domingo, 15 de noviembre de 2020

Los nietos, ¡qué ricura!

Me paso todo el rato de este escrito con interrupciones de risa floja, acordándome de lo acaecido.

Vivía en mi pueblo un hombre con una seria discapacidad mental de nacimiento. Hoy no está bien el decirlo, pero en aquellos torvos años se le llamaba el tonto del pueblo. Todo el mundo lo tenía asumido, y él mismo, más que nadie. "Yo soy el más tonto de Palenciana y Benamejí juntos", se ufanaba de su tontura como mérito que no todo el mundo pudiera alcanzar. No es ningún secreto. Todos los de mi edad lo saben: se llamaba Juan José, "Juahopita", en el argot popular. El caso fue que llegado el momento inevitable de la agonía de su madre, él se encontraba a los pies de su cama, ambos con las manos cogiditas. La madre sollozaba de pena, conocedora del desamparo en que dejaba al hijo una vez ella ausente. "¡Madre mía del Carmen! -rezaba con el escapulario entrelazado-, ¿qué va a ser ahora de este pobre hijo mío?" Y Juan José, murmurando por lo bajito: "Yo me voy a vivir con La Chorro, o con María Josefa, a La Capilla..." Y la madre: "Virgen del Carmelo, hazme un último favor: cuando yo me vaya, recoge también a este hijo, que se venga conmigo..." Y entonces, Juan José se suelta de su mano, la mira con aire desabrido y le dice a voz en grito delante de toda la concurrencia familiar: "Cállate, omá, esa boca puerca".


Esta mañana, sobre las once, me he visto en parecida tesitura que el pobre Juan José. Mis nietos están en casa desde ayer tarde, viernes. Han cenado con nosotros, se han peleado varias veces, han visto dos películas de dibujos, han hecho sus pipisitos, se han lavado los dientes y, por fin, sobre las once de la noche, los hemos acostado.  Si  a estas alturas de mi vida alguien me preguntara por un momento de felicidad total, yo diría: saber que mis nietos están bien... Y bien dormiditos. Esta mañana, sábado, sabadete, amanece lloviznando. Da igual. La abuela ordena que vaya por churros para los niños. Y chocolate. "A mí no usta chocolate", dice el chico. Vale un chocolate. Probad un día a sostener con equilibrio el paraguas, el papelón de los churros, calentito, y el vaso del chocolate, hirviendo. A ver... Cuando vuelvo a casa, el chico sí quiere mojar el chocolate. Ya se armó. El chocolate desperdigado en el sofá...Y la abuela: "¿pero por qué no has traído dos?" En fin... El salón empercudido, juguetes por todos lados, piso dinosaurios, velocirraptors y vengadores... "Anda, iros un ratito los tres a la tienda de juguetes, que no hace orilla de estar en la calle -sentencia la abuela-. Mientras, yo recojo." Me da un montón de repelús la tienda, no porque esté mal acondicionada, sino porque mis nietos tocan y hacen funcionar  todo juguete que les guste; y lo manosean todo, y se tiran al suelo, y se refriegan la boca... Y uno piensa: "Dios santo, demasiado poco está pasando pa lo que podría..." Al final me da fatiga de la empleada y siempre termino comprándoles algún minio de esos, que, por chico que sea, cuesta de cinco euros parriba. En una tregua del agua volvemos a la casa. Todo recogido por la abuela. En cinco minutos, todo revuelto otra vez. Al chico, Daniel, se le ha escapado algo de orina y ha manchado los calzoncillos. La abuela: "Sema, quítaselos, le das con una toallita, y le pones estos nuevos, que yo estoy con la comida". Me siento en mi sillón orejero, pongo al niño en mi regazo, y, por ahorrar tiempo, pretendo sacarle los pantalones sin quitarle las zapatillas. Ya lo sé, son mis cosas. El niño que se apercibe de mi torpeza y que hace todo lo posible por no colaborar, y que, encima, se burla del abuelo: "Abelo no sabe". Sudores... En esto que suena el teléfono fijo. Siempre es mi hija, porque nadie más sabe mi número. "Anda, Lucas -le digo al mayor-, cógelo tú, que es mamá." "Mamá, mamá -le grita a la madre-. Por fa, por fa, no vengas por nosotros, que nos queremos quedar a comer y a la siesta..." Y entonces fue cuando se me ocurrió lo de Juan José. Y le dije, ya muerto de risa: "Niño, ¿te quieres callar esa boca puerca?"

Pues eso, los nietos, una bendición del cielo. Si en pequeñas dosis, mucho mejor.


 

6 comentarios:

  1. 🤣🤣🤣😂, yo hace tiempo que dejé todo eso atrás.
    Me lo pasaba en grande llevandoa a los dos mayores, cada uno con su boci con patines y yo tirando de ellos con una cuerda enganchada al manillar. Entre otras muchas cosas, claro. Luego vino unos años después el pequeño, pero ese es pa echarle de comer aparte.

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  2. Así es José María, cuando estamos algunos días sin ver a los nietos los echamos mucho de menos. Luego todo el día con ellos acaban superando nuestro aguante...en fin es difícil conseguir un término medio. Totalmente de acuerdo contigo, lo mejor en pequeñas dosis y si es posible en casa de ellos.
    Recibe un fuerte abrazo.

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  3. Paco, y Manolo: como comprenderéis, hay también muchos excesos literarios, esta vez dirigidos a resaltar las dificultades que tenemos ya con la edad para "aguantar" el envite de unos diablillos. jajaja

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  4. Padres y abuelos para toda la vida.

    ¡Cuánta felicidad derrocháis con los nietos y sus padres!
    Estos últimos, (perdonadles), cuando tenéis los nietos en casa, se plantean si llegar una hora o dos más tarde a recogerlos.

    Lo peor no es que no aguantéis a los nietos, sino que no podéis vivir sin que vayan a veros.

    Un abrazo abuelitos,

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    1. Es así. Desde el momento en que llegan ya estás pensando cuándo se irán. Y cuando se marchan, ya estás deseando que vuelvan. Es la vida misma. jajaja

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  5. Los nietos amigo José maría, nos llevan la delantera de vivir en otra época. Nosotros éramos de cuaderno, lápiz y goma de borrar, mientras que los nietos hoy, se conectan a internet con la tableta y ven los dibujos animados.
    Un abrazo amigo Filiberto

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