¡Te vas a enterar de lo que vale un peine!... Creo, sin embargo, que la mayoría de mis lectores -gente del taco- nunca se ha enterado de eso, del valor de un peine. Cosa muy distinta de lo que vale un euro, claro. De eso sí que nos hemos enterado todos. Y coincidimos en que alguien nos engañó en el trueque: un euro vale menos que nuestros veinte duros de toda la vida. A ver qué hace un abuelo con un euro para sus dos nietos pequeños en el parque. Na. Ni siquiera puede montarlos en los cacharritos, que ya se han puesto a dos euros por pasaje. En fin...
Pero, lo que son las cosas, hoy me he congraciado con el euro, oye. En serio. Ahora lo veréis. Harto de buscar sitios nuevos para mi práctica de golf campestre que no comprometan la integridad de las criaturas del Señor, me da por llamar al club de golf donde ya soy alumno en prácticas. Y pregunto a la señorita de recepción si puedo simultanear mis clases -una a la semana- con prácticas voluntarias en el campo de entrenamiento.
-¡Por supuesto que sí! -me aclara la señorita-. Y no sólo que pueda usted, sino que debe hacerlo. De esa manera practica y perfecciona lo aprendido en la clase.
Vi abrirse el cielo. Porque yo estaba en la creencia de que no podría entrenar por libre hasta haber concluido el periodo de clases.
-¿Y cómo lo hago?
-Usted se pasa por aquí, y por un euro le entrego treinta y dos bolas... Y a pegarle.
-¿Y si quiero seguir más?
-Otro euro y otras treinta y dos bolas.
-¡Qué guay!
A las cuatro de la tarde, después de la liturgia de la siesta, allí que me presenté con mi euro y mi hierro del 5. Yo solo. Todo el campo de entrenamiento para mí. Me tomé un tiempo entre golpe y golpe, primero por hacerle caso al profe, que me corrige mi precipitación, "el golf es un deporte de concentración, no puedes darle a lo loco. ¡Párate!". Y segundo, porque me duraran más las bolas, para saborearlas mejor, como cuando de chavea le daba bocaditos minúsculos a la onza de chocolate. ¡Qué gozada! Desde mi posición, frente a la sierra arropada por un vasto edredón de nubes de algodón, sentía la pulsión y la fantasía de hacer llegar cada bola a todo lo alto de la montaña. ¡Y el coraje que da cuando fallas y te sale la bola rateando!... Por mucho que dilaté mis golpes, aquello duró una hora corta. Y quise prorrogarla, claro. Pero la señorita, todo amabilidad y sapiencia golfera, me dijo que no; que tantos golpes seguidos en el primer día no eran adecuados para un principiante, que podía lastimarme los tendones del codo y del hombro. Resignado, me disponía a abandonar el lugar cuando observé que otro novato recién llegado entrenaba en un campito lateral golpes de aproximación y de putt.
-¿Puedo? -le pregunté con una timidez impostada.
-Pues claro, hombre.
Y allí estuvimos los dos aprendices, metiendo bolas en los agujeros hasta no verlas porque se nos encimó la noche.
De vuelta a mi casa, iba cavilando sobre la perdición que se me avecina ante tal descubrimiento tan a la mano y tan barato para un hombre tan vicioso como servidor. Y también pensé que nunca hasta ahora un euro había dado tanto de sí para el disfrute de una criatura.
Nunca hubiera golfero de bolas tan bien servido como lo fuera Filiberto en su campo preferido. Perdón por los ripios.
Que tengáis todos una muy feliz Navidad, libres de bichos.