Como se dice en las películas, esta historia está inspirada en hechos reales. Sólo que edulcorada al gusto del autor. Que para eso se ha molestado en recordarla para vosotros.
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Es una muchacha prenda. En el argot putero, la llaman "La Taruga", por ser natural de Pozoblanco. Alguien, con muy mala uva, le ha añadido el postizo de "Dulce", "Taruga la Dulce", porque, además de puta, es diabética. ¡Qué mala leche! Su verdadero nombre, sin embargo, es precioso (y sugerente, la verdad): Deseada Olmo Pedrajas. Desi, para los cercanos. ¡Penita de mujer! En el último año se le conocen al menos seis ingresos en el hospital por descompensaciones de su diabetes. Esta enfermedad precisa de una disciplina y unos hábitos demasiado alejados del oficio de la calle. Un desastre.
La han subido de Observación a la planta a instancias de Lucy, la enfermera, y de Ana Mari, la asistente social. Por ver si en unos días se acaba de controlar su dichosa diabetes, y, además, por darle un descanso del acoso sangrante de su chulo. Que, además de explotarla sexualmente, le zumba alguna que otra paliza.
A Carmelo le da mucha lástima. Es la primera vez que conoce de cerca a una mujer de la vida. Le ha sorprendido agradablemente que la muchacha está de buen ver. Aún con esa bata azul desvaído del seguro, que iguala a todo el mundo, ella destaca por su pose cuando se pasea por el pasillo de la 5ª-C. ¡Verás como la pille "el Moli" fumando! Morena y tostada, posee unos ojos bonitos, unas cejas empinadas y una mirada chispeante. Y un flequillo zaíno que le cubre toda la frente como si quisiera tapar con él su mala conciencia de vida, las calamidades de su mente. Es guapa. Nada que ver en ella con aquellas chicas tan desmejoradas que Carmelo recuerda de sus tiempos de seminario asomarse, tristes y envejecidas, por las calles Cardenal González o Feria. Y mucho menos con aquella otra que por las tardes-noches de primavera montaba su sombrajo al cobijo de la fronda ribereña, pegado a la gran noria. Una buscona lumpen para tiesos, que se rebañaba los bajos con una toalla al reclamo sonoro de: "¡el siguiente!"
-Carmelo, hazte cargo tú de la paciente de la cama 9 -le había encomendado Fernanda Torres, encargada del reparto de los ingresos del día.
Sentado con cierta prudencia a los pies de la cama, médico y paciente se disponen a sincerarse. Un médico que no se sienta a charlar con sus enfermos no se empapa de la calamidad que les aflige.
-Puedes acercarte un poco más, que yo no me como a la gente -le dice la mujer con toda su frescura.
En los días siguientes, el médico ha podido enterarse de las peripecias pasadas por esta joven desgraciada. Ana Mari, la asistente social, lo ha puesto al día de todas las diligencias llevadas a cabo en anteriores ingresos para intentar sacar a la muchacha del dominio de su hombre, su chulo. Todo infructuoso. El muy cabronazo nunca se ha presentado a las citas con el juez, y no saben muy bien cómo se las apaña para sacudirse las denuncias. Por su parte, la muchacha, avergonzada, no se atreve a decir nada en su casa del pueblo, y, sin dinero en el bolsillo, no puede escabullirse por su cuenta.
-Pero, Desi, ¿tú quieres seguir en esto? -le ha preguntado Carmelo, intrigado por tanto infortunio.
-¿Yo? ¡Qué va! ¡Ni mucho menos! -responde resignada-. Ojalá pudiera escaparme de las manos de ese tío; hasta sueño muchas noches que estoy en mi casa... Mis padres empiezan a estar mosqueados porque llevo más de seis meses sin ir por el pueblo... Que si trabajo en el bar Lepanto, que me he inventado, algún día tendré de descanso ¿no?, se me quejan en sus cartas... Lo que no me explico es cómo me dejé engañar de esta manera.
Carmelo ha llegado a pensar en alojarla en su propia casa unos días para despistar la vigilancia del chulo, y luego pagarle el billete de autobús hasta su pueblo. Pero tanto Ana Mari como su mujer lo han considerado una locura. "Meter en casa a una mujer como ésta... Para que se entere el otro, y nos metamos en problemas"... Pero le preocupaba la certeza de que en cuanto saliera de alta, el hombre la volvería a cazar.
-¿Y si le ponemos una ambulancia que la lleve directa desde el hospital a su pueblo? -pregunta el médico a Ana Mari?
-¡Qué gran idea! -se sorprende la asistente-. Magnífica, oye. Podría ser la solución. Pero tú sabes que la Dirección sólo autoriza ambulancias para los casos muy graves, terminales, y para los enfermos en diálisis.
-Tú podrías convencer a Mingorance como si Desi fuese una enferma en diálisis. Que haga la vista gorda y que firme.
-Ya, sí, quizás... Pero sería poner a don Miguel en un serio compromiso, con lo estricto que es para estas cosas del gasto...
Y en ese momento, a Ana Mari se le ilumina la cara:
-¡Lo tengo, lo tengo! -exclama alborozada cogiendo las manos de Carmelo-. Conozco muy bien al taxista que trae y lleva a un paciente de diálisis de Añora. Lo vamos a hacer por nuestra cuenta, sin comprometer a nadie. Metemos a la chica como polizón en el taxi, y que el chófer la alargue a su casa.
-¿Y el taxista entrará por ahí? -duda Carmelo.
-De ese me encargo yo. Me debe muchas. Por cierto, a todo esto, a lo mejor sería conveniente que informaras a tu adjunto de este asunto. Más que nada por ti, no sea que te metas en un lío.
-Soy ya un R3, tía. Voy un poco por libre. Pero vaya, que no hay problema. Hablo con Juan Molina o con Jiménez Alonso, y lo aclaro todo. Seguro que me apoyan.
Así se hizo. Y salió bien. Y entonces, a Carmelo se le inflama el pecho de la emoción de vivir este tiempo médico, el suyo, acaso ya irrepetible, en que los problemas, incluso los más complejos, se arreglan con mucha voluntad y un poquito de compadreo. Ya le llegará otro tiempo, saltando el siglo, en que el papeleo, los formalismos, los programas informáticos, los protocolos y consentimientos... pretendan -y a veces lo consigan- sustituir el trato humano y emotivo con los enfermos por el diálogo aburrido y obligado contra la cara sosa e insensible de un ordenador.