El martes es día de mercadillo en Antequera. Salgo de paseo con mi perrita a media mañana. La Peque suele andar sola por el circuito periurbano de Matagrande despuntando el día. No acostumbro a acompañarla porque me cuesta seguir su ritmo y porque me gusta desayunar reposado. Hoy no sale, le falta un día de cuarentena. Mientras Trini, la mujer que nos limpia, pone la casa patas arriba, aprovecho para sacar a la Pelu.
Al pasar por la plaza de toros me acuerdo del mercadillo, por detrás del parque. He perdido mis dos gorras de invierno y he pensado, así de sopetón, en llegarme a comprar una. "Pa que vea la Peque que yo sé comprar sólo". Me anima el recuerdo de hace un año en que en un viaje relámpago a Sevilla a un asunto de Hacienda me metí solito en el Corte Inglés de San Juan de Aznalfarache y me compré tres pares de pantalones. Que es que me hacían mucha falta. En un plis plas. Oye, y acerté.
Al mercadillo -¡oh, sorpresa!- solo se puede acceder por un sitio. Veo que hay una pequeña cola y pido la vez. Compruebo con cierta curiosidad que hay un operario del ayuntamiento controlando a la gente que entra, y le toma la temperatura con un termómetro de pistola. Y me hace gracia, oye. Ya me toca. Cojo a mi perrita en brazos y le pregunto al buen hombre si esto de la temperatura es obligatorio.
-No, mire usted; es voluntario. Pero ya que ha hecho usted la cola y todo...
-Vale. Dispare -y le ofrezco mi frente despejada.
-Treinta y seis con dos -me dice el hombre.
-Estupendo -le respondo. Y ahora se me ocurre una de esas imprudencias temerarias que no puedo reprimir.
-¿Y a mi perrita no le pone la pistola? -yo muy serio, como si fuese de verdad. Algunas de las mujeres que venían detrás se echan a reír. Y el hombre que duda, que no sabe si estoy de cachondeo o si la cosa va en serio. En ese momento me arrepiento de estar poniendo al hombre en un aprieto. Pero ya está hecho.
-Bueno, enga -y le acerca el instrumento a la frente de la Pelu, sumisa en mis brazos.
-No -intervengo, perito-, a los perros se le mira en la oreja. -Y le enchufa el aparato.
-¡¡Treinta y ocho con tres!! -se pone nervioso el buen cancerbero-. La perrita no puede entrar, lo siento, pero no puede. -Y la gente, curiosa, que se arremolina a nuestro alrededor. "¡La madre que me parió!"...
-Perdone por esta broma, hombre. No se apure. Los perros tienen su temperatura normal dos grados más que las personas. Es como si tuviese treinta y seis con tres. Tranquilidad. No pasa nada.
Y, entre risas, nos ha dejado entrar, pero el mal trago lo he pasado yo por ser tan imprudente.
Al final, todo mal, porque la gorra no fue del gusto de la Peque. Que parezco un viejo.
Genio y figura.
Espero que las gorras "perdidas" no hayan sido por falta de papel higiénico como en aquella ocasión.
ResponderEliminarUn abrazo.
En mi casa, me creo que hay una.Tranquilo que el papel higiénico no falta en el mueble del baño
ResponderEliminarGenio y figura, no se te puede dejar sólo Fili.
ResponderEliminarMe pusieron la pistola a bocajarro en la frente al ir a devolver unos libros en la biblioteca municipal, como a ti, para medirme la temperatura oiga, y me sentó como una patada en los h.
ResponderEliminarLuego me enteré que esa forma de tomar la temperatura es una agresión contra la glándula pineal y que se puede medir igualmente la temperatura en la muñeca con la maldita pistola de los c.
Jajaja. ¡Qué cosas! En cualquier parte descubierta del cuerpo que no sea muy pilosa valdría, en efecto. Cuando vamos vestidos, la frente es la zona más irrigada y más expuesta. También valdría en las orejas, como en los perros. La glándula pineal ya la tenemos atrofiada los adultos, no hay problema. A lo mejor te refieres a la glándula pituitaria. No me lo creo. Un abrazo.
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