martes, 14 de diciembre de 2021

Lo que vale un euro

¡Te vas a enterar de lo que vale un peine!... Creo, sin embargo, que la mayoría de mis lectores -gente del taco- nunca se ha enterado de eso, del valor de un peine. Cosa muy distinta de lo que vale un euro, claro. De eso sí que nos hemos enterado todos. Y coincidimos en que alguien nos engañó en el trueque: un euro vale menos que nuestros veinte duros de toda la vida. A ver qué hace un abuelo con un euro para sus dos nietos pequeños en el parque. Na. Ni siquiera puede montarlos en los cacharritos, que ya se han puesto a dos euros por pasaje. En fin...

Pero, lo que son las cosas, hoy me he congraciado con el euro, oye. En serio. Ahora lo veréis. Harto de buscar sitios nuevos para mi práctica de golf campestre que no comprometan la integridad de las criaturas del Señor, me da por llamar al club de golf donde ya soy alumno en prácticas. Y pregunto a la señorita de recepción si puedo simultanear mis clases -una a la semana- con prácticas voluntarias en el campo de entrenamiento.

-¡Por supuesto que sí! -me aclara la señorita-. Y no sólo que pueda usted, sino que debe hacerlo. De esa manera practica y perfecciona lo aprendido en la clase.

Vi abrirse el cielo. Porque yo estaba en la creencia de que no podría entrenar por libre hasta haber concluido el periodo de clases. 

-¿Y cómo lo hago?

-Usted se pasa por aquí, y por un euro le entrego treinta y dos bolas... Y a pegarle.

-¿Y si quiero seguir más?

-Otro euro y otras treinta y dos bolas.

-¡Qué guay! 

A las cuatro de la tarde, después de la liturgia de la siesta, allí que me presenté con mi euro y mi hierro del 5. Yo solo. Todo el campo de entrenamiento para mí. Me tomé un tiempo entre golpe y golpe, primero por hacerle caso al profe, que me corrige mi precipitación, "el golf es un deporte de concentración, no puedes darle a lo loco. ¡Párate!". Y segundo, porque me duraran más las bolas, para saborearlas mejor, como cuando de chavea le daba bocaditos minúsculos a la onza de chocolate. ¡Qué gozada! Desde mi posición, frente a la sierra arropada por un vasto edredón de nubes de algodón, sentía la pulsión y la fantasía de hacer llegar cada bola a todo lo alto de la montaña. ¡Y el coraje que da cuando fallas y te sale la bola rateando!... Por mucho que dilaté mis golpes, aquello duró una hora corta. Y quise prorrogarla, claro. Pero la señorita, todo amabilidad y sapiencia golfera, me dijo que no; que tantos golpes seguidos en el primer día no eran adecuados para un principiante, que podía lastimarme los tendones del codo y del hombro. Resignado, me disponía a abandonar el lugar cuando observé que otro novato recién llegado entrenaba en un campito lateral golpes de aproximación y de putt.

-¿Puedo? -le pregunté con una timidez impostada.

-Pues claro, hombre.

Y allí estuvimos los dos aprendices, metiendo bolas en los agujeros hasta no verlas porque se nos encimó la noche.

De vuelta a mi casa, iba cavilando sobre la perdición que se me avecina ante tal descubrimiento tan a la mano y tan barato para un hombre tan vicioso como servidor. Y también pensé que nunca hasta ahora un euro había dado tanto de sí para el disfrute de una criatura.

Nunca hubiera golfero de bolas tan bien servido como lo fuera Filiberto en su campo preferido. Perdón por los ripios. 


Que tengáis todos una muy feliz Navidad, libres de bichos.


  

jueves, 2 de diciembre de 2021

El discreto encanto de la ciudad pueblerina

Pese a su muy vasto y valioso patrimonio arqueológico, natural y arquitectónico de castillo, palacios, iglesias y conventos, que en tan alta estima tienen turistas propios y foráneos, y pese a ser capital de la Comarca Norte de Málaga, Antequera es una ciudad con espíritu pueblerino en el más entrañable y campero sentido de la palabra. Es ciudad, pero, sobre todo, es pueblo. Un pueblo muy grande. Así lo entendí cuando de joven acompañaba a mi cuñado a vender melones en la plaza del mercado. Así lo disfruté cuando venía con la Peque, entonces mi novia -y toda su familia de carabina-, a su feria de agosto. Y así lo vivo hoy en día, siendo un vecino más. Superada por el tiempo la antigua sociedad clasista y latifundista de señoritos y jornaleros, la Antequera de hoy sigue viviendo de su fructífera vega, de diversas y poderosas empresas agrícolas, del turismo y del sector servicios. Salvando dos calles céntricas y el gran ensanche residencial por el oeste, todo lo demás es pueblo. Me dice mi amigo Juan Francisco que, en términos geográficos, a este tipo de ciudades intermedias muy ligadas a la agricultura se les denomina agrociudades. Pues muy bien. Ciudad enteramente provinciana donde mucha gente no sale a la calle sin arreglarse un poco, o se viste de limpio para la misa de doce, o se concentra a pasear por la calle Estepa o el paseo Real. Pueblo donde las mujeres barren y friegan la acera que les corresponde, y donde los hombres no han perdido la costumbre de la gorra campera. Pueblo, en fin, de una prosodia muy particular que convierte las eses en jotas, y aquí no paja na. Y nosotros, la Peque y yo, en la gloria de un entorno tranquilo y de agradable convivencia. Alejados de las bullas y las prisas de Sevilla, vivimos aquí la mar de a gusto. Y encima, con nuestros nietos a cinco minutos, y nuestra familia palencianera a veinte.  Dado el dicho popular de que una imagen vale más que mil palabras, veamos esta estampa.

Sobre las once de la mañana abandono el parque Atalaya porque a esa hora ya empieza a circular el carrusel variopinto de criaturas que lo disfrutan: jóvenes bizarros que someten sus carnes a capítulo en un gimnasio al aire libre; quedadas de perros amigos que sacan a sus dueños respectivos a que tomen el sol y discutan de fútbol, mientras ellos corretean y estercolan a sus anchas; vecinas del barrio cercano que salen de sus casas para que se seque lo fregao y se juntan de cháchara; ancianos de andador que distraen a sus cuidadoras con sus mismos relatos de todos los días... Ya lo tengo asumido. A las once, a casa. A por los mandaos. Mi juego de golf silvestre ha de ser en solitario, vayamos a leches. Una hora larga es más que suficiente. Me fastidian esos días soleados y luminosos en que a los maestros les da por trasladar a "mi parque" el patio del recreo o la clase de deportes, y me lo ocupan toda la santa mañana. Entonces, no sé porqué, considero que quizás Herodes no fuese tan ogro como lo pintan. Mis días favoritos son esos neblinosos y fríos -como el de hoy- en que no hay un cristo que se atreva a asomar por allí.

Me ha resultado algo entrañable comprobar que algunos ancianos que pasean por el sendero que circunda el parque me hayan devuelto varias bolitas extraviadas. Son muy ocurrentes y les entretiene charlar conmigo. Y viceversa. Me gusta pararme a escuchar la honda sabiduría que brota en sus palabras medio rotas para aprender de sus historias rancias, de tan repetidas. Como cuando de niño lo hacía en La Capilla sentado en un banco entre mi abuelo y don Bernardo. Días pasados, una pareja de dos ancianos muy viejitos me aborda.

-¿Usted es el señor que juega con  las bolitas blancas?

-Sí, yo soy. Bueno... Tengo otro amigo, pero ya lleva tiempo sin venir.

-Es que apenas coincidimos, porque cuando nosotros llegamos usted pilla y se va.

-Natural -les aclaro con delicadeza-. No puedo jugar con gente por delante. Es peligroso.

-Ya, ya -me responde socarrón el que parece más nuevecillo-. Ya que nos hemos librao del virus, no vaya a ser que nos mate usted de un bolillaso.

Y nos reímos. Y me dice el otro:

-A ver si quedamos para otro día, porque tenemos en casa dos bolas para devolvérselas.

Pues eso, amigos, la cosa es que yo encuentro muy atractivo esto de vivir en el pueblo, tanto aquí, en Antequera como en Palenciana: las calles limpias y empedradas, el que te conozca la gente por tu nombre, el contacto callejero con los mayores, el encanto de sus gentes sencillas... Será que nunca he dejado de ser  un hombre de pueblo. Eso va a ser. 

     

sábado, 27 de noviembre de 2021

Las bragas

Ninguna prenda femenina como las bragas. Para los hombres que, por edad, nos estamos reforzando en estos días con el tercer pinchazo covideño, nada superaba -ni supera- la sugestión de las bragas. No había color con el bikini, los shorts, la minifalda, incluso el sujetador. Las bragas eran el gran fetiche. Verle las bragas a alguna chica era lo más de lo más. Y mira tú que eran cuidadosas las joías, tapándose con las manos cualquier rendija traicionera. "Se lo he visto todo" -decíamos ufanos en las rarísimas ocasiones en que un cruce de piernas más lento de lo acostumbrado o una ráfaga de viento bienaventurado nos permitía vislumbrar por un segundo el cielo blanco y fugaz de las bragas-.Y si eran negras, ni te cuento. Una de las fantasías inconfesables de muchos adolescentes de aquellos tiempos era poseer el don de la invisibilidad para poder invadir la intimidad del dormitorio de algunas jovencitas. Bueno, y también, ya puestos, para poder colarnos en el cine de la plaza de balde. En el cortijo, viviendo en un patio de vecinos, me producía cierta turbación ver las bragas de las aceituneras colgadas al sol en el tendedero. Fíjate tú. Estoy convencido que, por el contrario, para una chica de entonces vernos a los muchachos en calzoncillos le parecería mucho más gracioso que erótico.

Y el caso es que, de tan metido en la sesera, los hombres que ahora somos no hemos perdido esa fascinación por tan delicada prenda. Casados y experimentados en lances amorosos, y viniendo de vuelta de tanta película picante y descarada, cuando no abiertamente pornográfica, nos sigue poniendo más, sin embargo, una mujer en bragas que desnuda. Y nos gustan las bragas de siempre, con sus bordes festoneados de encaje, ajustando los cachetes y marcando bien el manojito púbico. Incluso las de cuello alto, mucho más que los tangas modernos, que es como no llevar nada. Y más que a nadie, a mí, que por mi oficio de médico tantos culos de diversas latitudes y bragas de todos los formatos habré visto. Pues, nada. Todavía, fuera del ámbito profesional, la visión accidental de ese pequeño triángulo de ensueño me sigue cosquilleando del ombligo pabajo.

Días pasados, paseando por la calle, acaeció un hecho que, aunque usual en este tiempo, la magia del momento me transportó a uno de aquellos días de mi adolescencia en que un viento gracioso de levante se colaba de sopetón por el callejón de la iglesia y arremetía furioso contra toda falda que se pusiera por delante. En fin, que voy tan tranquilo por la acera en una calle céntrica de Antequera cuando una mujer joven se detiene justo delante mía para aparcar su motocicleta. Las obras interminables en la calle Estepa le han dado una vidilla extra a la calle Merecillas, lugar de los hechos. Sobre el mediodía, la calle rebosa de gente que sale y entra de las tiendas o que, como yo, pasea con aburrimiento a su perrita. Y llega la buena mujer con su falda holgada y abre sus piernas para bajarse de la moto, como si estuviese sola en medio del campo. Y luego, como si tal cosa, se recoloca la falda y aquí no ha pasado nada. Y, en efecto, no tiene por qué haber pasado nada. Sólo que ese instante sublime, inesperado y excelso, nos fascina a los hombres por su fugacidad, visto y no visto. Y porque nos hace recordar vivencias de otrora en que las bragas simbolizaban lo más arcano e inalcanzable de cualquier mujer. Para ellas, el sancta sanctorum que custodiaba su virtud más preciada; para nosotros, el pórtico de la gloria. 

No tengo apaño, ya lo sabéis.

   

martes, 16 de noviembre de 2021

Cuando el amor llega así, de esa manera...

Mucha gente me sigue preguntando si echo de menos mi vida de hospital. Y yo sigo contestando sin ambages que no; que la vida tiene un recorrido por tramos, y que ahora toca lo que toca: ocio, amigos, escribanía y nietos. Me gustaría añadir el sexo, pero sería una fanfarronada. En cualquier caso, escondo un as en la manga, porque nunca deja uno de ser médico del todo.

Hoy os traigo una historia de amor. Su protagonista femenina es, precisamente, una paciente mía de reciente cuño, de mi época de jubilado. La conozco desde los tiempos gloriosos de nuestra vida en Valencina, porque traté a un hijo suyo de cierta afección intestinal, pero nunca hasta ahora la había tenido a ella como paciente.

Ángeles y yo mantenemos una  relación telefónica y epistolar. Congeniamos de maravilla. Lo que hoy se dice tener feeling. Es chiquita, talentosa y rabiosilla, en eso se parece mucho a la Peque. Y muy guapa a sus sesenta y dos años. Yo creo que se pone bótox o potingues de esos para mantener la cara de muñeca. O a lo mejor es su ser natural. El caso es que, divorciada desde hace años, lleva mal la soledad obligada. Y por otra parte, viajera infatigable, le cuesta apiarar con mujeres de su pueblo porque son demasiado domésticas. Me llama, me escribe y me cuenta sus dolamas. Ciertamente, su pequeño cuerpo ha sido castigado en exceso por intolerancias alimentarias múltiples, colon irritable y un síndrome de hipersensibilidad al dolor pariente próximo de la fibromialgia. Y yo le aconsejo y le ayudo en la distancia.

Llevaba meses sin noticias suyas. Y hete aquí que hace unos días me escribió un wassapt espectacular. Que está curada; que ya come de todo, con ciertas precauciones, claro; que los dolores articulares se han disipado... Que es otra mujer. "¿Cómo es eso?" -le pregunto. "Que me he enamorado" -me suelta-. Mejor se lo cuento por teléfono". Y me llamó.

Resulta que un día, en la cola de la pescadería, un hombre le pidió la vez. "Ya de entrada, me agradó". Como quiera que la espera se alargara, charlaron de lo que cada uno pensaba comprar, de si me gustan los boquerones grandes, esos que parecen sardinas, pues yo prefiero los lomos de atún, aquí te los preparan de escándalo y te dan la receta para untarlos con mermelada de tomate, un lujazo... A lo tonto, a lo tonto, siguieron con la cháchara hasta llegar a la caja. Y al despedirse, el hombre le sugirió almorzar juntos en la misma cafetería del centro comercial. Y ella, que se echa la manta a la cabeza y dice que sí. "Aun sintiendo mucha vergüenza, porque desde años atrás yo no sé qué es eso de ligar. Pero me dije que por qué no". Imaginaos a una mujer de esa edad en semejante tesitura. Ni en sueños hubiese imaginado volver a conocer varón. Y ahora, fíjate. Y es que, como dice la canción, cuando el amor llega así, de esa manera, una no se da ni cuenta. Y me resulta enternecedor ponerme en la piel de esta mujercita, que retornando a sus tiempos mozos revive aquel revoloteo juvenil entre la emoción y el cosquilleo del enamoramiento, por una parte, y el recelo de lo desconocido, por otra. Y, como la muchacha que en su día fuese, se lanzó a la aventura. Se produjo el inevitable intercambio de móviles; se sucedieron llamadas en los días posteriores... Y aquel inicio dubitativo y temeroso se tornó muy pronto para ella en una relación tranquila, sosegada (cada uno en su casa) y muy gratificante. Por wassapt, me envió un selfíe con ellos dos en pose acaramelada. Pedazo de novio. Federico se llama el hombre. A mí, ese tío me echa los tejos, y nos vamos con él la Peque y yo. Los tres juntos.

Y adiós a los males. Es lo que tiene el amor: que cura. Y no es sólo por el sexo, que también. Ya es un clásico un estudio epidemiológico publicado hace años por la revista médica Health, que sugería claramente que las personas casadas viven más y con mejor calidad de vida que las solteras. Que el afecto compartido beneficia la salud. Siempre hemos creído que la mente ejerce una fuerte influencia sobre el cuerpo. Y lo hemos hecho de una manera empírica. Hoy, sin embargo, sabemos que el milagro del amor sobre la salud consiste en que los mismos estímulos externos o internos producen respuestas orgánicas diferentes dependiendo del grado de intoxicación amorosa que padezca nuestro cerebro. Puede parecernos fantasía, pero es una realidad no sólo anímica, sino también biológica. La oxitocina, hormona del parto, llamada también la hormona del amor, se libera en la hipófisis ante estímulos como los abrazos, los besos, las caricias e incluso las miradas tiernas. No digamos ya con refriegas mayores. Una de las principales dianas de esta hormona es la amígdala cerebral, controlando en ella las reacciones de ansiedad y pánico. Compartir el afecto posee otras bondades como la mejora en los hábitos alimenticios, en el sueño, en la tensión arterial...Los gestos amorosos disminuyen los niveles sanguíneos de cortisol, con lo que son muy beneficiosos para combatir el estrés.

La experiencia de Ángeles es muy ilustrativa para todos nosotros, viejos carcamales, que nos creemos de vuelta de todo y que, acostumbrados a nuestra posición de vida adocenada, no apreciamos la importancia que para nuestra salud física y mental tiene el hecho "insignificante" de una convivencia tan bien avenida y duradera con nuestras santas y nuestros santos respectivos. Ángeles y Federico nos devuelven a todos a otro tiempo muy lejano en que el amor era ímpetu, ganas, pasión, empoderamiento y emoción. Era el sentido máximo de la vida. Bienaventurados ellos, que ahora rehacen la suya y reviven aquellos días de perenne primavera. 

Al final, y para que se note mi venero del seminario, recordaré aquello tan releído de san Pablo y su carta a los Corintios: "Si no tengo amor, nada soy". Pues eso.  

 

lunes, 8 de noviembre de 2021

Mejor no preguntar

A sus veinte años, Mari Carmen no había salido de Pozoblanco. Era una joven de facciones agradables, buena moza, quizás demasiado entrada en carnes para su edad, muy tímida y retraída. Muy de pueblo aislado. No era un portento de la limpieza ni de la cocina, nada que ver con Adela, la muchacha tan diligente y espabilada que teníamos en Córdoba, pero se desvivía con los cuidados y mimos hacia nuestra hija, y para nosotros eso lo era todo. Quizás deseosa de conocer mundo, Mari Carmen se vino con nosotros de interna cuando nos trasladamos a Sevilla. Era un primor de cuidadora. Algo chochona, no hacía otra cosa que estar pendiente de nuestra hija. Y nosotros tan contentos. Y la niña, también. Nos duró sólo un año. Aunque iba con cierta frecuencia al pueblo, no fue suficiente, le tiraban demasiado los lazos del terruño y los de su casa.

Me agrada ir de visita a Pozoblanco. La Peque, mi hija -bebé por entonces- y yo vivimos allí solamente nueve meses. Pero fue un tiempo muy especial para nosotros. Llevo con orgullo el haber sido parte de aquel sensacional grupo de médicos, pioneros entusiastas, que pusimos en marcha el flamante hospital. Y que mi mujer fuese la primera directora de enfermería del mismo. Una valiente, como lo ha sido siempre. Imborrables en nuestra memoria los primeros pasos de nuestra hija, sus chapetas malares por el frío quemante de Los Pedroches, el embeleso de Mari Carmen hacia ella y la fraternal convivencia de aquel comando de jóvenes médicos "forasteros" que habíamos llegado desde Córdoba para abrir el hospital.

Han pasado 37 años desde entonces, que se dice pronto. Pozoblanco ha permanecido en nuestro imaginario emotivo como el comienzo de todo en nuestra pequeña familia. Magnificamos aquellos días lejanos que tanto daban de sí, mucho más de 24 horas, las comidas opíparas en la fonda Damián, las amistades tan rápidas con Los Pañeros, Los Cardadores... Y la apertura de nuestra primera cartilla de ahorros en el Banco de Santander, de la mano de Aurelio y de Fernando. Sí, pero todo envuelto en esa nebulosa mágica de lo pasado, de lo nostálgico.

En los últimos años, sin embargo, los amigos de Sevilla vamos a Pozoblanco de vez en cuando invitados por Los Pozuelos, propietarios de una hermosa dehesa. Y nunca se me había ocurrido antes visitar a Mari Carmen. Pues esta vez, sí. En el bullicio callejero del viernes anocheciendo, me separé de las mujeres, siempre de tiendas, y me puse a pasear desde "Los Godos", bulevar arriba, hasta alcanzar el hospital. Ha crecido. Tanto o más que el gran eucalipto que lo abandera. Y me sentí muy confortado porque allí permanecía callada una parte muy entrañable de mi historia, de mi vida. Si desde la entrada a Urgencias tuerzo a la derecha me topo con la calle donde vivimos durante nueve meses. Poco ha cambiado esa calle. Identifico casi todos los bloques. Y me dispuse a buscar a Mari Carmen.

Nadie me daba norte de ella. Desde los porterillos automáticos de los distintos bloques de pisos fui charlando con vecinas. Nada. Entré en un bar de aquellos tiempos, justo debajo del que fuese mi piso. El dueño tampoco fue capaz de acordarse de nada que pudiera servirme de ayuda. "Tenga usted en cuenta -le aclaraba yo- que ahora aquella muchacha debe andar por los 60 años". El hombre me acompañó a un taller cercano por ver si allí podrían escudriñar mejor. Nada. Le agradecí su empeño y me despedí. De vuelta a donde las mujeres se me ocurrió entrar en la farmacia de la esquina, pensando que una mujer obesa de 60 años sería clienta habitual. Tampoco pudieron auxiliarme dos jóvenes mancebas. Pero me indicaron la pista que sería definitiva: "llame usted en aquella puerta de enfrente. La mujer se llama Luna, y se conoce mejor que nadie la vida y milagros de toda la gente que vive o ha vivido en esta calle." La mujer, toda espléndida, bajó enseguida a abrirme. Da gusto charlar con desconocidos que, de pronto, te tratan como si te conocieran de toda la vida. Es el encanto de los pueblos. Cuando hube acabado de contarle toda mi historia del hospital, de mi piso alquilado allí enfrente y de Mari Carmen, se me quedó mirando muy seria, agarró su móvil y llamó a alguien como para asegurarse, y luego dictó su sentencia: "mire, por las señas que usted me cuenta, esa mujer ha muerto". Me quedé muy tristemente sorprendido, claro. "Murió hará unos seis meses. Tenía, la pobre, una obesidad mórbida. Los demás vecinos no han sabido dar con ella porque desde hace unos diez años ya no vivía en esta calle, sino en esa otra que tuerce a la derecha. ¿Quiere usted que lo acompañe a su casa y habla con su marido?" Desistí. Sólo quería saber de ella. En el camino de vuelta me costó deshacer el nudo en mi garganta recordando a aquella muchacha lacia y rechoncha que tiraba por los aires a mi niña de un añito, la recogía en su amplio regazo y le hacía reír hasta llorar de cosquillas.

Mejor hubiese sido no preguntar. 



viernes, 15 de octubre de 2021

Cumplir 7 años

Con siete años cumplidos y la primera comunión hecha, se decía entonces que un niño ya tenía uso de razón. Hoy puede parecer una ñoñería, pero antes era cosa seria. Ese paso fronterizo desde lo irracional de niño pequeño a la vida de niño mayor tenía sus repercusiones prácticas: no se te consienten ya tantos caprichos ni rabietas; tienes deberes en la escuela; las desobediencias a los mayores y las cochinadas secretas son pecado. Venial, pero pecado a confesar con don Juan; los cuentos de tu abuela en la cama se cambian por jaculatorias y rezos cansinos y aburridos. Y lo peor de todo: los Reyes Magos son los padrinos. A mí, sin embargo, lo del uso de razón me llegó bastante más tarde. Hasta los diez años yo seguía creyendo que los niños éramos niños por siempre, que no crecíamos. Y luego, cuando ya acepté que sí, que íbamos a crecer y convertirnos en personas mayores, decidí que, de mayor, me casaría con mi hermana Josefa, y así, todo en familia. El tifus, decía mi madre. "Todas esas tonterías le vienen del tifus".

Hoy cumple 7 años mi nieto Lucas. Y, sin primera comunión ni nada, ya tiene más luces que yo a su edad. Claro, que sus abuelas no le rezan ni tiene que confesar pecados, ¡menuda suerte! Le he preparado dos bizcochos de los míos para la celebración de esta tarde con sus amigos. Mis bizcochos tienen la particularidad de que los huevos son de corral y que bato las claras por separado con una pizca de sal hasta el punto de nieve. Los amigos de Lucas son algunos del pueblo y los demás, de su colegio. Tienen todos sus nombres y apellidos, que si Martín Pelegrini, Javi Cortés, Martina Suárez, Guillermo Delgado, Juan Soria, Sofía Galán, Santi Vidaurreta, Alonso Artacho... Mis amigos de siete años también poseían sus nombres y apellidos, pero entonces nos nombraban a todos por los motes: Juan "Chaparrito", "Agundo", Manolo "Piita", "El Botón", José "Churrete", Francisco "El Chato"... Y, por supuesto, todo niños. Sin paridad. En esa pandilla de la calle Sol, yo era José María "Peos", no hay necesidad de más explicaciones.

La fiesta se va a celebrar en un local a propósito, con su barra de bar donde las mamás puedan servirse sus cafelitos, sus mesas adornadas de flores y manteles de colores donde los críos malbaratarán los sandwiches de pavo frío y mis bizcochos, y su castillo hinchable y todo, para disfrute y desfogue de las crianzas. Lucas ya sabe los regalitos que le van a caer, no le hará ni puñetero caso a las zapatillas ni al polo de sus abuelos, y alucinará, sin embargo, con los paquetitos de cromos de futbolistas para rellenar su álbum. Es lo que hay. Mis amigos de siete años y yo no sabíamos qué fuera eso de celebrar nada. Nosotros socializábamos a espadazos en la calle, en "Las Peñolillas" o en lo hondo de  "Los Barrancones", los parques infantiles de entonces (una especie de escombreras) en las afueras del pueblo.

A sus siete años, mi Lucas ha viajado por medio mundo. Heredero de la querencia de su madre y de su abuela Antonia por los viajes, hasta se les anticipa preguntando con toda seriedad de un hombrecito que para cuándo van a ir a Egipto, que tiene mucha curiosidad por las pirámides. Con siete años, yo había ido a Córdoba una vez, a visitar a mis tíos, y varias veces a Cabra para operarme de las anginas. La primera vez que salí de Andalucía fue a mis veintiséis años, a escoger plaza de MIR en Madrid.

Al final, ¿Qué más da? ¿Qué es lo importante? Ser un niño feliz. En eso consiste todo. Mi infancia, pobre casi de solemnidad, fue tan estupenda para mí como lo es hoy la de Lucas para él. Sin cumples, sin regalos, sin viajes, sin inglés ni kárate. Ahora, que leer, leía yo mejor. Y jugar al fútbol, también. Y espadear. La felicidad de un niño se basa en tener para comer, sentirse querido, jugar con sus amigos y tener quien le cuente cuentos antes de dormirse. Y estoy convencido de que un niño feliz apunta a un adulto sin traumas mayores. Como nosotros, hijos todos de nuestro tiempo. A pesar del tifus. 

 

miércoles, 6 de octubre de 2021

La tentación vive al lado

En Antequera hay pastelerías "de temporada". Abren de octubre a enero, y venden género navideño. En esos meses, me da lugar a comprar en todas ellas. Me conocen. "Ya está aquí el goloso", me saludan las dependientas. Todos los años me sobran mantecados. Luego, los voy apurando poco a poco. Casi están más ricos fuera de tiempo. A mi amigo Pintor le duran los roscos de vino hasta el año siguiente.

El caso es que este año han abierto una de estas tiendas en la placita de enfrente de mi casa, a diez metros de mi puerta. Imposible ignorarla. Y os diré algo: más que por los dulces en sí, por el reclamo de la chica que los pregona en la entrada. Como lo estáis oyendo.

Tan pronto en el calendario, no tenía pensado entrar aún en tal pastelería. Ya habrá tiempo. Pero acaeció que hace unos días, yendo hacia la farmacia vecina, me topé de frente con la chica, que me ofrecía una bandejita de degustación. Acepté gustoso y cogí -como la Virgen María con las naranjas del ciego- tres polvorones: uno para ahora, otro para la Peque, y otro más para aluego. Os confieso que, a la vuelta de la farmacia, no pude resistirme, y entré. Más que nada, por volver a ver y peritar a la muchacha. Un primor, ya os digo.

Me acordé un montón de mi amigo Jaime, que no es dulcero, pero sí experto tasador de modelitos de mallas superapretás, de ésas que marcan por delante el triángulo púbico con bisectriz incluida, y por detrás, dos medias sandías boca abajo. Un escándalo para los ojos de un viejo verde. Muy bonita de cara, con ojos vivarachos y  pechera embestidora, completa su encanto con una prosodia lánguida y suave de allende los mares.

Total: media docena de mantecados de aceite de oliva, otra media de alfajores caseros y una bandeja de bienmesabe fue el precio que me costó el aforar con la vista a la simpática y bella muchacha.

No tengo arreglo. 

lunes, 27 de septiembre de 2021

La España que no reza.

Hoy me he levantado con un espíritu machadiano. No está mal. Quizá debido a la procesión de ayer tarde. O tal vez por solidaridad con su ateísmo templado. Como el mío. Pero reconozco que soy un ateo atípico. E incongruente. Me agrada entrar en la iglesia de mi pueblo y sentarme a meditar en un banco de los traseros. Será la querencia de tantos años de lego. Desde luego, me gustan las procesiones, el retumbar de los tambores y el olor a sahumerios en el aire; me gusta ver el ambientecillo cofrade en la calle y a las mocitas, tan requetebién arregladas con sus faldas o pantalones prietos hasta el reventón marcando curvas y burujones, o con vestidos sueltos y vaporosos. Al tonto le gusta to, como el del chiste. No soy un ateo insensible a las creencias o la fe de los creyentes, ni mucho menos. Por mucho que ya no las comparta. Y, desde luego, siempre procuraré respetar sus ritos, costumbres y liturgia, porque han sido los míos, los nuestros, de siempre.

Y, sin embargo, dicho lo cual, os tengo que confesar que ayer tarde me molestó una procesión aquí en Antequera. Porque resulta que se cierra al tráfico todo el centro de la ciudad, y entre eso y las obras en la calle Infante, no me veas la que tuve que liar para salir a la carretera de Campillos para recoger a mi hija, a Pepe y a mis nietos de la estación de santa Ana. Me vi obligado a tirar por direcciones prohibidas porque las alternativas de salida no estaban bien señalizadas; discutí (educadamente, eso sí) con un policía local que recriminaba mi conducta; "mire usted, es que tenéis todo el centro de la ciudad bloqueado"; soporté gritos de la gente... En fin, me pilló el cuerpo de aquella manera por ir con prisa y por ver lo coñazo que es que una procesión ocupe el espacio público cuando más lo necesitas. Y reconozco que debe ser así, porque toda Antequera, salvo cuatro pródigos desarrapados como yo, acompañaba a su Cristo del Rescate. Vale.

Y luego, repasando lo sucedido, creo que mi disgusto ha sido inducido, en parte, por lo reciente de sendas concentraciones reivindicativas habidas en Antequera, una hace cuatro días, y otra, anteayer mismo, con unas representaciones de personal escuálidas, ridículas. La primera, en defensa de la sanidad pública, a las puertas del hospital: unas cincuenta criaturas, mal contadas. La segunda, la de anteayer, una concentración sindical por un empleo digno en la hostelería, en la plaza de San Sebastián, centro neurálgico de la ciudad: veintitantas personas. Entre ellas, y de casualidad, la Peque y yo mismo. Un grupo de jóvenes que pasaba por allí se rio abiertamente de nosotros, y uno de ellos comentó en voz alta que éramos patéticos. Mismo escenario: la plaza de San Sebastián. anteayer: cuatro gatos. Ayer: abarrotá. Y es verdad lo de patéticos. No tanto por los presentes, sino más bien por tantísimo ausente.

¡Qué gran verdad! ¡Qué doloroso contraste! Manifestaciones cívicas y reivindicativas huérfanas, y las procesiones atiborradas. Somos patéticos quienes asistimos a una manifestación en favor de la Sanidad y del Empleo. Ese pensamiento ha sido, quizás, lo que más me ha fastidiado. Nada que objetar a la España que reza. Hace bien en manifestar públicamente sus emociones y sentimientos. Y lo hace vistoso y atractivo. Lo que critico es a la otra España, la que no reza. Que no es que bostece, no, pero tampoco protesta por sus derechos todo lo que debiese. ¿Ésta es la España que queremos para nuestros nietos? Apruebo nuestra forma de vivir y de sentir, me parece que somos más felices que las gentes de los demás países europeos. ¿Pero, sólo eso: procesiones, toros, fútbol y folclore? Recordando al gran Machado, ¿sólo charanga, pandereta y sacristía? Sé que no es del todo así. De acuerdo. El escritor siempre exagera barriendo para lo suyo. Pero estaréis conmigo en que son esas actividades lúdicas y religiosas lo mejor -casi lo único- que sabemos lucir.

¿Quo vadis Hispania mea?



sábado, 25 de septiembre de 2021

Historias dulces

Siendo como soy tan goloso de los dulses, cuento y no paro multitud de anécdotas vividas en las confiterías. Por toda España. 

En Pontevedra, una anciana gallega, toda de negro, encorvada y con toquilla, me puso a parir por no comprarle nada después de llevar la pobre un ratito esperando mi comanda. "¿Qué va a ser?" -me preguntó al fin-. "Ah, perdón -me excusé-. No quiero nada; sólo he entrado para ver y oler". "Carallo... Pues si todo el mundo hace como usted..." Y se metió en la trastienda mascullando maldades. Es que para mí contemplar los pasteles en el mostrador, bien presentados, uniformados y ordenados en distintas compañías formando un batallón, es... el sumun. Ni siquiera necesito catarlos. Algo muy parecido a cuando Antonio Pintor entra en una librería.

En plenas Ramblas de Barcelona hay (o al menos había hace ya muchos años) una pastelería exclusiva de chocolates. La Peque y yo nos detuvimos un buen rato ante el escaparate espectacular de figuras de todo tipo. En especial, delante de un apartado donde los muñequitos de chocolate exhibían todas las posturas del Kamasutra. No sé el tiempo que yo estaría allí plantado. Flipando. Al parecer, sin darme cuenta de nada, la Peque se hartó y siguió camino adelante. En su lugar, una mujer joven se puso a mi lado con parecida delectación chocolatera a la mía. En esto que la cojo por su brazo, me acerco mucho a ella y, señalando con el dedo una de las posturas más acrobáticas, le susurro: "Peque, ésa tiene que ser la leche, y nunca la hemos hecho. Esta noche, en el hotel, probamos". "Me parece muy bien" -responde la mujer con toda la guasa del mundo. Ante las risas mutuas, me disculpé cien veces. Y luego pensé: ¿tú ves? Muchas veces se liga  así, de casualidad.

En la famosa pastelería "La Mallorquina", de Madrid, en plena Puerta del Sol, saqué mi cartera para pagar la cuenta de un paquetito de pasteles. Eran dieciocho euros. Inadvertidamente, por sacar un billete de veinte, le di al tendero un décimo de lotería de Navidad que acababa de comprar en uno de los puestos de los alrededores. El hombre, guasón, creyó que yo lo hacía de broma. Pero lo bueno es que luego, conocedor de mi despiste, no le pareció mal el trueque. Al final, le pagué en dinero y él me devolvió el décimo.

En Fernán Núñez, la pastelería A.G.O me tiene como su cliente favorito. No he probado pastelón tan completo y rico como el suyo.

En San Sebastián, donde estuve viviendo durante dos meses hace ya algunos años, los pasteleros del centro histórico se lamentaron grandemente ante mi amigo Ramiro al enterarse de mi regreso a Sevilla. "Se nos va el cliente más agradecido y goloso", le dijeron. 

Pero bueno, hoy quiero relataros otras anécdotas pasteleras más cercanas y prosaicas, con un denominador común: los pasteles caducados.

En la avenida Alameda (vulgo, calle Estepa) había no ha mucho en Antequera un negocio pastelero de cierto renombre. La chica que lo atendía era muy joven y menuda, y no destacaba precisamente por sus habilidades sociales. Creo.

-¡Muy buenas! -entro yo un día de buena mañana-. Quiero llevarme media docena de pasteles y una bolsa de magdalenas de éstas. Se llaman cortijeras ¿verdad? -le amplío la información con una sonrisa de las mías.

-Sí -responde la chica muy secamente-, pero esas magdalenas no se las puedo vender. 

-¿Y eso?

-Eso es que están caducadas.

-¿Y por qué entonces están a la vista? -pregunto yo por seguir el rollo.

-Porque no me ha dado tiempo a retirarlas.

-¿Pero están malas? -Insisto, ya por dar por saco.

-No, no creo, pero no se pueden vender.

-Vale. Pues no me las venda. Démelas gratis y aquí no ha pasado nada. Nadie se ha enterado.

En ese punto la chica se quedó pillada, sin saber, la pobre, si yo era un bromista sin gracia, un metomentodo o un gilipollas. Al fin, encontró una salida creíble.

-No, mire usted. Es que el dueño lo tiene todo contabilizado, y sabe cuánto género se ha quedado sin vender y tiene que devolverse. Si no le cuadran las cuentas es capaz de despedirme. Así que lo siento.

-Vale, vale. Mujer, perdona. No he querido molestarte. pero si no fuera por eso que me cuentas, yo me las llevaría sin problemas.


Hace unas dos semanas hube de ir un día al ayuntamiento de un pueblo de por aquí cerca por un encargo. Justo al lado hay una pastelería. Al salir, no pude contenerme y entré.

-Buenos días. Mire, quería llevarme media docena de pasteles. Ahora se los voy señalando.

-Vale -me dice la chica, una muchacha seria y algo distante-. Pero que sepa usted que los pasteles no son de hoy.

-Pero se pueden comprar ¿no?

-Sí, sí, claro. Pero que no son de hoy.

-Mujer, los pasteles no son como el pescado; aguantan bien varios días ¿o no?

-Sí, lo digo por si usted los nota algo duros, que lo sepa.

Enseguida me recordó a la muchacha de Antequera. Otra igual, pensé.

-Bueno -me conformé-. ¿Hay alguna cosa fresca, de hoy?

-Solamente los donuts.

-¡Enga!, póngame entonces cuatro donuts.

 

Esta misma mañana ha ocurrido la tercera. A la tercera, la vencida. Por fin...

Entro en una pastelería céntrica. Me conocen de ir a por tejeringos todos los sábados al alba. Dos ruedas para la Peque, una para Lucas y otra para Daniel. A mí no hay quien me saque de mi mollete con aceite y jamón.

-Buenos días. ¡Qué buena pinta, este bizcocho! Ponme, por favor un trozo para llevar.

-Lo siento, caballero -me responde la señorita-. Está ya un poco pasado y duro. Lo voy a retirar del mostrador.

-Y dime -hago como que intimo con ella- ¿Qué es lo que hacen con estas cosas que retiran?

-Pues yo creo que las tiran -me dice por lo bajini-. Mire usted qué lástima...

-Entonces, hazte la longuis y me partes un trozo y me lo llevo gratis. Verás, si fuese un pastel con crema o con nata no se me ocurriría tal cosa, pero un bizcocho lo único es que pueda estar algo más duro, pero como yo lo mojo en el café...

Oye, le cayó bien mi insinuación.

-Pues venga.

Y me cortó casi medio bizcocho. Buenísimo que estaba.


Con los dulses es que no tengo apaño.

 

miércoles, 22 de septiembre de 2021

Y llegó el otoño...

"Está la tierra mojada

 por las gotas del rocío,

 y la alameda dorada

 hacia la curva del río"    (A. Machado)


Septiembre se aleja con los castigos mortíferos del fuego traidor en nuestras sierras y el de las "coladas" incandescentes que arrasan La Palma. El dichoso virus -vacunas mediante- parece darnos un respiro con pintas de definitivo, pero la estulticia de los pirómanos se me antoja tan potente y contumaz como la fuerza destructora de la Naturaleza. Menos mal que el otoño ha entrado como debe, bendiciendo el campo con sus aguas vivíficas.

Sí, ya sé que lo habéis notado: mi trimestre sabático. Durante el verano, la Peque y yo nos hacemos pueblerinos y nos olvidamos de otras obligaciones que no sean nietos, casa, familia, piscina, río y mi golf campero. Encima, el no disponer de ordenador portátil en la casa de Palenciana me sirve de excusa perfecta.

Pero, ya en Antequera, se acabó el verano. Y ha empezado el nuevo curso. Mi nieto Daniel, de tres años y medio, no sabe si su nueva señorita es guapa, "se llama Aroa y es buena", nos dice. Y también que le "encanta" toda la comida del cole, menos lo verde de la ensalada. El otro, Lucas, que cumplirá siete años en octubre, va de mayor, "me piro vampiro" -me vacila-, y está muy contento con su maestro de este curso, don Antonio, porque es un hombre simpático y un "friki" de los juegos fantasiosos. Se ha apuntado a fútbol, kárate, baloncesto y natación, y pronto deberá decidir qué deja, porque todo no se puede llevar para adelante. ¡Qué dura, la vida del escolar...!

A mediados de junio me operé de mi hernia discal y he quedado que lo flipas de bien. Me arrepiento de no haberlo hecho antes. No, mi mal pataje de siempre sigue igual, nada ha cambiado en mi cuerpo destartalado. Pero no me duele la ciática, que es de lo que se trataba. Y puedo jugar al golf silvestre como me gusta. Y hasta bañarme en nuestro río. 

A su paso por nuestras tierras de Benamejí y Palenciana, el Genil, azuzado por el pantano, avanza ancho e impetuoso; bravo y espectacular. Pero, aún así, siempre nos deja a los paisanos que sabemos encontrarlos unos pocos remansos escondidos para nuestro deleite. El camino que baja al río bordea el cementerio. Ha habido días en que he entrado a charlar con mis padres, con mi hermana o mi cuñado, o con mis suegros y mis padrinos. Conozco a casi todo el mundo. Conozco más a los muertos que a los vivos del pueblo. Da que pensar pasear por un cementerio tan chico y comprobar que toda la gente con la que te has criado, la gente que tanto te ha rozado y querido, está muerta. Y que tú tienes ya casi sesenta y nueve añazos. Otoño. A mi hermana Josefa le regaño porque nunca tendría que haberse consentido a irse tan pronto, con tan sólo cincuenta y tres años. ¿En qué posición me dejaste delante de la gente del pueblo, un médico tan afamado que fracasa ante su propia hermana? Miro la foto de su lápida y veo que me sonríe. Con mi madre me traigo una guasa que no es normal. Mi perrita me mira extrañada de verme reír solo. O sollozar solo. Mama, le digo, ahora ya ves que bajo al río casi a diario y nadie me pone pegas. No como tú, que eras un coñazo, que te acostabas conmigo en las siestas para que no me escapara, que me tenías asustado con los entripaores que secuestran a los niños para sacarles la sangre, y con los remolinos traicioneros del río. Y era mentira: ni hubo nunca entripaores en el campo ni remolinos en el río. La Peque quiere que mi hija nos incinere a ambos cuando muramos, y yo lo veo bien. Pero, por otra parte, echaría de menos tener mi nicho en el cementerio de mi pueblo a donde mi hija y mis nietos pudieran ir de vez en cuando a echar un ratito de cháchara conmigo.

En fin... Se me nota el chocheo. Seguiremos con cosas más positivas. Que eso, que me alegro de volver a encontraros. 

 

lunes, 7 de junio de 2021

Nunca pasa nada... Hasta que pasa

Miércoles, 2 de junio de 2021: expectación por todo lo alto en Antequera. Un helicóptero del ejército sobrevuela y rasea El Torcal. La gente se pregunta con una mezcla de curiosidad y angustia: ¿Un incendio? No se ve humo por ningún lado. ¿Una persecución peliculera? ¿Acaso un rescate...?

Sería quizá empalagoso por mi parte si me pusiera a contaros las muchas y variadas virtudes que adornan con tanto salero a Jerónimo. Hoy nos vamos a conformar con que apreciéis su pasión por el campo y su obsesión por la eterna juventud

Jerónimo Segoviano Parral había de ir siempre el primero. En sus años de gloria era el guía oficioso para los amigos que deseaban patear por sitios recónditos de El Torcal. Torcía el gesto si algún enteradillo pretendía adelantársele en el sendero o corregirle el relato, y porfiaba con guasa porque entre todas las viandas en las talegas ninguna tortilla fuera más apetitosa que la suya. Lo de los circuitos verde y amarillo -los senderos señalizados- hacía mucho que se le habían quedado chicos a este hombre menudo, sagaz y aventurero. En Antequera, aun ahora, a su edad provecta, mantiene la vitola de ser el mejor conocedor de aquellos parajes tan salvajes y seductores. "El Torcal es todo mío", suele decir.

Eran tiempos de una energía incontenible que él desfogaba con sus caminatas maratonianas. Solo o acompañado. Ahora ha levantado algo el pie del acelerador, pero sigue siendo un obseso del cuentakilómetros campestre. "Un viejo sentado en la mesa camilla más de dos horas ya huele a muerto", es una de sus famosas sentencias. Heredero natural de aquella honda sabiduría de nuestros abuelos, nombra las yerbas del campo. Todas, las más comunes y las más raras: éstas son orquídeas salvajes; éstas otras, varas de san José; aquéllas, hinojos, berros o berza... Y se para a dar los buenos días a los gorriones más madrugadores acostumbrados a su paso por el camino de Las Arquillas a las seis de la mañana. Un ferviente amante de un entorno natural tan privilegiado como el nuestro.

"¿Por dónde andas?" -lo llamo al móvil. "Dando una vuelta por la ruta de los Molinos, que me faltan mil pasos para completar el cupo de hoy". Todos los días sale en busca del alba: de lunes a sábado, por el monte; los domingos, redescubriendo y fotografiando rincones y plazuelas de su amada ciudad, antequereando, lo llama él. Pero El Torcal, su Torcal, había sido excluido de su repertorio andarín desde hace ya algunos años. Quizá por pura prudencia; tal vez por imperativo de la parte contratante de la segunda parte; o, a lo mejor, por falta de acompañante.

Hasta que, de un tiempo acá, le ha dado por pensar que no se resigna a perder el dominio de "su" territorio. Mariposas de reconquista bullen en su estómago rejuvenecido acaso por las vacunas. Jerónimo cuenta ya con setenta y tres abriles, y se ha buscado de copiloto y caminante a un viejo amigo, Pepe Morales, con ochenta añitos de na. Y juntos, como cuando eran nuevos, se adentran entre los riscos ignotos a desentrañar viejas veredas devoradas por el tiempo y la maleza.

"No es prudente, Jerónimo, que dos viejos andéis solos por esos caminos de Dios" -le he exhortado en alguna ocasión. Él se defiende con su conocimiento del medio, "me conozco cada palmo al dedillo", y con el achaque de que es el otro, Pepe, quien lo pica. "Es un cansino de cojones"-protesta.

Ese día, 2 de junio, precisamente, Jerónimo tendría que haberse venido con nosotros y otros amigos a una excursión distendida por la Subbética rematada por un almuerzo de canónigos en Doña Mencía. Prefirió irse con Pepe al Torcal. Salieron a las nueve de la mañana. Él pudo, al fin, regresar a su casa a las 8,30 de la tarde. Pero Pepe acabó en el hospital.

Acaeció que, llegados que hubieron al sitio conocido como "abrevadero de la burra", Pepe dio un mal paso y cayó al suelo. Y no pudo levantarse. La pierna derecha no le obedecía, le dolía la cadera. Jerónimo, entonces, lo arrastró hasta una sombra y lo acomodó lo mejor que pudo. Cómprate un móvil de 600 euros y una cámara supermegaguay para hacer fotos, y que ahora, cuando más lo necesitas, no tengas cobertura. "Tranquilo, Pepe, que de aquí te saco yo como que me llamo Jerónimo". Lo podemos imaginar nervioso, excitado y sudoroso, pero también sin perder la compostura, dominador de su emoción y de su miedo. Sabedor de la cercanía del Centro de Visitantes -apenas dos kilómetros-, echó a correr como si fuese un chavea detrás de una banda de perdices. Mirando al suelo para no tropezar, por poco si pierde el norte, hubiese sido la releche, él, extraviarse en el Torcal. Ni un alma en el Centro de Visitantes. Pero había cobertura. Avisó a un amigo de Protección Civil y a un hijo de Pepe. Y también llamó a su mujer con un mensaje muy escueto: "María Jesús, que no me esperes para comer, que nos hemos entretenido y llegaré un poco más tarde". ¡Qué cojones! Y se armó la marimorena. En veinte minutos, bomberos, policía nacional y miembros de protección civil porfiaban por protagonizar el rescate. "Niño -contaba luego Jerónimo-, me quedé maravillado de ver la cantidad de recursos humanos y materiales que tenemos. Y, enseguida, un helicóptero medicalizado que llegó desde Málaga. No daban con las coordenadas del sitio. Y no me hacían caso. Hasta que me puse serio y dirigiéndome al jefe de los bomberos le repetí por enésima vez que yo los llevaba al lugar exacto. Y así fue. Un rescate de película: la doctora del helicóptero diagnosticó fractura de fémur. Inmovilización de esa pierna, camilla y al hospital. "Pepe -se despidió Jerónimo emocionado-, te prometo que de aquí ya no nos rescatan más". Propósito de enmienda se llama eso. A ver si es verdad. 

Y quiso la casualidad que al día siguiente, el bueno de Jerónimo, según tenía previsto, se internara por unos días en un monasterio. Le vendrá que ni pintiparado para reflexionar acerca de sus imprudencias de mens iuvenis in córpore vetere. Un caso.   


 

viernes, 21 de mayo de 2021

Golf pirata

A mi amigo Alonso le ha picado también el gusanillo del golf silvestre. "Me tienes que dar clases", me dijo hace unas semanas. Y se ha empicado, oye. Nos vamos juntos al monte y, entre retamas y rebaños de ovejas, tiramos, perdemos y rebuscamos bolas hasta que nos cansamos. Cuando me quema la ciática saco del maletero mi hamaca plegable, me siento y le corrijo posturas. Y así echamos media mañana abajo. He leído por ahí que el golf es perjudicial para la espalda, pero, ya se sabe, sarna con gusto no pica. Hemos pensado apuntarnos al club de golf de Antequera, incluso hemos ido a preguntar por las condiciones. Y al final, vamos a esperar a ver cómo quedo yo de mi operación. Por ahora, lo nuestro es pegar unos cuantos palazos, hacer volar la pelotita y luego buscarla. Así matamos el gusanillo. 

Pero, hace unos días, paseando Alonso y su mujer  por las afueras descubrieron, de pura chorra, un acceso "secreto" para dos de los hoyos del campo de golf de verdad, el 6 y el 7. Y se metieron a oler. Tan paradisíaco me lo pintaron que a la tarde siguiente llegué con mi coche hasta la misma entrada del sitio, no sin antes haberme perdido unas cuantas veces. "Tú vas bien tarde, sobre las ocho y media, cuando han cerrado las instalaciones y allí no queda un alma", me había advertido Alonso. 

Quedé maravillado, la verdad. Ante mi vista, y protegidas por un circo de olivillos, chaparreñas, retamas y tomillos, al menos cinco fanegas de un campo alfombrado con césped de terciopelo en un terreno alisado y con suaves ondulaciones que recuerdan, para los que somos de natural verriondo, el contorno erótico de una mujer tumbada de medio lado. Sin esperar a más, saqué del coche un palo del 7 y tres bolas, y allí me tiré casi una hora dando bolazos para cualquier sitio, pateando de un lado a otro, aunque fuera a pie cojito, disfrutando del momento como un chaval con su bicicleta nueva. Y sin perder ninguna bola. "Alonso -lo llamé al móvil-, esto es una maravilla. ¡Y para nosotros solos...!" Se puso a reír: "dices como el Franquelo, que cree que el Torcal es todo suyo".

Desde entonces,  por tantear el terreno, he ido alguna mañana. Desde las diez, más o menos, se ve por allí mucho movimiento: un operario peinando la yerba con su cochecito corta césped; otro, recorriendo los carriles por donde circulan los buggies, revisa y repara hozaduras de los jabalíes nocturnos; grupitos de hombres y de mujeres, tirando de sus carritos, charlando ellos, riéndose ellas, avanzan hacia sus respectivas bolas... Saco mi hamaca y me siento con mi perrita en uno de los bordes, para no molestar. Le voy dando los buenos días a todo aquel que pasa cerca, y parece que nadie se extraña de tenerme allí como espectador. Y me comporto como perito en la materia, como un enteraíllo: "Pos yo le pego mejor que ése", le digo a la Pelu cuando alguien yerra el golpe. Pero la apoteosis casi orgásmica acontece por las tardes. De 20 a 21 horas. Alonso lleva varios días en la playa, y me voy solo. Todo el campo para mí. Acostumbrado a jugar entre holladuras, maleza, retama y pedriscal, pisar ahora un terreno inmenso de goma espuma es otro nivel, pero que muy otro. Golpear la bola con la tranquilidad de no darle a una piedra escondida, o con la seguridad de no perderla... Es una auténtica gozada. Y yo solo en la inmensidad verde del lubrican serrano. No, que alguna tarde he descubierto que alguien me vigilaba: en todo lo alto de una loma cercana, un joven venado aguardaba paciente a que me fuera para bajar a beber en el lago. El paraíso.

Y, sin embargo... ¿Qué queréis que os diga? Degustadas con mucho gusto las mieles del placer durante unos días, resulta que la mujer tumbada de costado sigue siendo muy atractiva, pero no es mi legítima. No es lo mismo. De pronto, la sensación de "furtivo" se apodera de mi ánimo y me encoje el brazo. Me siento vigilado. Los  aullidos de perros lejanos me parecen premonitorios de que vienen a por mí. Ya no me salen golpes tan perfectos; ya no vuela la bolita tan alto; ya pierdo alguna entre los madroños. Y ahora, la mala conciencia por invadir un espacio privado es más poderosa que la pasión golfera.

"Alonso -le digo por teléfono-, he pensado que no. Ya no me siento cómodo jugando al golf pirata. Cualquier día nos pillan, y fíjate tú qué vergüenza; sobre todo para ti, que te conoce toda Antequera. Mejor será seguir en lo nuestro, en el campo abierto. Y cuando me opere de mi ciática nos apuntamos de verdad".

"Pos muy bien que está. Así lo haremos".

Y hemos vuelto al Nacimiento de la Villa. Aquello, como el Torcal para el Franquelo, es todo nuestro.



   

   

martes, 4 de mayo de 2021

¡La que me lio el pollo...!

La Peque llevaba días rebinando sobre comprarle a los niños un par de pollitos de ésos tuneados de rojo o azul. No los había encontrado en varias tiendas de animalitos en las que preguntó, y parece que desistió, de manera que me quedé más tranquilo. "Siempre se le están ocurriendo disparates" -pensé. Y, hete aquí, que el otro día, en nuestra primera visita al pueblo, ya desperimetrados, va y se presenta en mi casa Teorillo, con dos pollitos de pavo "pa los niños". Mi mujer, loca de contenta, les prepara su caja de cartón, su pienso, su recipiente para el agua y su rinconcito en el salón, no vayan a pasar frío. Yo, resignado, y la Pelu, nerviosa perdida olisqueando la caja por todas las costuras. Y los pavitos, piando, claro. Y cagándose  cada dos pasos.

A la mañana siguiente, se me ocurrió sacar los animalitos al campo, que salgan de su mazmorra de cartón y se oreen al aire libre. Y me los llevé en el coche hasta el cortijillo de Cipri, en Los Llanos del Pozuelo. Con la intención de librarlos del acoso de mi perrita, la encerré dentro del saloncito y a ellos, los pavitos, los saqué de su caja y los dejé a su libre albedrío, que picoteen por ahí. Al fin y al cabo -pensé-, este va a ser su ecosistema en un futuro muy próximo, cuando mis cuñados Cipri y Pedro se decidan a poner un huerto y echar gallinas. La mar de contentos que se pusieron los pollos viéndose sueltos. El más chicuelo, siempre a la sombra del grandullón, feo de cojones con su cresta naciente.

Y yo me puse a lo mío: a pegarle palos a las bolas de golf, a perderlas por entre los olivos y los jaramagos. Y luego, a encontrarlas. Veréis que ahora escribo menos a menudo, y es que estoy enviciado con el golf, todas las mañanas, antes dedicadas a la escribanía, las malbarato ahora con las dichosas bolitas. Ya se me pasará. 

En esto estaba, cuando, desde lejos, oigo piares desesperados y veo revoloteos de plumas. La Pelu se ha escapado de la casita y está persiguiendo a los pollos. Le grito para que los deje y corro hacia allá todo lo que mi ciática me permite. El pollito chico se ha escondido detrás de una pila de palos secos para la chimenea. Consigo meter mi mano, pellizcarle un ala y atraparlo finalmente. ¡A la caja! No quiero más sustos. Pero el otro grande se ha debido de esconder tan bien que no lo encuentro. A fin de evitar males mayores, agarro a la Pelu y la encierro, esta vez con llave, y me pongo a buscar al pollo grande. Imposible. Asustado, ni se mueve ni pía. Me siento en el poyete de la entrada esperando escuchar algún ruido orientador. Y oigo fóllega por entre el sembrado de habas. Allí está, el sioputa el pavo. Y cuando me dispongo a atraparlo, pega el tío una volada y se salta la valla metálica que rodea la casa. ¡La madre que parió al pavo! Me salgo por fuera, y allí, en medio de una camada de olivos, me está esperando. "Anda ahora, cojo de mierda, a ver si tienes cojones de cogerme" -parece que está pensando. Con lo chico que es, y la idea que tiene, el cabronazo, pienso yo. Y ahí me tenéis, con mi ciática, persiguiendo a un pollo de pavo por medio de un olivar, tropezando con terrones y matojos: me torea alrededor de los troncos; pega una volantada si ve que me aproximo demasiado; me reta, se queda quieto esperándome, como si jugase conmigo al pilla pilla...¡Anda, y que te den! Y cuando se sintió cansado se enfiló hacia el mismo borde de la valla, a donde yo no podía llegar por mor de la greñura de la maleza, y, en viendo un boquete grande -seguramente una madriguera de conejos- allí se coló. Y yo, bobo de mí, sentado enfrente al agujero por si el pollo quiere salir. Hasta que me harté y me fui.

Y hasta hoy. Imposible dar con él. Mi cuñado Cipri dice que si sale se lo meriendan algunos gatos que merodean por allí; y si no se atreve a salir, morirá de frío o de susto. No ha sido mejor la suerte de su hermano el chico. Ayer mismo, lo trasladamos a la casa de mi hija para disfrute de mis nietos. Pero esta misma mañana ha amanecido cadáver en su cajita. La soledad, la ausencia del calor del hermano, el miedo a la otra perrita de mi hija, el frío... ¡Qué sé yo...! El caso es que qué vida más breve y azarosa la de estos dichosos pavitos. 

jueves, 22 de abril de 2021

Entre retamas y espartos

No; no es que lo haya soñado, no. Es que se me ha metido en la mollera una de esas figuraciones tontorronas que no dejan pasar al sueño. Oye, las tantas de la madrugada, y uno dando tumbos en la cama. Nada, que de tanto advertirme la Peque de que gaste cuidado con mi tontuna del golf en medio del campo, no vaya a ser que descalabre a alguien, pues ahí tengo pegada como una lapa una escena que se me representa como real. Y es que estoy en el Nacimiento de la Villa, un paraje natural maravilloso, un verdadero lujo enterito para mí, en la falda norte de la sierra del Torcal. Y que en uno de los drivers, la bola -un auténtico proyectil- impacta en la cabeza de un hombre desconocido que inadvertidamente pasea por allí cincuenta metros más adelante. Y que me lo he cargado, ipso facto, de un bolazo en todo el cogote.

Todo viene porque mi ciática no me permite caminar cómodamente por la calle, y por ello he optado por coger el coche e irme todas las mañanas al campo. Allí, a solas con mi perrita, nadie me pregunta qué que es lo que me pasa, que por qué ando tan malamente, que si me han operado de algo, que si vaya pataje que estoy cogiendo...

Es una delicia salir al monte en estos días de abril. Y Antequera es una ciudad privilegiada en su orografía. Son auténticas postales las vistas de la ciudad desde cualquier enclave elevado de tantos como la rodean. Y son paraísos naturales de verdor, frescura y pureza los cientos de caminos, senderos y parajes con que la naturaleza la ha dotado. Al principio, rotaba por los distintos sitios: los pinares del Hacho, los senderos del Romeral, la ruta de Matagrande, el convento de la Magdalena... Pero nada, para mi gusto, como los alrededores del Nacimiento de la Villa, sitio donde nace el río de Antequera brotando de la misma piedra. Por mucho que yo quisiera esmerarme en describir sus encantos sólo conseguiría achicarlos. Hay que venir un día de entre semana a comer tortilla y flamenquines con la parienta en la misma orilla del riachuelo. Solo así se puede apreciar la dicha en las cosas más sencillas.

Y de mi afición recuperada por el campo -si es que alguna vez la perdí- ha venido de la mano mi pasión por el golf. No lo puedo remediar, soy un vicioso. "Menos mal que no te gusta el vino -me regañaba mi madre-. Pa las cosas que te gustan, eres el más visioso del mundo". Pues eso. Hace muchos años, la Peque me había inscrito en el club de golf de Sevilla, en Montequinto; me compró palos, bolas y un gran macuto para transportarlos. Nunca llegué a pisar el circuito. Conociéndome, sabía que me podría el vicio y dejaría de estudiar por las tardes, la perdición de cualquier médico que quiera seguir al día. Me conformaba con irme al campo algún sábado (en Valencina, a Torrijos; en Palenciana, al campito del Cipri o al monte de el Realengo), y allí, a solas, le pegaba golpes a la bola. Autodidacta. Llevaba siempre en el coche todos los aperos, por si cuadraba encontrar un sitio apropiado, y paraba entonces para ensayar los drivers. En la casa de campo del Pintor, un día de visita, le embarqué una bola en el tejado haciendo añicos varias tejas; en muchas ocasiones, tiraba bolas desde mi jardín hasta el de un vecino que no vivía allí, ensayando los "aproach". Cuando vino un fin de semana con su familia se quejó de haberse encontrado partida en varios trozos una tinaja antigua y varias bolas de golf por el patio... De viaje con Jaime y Paki por el valle del Tiétar, teníamos que parar en cualquier dehesa que me gustara y entretenerme un rato pegando bolazos... Pero aquel fuego de juventud se fue apagando poco a poco hasta el punto de olvidarlo por completo. Tanto, que con las distintas mudanzas se ha extraviado casi todo el material. Sólo he podido recuperar un driver del 3 y un hierro 9. 

Desde el Nacimiento, siguiendo una pista forestal transitable para los coches, que asciende monte arriba para luego llanear, he encontrado, a mi izquierda, una especie de amplia meseta, como una nava, entre retamas y espartos, que me ha venido al dedillo para mis prácticas. Incluso los fines de semana, imposibles en otros sitios por estar petados de domingueros, se ha probado apropiado este campo para mi solaz, ya que en este apartado lugar nadie ha dicho de montar su sombrajo. Una suerte. Es de risa, la verdad. Tengo identificadas calles cuyos límites laterales son las retamas; algún acebuche suelto me viene de perlas como obstáculo a superar; hay zonas de hierba alta, y otras de un suelo aterciopelado que asemeja al green; los espacios más pelados o con tierra los bautizo como bunkeres. Y lo más gracioso: los distintos hoyos para el put son los agujeros que hozan los jabalíes. Bastante más divertido que apuntarme al club de golf. Claro que hasta que mi perrita aprenda a encontrar las bolas, me paso más tiempo buscándolas que jugando.

¡Cojones con el podemita! -dirán algunos de mis críticos derechistas-. Ahora resulta que tiene el doctor gustos de capitalista, oye. Pues sí -me respondo yo mismo-. El placer nada tiene que ver con las ideologías, ¿verdad? Puede resultar difícil de comprender para alguien profano a este deporte qué satisfacción pueda haber en pegarle un palo a una bolita. Pues la hay. Veréis: yo siento que es la perfección en la ejecución del golpe. Sabes que como te distraigas en cualquier detalle mínimo el golpe saldrá fallido. Postura de la espalda, las piernas en su sitio, ligeramente flexionadas y apretadas al suelo como si estuviesen atornilladas, codos extendidos, y sin perder nunca de vista la bola, sobre todo en el mismo momento del impacto. Da un cierto gusto en los intestinos (parecido a cuando de jóvenes le veíamos una rayita de bragas a cualquier gachís sentada de regular manera) ver el vuelo de la bola hasta el cielo y la caída luego a plomo cincuenta metros más allá. Es lo que más me gusta de esto. Lo de meterla en el agujerito me llama menos la atención, ya sabéis, a nuestra edad hemos perdido bastante habilidad en ciertas cosas del meter, más que nada por la vista, como decía el del chiste.

Y por culpa de ese muerto en mis figuraciones fantasiosas me veo ya en la comisaría declarando ante un comisario al que me imagino bajito y calvo como Montalbano, mire usted que esto ha sido un accidente, una mala suerte, yo estaba completamente solo, cómo iba a pensar en que pudiese aparecer alguien de pronto... Sí -me contesta-, pero comprenderá usted que es una temeridad ponerse a jugar al golf en un sitio público... Bueno, y entonces qué hacemos -pregunto yo-. Pues esto -me dice el comisario- es un homicidio involuntario y tiene pena de cárcel... En fin, yo creo que ahí ya me dormí. Menos mal.

El caso es que al día siguiente, en mi campo ése que os he dicho, pegué un bolazo extraordinario con mi drive del 3 que voló ciento cincuenta metros por lo menos, y que, según iba cayendo la bola, apareció de la nada entre las retamas un buscador de espárragos. No me asusté mucho porque la bola cayó al menos diez metros más lejos, pero me hizo pensar. Joer, una premonición.

Bueno, en estas cosas me entretengo ahora por las mañanas. Las tardes las distraigo elaborando torrijas, caracolas de pasas y otras exquisiteces caseras, mientras me llega la hora de la operación de la dichosa ciática. Y siempre con el móvil en el bolsillo... Por si me llaman pa vacunarme.

  

jueves, 8 de abril de 2021

"Por favor, no llevarse las llaves de las taquillas"

Me provocó un pequeño ataque de risa leer ese cartelito de "no llevarse las llaves de la taquilla", escrito, además con muy mala letra de rotulador en una octavilla descolorida que pendía casi desclavada de la pared. Me vino bien. Y pensé en esa gente que compra en Mercadona y que se lleva las llaves del cierre de los carritos. ¿Para qué querrá la gente esas llaves? -se pregunta uno. En fin, digo que me hizo sonreír y aliviar un poco mi ánimo.

Sí, porque estaban dando las diez de la mañana, y yo, citado para mi epidural a las ocho y media, llevaba más de una hora sentado en el pasillo esperando que me llamaran. En el pasillo, sí, porque como soy tan aprehensivo no quería entremezclarme con otra gente que aguardaba, como yo, su turno de quirófano ambulatorio en la sala de espera. No. Yo, en el pasillo. Y sin la Peque, que no podía entrar por aquello de la seguridad Covid "Pero si yo ya estoy vacunada". Pues tampoco.

Y sin haber desayunado. "Veremos a ver si me va a dar un jamacuco de los míos..." "Ni se te vaya a ocurrir dar ahí dentro un espectáculo" -me había anticipado mi señora. Mi hermano Juan y yo somos mucho de esto, de los síncopes espectaculares en los hospitales. E intentaba distraerme pensando en las gansadas de mis nietos. "Abuelo -me decía días atrás el chico, el Daniel, un demonio- ¿pa qué te van a pinchar en el culo, pa no pegarte peos?" Me nombra como su abuelo el pedorro. Uno es como es. En mi años más tiernos, en el Convento, mis coleguillas de entonces, "El cabo Jiménez", Manolo "Piita", José María "El Cateto", José "El Botón", "Jeromo", Juan "El Pavito", Juan de "Chaparrito", "Churrete"... me pusieron el zafio y meritorio apodo de "José María Peos". La historia se repite.

Una voz por megafonía, nombrándome, me saca de mis ensoñaciones. "Sí, un servidor". Por fin... Un celador menudo y afable me conduce hasta un vestuario. El de las taquillas con sus llaves. La verdad no les aprecio nada que tiente a nadie a llevárselas. No sé... Un vestuario muy cutre, la verdad. "Aquí tiene usted los papis pa los pies, el gorrito pa la cabeza, la bata, se la pone usted abierta para atrás; se puede dejar los pantalones y los zapatos (vaya, pensé riéndome por dentro, un rato rebuscando en mi armario calcetines sin tomates, pa na); el resto de la ropa, el cinturón, las monedas... todo lo metálico lo deja usted dentro de la taquilla".

Mientras procedo calmoso para no equivocarme y ponerme los papis en la cabeza y los gorritos en los zapatos (no sería la primera vez), se me viene al pensamiento una de las varias pizcas de calidad que nos falta en lo público para rozar la excelencia, acabar con el cutrerío hotelero, por ejemplo: salas de espera mejor habilitadas y adornadas; vestuarios modernos, sin taquillas mohosas y desvencijadas y sin cartelitos tan catetos. Y mayor puntualidad en las citas. Y me da por pensar si no hubiese sido más acertado haberme hecho la epidural por lo privado, en Córdoba, donde un anestesista muy afamado me tenía pre concertada la intervención en el hospital de la Cruz Roja. "¿Cuánto me va costar?" -le había espetado unas semanas antes en su consulta. "Lo que es yo -me dijo- no te voy a cobrar nada, pero el hospital te cobrará unos cuatrocientos euros por ocupar un quirófano". La Peque, con ese lenguaje no verbal que tan requetebién dominan las féminas, me dejaba claro que sí, que sí, que sí. Pero ya sabéis todos de mi racanería. No es nada nuevo ni sorprendente. "No. Entonces, no -le respondí con franqueza. Puedo esperar diez días y hacérmelo en Málaga, en lo público". Y tan amigos.

Entrar en el quirófano y despejárseme del todo cualquier duda fue todo uno. Ya no me importa la larga espera, el ayuno prolongado, la zozobra en el pasillo, la incomodidad del vestuario, el haberme perdido un par de veces en busca del pabellón 5, planta segunda. Estoy en mi mundo. Como si estuviese en Valme: dos celadores, dos mediquitas, seguramente residentes de anestesia, lindísimas, me reciben como si me conocieran de toda la vida. Y don Mariano, mi anestesista, el que me va a colocar el rejón de diez centímetros en toda la raspa: "Buenos días, doctor -me sonríe-. ¿Are you ready?" "Preparadísimo y ansiosísimo por acabar ya con todo esto" -le contesto ya totalmente liberado de tensión. "Pues, vamos allá. Esto son diez minutos, no más".

Y así fue. "Ea, a juir por ahí" -me dice el tío. "¿Ya está?" -me levanto de la camilla. "Hemos acabado. Haz tu vida normal, sin miramientos. Puedes conducir ahora mismo, no te he puesto anestésico, solo la Betametasona, ya sabes. Y dentro de un par de días o tres notarás la mejoría. Esperemos que así sea". Y me despedí de todos a codazos, dándoles efusivas gracias.

Amigos, no hace falta que os lo diga. Así es el seguro: mucho cutrerío en lo accesorio; la pesada losa de la listas de espera, verdadero talón de Aquiles del sistema; mucho que avanzar en intimidad y seguridad, cierto, no todo son bondades. Pero, amigo, en lo que toca a calidad en lo sustantivo, en el personal, su disposición y su capacitación... Ahí no hay quien nos unte salivita en la oreja.

Ya os contaré cómo voy.


miércoles, 7 de abril de 2021

En la pescadería

Hoy, mis queridos lectores, os voy a entretener con una escena costumbrista. Un cuento. Pero con un toque de rabiosa actualidad. Con personajes reales, y con una trama que os resultará tremendamente familiar a muchas de vosotras, abuelas sesentonas. No es que el autor pretenda, ni mucho menos, ningunear a los abuelos, ¡qué va! Simplemente, que "la obra" se adapta mejor al papel de las abuelas, las madres de nuestras hijas y de nuestros hijos, ya me entendéis. Sí debo aclarar que, aunque real el guion como la vida misma, he almibarado un poquito el final. Para que todo el mundo quede bien.

Además, hoy la cosa cuenta con una novedad de género literario. En vez de un relato novelado, voy a adentrarme en el terreno del teatro. Se me ha ocurrido así por curiosidad "envidiosa" de mi amiga Caty, que lo borda; y luego, porque vengo de pincharme la epidural para mi ciática y no tengo ganas de escribir mucho. No queráis compararme con Caty, en cien años que yo viviera no podría ni acercarme a un metro de su imaginación y creatividad en esto del arte dramático. Simplemente, un si sale. Bueno, vamos allá.


ESCENA 1 (y única)


El escenario representa una pescadería. No de esas de Mercadona o de Carrefour, no. Un local de pueblo. Alejandro (el pescadero) y Ana (su mujer) aparecen de espaldas al público, afanados sobre una balda de piedra en destripar, lavar, cortar y envasar merluzas, bacaladillas o lubinas. Preparando los recados. En un ratito, Antoñita, una recién jubilada muy pizpireta, clienta habitual de la casa, entra en el local acompañada de su hija Carmen, que hoy ha terminado sus clases a una hora temprana y gusta de visitar la casa de sus padres, muy cerquita de la pescadería. En el amplio mostrador ambas mujeres peritan las bondades y frescura del género expuesto. La madre se pirra por los boquerones; la hija, por los lenguados y las Zamburiñas...

ANTOÑITA (ataviada de medio pelo porque viene de Málaga, de acompañar a su marido. No con su ropa de andar del diario. Pero con su desenvoltura acostumbrada) Alejandro, Ana... Buenos días. ¡Qué bien! Hoy tenéis boquerones grandes, los mejores para echarlos en vinagre...!

ALEJANDRO (Se vuelve hacia las mujeres. Hombre joven, no llegará a los cuarenta, jovial y entrante. Guantes de goma hasta los codos; delantal blanco salpicado de sanguasa; cuchillo disuasivo en la mano derecha...) Buenos días, señoras mías. Vaya que sí, boquerones de los que te gustan. ¿Y qué me dices de estos lenguados hermosos para tus nietos, eh?

ANA (se mete en la conversación. Mujer maciza y de sureñas "jechuras". Morena y de viva mirada. Guantes y delantal de parecido jaez al de su marido) 

Para los nietos y para la hija, ¡eh, Carmen! (se dirige a Carmen, guasona y guiñándole un ojo).

CARMEN (vestida formal, viene del Instituto, de dar sus clases de Biología. Una muchacha moderna, pero nada pija. De paladar total, anda cautiva del régimen, del nutricionista al pádel, menos un día libre que puede comer lo que quiera. Y es hoy ese día) 

Sí, es verdad, están riquísimos. Nada que ver con los de los supermercados. Este Alejandro se ve que se lo trabaja bien... Pero, a mí lo que me encanta de este local son las zamburiñas. Nunca había probado un bocado tan raro, tan exquisito. Te diré que, para mí, más sabroso que las ostras, fíjate.

ANTOÑITA (mostrando prisa)   Bueno, vamos a lo que vamos; que llevo levantada desde las seis de la mañana, y me toca hoy hacer de comer, que mi marido se ha acostado nada más llegar del hospital, el probe... (Se extrañan los pescaderos, y ella les aclara) No, nada serio. Que le han pinchado una epidural en la raspa por una ciática que tiene.

ALEJANDRO (presto a atenderlas)  Ea, pues venga. Vosotras diréis.


La escena continúa con los alternativos pedidos de madre e hija: cuatro lenguados para los nietos pide la madre; ocho zamburiñas pide la hija; una lubina salvaje, la madre; Un choco grande para hacerlo con papas, la hija... Y Alejandro, manos a la obra.


ALEJANDRO (terminado el pedido y echando mano de la calculadora)  ¿Junto todo o por separado?

ANTOÑITA  (con su mijita de cachondeo)    ¿Tú qué crees?

ANA  ¡¡Donde se ponga una madre...!!

CARMEN (en viendo la indirecta y observando a su madre echar mano del monedero)   No, no; esta vez pago yo, eh Alejandro. Invito yo, joer. Hoy me voy a tirar el moco, ea. (Y blande ante todos su flamante tarjeta).

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Lo que Alejandro no sabía (ni yo tampoco) es que la tarjeta que Carmen exhibe, sea por error o con intención, es la de una cuenta de sus padres, que la tienen a ella de asociada, o como se diga. Total, todo queda en casa.

¿Realidad o ficción?



 

viernes, 2 de abril de 2021

Sed tengo...

La quinta, estando sediento

por estar tan desangrado

dijo casi sin aliento

sed tengo, y le fue dado

hiel y vinagre al momento



El sermón de las tres horas (las Siete Palabras) era el acto litúrgico más multitudinario de nuestra Semana Santa en Palenciana. Tarde del Viernes Santo. Luto general. Todo el pueblo cerrado y mustio. Iglesia abarrotada. Recogimiento. Hombres en la izquierda; mujeres, a la derecha. Una parte nutrida de la Centuria, en el presbiterio, oculta al público por el gran velo azulón que pende desde el techo hasta el suelo. Cuchicheos muy apagados. Impaciencia porque empiece el acto. Primer aviso del cura. Severo, serio, circunspecto. Con don Juan González en el púlpito era verdad lo de las tres horas largas. Luego, el tiempo, ese trilero que todo lo envuelve para cambiarlo, ha ido aliviando cada vez más la cansina espera. Y alcanzar el momento final, apoteósico, en el que, tras acabar la última Palabra, y muerto el Cristo, mi chacho "Porrera" rasgaba con su espada el grandioso telón, y toda la iglesia se estremecía con el tronar ensordecedor de tambores y cornetas... 

Aún habiendo resistido a los años, este acto ya no es lo que era. Ahora no llegará a una hora. A continuación, resulta muy atractiva la teatralización del llamado "Paso de Longinos", el soldado romano que penetró con su lanza el costado del Señor. Una recuperación muy acertada de un elemento litúrgico y cultural de nuestros ancestros.

El formato argumental del sermón de las siete palabras consiste en el glosario que realiza el sacerdote acerca de cada una de las Palabras últimas que Cristo exhaló desde la Cruz. Enjuga la obligada seriedad del acto el canto coral que se intercala previo a cada una de las Palabras.

La quinta Palabra, "Tengo sed", ha sido siempre una de las preferidas por todos los curas que han pasado por el pueblo, la que más ha dado de sí. El sacerdote, sabiamente, extrapola la sed de agua a otros tipos de sed que pudiera tener nuestro Señor en esos momentos de agonía: sed de justicia, de caridad, sed de pureza, de esperanza, sed de santidad... Y si un servidor hubiese continuado su vocación sacerdotal, y hoy, Viernes Santo, estuviese al cargo de dar mi sermón, me explayaría en  la exégesis de este "Tengo sed". Y diría que en estos días de incertidumbre y desasosiego por el condenado virus, nuestro Señor tiene sed de civismo, de solidaridad, de sacrificio. Y señalaría con dedo acusador a tanto fiel que se amontona en las colas para visitar los pasos sin guardar la distancia debida, incluso con la mascarilla en la barbilla; y me enfrentaría a estos otros devotos que se han pasado por el forro los límites perimetrales para venir a sus pueblos a ver a sus "santos"; y mostraría mi enfado y mi indignación al saber que tantas personas de bien se han desplazado a segundas residencias a pasar sus vacaciones; y fustigaría con prosodia altisonante a los jóvenes (y no tanto) que frecuentan fiestas familiares y sociales a escondidas... En fin... Hemos creado una sociedad débil y facilona en la que la gente no ha mamado la capacidad para el sacrificio, no aguanta la sed: sed de diversión, sed de palique, sed de socializar, sed de libertinaje, sed de viajar... Por encima de cualquier otra consideración, la gente tiene que satisfacer su sed. ¡Cristianos del mundo -les exhortaría yo-: Jesucristo tuvo mucha sed y le dieron hiel y vinagre para beber!

Joer, quería escribiros un artículo de los míos, y me ha salido un sermón de don Juan.  




 

jueves, 1 de abril de 2021

El día del perdón y de la emoción

¡Qué raro para cualquier palencianero un Jueves Santo sin Romanos ni diana callejera...! Se despierta la gente asombrada con el silencio y la quietud en las calles. Esta mañana, muy temprano, alguien del wassapt familiar nos ha enviado un audio con la diana de la Centuria. Recién levantados, la Peque y yo nos hemos emocionado. 

En mi pueblo, la Semana Santa, la de verdad, comienza el Jueves Santo. Es el segundo día más grande de Palenciana, después del quince de agosto. Y el primer gran hito de ese día es contemplar el desfile mañanero de los Romanos, colorista, armonioso y marcial. Y musical. Los más perezosos, en pijama, se asoman a las ventanas de sus dormitorios para escuchar los tambores y las trompetas y atisbar el cortejo por entre las rendijas de las persianas. Para mi gusto, es éste el momento más deseado de este gran día. Y para mis hermanos, también. Luego se van sucediendo otros muchos, igualmente vistosos y bulliciosos: los ágapes -las convidás- en las casas de los "mandos"; el peregrinaje callejero detrás de los "soldados romanos"; el acto solemne -casi sagrado- de "sacar" la bandera de la Centuria... No hay en mi pueblo un acto social que concite más a la gente que éste de la bandera en la calle Sol. Si yo tuviese que elegir una seña identitaria que señale a cualquier palencianero diría, sin dudarlo, que en lo religioso, la Virgen del Carmen; y en lo lúdico, la Centuria Romana. Y todo ello impregnado y envuelto en los olores consabidos a borrachuelos, flores fritas y magdalenas. Y a la anochecida, el acto más solemne y de verdadero recogimiento espiritual: la salida del "Nazareno", un rostro tan humano, humilde y vulnerable que parece que te está mirando de verdad. Impresiona. Lo hacía cuando yo era niño y joven; y lo sigue haciendo ahora. Me mira. Y lo bueno de este Cristo es que no hay tristeza en su mirada. Ni reproche. Sólo piedad y perdón. Admirable.

De niño, además, el Jueves Santo era el único día en que nos librábamos los chaveas de regañuzas y alpargatazos maternos. "Te vas a librar por ser Jueves Santo" -nos sentenciaban nuestras madres. Costumbre que ha pervivido por los años. Esta misma mañana, la Peque me ha perdonado una de mis "fechorías" de ayer en la lista de la compra, que resulta que compré huevos de gallinas camperas, pero que venían de Galicia. "Anda, no te voy a decir nada porque hoy es Jueves Santo, pero vaya..." Pero es verdad. Cuando haces las cosas por obligación, sin ponerle la pasión necesaria, te puedes equivocar. Lo único que yo compro con verdadera pasión, con gusto y con frenesí son los pasteles, me cachis ya. Lo demás lo hago a desgana. Y se nota.

En nuestro primer año de seminario, los curas hicieron la probatura -la putada- de dejarnos sin vacaciones de Semana Santa. En su lugar, ejercicios espirituales. Un fiasco total. La murria se apoderó de todos nosotros, curas incluidos. Una eterna semana de velatorio sumidos todos en la tristeza y el sufrimiento. No hay derecho a someter a unos niños de doce años a seis meses de ausencia familiar y mundana. No volvió a repetirse, afortunadamente. No recuerdo haber llorado nunca de pena en el seminario, ni siquiera aquel primer día terrible en que te ves, de pronto, solo y abandonado en mitad de un paraje desconocido, extraño y abrumador. Pero ese Jueves Santo del año del Señor de 1965, sí eché mis lagrimitas. Por los borrachuelos de mi chacha Bibi; por las sábanas calentitas de mi abuela; por los abrazos de mi madre; por la mirada complacida de mi padre; por las pecas tan bonitas de mi hermana Josefa; por el son tumultuoso de los tambores a todas horas; por nuestro Nazareno, el Señor más bonito de todos los "Santos"...   

Jueves Santo en mi pueblo: emoción y perdón. Empieza abril con un día inmejorable: Jueves Santo. Y mi Peque vacunada. ¡Toma ya!

¡Feliz Semana Santa para todos!  

domingo, 28 de marzo de 2021

El último toque

Ajenos, la Peque y yo, al tiempo televisivo -ya ni vemos el telediario, por hastío de tanto virus y de tanta gente "marchosa" e irresponsable-, esta mañana nos hemos despertado a las ocho, que eran las nueve. O a las nueve, que serían las diez. Al son de las campanadas del toque a misa de la iglesia de san Sebastián, tan cerquita de nuestra casa.

-Peque, parriba... ¡El último toque! -la zamarreo con guasa, rememorando viejos usos.

La gente nueva no ha conocido aquel tiempo nuestro en que buena parte de la vida social y familiar se regía por las horas litúrgicas y se pregonaba por las campanadas: los toques a misa, que eran tres, separados por quince minutos; acompasando al último, salía el cura de la sacristía hacia el altar mayor flanqueado por sus dos monaguillos. El toque del Ángelus, a las doce del mediodía, que paraba cualquier actividad durante un minuto para que la gente se santiguara y rezara por lo bajito un "ángel del Señor anunció a María..." Los repiques de las tres de la tarde, para despertar a los jornaleros de la siesta y mandarlos al tajo. Toque único para el rosario de media tarde; toques, de nuevo, para la misa de ocho. Repiques por las bodas, los bautizos y hasta para alertar de alguna calamidad o catástrofe en el pueblo. De todo ello, lo único que queda son los toques a misa y el doblar a muerto.

Las campanadas que más nos afectaban a la gente de entonces eran los toques a misa de domingo. La Peque -me dice- se levantaba al primer toque, y así le daba tiempo a fregotearse, vestirse y acicalarse. Al segundo toque debía estar recogiéndose las greñas de su pelo rebelde; y con el último toque, entrando en la iglesia con el resto de sus amigas y con la hora en los talones. Todo bien cronometrado. Yo, no. Yo era primeramente, acólito, el que tocaba las campanas; y luego, seminarista. Al primer toque, en la sacristía, a disposición de don Juan.

Hoy, Domingo de Ramos, Antequera luce glamurosa su tradición semanasantera. Rojos cortinajes, banderas y pendones exornan con refinado gusto ventanas y balcones. Rodeados de templos abiertos por cualquier punto cardinal, la Peque y un servidor hemos disfrutado del ir y venir, del entrar y salir del tropel de gente capillita -en ordenadas colas- visitando y honrando  a los "Santos" con palmas y ramos (pueri hebraeorum portantes ramos olivarum...). Entre muchos de estos devotos (la mayoría) se mantiene la costumbre de "vestirse de domingo" y la de estrenar algo. Recuerdo que yo solía estrenar calcetines, y la Peque me dice que ella, bragas. Hoy, por estrenar algo, me he colocado una mascarilla nueva. Gente guapa por las calles soleadas. Me gusta. Que uno sea laicista y ateo no quita para saber admirar la estética en las personas y en las cosas; al hombre trajeteado y elegante, y a la señora bien contorneada con los niños de la mano; para sentir sones y cánticos cofrades y olores a incienso y a flores; para asumir con agrado unas raíces emocionales profundas y un venturoso pasado. En fin, que me gusta la Semana Santa.

-Niño, José María... Tocando a misa. ¡Y tú acostado todavía! Hoy, por ser Domingo Ramos, regañuza de don Juan, ya lo verás -mi madre, la pobre...


Feliz semana a todos. Y ya va faltando menos pa la vacuna.