en el patio, pero en la clase la competencia interna con otros empollones como Pepe Ruz, José Luis Roldán, Antonio Beteta, Pablo Márquez o Manuel Del Pino Morgádez era tremenda. Al final uno se acostumbra a vivir con esa presión añadida y la incorpora a su vida como algo normal.
El caso es que yo no tenía ni idea de que fuera a salir empollón, en serio. Mis expectativas nada más aterrizar en el seminario eran pobres. Nunca había salido de mi pueblo y aunque en la escuela y en las clases particulares que me daban los seminaristas mayores de Palenciana destacaba por encima de otros monaguillos más cultivados y finos pensé que no superaría el primer año en los Ángeles. Me veía el más cateto de todos -aunque me consolaba ver que Agustín Madrid, del curso anterior, un niño gordinflón y más rústico todavía que yo, era el empollón más grande jamás visto-, malabaristas mis esfuerzos para manejar el cubierto sin levantar los codos o para mondar las naranjas con tenedor y cuchillo, hablaba con la boca llena, muy rápido, apenas me entendían, era demasiado delicado con las comidas... En fin, un pequeño desastre. Todo eso cambió con las notas del primer trimestre. En lectura pública cuando llegó la hora de Filiberto resultó que saqué un diez en Latín, otro diez en Literatura... y lo demás todo sobresaliente. Tanto, que sólo el Añoro (Agustín) mejoró mis notas. Don Eduardo se encargó del resto. Él fue el responsable de convertirme en empollón. Como una especie de premio, un día dijo en clase que lo de Filiberto le parecía un nombre demasiado largo para resultar coloquial, que lo íbamos a dejar en Fili. Y lo justificó así:
-Le diremos Fili porque además pega mucho con el anuncio de los televisores Philips, que mejores no hay.
Ese día de diciembre de 1964, poco antes de partir para nuestras primeras vacaciones de Navidad, fue el comienzo de mi andadura feliz como estudiante y del gustoso saboreo de mi autoestima, el primer momento de mi vida en que me haya sentido capaz de cualquier cosa. Para que veamos la capacidad que tiene un docente de potenciar hasta el infinito las posibilidades de un alumno, o de machacarlas para siempre, según los casos.
Durante el resto del curso -y ya para siempre- fui el Fili, objeto de admiración por parte de mis compañeros, un icono en lo académico, como se dice hoy. Me convertí en el referente para solventar dudas sobre declinaciones y verbos latinos. Importaban ya poco mis modales que -lo cortés no quita lo valiente- fui modulando con las clases de Urbanidad de don Gaspar. No llegué -o tal vez sí- a la altura del "Añoro", chorla la más vasta y fina que pasara por los Ángeles; ni fue, desde luego, la mía la fama intimidatoria de Nieto Vallín o de Guisado Rosas, niños atrevidos y montaraces, líderes naturales de su propia pandilla, "Los Pigmeos", que, al decir de sus aduladores, ensartaban víboras como espetos con sus lanzas de acebuche, construían sus cabañas entre los riscos, despreciaban el fútbol y disputaban su jerarquía a navajazos. Tampoco -seamos justos- alcancé el loor místico de los "Beatos", famoso grupo de penitencia abanderado por Juan Ortiz y secundado por Luna, Mariano, César y Zamorano. Lo mío fue, digamos, una especie de liderazgo silencioso desde la sencillez y el trabajo. Sin pretensión alguna de nada.
A nuestra edad uno puede permitirse ser un pelín indecoroso.
Gracias por estos recuerdos' "Fili".
ResponderEliminarAmigo Fili, me ha encantado el aforismo con el que inicias esta entrada, dos temas muy importantes para mi, la amistad que tan bien cultivas y la Mezquita que tanto nos preocupa. Si al cura le parecia largo Filiberto, que le pareceria ciclopentanoperhidrofenantreno, como empezamos a conocerte en la facultad, ya que fue la respuesta que distes a una pregunta del profesor D. Pedro Montilla con la que salistes del anonimato y te convertistes en el empollon del curso.
ResponderEliminarHa sido mi sino, Antonio. Desde chico. Bueno, lo llevo bien.
ResponderEliminarTe lo juro por Snoopy, Fili, que yo tenia fama de beato es algo que acabo de saber, y ahí en ese grupillo falta algún nombre. Un abrazo a todos, todos.
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