lunes, 30 de octubre de 2023

Educando en valores

Mi nieto mayor, Lucas, con nueve años recién cumplidos, es ya un niño mayor. Noble y sensible, poco tiene que ver con su hermano Daniel, un bicho de cuidado a quien corretean cuatro niñas en los recreos al grito de "mi novio, mi novio". Seguramente "adoctrinado" por sus amigos del cole, Lucas gusta mucho más de fútbol, palabros y otras ganserías varoniles que de los cuentos e historias de sus abuelos que hasta hace poco nos reclamaba.

Esta mañana lo he recogido del colegio antes de tiempo porque tenía fiebre. Fiebre con unas poquitas de gachas, todo hay que decirlo.

-Abuelo ¿puedo poner los resúmenes de los partidos?

-Claro. Pero luego te pones a estudiar, eh.

-Es que me he dejado los libros en el cole...

-Bueno, pues te pones...,  a pintar.

Al cabo de un buen rato, aburrido de tele y de pinturas, me requiere.

-¿Qué estás leyendo, abuelo?

-Un libro muy interesante. Si quieres te leo algo.

Se trata de un libro de muy reciente aparición en las librerías, "Rumbo al ecocidio", de mi amigo y prohombre Pepe Esquinas. Un hombre de mundo, un hombre global. Un hombre comprometido que ha trabajado durante casi cuarenta años en la FAO y en Naciones Unidas en briega descarnada contra el hambre. Un libro que no debería faltar en ninguna casa donde vivan niños y adolescentes. Un libro esencial en todas las aulas de cualquier colegio o instituto. Un libro de obligada lectura por imperativo de conciencia. Los temas fundamentales que toca son el hambre en el mundo y la escalada de atropellos que nuestra civilización moderna inflige a la madre Naturaleza hasta ponerla en peligro de extinción. Pero no se limita a hacer diagnósticos generales o a exponer datos escalofriantes de nuestro malhacer y malandar por el mundo, sino que también ofrece propuestas concretas de mejora a nivel individual, colectivo y global. Muy recomendable.

-Pero ¿qué es, un cuento?

-No, Lucas, es un libro de verdad.

Y le leo las dos primeras páginas. Y no puedo seguir por la emoción que veo en sus ojos y por las lágrimas que asoman en los míos.

El autor cuenta que una noche de 1977, cenando con otros colegas en un restaurante de la Ciudad de Guatemala, se colaron dos niños, seguramente hermanos, de entre seis y ocho años. Se les acercaron a la mesa y le pidieron con mucho respeto si les podían dar los huesos del pollo asado que acababan de comer. Nuestro hombre no daba crédito. Se quedó paralizado. Repuesto al fin, alcanzó a decirles que nada de huesos, que se quedaban con ellos a cenar. En esto que aparece el dueño del local e increpa a los niños, al grito de "fuera ahora mismo, no podéis entrar aquí, que sois unos indios". Nuestro hombre, armado de valor y convicción, se levanta de la mesa y le dice al dueño que esos niños son sus invitados. "Si ellos se van, nosotros también". Entre avergonzado y colérico, farfullando improperios, el dueño accede. Sentados a la mesa, los dos niños observan ojipláticos el medio pollo asado que un camarero les ha servido. Y no saben de qué manera hincarle el diente. "Perdone señor -le dicen a nuestro hombre-, nosotros no sabemos cómo se parte esto. Nunca hemos comido en una mesa ni con tenedor y cuchillo". De reojo, veo que a mi Lucas se le escapa una sonrisa compasiva.

-Abuelo, ¿eso es de verdad? ¿Con ocho años no sabe comer solo? Daniel lo hace y tiene cinco años.

-Claro que es de verdad. A ti te resulta increíble. Vives en un pueblo, en una ciudad, en un país en el que no te falta de nada. Tienes cualquier juguete que se te antoje, ropa para dar y vender, las equipaciones de todos los clubs de fútbol del mundo entero... Hace nada has sentido gazuza, has ido al frigo y te has zampado un yogur con tropezones. Y hay niños en el mundo, niños como Daniel y como tú, en otro mundo que no conoces, que carecen de todo, que pasan hambre, que pasan días y días sin apenas probar bocado.

-Pero... -se me queda mirando incrédulo-. ¿Y sus papás, qué hacen?

-Lo que pueden. No tienen trabajo ni dineros. Seguramente serán pedigüeños de esos que ver pedir en las aceras. Tus padres os llevan a Daniel y a ti de vacaciones a Italia, Irlanda, Suiza o Francia. En esos sitios no hay niños pobres, todo lo que veis es parecido a lo nuestro de aquí. Pero existen otros países, en África y en América del Sur que son extremadamente pobres. Y los niños de esos sitios pasan hambre, comen en la calle rebuscando sobras en los basureros. Y algunos de ellos, quizás muchos, mueren de hambre. Mira tú qué injusticia tan grande, que un niño muera de hambre.

Lo dejo pensativo, y al cabo le sigo leyendo. Nuestro hombre, para cambiar de tema y hacer entrar a los niños en conversación les pregunta que qué quieren ser de mayores: "Limpiabotas" -dicen al unísono. "¿Por qué limpiabotas?"-se extraña nuestro hombre. "Porque tenemos un tío que es limpiabotas y come casi todos los días". Según voy leyendo, casi se me saltan las lágrimas. Por su parte, Lucas ha perdido la sonrisa y parece un hombrecito meditando en silencio. Tonto de mí, insisto más de la cuenta. "Lucas, cuando tu hermano y tú seáis mayores no permitáis nunca que pasen estas cosas. Todas las personas tienen derecho a comer, a vestirse, a vivir en una casa. Igual que nosotros".

Decido no seguir leyendo. Ya está bien por hoy. Y entonces aparece mi Lucas inocente, noble y bueno. Y va y me pregunta:

-Abuelo, y esos niños por qué no le piden comida a los Reyes Magos?

Y ahí quien se desplomó fui yo. Me fui al wáter con cualquier excusa para poder desahogarme.

¡Quiera Dios que tarde mucho mi nieto en perder esa noble inocencia!!!


viernes, 27 de octubre de 2023

Sentido humanitario

Es una verdad incontestable que circular por el centro de Antequera es un despropósito: coches orillados en las aceras parpadeando sus cuatro ojos, como diciendo "que es sólo un momento, que ya me voy"; camiones y furgonetas que no caben en el espacio restante y que protestan a pitorrazos; transeúntes que, acostumbrados por esa rutina, zigzaguean por entre los vehículos o buscan amparo en los vestíbulos de las tiendas para no ser atropellados; gente (que hay para todo) que detiene su coche en mitad de la calle para saludar (o conversar) con un paisano como si tal cosa...  

Y aun siendo conocedor de todo esto, un servidor ha cometido esta misma mañana una tropelía injustificable. Terminada mi partida de golf, me llego en coche a retirar un mandado de la Peque en una de las zapatilleras de la calle Lucena. "Nada -me había dicho mi mujer-, sólo tienes que bajarte del coche en la misma puerta, sin apagarlo siquiera. Entras en la tienda y pides mis zapatos. Están pagados. Diez segundos, no más". 

La tienda en cuestión está en una calle peatonal perpendicular a la calle por donde circulo. Sin pensarlo mucho, pongo los cuatro intermitentes y me pego todo lo que puedo al muro exterior de un gran convento abandonado. Y le doy instrucciones a mi copiloto, compañero del golf, de que mueva el vehículo en caso de estorbar.

En efecto, no tardé más de medio minuto. La tienda hacía esquina, entrar, pedir el mandado y salir. Y ya había un policía local echándole una foto a la matrícula del coche.

-Pero, hombre... ¡Si no ha sido ni un minuto!!! -protesto por protestar.

-En un minuto pueden pasar muchas cosas -me contesta el agente-. ¿No se da usted cuenta de que es que no se puede estacionar en una calle tan estrecha y tan comercial como ésta? ¡Ande!, sígame en su coche que nos vamos al cuartel a tomarle la documentación.

A mi amigo se lo llevaban los demonios. Íbamos con prisa por llegar al pueblo antes del cierre del estanco donde él echa su quiniela semanal, y ahora... con este engorro veremos a ver si llegamos.

-¡La madre que lo parió! -se cabrea indignado-. ¡Por menos de un minuto!... -Y la toma conmigo-: Y tú, tan tranquilo, oyes. ¿Por qué no le has contestado más?

-Porque es peor, hombre. Si me pongo farruco, la multa no hay Dios que me la quite. Si me muestro prudente y sumiso... a lo mejor tenemos suerte.

Para más cabreo, el policía nos dio un rodeo por las afueras de Antequera, cuando sabemos que se podía haber llegado antes por el centro.

¡Será el tío hijo de... su madre! 

Al llegar al cuartel de la Policía Local, nos dimos cuenta de que la calle de acceso habitual estaba cortada por obras.

-¿Ves como no podemos hablar sin saber?

Paramos en un estacionamiento a las puertas del cuartel y le entregué la documentación. Se alejó el agente un poco y yo aproveché para llamar con el móvil a otro policía local que es amigo mío, por ver si podía mediar. Pero no me lo cogía.

-Todo en orden -se dirige a mí el agente visiblemente cambiado de talante-. Viviendo usted en Antequera, no me explico cómo se le ocurre estacionar en la calle Lucena...

-Hombre -saqué ahora mi carácter guasón-, yo no iba a esperar que en sólo un minuto fuera usted a aparecer por allí. Ha sido mala suerte, no me diga que no.

Al agente le hizo gracia mi ocurrencia. Y aprovechando la marea favorable, me atreví:

-Mire, lleva usted razón, he cometido una imprudencia. Pero..., en fin, a lo mejor se podría quedar todo en una advertencia. Una tarjeta amarilla. No ha sido tanto como para merecer una roja. Soy bastante amigo de Migui, un compañero suyo, y sé que sois personas razonables la gente de la Local... -Arriesgué bastante, porque el hombre bien hubiera podido pensar que intentaba aprovecharme de mi amistad con un compañero suyo. Pero..., me salió bien.

-No lo voy a multar -me dijo-. Pero no porque sea amigo de mi compañero Miguel, sino porque me parece desproporcionada la sanción de 200 euros para la falta cometida.

-Muchas gracias, agente. Es usted un caballero con sentido común. Y con sentido humanitario.

Y llegamos a tiempo al pueblo para echar la quiniela.

viernes, 20 de octubre de 2023

El imperio de las normas

Me siento descorazonado ante ciertas actuaciones de algunas personas que atienden al público. Aunque a veces lo parezca, los ciudadanos que acudimos a una ventanilla, a un despacho o a un mostrador no somos autómatas que van pasando a una distancia programada para que un funcionario o empleado les vaya colocando las etiquetas respectivas. No. Somos personas que buscamos solucionar un problema. Y el empleado de turno no debería limitarse al cumplimiento estricto de la norma o el protocolo en cuestión, sino que, además, debe poseer la capacitación y la empatía suficientes para, en la medida de sus posibilidades reales, dar respuesta razonable a la petición del ciudadano. Saber quién es un caradura o un maleducado y quién va de buena fe.

-Buenos días, señorita -me dirijo sonriente a una chica de blanco sentada delante de su ordenador.

-Buenos días, señor -me contesta, amable-. ¿Qué es lo que desea?

-Venía a pedir cita para las vacunas -le respondo.

-Pero eso no es aquí. Debe usted ir al centro de salud. Aquí las ponemos, pero la cita la dan en el centro de salud.

-Verá, señorita -le explico lo sucedido-, es que vengo de allí, del centro de salud. Y como la cola para las citas eran tan larga, una auxiliar nos ha dicho que aquí también las dan y que, incluso, con suerte, nos la ponen sobre la marcha. Por eso estoy aquí.

-No, hombre, no. Eso no es así. Sin cita no podemos atenderle. Esto sería un follón si todo el mundo viniese cuando mejor le pareciera.

-Claro, claro, lo comprendo. Pero bueno, ya que estoy aquí, deme usted una cita.

-Es que resulta que yo soy la enfermera y no es mi cometido dar citas. La administrativa se ha marchado ya porque tiene esta última hora de lactancia. Le recomiendo que vuelva al centro de salud.

-Pero, mujer... Tiene usted el ordenador abierto, no hay nadie esperando. ¿Qué le cuesta darme una cita?

-Es que no es tarea mía. Lo siento.

Y entonces, sin mediar palabra, sólo con la mirada, le explico a la joven la de veces que yo, médico, he hecho tareas de enfermera, de auxiliar, de celador y hasta de mujer de la limpieza.

Me da cierta congoja vivir en un mundo en el que la norma y el protocolo están por delante de las personas. Y me pregunto si no nos habremos equivocado en la formación y educación de nuestros jóvenes.

sábado, 30 de septiembre de 2023

El despertador de mi padre

Me costó coger el sueño. Suelo dormir como un niño chico, pero esa noche me costó. No; no vayáis a creer lo que no es. No hubo tal. Ya no está uno para acrobacias. No. La cosa era que debía de madrugar más que de costumbre porque a las ocho de la mañana me esperaba una cita importante en Sevilla. Debería despertarme antes de las seis. La Peque había activado el despertador del móvil, pero aún así, no me fiaba.

Y me acordé de mi padre. Que yo recuerde, de jovencito en mi casa no había despertador. Yo había visto alguno de ésos cabezones coronados con su asa, su martillo y sus campanas de sonidos chirriantes tan desagradables, en las casas de Frasqui, de Antoñillo o de Rafael, con sus pequeñas manivelas en la espalda para ajustar la hora del reloj y la hora de alarma. En mi casa, no. Por entonces, mis célebres madrugones tenían lugar solamente para coger los coches de Frasquito Gloria para ir a Córdoba o al seminario. Yo no sufría inquietud alguna: mi padre, como un reloj, me despertaba a las cinco y media de la madrugada.

Ésa era la costumbre en mi casa de niño. Un poco mayor, le pregunté a mi padre por esa finísima puntualidad en despertarse sin despertador.

-Mi despertador son las Ánimas Benditas-, me responde serio para no dar pie a mi cachondeo.

-¡Anda ya, papa! -le digo guasón- ¡Déjate de tonterías!

-¿Tonterías? Cuando tú quieras, tú mismo haces la prueba.

-¿Y cómo es eso? Venga, que lo voy a hacer.

Y me lo explicó con todo detalle. Una vez en la cama, uno reza una jaculatoria y se encomienda a las Ánimas Benditas del Purgatorio. Y acto seguido, se les pide el deseo: "Ánimas Benditas, despertadme a las cinco".

Aquello funcionó. No me digáis cómo ni por qué, pero funcionó. Nunca, desde entonces, he necesitado despertador ni nadie que me llame. A lo primero, en vista del éxito, me encomendaba a las Ánimas, pero ya de mayor, no, claro. La única explicación que le encuentro es que nuestro cerebro posee muchísima más capacidad para ejecutar cosas y pensamientos de lo que creemos. Uno se acuesta pensando en que debe madrugar a tal hora y ese pensamiento activa un despertador interno. De manera que, en los años sucesivos, cuando mi padre iba a despertarme ya estaba yo peinándome el tupé. Porque yo, de joven, tenía flequillo, no creáis.

Al final, viendo que no me dormía, esa noche de autos, la otra noche, acabé por rezarles. Y me dormí, oyes.

Son cosas tan metidas en nuestra mente en momentos tan esponjosos de nuestro cerebro, que ya las interiorizas for ever. Cuando entro en la Iglesia de mi pueblo, mi primera mirada cariñosa y nostálgica es para el cuadro de Las Ánimas Benditas del Purgatorio. Siempre las mismas. Siempre penando, las pobrecitas.

domingo, 17 de septiembre de 2023

La excursión

Lo de ayer fue un empacho. Un empacho de verdor insultante, retador y sublime en tiempos de aridez; de agua limpia, juguetona y saltarina para nuestros ojos, tan ávidos y extraños. Un empacho de naturaleza a lo grande, a lo bruto. Un empacho de convivencia entre buena gente de pueblo, de campo. Un empacho, ya puestos, de choto guisado y tarta de la abuela en un restaurante ribereño. 

Visitamos al Genil, nuestro río, en los lugares y en el tiempo en que se crio de niño. Y nos sorprendió verlo tan crecido, un mocito, en el formidable pantano de Canales. Embalse de aguas esmeralda protegido por una guardia pretoriana de montañas imponentes. Pero muy pronto, enseguida, aguas arriba, nos fue mostrando su cara y sus maneras de niño mal criado, al que gusta de piruetas caprichosas y otras travesuras para impresionar a las visitas.  Río tan joven e inexperto, nos ofreció, sin embargo, todo un recital de pequeñas gracias y acrobacias en forma de saltos triples entre peñones resbaladizos, recovecos mágicos  inaccesibles, el rumor perenne de su andar inquieto y apresurado y hasta pequeños remansos donde nadan impasibles gansos silvestres entremezclados con algunos ejemplares humanoides en pelota picada.

Un viaje singular al Pirineo granadino, porque eso mismo es el entorno y el ecosistema de Sierra Nevada, un espacio pirenaico, un espacio alpino.  Pudimos apreciar regatos, acequias y escorrentías como por allí arriba, una flora y un extenso bosque de ribera en todo parecido al que vemos en torno al Cinca, al Aras o al Noguera Ribagorzana jóvenes: álamos, castaños, hayas, incluso robles belloteros. Claro que nuestro clima, más sureño y caluroso, nos ofrece también olivos ancestrales, cornicabras, higueras tardías de frutos dulcísimos y matorrales de esparto, omnipresente en nuestras tierras para contento de Manolo "El Chivo".

Una jornada intensa y completa de satisfacción a todos nuestros sentidos, desde la fragancia de las higueras, las miradas asombradas a la inmensidad de la sierra, el contacto con el agua fresca, el acompañamiento musical de su discurrir y, ¿cómo no?, la fruición ante unas gustosas viandas.

Mi sobrina Rocío -mujer única en el disfrute de las pequeñas cosas- pasó algunos años de su infancia en nuestra casa de Valencina. Cada vez que íbamos a un restaurante, a un cine, a un paseo en barco por el Guadalquivir, a visitar Cortilandia en Navidad..., cualquier cosa que a ella le gustara mucho, me decía entusiasmada: "Sómen, mañana venimos otra vez". Pues eso digo yo ahora.


Deseando repetir.  

miércoles, 16 de agosto de 2023

Mañana de feria

La mar de productiva, esta mañana de feria.

Nunca he sido un buen feriante. Nunca. Ni de joven. "Tú nunca has sido joven", protesta la Peque. Treinta años en Sevilla, y no me ha cautivado su Feria. Iba por imperativo conyugal. Después de las sopaipas (allí las llaman buñuelos), a la casa. En el pueblo, casi lo mismo. De día, me cuesta Dios y ayuda bajar un rato a la cantina para sudar la gota gorda (por cada pelo, un caño, dice mi cuñada Dolores). De noche, sobre la una de la madrugada, los tejeringos con chocolate y a la piltra.

Sin golf y sin piscina municipal, esta mañana he pensado irme al río, a rememorar viejos tiempos. En coche, claro. Ya en las afueras, me paro en las puertas del cementerio y charlo un ratito con mis padres. Les digo que descansen tranquilos, que han sido unos padres del 10, y que los quiero mucho. Luego, con mi padrino, y le digo que ha sido un segundo padre para nosotros, y le doy las gracias por tantas pesetas como le he sacado en aquellos tiempos de penurias. Muy cerca, mi hermana Josefa y mi cuñado, los dos juntos, y les regaño por haberse ido tan pronto, los muy simplonatos. Sigo con mi madrina, La Chorro, la mujer más animosa y generosa del pueblo. Y termino con mis suegros, bromeando con ellos y sus "peronias", como cuando estaban con nosotros.

Estoy de suerte. El río viene flojo. Se conoce que este año, por mor de la sequía, el pantano no va de sobrado. Austeridad.  Saco del maletero un hierro del 7 y dos o tres bolas de las más desgastadas y mato el gusanillo lanzándolas, como proyectiles, río abajo. Cincuenta metros más atrás hay una playita arenosa donde el río se remansa un poco. Son las once y media de la mañana, pero ya aprieta Lorenzo. Desde el huerto Pajarito a La Pontona, nuestro río traza una especie de hoya muy vistosa cuando se observa desde arriba. A pie del cauce, todo se vuelve rumor agradable del agua saltando sobre las rocas y el esplendor del bosque de ribera, donde en este punto dominan los extensos cañaverales, los sauces frondosos que invitan con sus generosas sombras, los tarajes y los álamos sublimes y silenciosos. Ni una gota de aire.

Sólo en la playita, cual Robinson Crusoe de mentirijilla, decido darme un baño. Aunque siempre valiente con el agua, ahora, de mayor, soy un cagao; bueno, dejémoslo en prudente. Arrojo al río varios trozos de ramas arrastradas y orilladas para asegurarme de que flotan y no se las traga un eventual remolino (recor, decíamos de chicos) de ésos que malogran al más pintado de los nadadores. Todo en orden. Me quedo en calzoncillos y me doy un bañito la mar de agradable y refrescante. Emulando mis aventuras fluviales infantiles, alcanzo la otra orilla y me vuelvo. Tampoco es cosa de entretenerse demasiado, no sea que suelten el pantano para lo del rafting y me pille desprevenido.

Secándome al sol, un coche baja la cuesta. Me apresuro en vestirme a medio secar. Bajan del coche un hombre mayor, tres jóvenes y un niño. No los conozco, ahora en agosto llegan al pueblo cantidad de gente que emigró a Cataluña y sus retoños, nacidos allí.

-¿Te has bañado? -me pregunta el anciano con mucha curiosidad.

-Sí, por aquí se puede. El agua viene mansa y no está muy fría. Y las rocas están a la vista.

-Ah -se pone el hombre nostálgico-, los muchachos de mi edad aprendimos a nadar en este río. ¡Qué recuerdos!

Los jóvenes se ha separado de nosotros y ya están jugueteando con el agua.

-Pues claro -le contesto-. Yo también venía todas las siestas a bañarme.

Y ya nos dimos a conocer. El hombre es un hijo del "Boquino", casado con una hija del "Chavito".

-Yo soy hijo de Juanillo el de Poto -le digo.

-¡¡Hombre!!! -se muestra eufórico-. ¡Mi manijero cuando hicimos los hoyos de olivos en la viña del Ralengo!!! ¡Qué hombre más exigente! Tenía una vara para medir la profundidad de los hoyos y no podías saltarte ni un dedo. Todos exactos, todos iguales.

Y me cuenta sus avatares por tierras catalanas. Que gracias a Dios que tuvo la ocasión de emigrar, que ha prosperado mucho, se ha hecho autónomo allí y ha ganado mucho dinero, cosa que jamás hubiese conseguido aquí. Yo asiento en todo lo que me va contando, mientras miro a los jóvenes que siguen chapoteando en el agua y haciéndose selfís de ésos. Y ya me puede mi vena imprudente.

-Y esta gente tuya, nacida allí, ¿son independentistas?

Se me queda mirando, como intentando adivinar mis intenciones. Siendo hijo de Juanillo, este hombre será de fiar, digo yo que pensaría en esos momentos.

-Son catalanes, han nacido allí, pero de independentistas, ni mijita. Yo los he educado muy bien. Tenemos nuestros más y nuestros menos, claro, pero son españoles hasta la médula. Yo he estado siempre muy pendiente de eso.

Y ya me despedí y me vine para el pueblo, tan contento de una mañana muy bien aprovechada. Veremos a ver cómo se nos da la noche. ¡Qué ganas de verme en el día 19!!!


lunes, 7 de agosto de 2023

Dar a alguien La Majestad

Una de las cosas que procuro plasmar en mis escritos es la paulatina y casi desapercibida recopilación de palabras y frases arcaicas de nuestro pueblo: las palabras muertas.

Se trata de expresiones que antaño eran de uso corriente, pero que hoy se han perdido sepultadas por los escombros de la modernidad. Creo que con Mercedes la inglesa, la madre de mi cuñada Dolores, se nos fue el último testigo de muchas de aquellas sabias locuciones. Y se nos fue también con ella una de las mujeres más fieles y tenaces en el cultivo de nuestra antigua prosodia de la "e". Otros ejemplares dignos de mención en este apartado fueron los casos de Luisa, madre del "Chavea"; Dominga Hurtado con sus caetes de pastilles; "La Paloma", casera en La Capilla; Bienvenida, madre de "Los Bolos"... Hoy, sólo se me antojan Dolorcitas "La del Tomate", Isabel "del pescado", La "Pindera" y Josefa Vílchez, la madre del Yondy, como especímenes menores de aquella forma tan genuina, tan nuestra, de conversar.

Ayer mismo, en el tanatorio, sitio pintiparado para reflexiones jocosas e irrelevantes, viví una escena de otro tiempo. Charlaba yo animadamente con Antonio y José, los hermanos "Bolos", acerca de las bondades de un ejercicio físico moderado para las personas de nuestra edad. Antonio no se pierde una sesión de Aquagym y José camina un par de horas cada día. Y la cosa fue a más cuando ellos, tan cachondos como siempre, se metieron conmigo a cuenta de mi afición al golf, algo "que no te pega nada, cuando tú, de siempre, has sido un pelotero de categoría". Se entrometió en la cháchara Manuel Gámez, no el maestro, sino su primo el "trotacaminos", un joven sesentón que se hace veinte kilómetros diarios "a uña". Y nos dijo que días pasados, había alargado tanto sus pasos que llegó hasta "La Cañada de Pareja", un par de kilómetros más allá de La Capilla.

-Tampoco hay que pasarse, hombre -le dijo José.

Y entonces, se arrancó Antonio para relatar el caso de otro paisano, cuyo nombre omitiré, al que vio hace unos días subir en bici toda la ronda noroeste -por donde el pipican nuevo-, y, no contento, volver a bajarla para subir luego toda la calle La Pendencia parriba.

-Mira, nene -sigue Antonio con su relato-: cuando llegó a la esquina Rute, venía asfixiado, sin resuello, daba susto verlo tan fatigao.

Y entonces es cuando salta su hermano José con toda la gracia del mundo:

-Vamos, que llegó como pa darle La Majestad.

¡Dar la Majestad!!! ¿Cuánto tiempo hace que no escucháis semejante palabro? Bueno, la gente nueva no tiene ni idea. Pero es que la gente de fuera de nuestro pueblo, tampoco. Yo creo que es una expresión exclusiva de Palenciana.

De monaguillo, yo he acompañado a don Juan González Prieto a dar la Majestad. Era una ceremonia muy particular y solemne. Algunos domingos, antes de la misa, el cura salía por el pueblo a dar la comunión a los enfermos impedidos que no podían acudir al templo. Era dar el Viático, en alusión a la cajita de plata donde se transportaban las hostias consagradas. Una ceremonia discreta en la que el cura iba acompañado por un monaguillo. La Majestad era algo reservado para aquellos enfermos en estado de agonía, in artículo mortis, junto a la Extremaunción. Acto de una solemnidad sacramental y una escenografía ciertamente teatral, causaba impresión a los paisanos, que, recogidos en sus puertas, se arrodillaban a su paso. Recuerdo que en los primeros tiempos, el cura paseaba bajo palio llevado por los monaguillos o los seminaristas menores. Otros dos monaguillos se colocaban a cada lado del sacerdote portando sendos faroles encendidos. Y aún otro más iba por delante del cortejo haciendo sonar una campanilla de tono fúnebre. En casos de enfermos con especial pedigrí, una fila de hombres recios seguía el paso con grandes faroles de asa en la mano. Os parecerá una escena del alto Medievo, pero no, es de hace sólo sesenta años. Vestido con sotana, roquete blanco y estola de color morado por el cuello, don Juan caminaba con recogimiento místico las calles llevando las hostias consagradas en el viático, recogido con sus dos manos y pegadito a su pecho. Y así, en cada casa donde hubiese un moribundo.

Majestad es el trato que se le da a un monarca. Es de suponer que en este caso dar la Majestad a un enfermo es proporcionarle el placer de degustar al mismísimo Rey del Universo. El salvoconducto para san Pedro.

¡Qué viejos semos! ¡Y qué calientes, Manuel! 

jueves, 3 de agosto de 2023

¿Machismo encubierto?

Ayer al mediodía, en la rotonda del cruce de Villanueva de Algaidas, la que rodeamos para tomar la carretera a San Benito y al pueblo, vimos un coche averiado. El capó levantado y una chica joven hurgando en las tripas del vehículo.

Regresábamos de Antequera, mi hermano Frasco y yo, de nuestra partida de golf matutino. Y, sin pensarlo mucho, me paré con la intención de ayudarla. Ni siquiera nos bajamos. Por la ventanilla abierta, mi hermano le preguntó si necesitaba ayuda. La chica, con bastante desparpajo, nos dio las gracias y nos dijo que no, que era un problema del radiador que pierde agua, que cada cincuenta kilómetros se para para darle de beber. 

-¡Con Dios!!! - nos despedimos y continuamos para el pueblo.

-¿Por qué te has parado, Sema? -me pregunta, curioso, mi hermano-. ¿Habrías hecho lo mismo si hubiese sido un muchacho el averiado?

Y charlamos sobre ello. No voy a negar que la chica, vista desde cierta distancia, me pareciera bonita y tiposa, ni que llevara una falda cortita que, al inclinarse sobre el capó, dejara al aire unos muslos apetitosos. Para que veáis lo bien y acertadamente que los hombres calientes sabemos enfocar el objetivo. Pero no. Sinceramente, creo que no paré por ese motivo. Cierto que, de haber sido un joven el afectado, servidor no hubiese parado. Casi seguro que no. Pero si reflexiono un poco más allá de la simple apariencia, encuentro que no, que la verdadera razón por la que mi intuición decidió que parase fue otra. Y seguramente, peor que la primera. Veamos.

La mayor parte de las decisiones rápidas que tomamos en nuestra vida diaria no obedecen al discurso de la razón, no son pensadas, sino intuidas. Nos inclinamos de una manera casi automática movidos por una tendencia. Y dicha tendencia es mucho más precoz en el tiempo que el razonamiento lógico. Un segundo. Luego, usamos nuestro entendimiento racional para justificar o criticar nuestra conducta. Así es como actuamos casi en cualquiera de nuestras decisiones. No sólo las rápidas, también las reflexionadas. Lo primero es la intuición, la emoción, la querencia. Y luego, la razón. Primero actuamos y luego reflexionamos. Diréis que no, que eso puede valer para actuaciones "reflejas", que vosotros pensáis antes de actuar, que ante decisiones difíciles escribís en un papel los pros y los contras... Vale. Pero aún en esos casos la intuición hace que pongáis más carga positiva en aquello que "ella" desea. 

Bueno, pues mi verdad repensada es que paré de una manera intuitiva al considerar, sobre la marcha, que una chica no entiende de coches y que no iba a saber salir del problema. De haber sido un chico, ni me lo hubiese planteado. Machismo descarnado. Lo reconozco.

Por mucha formación sociológica que poseamos, por mucha matraca que nos den nuestras hijas, por mucho que creamos tener superado el problema, la verdad verdadera es que los hombres de mi edad no acabamos de desterrar el machismo. Aunque sea bien intencionado, pero machismo. 

-Y los que no somos de tu edad, tampoco -apostilla mi hermano-. A mí todavía me produce turbación ver a una chica joven de camionera, tractorista o conductora de autobuses.

¡¡Estamos apañaos!!!


martes, 1 de agosto de 2023

El pichoncho

 

A Gregorio Paños se le está secando el cerebro. Eso le ha dicho el neurólogo a Consuelo, su mujer: que tiene Alzheimer. Desde un año a esta parte, Gregorio no da pie con bola, se despista en su casa, confunde los nombres de los amigos, incluso el de su propia hija, no sabe mirar la hora… Incapaz de seguir el hilo de una conversación, todo se le reduce a fantasear con sus recuerdos pretéritos, a inventar una realidad paralela con retales retocados de sus vivencias juveniles: la fabulación.

Consuelo cree que no, que todo le viene de aquel golpetazo en la cabeza cuando se cayó de la higuera cogiendo brevas para sus nietos.

Con sus nietos, Gregorio se vuelve un niño. Regresa a sus once años, la edad de David, su nieto mayor. A éste y a su hermana Rocío les encanta escuchar una y otra vez las historias antiguas del abuelo. Otra más, le dicen. Venga abuelo, la última. Y Gregorio recupera la ilusión de vivir y la memoria en esos largos ratos de las tardes en que le llegan los niños. Todos los viernes. El médico ha recomendado como medida de ayuda un contacto cercano y frecuente con niños y con mascotas para aliviar en parte la tensión provocada en estos enfermos por la desorientación en la que viven. Por eso, los viernes por la tarde la hija lleva a los niños a casa de los abuelos, cenan y duermen allí y los recoge el sábado después del desayuno del chocolate con churros. Y Gregorio, tan contento.

—Abuelo, y ¿cómo jugabais al pichoncho? –pregunta Rocío, tan curiosa y tan viva, conocedora de la llama que encendía esa pregunta en el abuelo. Rabo de lagartija. Y a Gregorio se le ensancha de repente todo su cerebro encogido, pega un par de inspiraciones profundas para contener su emoción tan sensiblera y les explica, por enésima vez, el mecanismo del pichoncho.

Gregorio Paños era un fenómeno jugando al pichoncho. No tenía rival. Grandote y regordete –bien criado—, en los recreos llegaba de los últimos a la sala de juegos porque no tenía la facilidad de otros de bajar las escaleras del estudio de dos en dos o de tres en tres.  A fin de no quedarse fuera de la partida, se procuró de un amigo flacucho y avispado que, llegando el primero, le cogía la vez. Gregorio se tiraba jugando todo el tiempo del recreo porque él nunca perdía. Un as, se decía antes. Un crack, se dice ahora.

El pichoncho era, básicamente, una mesa de billar americano, pero a lo rústico y artesanal. En vez de bolas, fichas de madera; en lugar de palo, el dedo índice engatillado en el pulgar. Hoy, poca gente sabe de él, pero en los años jóvenes del abuelo era un juego habitual en los internados.

Un vicio. Gregorio soñaba, pensaba, charlaba, estudiaba…, con la mente puesta en el pichoncho. Ni siquiera el fútbol o el frontón, juegos tan propios en los colegios, le tenían tan sorbido el seso. Un escándalo de muchacho. Como suele suceder, el vicio del juego se engulló la virtud del estudio. Y su bajo rendimiento académico cercenó su destino lego. Había perdido la vocación, les dijeron los curas a sus padres para justificar la expulsión del seminario.

En su vida seglar se hizo maestro y ha sido un hombre sencillo y feliz en la escuela y en su casa. Habilísimo desde chico, de jubilado le dio por las manualidades domésticas: un manitas casero. Bombillero y arreglador, le dicen sus nietos que es. Arreglaba cualquier desperfecto en la casa. Un día se llegó a la carpintería de su vecino Rafael con la idea de traerse unos palos y unas tablas para ensamblar un pichoncho para sus nietos. Esa fue la excusa, los niños eran aún demasiado pequeños; lo quería para él.

—Mira, Gregorio –le indicó Rafael—: he pegado las patas con cola de carpintería, pero no me fío de que puedan luego zangarrearse mucho. Por eso, además de la cola las he apuntalado con unos pocos clavos en cada pata. Fíjate, ni con todas mis fuerzas consigo que se muevan lo más mínimo. Garantizado.

Tuvo tiempo de disfrutarlo. Tanto que casi logra alcanzar el mismo grado de enganche de sus tiempos mozos. Cada tarde, después de la siesta, su partidita. Sólo o con Consuelo. Incluso llegó a aficionar también a Rafael.

—Este hombre está poseído por el pichoncho –se quejaba su mujer cuando la distraía de otras tareas para que jugase con él.

Una de sus últimas ilusiones era enseñar a jugar a su nieto David, ya grandecito. Lo montaba en una silla baja para que pudiera dominar el tablero, pero al pobrecillo le lastimaba mucho en su dedo tener que impulsar el disco grande.

—No pasa nada –lo animaba el abuelo—, ya crecerás.

Y entonces…David creció y también lo hizo Rocío, pero para entonces el abuelo ya no era el mismo.

Hablaba y hablaba del pichoncho hasta resultar cansino, aburría a las visitas con su perorata de virtudes de su juguete y fabulaba repitiendo a cada paso la exagerada cantidad de clavos que sostenían las patas, pero confundía sus fichas con las otras y había perdido aquel tino tan fino para dirigirlas a donde él quisiera. Y se cabreaba.

Aquello ya no era tan divertido ni para él ni para los críos. Una tarde, en uno de esos cabreos, el abuelo, furioso consigo mismo por haber fallado una ficha fácil, cogió una silla y arremetió contra el pichoncho, a pique de alcanzar a David.

Hasta que un buen día, Consuelo y su hija decidieron esconder el pichoncho. Gregorio no notó nada. Como si nunca hubiese existido tal artefacto. En ocasiones, salía al patio por las tardes como buscando algo. Y se entretenía luego palpando los limones del limonero o espantando los pájaros de la higuera. Y regresaba mustio a la cocina. Su mujer y su hija, entonces, se sentían culpables de haberlo privado de un placer tan querido por él, pero a todas luces resultaba ya un peligro. No podía ser de otra manera.

—¿Y qué ha pasado con tu pichoncho, abuelo? –le preguntó Rocío un día como para ver su reacción.

—Hace ya tantos años que ni me acuerdo –le contesta tristón el abuelo—. Pero mira, chiquilla –y se anima a medida que florecen los recuerdos—: yo mismo me había construido un pichoncho guapísimo, más grande y más fuerte que el del seminario, fíjate. No se zangarreaba ni mijita. Cuarenta y ocho clavos necesitó el carpintero para apuntalar bien las patas.

A sus ochenta y ocho años murió Gregorio Paños Estévez en su casa del pueblo. Y es leyenda entre los vecinos que, en su caja de muerto, todavía abierta para la vista del público, dibujó una amplia sonrisa cuando su nieta Rocío, ya una mujer, desparramó dentro de la misma las fichas de su pichoncho.

 

martes, 25 de julio de 2023

Día de Santiago

Día grande entre los grandes, éste de Santiago, en mi pueblo de anteayer. Como los de el Corpus Christi, Jueves Santo, La Asunción, La Inmaculada y san José.

Día, el de Santiago, de huelga en el campo para los  segadores de mies, que cambiarán la olla manida al cobijo de los haces por un arroz con gallo en sus fresquitos lares; de aquélla sequía pertinaz; de tabernas atestadas; de bodas apalabradas desde un año atrás; de misas concelebradas con curas propios y foráneos y diez monaguillos de a pie, que se disputan luego las vinateras y las hostias por consagrar. Día de estreno para las muchachas en flor. Día de la recolecta mayor para la Feria que se avecina. Día grande en mi pueblo de anteayer, con película de romanos o del Far West, para todos los públicos, en el cine de la plaza, con Burt Lancáster o con Sarita Montiel. Día, sí, de abuelas de negro enterizo y caras cuarteadas que, asomadas al umbral, estiran las faldas cortas de sus nietas, mujercitas sin estrenar. "El culo al aire", farfullan desdentadas.

Por la calle de La Molina, atardeciendo, baja una de éstas mocitas, Antonia, Toñi o Antoñita. Lo mismo da. "La Araílla", por mal nombre, le apodan. Va sola, o quizás con la Juani y la Mercedes, mi memoria no da para más. Sin el polígono Andalusí ni los cocherones de Cristobitas por en medio, puedo divisarla desde la carretera. Voy paseando con mi amigo Rafael como quien no quiere la cosa, como para hacerme el encontradizo. Y la miro desde lejos. A esa edad y con ese afán, la vista es la de un lince en trance de cazar. Más o menos. Ya se acerca, nervios en mi garganta, en mi estómago, qué le diré, no lo sé, estoy hecho un flan... Pero nada, la mente en blanco, toda la sangre en el pecho y en mi cara. Ya está aquí, a diez metros, la veo espléndida, vestida con un traje de una sola pieza, muy ajustado gris azulón, de azafata se llama; la falda, cortita, más que cortita, dejaba al aire y a la vista unas piernas bronceadas y muy bien contorneadas, ni gordas ni flacas, lo justo. Rafael, más avispado, se separó de mí para ir en busca de Araceli, su medio novia, y se me juntaron Frasqui y Antoñillo para hacer de carabina, que no está bien que un seminarista se pasee a solas con una mocita.

-Hola Antoñita, ¡qué bonita que te has puesto! -apenas me sale la voz del cuerpo.
-¿Damos un paseito parriba? -Es lo único que se me ocurre.
-Vale. Y hacemos tiempo para esperar a la Carmen de la plaza y a la Mercedes, que he quedado con ellas.

Y ahí, amigos míos, un día de Santiago del 72 quedé totalmente atrapado para siempre. Y así, hasta hoy. Cincuenta y un años juntos. Para que aprenda la gente nueva que no aguanta casi na.

Hoy, día de Santiago de 2023, es un día anodino, un día más. Ni han repicado las campanas, fíjate, sólo han doblado por algún paisano muerto en otro lugar. Por nombrar algo de mención, os diré que esta mañana, en el golf, por poco me desmayo por culpa de un gran retortijón.

jueves, 20 de julio de 2023

Las golondrinas

En mi pueblo, las golondrinas siguen surcando los cielos de la plaza y de las calles en las cálidas tardes del estío. Da gusto verlas y escuchar su griterío en sus correrías celestes y sus regates ingrávidos. Aviones, les decíamos cuando chicos. Ahora que la Peque y un servidor nos hemos mudado -parece que de manera definitiva- al pueblo, he apreciado y disfrutado de este fenómeno natural que tenía olvidado. Ni en Sevilla ni en Antequera -lugares donde he vivido en los últimos 37 años- tengo conciencia de haber festejado este espectáculo gratuito y sencillo. Se conoce que las golondrinas son pájaros "de pueblo", que les gusta la cercanía y la calidez de la gente, y huyen del bullicio.

Y, como nos suele pasar a la gente de una edad, estas cosas corrientes que creíamos desaparecidas, nos devuelven a nuestra infancia, cuando ellas, las golondrinas, no sólo inundaban nuestras tardes de un piar melódico y agradable, sino que anidaban en nuestros umbrales, portales y voladizos. Vivían con nosotros.  ¡Qué curioso, verdad? ¿Por qué será que nos resultan tan entrañables los recuerdos de la infancia? Infancia que, en lo que nos afecta a la gente de pueblo, por lo general, pudo ser humilde y austera, cuando no pobre, en muchos casos. Ya lo tengo: porque tuvimos cariño. Y la impronta del cariño en nuestra memoria es mucho más poderosa que la necesidad. De manera que salimos a la calle y, en pueblo tan remozado como el mío, nos cuesta reconocer en ella el antiguo pavimento de tierra o de piedras y las fachadas de paredes y casas antiguas con sus "esconchones" rupestres, sus puertas de madera cuarteada, sus cerraduras, llaves, trancas y cerrojos y sus ventanucos ridículos. Y, sin embargo, hay dos cosas que permanecen indelebles: la torre de la iglesia, chata por inacabada, de un barroco austero... Y las golondrinas juguetonas y efímeras del verano.

Hoy he recibido una carta de una de estas golondrinas. Por internet. En mi correo electrónico. También ellas, tan próximas a nosotros, se han modernizado. Me nombra por mi nombre y me pide ayuda. Es posible -no podría asegurarlo al 100%- que se trate de aquella madre golondrina que por mayo se posó con su compañero en un saliente del tejado de mi patio con la clara intención de buscarse un sitio adecuado para fabricar su hogar y el de su prole. Recuerdo que salí varias veces al patio antes de acostarme y allí seguían los dos pájaros, pegados el uno al otro y dándose el pico. Les puse un recipiente con agua y me fui a la piltra.

-¡Lo que nos faltaba -salta la Peque-, un nido de golondrinas! ¡Sobre mi cadáver! ¿A quién le va a tocar limpiar las mierdas? A servidora. Como que no.

En la tarde siguiente, mi mujer los espantó a escobazos. Por eso sospecho que la golondrina se ha dirigido a mí, me ve como más pacífico.

Se me queja de que, a este paso, nos vamos a quedar sin ellas. Dice que cada año vuelven menos, que ha desaparecido aquel efecto llamada de antaño en que se veían tan felices y agradecidas al trato dispensado por nosotros los humanos. Recuerda con nostalgia aquel tiempo en que nuestras madres las consideraban como animales sagrados, pájaros del Señor, porque sus antepasadas le sacaron las espinas a Jesús con sus picos. Y ahora... No sólo es que no les dejemos anidar, cosa que no entiende, porque en los pueblos, haya mierda o no, las mujeres siguen barriendo y fregando sus puertas a diario. Además, que sus cacas no son tan ácidas y peligrosas como las de las palomas, que ésas sí que fastidian y están todo el año dando por saco sin ningún beneficio. Es que, además, se están quedando sin sustento porque ya no quedan moscas ni mosquitos con los puñeteros insecticidas. Y me pide ayuda. "Tú, José María -me dice-, que tienes un blog muy leído, haznos el favor de publicar algo para que la gente tome conciencia de nosotras, que tanto os hemos alegrado las tardes, que os hemos acompañado en vuestros paseos amorosos por la carretera o en la misma plaza y que os hemos librado de tanto mosquito, mucho más eficaces que el Flit y el Raid, tan malolientes". Y remata la carta con una postdata: " Y dile a tu mujer que por poco me parte el radio de mi ala derecha, la muy basta". Y firma: una golondrina común.

Pues, eso, ya lo sabéis. Cumplo con mi obligación de transmitir el mensaje encomendado. 

 

lunes, 17 de julio de 2023

Abuelos de antes, abuelos de hoy

Ahora, en el verano, mis nietos pasan más tiempo con nosotros. Y más aún lo harían si no fuera por ese vicio de su madre de hacerlos tan viajeros. Claro que gracias a dicho vicio conocen ya medio mundo. "Abuelo, me dice el pequeño de cinco años, este año vamos a Islandia, a ver la Aurora Boreal". Mi abuelo José María, a quien no conocí, murió a los 57 años sin haber visto el mar. La primera vez que un servidor vio el mar fue a los 14 años en una excursión de seminaristas a Málaga programada por el párroco de mi pueblo. La primera vez que salí de Andalucía tenía 26 años, cuando me tuve que desplazar a Madrid para escoger plaza de MIR. Una comparativa que ilustra a las claras lo que ha avanzado el mundo en un siglo.

Pero, aun así, hay cosas que no cambian tanto. Y una de ellas es lo a gusto que hemos estado siempre los nietos en las casas de nuestros abuelos. Viendo ahora le felicidad que irradian sus caras por las ganserías y caprichos consentidos por nosotros, sus abuelos, uno no tiene más remedio que retroceder muchos años para intentar revivir aquel tiempo mágico que le tocó ejercer de nieto. Una de las cosas que más disfrutan los míos, mis nietos, es acostarse con su abuela en el salón, en colchones en el suelo y semiabierta la puerta que da al patio, casi al relente. Es lo primero que dicen al llegar a nuestra casa "abuela, esta noche dormimos en el salón". Y la abuela, que se las ve y se las desea para poder agacharse y levantarse desde el suelo cada vez que uno de ellos le pide agua "abuela, tengo sed", les relata uno y cien cuentos inventados en los que hace, con su fértil imaginación, que sean ellos mismos, los nietos, los protas de los relatos. "Abuela, el último". Hasta que caen fritos. El abuelo, pasado un tiempo que cree prudencial, abandona su cama solitaria para echarles un vistazo de supervisión y apagar el ventilador. Antes dudaba en si despertar a la abuela e invitarla al tálamo conyugal. Ya ni lo intenta. Los deja a los tres despatarrados y felices en sus sueños de verano.

Hasta mis once años, cuando me fui al seminario, yo dormía con mi abuela. Todas las noches. Y en las vacaciones, cuando volvía al pueblo, también. No importaba el frío ni la calor, hasta en las noches tórridas de aquellos julios ardientes mi abuela dormía con un camisón de tela blanca, hasta los tobillos. Y su escapulario de la Virgen del Carmen, eterno y sagrado amuleto hasta la caja de pino. Mi mujer, abuela moderna, duerme con sus nietos en bragas y sin sujetador. "Abuela, qué tetas tan chicas tienes" -le dice el mayor. Tuvo que ser ella misma, mi abuela Josefa, la que me echara de su cama al comprobar en las sábanas mi primera polución nocturna. "María Josefa -le dijo a mi madre-, este niño ya no duerme más conmigo, ya es un hombre". Mi abuela no me contaba cuentos fantasiosos ¡qué va! Me rezaba cada noche el rosario entero seguido de sus letanías pertinentes, la cosa más cansina que uno pueda imaginar: Mater purísma, Mater castísima, Mater misericordiae, Regina angelorum, Regina patriarcarum, Regina Virginum... Hasta que me quedaba dormido. A fin de cuentas, mutatis mutandi, era casi lo mismo: antes, letanías y jaculatorias; ahora, cuentos inventados.

El abuelo tiene mucho más protagonismo en la piscina, allí donde la abuela naufraga. Los dos nietos nadan como delfines saltarines y juguetones, y a la abuela le entran los siete males cuando aguantan catorce eternos segundos bajo el agua. El abuelo bucea con ellos, recibe sus ahogadillos, afronta sus gansadas y les presta sus lomos para que atraviesen, cómodos a caballo, la piscina entera.

Mi abuelo Manolo le regañaba a mi padre porque consentía que yo, a mis doce o trece años, me bañara solo en la alberca de La Capilla, un aljibe al aire libre de más de cinco metros de profundidad. Más peligro que la alberca tenía llegar hasta ella a través de un pasillo en alto, a cinco metros del suelo del atroje. Como la Peque, mi abuelo Manolo, hombre sabio para tantas cosas, le tenía pánico al agua. La primera vez que mi padre me llevó a La Capilla a lomos de su borrico Casimiro dormí con mi abuelo en las cuadras. Una de esas experiencias infantiles que se graban a fuego. Yo tendría seis años, más o menos. Y dormimos juntos los tres; yo, en medio de mi padre y mi abuelo. En jergones de paja, justo al lado de los pesebres donde dormitaban y bufaban las yeguas. Era invierno, lo recuerdo porque mi madre me vistió para el viaje en burro con tantas capas de ropa que apenas podía moverme. Pero en medio de dos adultos y con el calorcito desprendido del vahído de los animales se creó un ambiente cálido muy agradable. No pasé frío.  Allí no hubo cuentos ni letanías, sino historias tiernas y sufridas de hombres humildes, de hombres de campo, de hombres recios y esforzados que trabajan de sol a sol, que viven en el cortijo y que van al pueblo solo los jueves, a cambiarse de ropa y a dormir con la parienta.

Abuelos de antes, abuelos de ahora, tan distintos, tan iguales...



lunes, 26 de junio de 2023

El buen camino

Después de haber metido la pata hasta el corvejón, error grave que bien hubiese podido acarrear consecuencias fatales para el paciente, la médica residente de segundo año, su tutor hospitalario y el jefe de las Urgencias tuvieron el detalle de acordar una reunión con la esposa del paciente y con otro amigo de ambos para reconocer ante ellos el error cometido y exponerles sus disculpas más sinceras. ¡Caray, esto no se ve todos los días!!! Pero no quedó la cosa ahí: a continuación, subieron todos a la habitación del paciente, ya felizmente reestablecido, y la residente de segundo año y el jefe de las Urgencias se volvieron a disculpar: "Lo sentimos mucho, José Antonio". ¡Jóder, algo está cambiando en el sistema! ¡Para que luego nos metamos con JuanMa...!

Equivocarnos, nos equivocamos todos, incluso los médicos, o acaso, éstos más todavía, por cuanto que, pese a los adelantos tecnológicos, la medicina clínica sigue siendo un ejercicio diario de incertidumbre. Os lo dice un médico. Lo mismo que también os digo lo difícil que resulta a cualquier médico reconocer públicamente un error cometido. No entiendo muy bien por qué, pero es así. Por eso, este acontecimiento descrito más arriba adquiere unas connotaciones de verdadero cambio para bien, para la excelencia clínica. Ante actitudes como ésta no cabe otra que comprender y perdonar.

-La verdad, nunca podíamos esperar una respuesta como ésta -le dice la esposa al jefe de las Urgencias-. Lo hemos pasado muy mal, imagínese usted, una operación tan delicada... Pero ahora, ya con mi marido fuera de peligro y con este detallazo vuestro... Bueno, una vuelve a creer en la sanidad pública.

-De eso se trata, señora, de demostrar que, como personas que somos, nos podemos equivocar -responde el jefe, muy serio, en su papel-. Se asustaría usted si supiera la cantidad de decisiones precipitadas que debe tomar un residente o un adjunto en una guardia hospitalaria de 24 horas. Algo apabullante. ¡Demasiado poco nos pasa!

-Claro, intento comprenderlo... Pero es que cuando le ocurre a una... Pues que ya no es lo mismo.

-Es natural. Ahora bien, al igual que somos personas que nos equivocamos, también debemos serlo para asumir nuestros errores y disculparnos. Y, como habrá visto, no me duelen prendas.

Y sigue el jefe de las Urgencias relatándole a la mujer un programa muy novedoso que ha puesto en marcha en su Unidad y cuyo objetivo es, precisamente, formar a los residentes en ámbitos aparcados del oficio médico, tales como la empatía, la humildad y la capacidad de disculparse.

-Precisamente, esto que acabamos de hacer, el presentar nuestras disculpas a un paciente y a sus allegados, forma parte de este programa que le digo. En mi modesta opinión, la formación de los residentes adolece de este tipo de competencias. Tanto residentes como tutores se han lanzado de cabeza hacia los aspectos más llamativos y atractivos de nuestra profesión, como pueden ser la investigación, la digitalización, estar al día, las publicaciones..., elementos dirigidos principalmente a engordar el currículum. Y, tal vez, estemos contribuyendo entre todos al abandono de nuestra esencia como médicos clínicos. Y esto no puede ser. Nosotros, los veteranos, aprendimos de nuestros ilustres maestros el buen camino y tenemos el sagrado deber de transmitirlo a estas nuevas generaciones. Antes que un lumbreras, un médico tiene que ser una buena persona, un portador de unos valores que presumimos de eternos, pero con la boca chica.

Así habló el jefe de las Urgencias. Y luego se alejó, pasillo adelante, con las manos cruzadas por detrás y gacha su cabeza, en actitud de meditación. 


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-¿De verdad, José María, que ocurrió así, tal como lo cuentas? -me preguntaréis, incrédulos, algunos de vosotros?

-No, no fue así -os contestaré yo-. Desde luego que no. Hubiese sido el relato deseado. ¡Pero no me digáis que no queda bonito...!

lunes, 19 de junio de 2023

Belleza en el agrado

Asuntos de albañilería -recoger un permiso de obras, que el Señor nos asista- me han llevado esta mañana a dependencias del ayuntamiento de Antequera. 

La Peque me había indicado que "según subes las escaleras, la puerta de enfrente, pues ahí". El edificio asignado para tales menesteres, un palacete del siglo XVIII, me resulta especialmente grato. Es el antiguo hospital donde hice mis prácticas de verano con don Juan Herrera y don José Luis de la Fuente, los amos de aquello. Me recreé, antes de subir, en la contemplación nostálgica del claustro de la entrada con aquel especial encanto de sobriedad que aun mantiene y de la galería superior que daba a los despachos de los médicos. ¡Mis veinte años aquéllos! Tempus fugit que se las pela. 

Subo las amplias escaleras de un mármol rosado y ya carcomido por los años. Y pienso en la belleza de lo viejo con nada que se le cuide un poco. Como nos pasa a las criaturas. Yo mismo estoy en la creencia de haber rejuvenecido con la edad, no sé..., como si el tiempo, triturador de vidas y haciendas, contase mis días para atrás, en vez de para adelante. En el primer descansillo se abren las escaleras en dos ramales para juntarse de nuevo en la galería. Cojo el de la izquierda -yo siempre a la izquierda-. Y nada más llegar a lo alto, de nuevo a mi izquierda, una puerta. "Ésta debe ser", pienso.

Me recibe, sentada detrás de su mesa, una señorita muy distinguida. Da gusto entrar en un sitio y que te atiendan de inmediato, rara avis. Y más aún, si la funcionaria es una mujer bonita. Sólo falta que sea, además, agradable de trato. Antes de nada, los hombres de mi edad, por lo general, tasamos las bondades físicas de una mujer por encima de cualquier otra virtud. La chica es muy atractiva: morena de cabello negro zahíno delicadamente ondulado sin llegar al rizo encrespado; ojos almendrados que aún resaltan más en su cara limpia por el tatuaje de sus bordes y el rímel Loreal de sus pestañas. Y de remate, una graciosa sonrisa. Sentada, no alcancé a valorar otra cosa que su cara.

Le explico mi caso. Uno está acostumbrado a que en el momento que el funcionario de turno se percate de que lo tuyo no es de su "mesa", te mande enseguida para otro sitio sin escuchar nada más. Esta chica, no. Esperó con amabilidad a que yo terminara mi exposición. Y luego: "No es aquí, caballero; es en la puerta justo de enfrente; allí le atenderán".

Llamo con los nudillos en esa puerta y enseguida acciono la manija para entrar.

-¡Un momentoooo!!! -me grita alguien desde dentro.

Y pillo y me siento en un banco del  pasillo.

A los pocos minutos, un hombre gordinflón: "pase usted".

Doy los buenos días y vuelvo a explicar el propósito de mi visita. El hombre rodea el mostrador y se sienta en su mesa para mirar en el ordenador.

-Está todo bien, a la espera del visto bueno del equipo competente -me dice secamente.

-Es que de esto hace ya más de dos meses -intento esbozar una tímida protesta.

-Estas cosas van despacio, ¿qué quiere usted que le diga? No es usted solo el que solicita permisos.

Es inevitable acordarse del Vuelva usted mañana, de Larra.

El hombre no me atendió mal, no. Trato correcto, aunque rayano en lo áspero. Quizá fui yo el imprudente por querer entrar como perico por su casa. De acuerdo. Pero... ¡Qué diferencia con la chica...! 

A la salida, volví a entrar en el despacho de la muchacha. No lo pude remediar. 

-¿No lo han atendido?

-Sí, sí. Muchas gracias. Pero es que quería decirle que yo, cuando venga otra vez, me cuelo en su despacho.

-¿Y eso? -se queda extrañada.

-Pues porque usted es mucho más bonita y agradable que el señor de enfrente.

Y mientras ella se reía, bajé las escaleras de dos en dos, tan contento.  

sábado, 3 de junio de 2023

Setenta años

Setenta años, sí señor. Setenta años cumplidos he necesitado para entender algo que para las mujeres es sagrado y para los hombres, pamplina. Setenta años, para ponerme en el lugar de mi hermana Josefa, capaz de matar si alguien le pisaba lo fregao.

Ocurrió hace unos días. Mi mujer me dejó al cargo de los albañiles en mi casa mientras ella iba a Antequera para unos asuntos con mis nietos.

-Tranquila, Peque. Yo me ocupo de todo.

Me ocupé, en efecto, de recoger la cocina y poner el lavavajillas, algo para lo que ya no necesito notas en la pizarra; me ocupé de meter el tendedero en el salón por si se ponía a llover; me ocupé de hacerme presente ante los albañiles por aquello de que "el ojo del amo engorda al caballo"; me ocupé de...,¿qué sé yo? Hasta de pasar una mopa húmeda por el aparador para hacer como que quito el polvo. Y me olvidé del suelo. Un hombre no puede estar en todo. La Peque, a punto de llegar, y yo, repanchingado en el sofá, viendo el canal Real Madrid y el "Vinicius somos todos".

Y entonces, me acordé del suelo. Un ángel del Señor, seguramente. Mi ángel de la Guarda. Los albañiles se habían marchado y dejado una estela de pisadas blancas de yeso y de tierra a todo lo largo del salón hasta la puerta. Y a toda mecha, me puse manos a la obra. Quiso mi buena fortuna que mi cuñada Conchi se presentase a tomarse su cafelito de por las tardes. Y al verme con la fregona en ristre, me corrige con femenino oficio:

-¡Amos a ver, hombre! ¿Cómo te vas a poner a fregar sin antes haber barrido? ¡Qué cosas tienes...!

Ella se puso a barrer y yo a fregar por donde ya estaba barrido.

-¡¡Qué bien nos conjuntamos, eh! -me dice.

-¡Déjate de lisonjas y date prisa, que ya mismo está aquí tu hermana!

La verdad, estaba yo admirado de cómo se estaba quedando el suelo. Escamondao, se dice en mi pueblo. Parecía un espejo, de limpio y brillante.

-Creo que te has pasado con el friegasuelos -regaña mi cuñada. -Y entonces recuerdo que, efectivamente, las mujeres se ven en la obligación moral de poner siempre algún pero.

En éstas estábamos, cuando aparece por la puerta mi cuñado Antonio dispuesto a entrar sin más miramientos. Como haría yo. Como haría la mayoría de los hombres. Y entonces, me acordé de mi hermana Josefa, de los cabreos tan imponentes que pillaba cuando nosotros, sus hermanos, le pisábamos lo fregao.

-¡¡Ni se te ocurra dar un paso más!!! -le grito a mi cuñado ante su desconcierto de no saber el porqué-. ¡Te corto los güevos!!! ¿No ves que tengo el suelo fregao?

-Vale, hombre, no te pongas así. Doy una vuelta hasta que se seque.

-¡Eso!

¡Hay que ver!! Setenta años, para comprender a mi hermana.

-Hasta que los hombres de las nuevas generaciones no comprendan cosas como ésta persistirá el machismo -sentenció, solemne, mi cuñada.

Amén.


jueves, 25 de mayo de 2023

La carta

Esta mañana he recibido una carta. La cosa, ya de por sí rara hoy en día, me resultó aún más extraña porque el remitente -se conoce que no sabía mi dirección postal- me la ha enviado al club de golf de Antequera, sabedor de que allí darían conmigo.

-José María -me dice Carmen, en el cady master-, tenemos una carta para ti.

-¿Una carta? ¿Aquí, en el golf?

-Pues parece que sí. -Y me la entregó.

Enseguida le doy la vuelta en busca del remite. ¡Qué sorpresa más agradable! Es un cura de los nuestros, de aquéllos segundos padres que tuvimos en el seminario de Hornachuelos. Nuestro profesor de matemáticas. No daré, por aquello de la privacidad, tan de moda hoy, su nombre, pero sí sus iniciales: P.A. LL. T. Intelligenti, pauca

No pude resistirme. Hice esperar a mis compañeros de partida hasta que, retirado a un lado del tee (la salida), me empapé la carta entera. El propósito del cura no ha sido otro que el agradecerme el libro que le regalé y le dediqué hace unas semanas, pero ¡qué cosa más entrañable y nostálgica para la gente de mi edad! Ni me acuerdo de cuándo escribiría yo mi última carta de puño y letra, como se decía antes. ¡La modernidad se nos ha llevado por delante tantas cosas...!

Toda la partida con mi cabeza en la carta. O con la carta en mi cabeza. Y eso no es bueno para el golf, entretenimiento que requiere de una concentración máxima en cada golpe. Aún así, he ganado.

-¿Qué tal se te ha dado hoy? -me pregunta la Peque a la hora del almuerzo.

- Pues nada, que he ganado -respondo con toda suficiencia.

-Yo no es por na -se pone en plan respondón-, pero me parece mu raro que ganes siempre.

-Mira, Peque, para mí, con poder jugar y disfrutar cada día ya es ganar. -Y así me salgo por la tangente.

-Pos vale.

Volvamos a la carta. Me recuerda un montón a las cartas que yo escribía a mis padres y luego, ya de mocito, a la Peque. La letra, ¡qué preciosidad de letra tiene el cura! A ver si yo fuese capaz de plasmar un trozo de la carta aquí, en este escrito, para que vosotros podáis apreciarlo como yo. Una letra de clase de caligrafía, como nos enseñaban nuestros antiguos maestros en las escuelas, como mi letra de seminarista, no ya la de médico, ya se sabe que un buen médico no puede tener buena letra. Es una letra barroca, ligeramente volcada a la derecha, donde todas las mayúsculas se adornan con arabescos, unas llevan panza, otras, sombrero, otras, en fin, una bata de cola... ¡Una obra de arte!


No menos atractivo es el contenido. Me habla de sus vivencias en Los Ángeles con nosotros. Recuerda anécdotas sobre mí que ni yo mismo recuerdo. Una cosa parecida a aquella canción de Sabina: ¡Si sabe de una cosas que ni una misma sabe que sabía...! Pues eso. Me dice que aunque yo era un hacha en Latín, no se me daban mal las matemáticas. Que ya en primero de bachiller fui de los poquitos que resolvió un problema práctico que él puso en la pizarra: ¿Cuánto tiempo tardará en llenarse la piscina del seminario que mide 20x10x1,5 metros si le entra un caudal continuo de 25 litros por minuto? Y así, a bote pronto, me resulta raro que yo, a mis torpes 11 años, hubiese sido capaz de averiguarlo. Y ni ahora, creo. Me ha picado la curiosidad y, después de la siesta, me he puesto a ello. Y me sale que son 200 horas, es decir 8 días y 33 minutos. Fácil: he convertido los metros cúbicos en litros y luego los he dividido por 25. Ea. También se explaya en vivencias personales durante su etapa de seminario y de más tarde, cuando se secularizó: de su mujer, de sus hijas, de sus seis nietos, unas preciosidades... Bromea conmigo acerca de mi dolencia prostática escribiendo una especie de profecía en latín: Ubi quis peccavit, ibi torquetur (allí donde alguien pecó, allí será atormentado). ¡Sioputa, el cura...!

En fin... ha sido para mí una sorpresa muy agradable, el mejor regalo del día. Por venir de quien viene y por devolverme a mis años de juventud.

Quedad con Dios.


martes, 9 de mayo de 2023

La fe y las rogativas por la lluvia


"En verdad os digo, si tuvierais una fe siquiera tan pequeña como semilla de mostaza diríais a esta montaña: muévete de aquí para allá. Y la montaña se movería". (Mateo, 17:20)

Y ya puestos, si la fe, en tan minúscula proporción, puede mover montañas ¿por qué no ha de acarrear la lluvia?

Parece ser, pues, que a lo largo de estos últimos dos milenios y pico que lleva la cristiandad cultivando sus creencias desde que Jesucristo pronunciara estas palabras, nadie ha tenido ni siquiera esa mijitilla de fe, porque, que sepamos, ninguna persona humana -ni divina- ha logrado cambiar una montaña de su sitio ni arrimar las nubes a su sembrado. Para mí, que aquella sentencia fue un farol de Jesucristo. Todo lo más que sabemos parecido a esto fue cuando Moisés separó por unas horas las aguas del mar Rojo. He aquí un verdadero hombre de fe. Ni siquiera Aníbal, el más afanoso guerrero de la Antigüedad, consiguió mover el gigantesco bloque de hielo que obstaculizaba el paso de su ejército por Los Alpes, sino que tuvo que destrozarlo a golpe de golpes y de días. Lo dicho: la humanidad carece de fe. No llega a la semilla de mostaza. Al menos, de fe religiosa.

Fuera de la fe (religiosa), muchas obras y pensamientos de la gente corriente nos parecerían a todos -incluso a los creyentes- un sinsentido. ¿Quién en su sano juicio puede creer en que un pedacito de pan se va a convertir en el cuerpo de Cristo o un trago de vino de misa en su sangre, al simple conjuro de una especie de abracadabra elevado al cielo por un ministro del Señor? ¿Quién, en las misteriosas apariciones de La Virgen María? ¿Quién, en los milagros? Nadie, fuera de la fe. De manera que no parece cierto que la fe mueva montañas, pero sí que mueve voluntades, emociones y sentires. Ha sido siempre así y no parece que vaya a dejar de serlo. El hombre necesita creer (bueno..., y la mujer también). Parece que es algo inherente a nuestra naturaleza, algo ya estructurado en nuestro paleo encéfalo, herencia de nuestros ancestros más primigenios. No necesariamente ha de ser una fe religiosa la única que pueda guiar las vidas de las personas, existen otras variadas formas de fe, pero en nuestra cultura fe se equipara casi siempre a creencia religiosa, y así lo quiero dejar constar en el contexto en el que hoy escribo.

La fe religiosa sublima y supera la realidad. El creyente no quiere saber la verdad, decía Nietzsche, le basta con la fe. "La fe engaña a los hombres, pero le da brillo a la mirada", apostillaba R. Tagore. Pues, sí. Algo (o mucho) de eso es lo que hay. Desde luego, yo no voy a menospreciar la fe ni a las personas que la practican. Lo que siempre criticaré será la intransigencia y el fanatismo, porque ciegan las luces e imposibilitan cualquier debate o acercamiento. He sido creyente fervoroso durante muchos años. He conocido a gente de ciencia que son creyentes. La historia universal está repleta de científicos, investigadores, literatos, artistas... intelectuales que creen en Dios. Tengo para mí que ciencia y fe son dos mundos que, ora se juntan, ora se pelean, como hacen los hermanos cuando chaveas, dos trenes en vías paralelas que pretenden llevarnos al mismo destino, el de la verdad, y que unas veces se acercan tanto que casi se rozan entre ellos, y otras divergen tanto que parece que uno vaya para Sevilla y el otro, para Almería. La fe, por tanto, no es signo de ignorancia, ni mucho menos. Es otra cosa, otra dimensión del pensar y del conocer, un subproducto primitivo surgido del sentimiento y de la intuición para dar respuesta a realidades ocultas. Mitos que expliquen lo inexplicable. La razón es el dominio de la ciencia, algo sobrevenido a nuestro cerebro con posterioridad. Ciencia y fe, razón y sentimiento, qué fácil en la teoría, qué complejo en la práctica. No puedo olvidarme de nuestro gran Antonio Machado cuando en su "Juan de Mairena" de 1936 sentenció: "No fue la razón, sino la fe en la razón lo que mató en Grecia la fe en los dioses".

De otra manera, no se explica el fenómeno que yo creía atávico acaecido en estos días en muchos puntos de la geografía patria: el de las rogativas por la lluvia. Vírgenes de diferentes advocaciones, Señor de Las Aguas, san Isidros... , procesionados en nuestros pueblos y ciudades con rezos y cánticos imploradores de agua. Algo sentido como natural y necesario por muchos creyentes -no todos. Algo anacrónico, esperpéntico, vergonzoso para muchos no creyentes. Sin fe es imposible entender tal fenómeno. Llamo al móvil de un amigo sacerdote, muy cercano al obispo.

-¡Por Dios bendito! -le increpo nada más empezar la conversación- ¿Cómo es posible que permitáis este esperpento de procesiones en el siglo en que vivimos? ¡Que ya no estamos en el Nacional catolicismo, por Dios!!!

-Hombre, José María, no te lo tomes así. De toda la vida del Señor esto ha sido y es expresión de la religiosidad popular. De sobra sabemos que no va a llover por mucho que imploremos al Altísimo y a su Santa Madre, pero no podemos ni debemos reprimir lo último y más sagrado que le queda a la gente: su fe.

-Pero, hombre -protesto-: para eso estáis los pastores ¿no? Para procurar que el rebaño no se descarríe por caminos ya abandonados.

-¿Abandonados? Eso será lo que tú te crees. Esa costumbre de sacar a los santos sigue tan vigente como en nuestros años de seminario, o más. Mira tú éste.

Pues entonces, apaga y vámonos.




 


"El naturalismo pretende excluir a Dios de cualquier explicación racional seria. Y suele concentrarse en el estudio de la persona humana, que viene reducida a sus dimensiones materiales, físico-químicas y neuronales. Tal como señala una de las respuestas que he mencionado, el desafío mayor que la religión debe afrontar hoy en nombre de la ciencia es el que se presenta como avalado por la neurociencia: algunos pretenden explicar todo lo humano, incluida la conciencia y la religión, mediante la química del cerebro".

Este párrafo lo escribió Mariano Artigas, un filósofo de investigación, en Aceprensa en 1991. Su libro más conocido, Ciencia, razón y fe, de 2011, es un ejercicio formidable de conciliación muy recomendable para el personal interesado en estos temas. Mi opinión al respecto es que los avances logrados en la neurociencia desde entonces apuntan a lo que este hombre, filósofo y sacerdote, se temía: que todo lo humano es física y química. Pero no hay nada que temer: física y química de las buenas. Física y química que permiten y protegen la diversidad, la pluralidad y la libertad de conciencia y de pensamiento. 

¡Que así sea!

martes, 28 de marzo de 2023

Madrid desde el taxi


“Si usted busca a un hombre que le sepa escuchar, haga lo que usted le diga y, además, le lleve a donde usted quiera… súbase a un taxi.” (Anónimo)



Pues no es verdad del todo. 


El taxista que cogimos en Madrid el último día de este fin de semana pasado nos llevó por donde mejor le pareció. Desconocía la dirección que le dimos, lo guiábamos nosotros con el google maps del móvil de Victoria porque el del taxi lo tenía averiado, pero no nos hacía ni puñetero caso. Si la voz monótona y fría de la señorita del móvil indicaba: “ahora gire a la derecha”..., él se reía y decía que “esta tía no tiene ni idea de lo que es circular por Madrid”. No es que quisiera timarnos, no. Es que era un desastre de hombre. No pude tomar acomodo en la parte del copiloto hasta que él, a manotazos, despejó el asiento que le servía como una especie de minialmacén: dos paños de cocina, una litrona de Coca Cola, un mechero, dos cajetillas de tabaco… Hizo con todo ello un puñado y lo metió  bajo sus pies. A duras penas cupieron en el maletero nuestras maletas. Hubieron de compartir espacio con un batiburrillo de cosas: una caja de cervezas, una mochila con ropa, una rueda de repuesto, los triángulos de aviso, el chaleco de amarillo reflectante… Parecía como si el taxi fuese su casa. El salpicadero tenía polvo incrustado de tiempo indefinido y todo en el coche inspiraba abandono, suciedad, descuido… Y no sólo eso: desaliñado de aspecto, desde que arrancó el vehículo nos trató con una naturalidad desacostumbrada, como si fuésemos conocidos de toda la vida, como a colegas. Hiperexcitado, me dió no sé cuántas palmadas en el hombro, nos preguntó, nada más entrar, que de dónde éramos y a qué habíamos venido a Madrid; que le encantaba Córdoba y toda Andalucía; que Madrid era una asquerosidad de ciudad, que nos la regalaba. Enterado por Toñi de que éramos unos turistas jubilados, puso el grito en el cielo envidiando nuestra condición: ¡Vaya morro, los jubiletas, la vidorra que se pegan!... Y Victoria, ahora -demasiado llevaba aguantando-, lo paró en seco: “a ver qué dice usted cuando lleve 40 años de servicio, hombre”... Y se jactaba de su condición de hombre soltero y libre. Y guarrindongo, pensé yo. Lo tuve claro desde la primera palmada en mi hombro: este tío está hasta las trancas de coca.


El primer taxista, el que nos recogió en Atocha el primer día, digamos que era un hombre normal, lo que uno espera de una persona a quien le pagas por un servicio correcto. De mediana edad, muy bien arreglado y manteniendo en todo momento las formas, no se dirigió a nosotros salvo para contestar cortésmente a nuestras preguntas. Entrados en harina, ya nos fuimos contando cosas intrascendentes relacionadas con el turismo y con el fútbol. Que le encantan las Canarias, sobre todo Tenerife, a donde ha viajado en varias ocasiones con su mujer y sus dos hijos; que le gusta Madrid, a pesar de su densidad humana y de sus coches, porque luego, cada uno en su casa, vive en un espacio muy parecido al de cualquier ciudad mediana española, porque los barrios madrileños no son otra cosa que eso: una ciudad en pequeño; que para movernos por Madrid nos recomienda el taxi mejor que el metro, porque siendo cuatro personas nos sale a cuenta pagar un poco más, pero dónde va a parar…; que él es del Madrid, pero sus hijos son del Atleti, algo bastante parecido, en su caso, a lo que ocurre en Sevilla con la familia, unos del Betis y otros palanganas… Un hombre correcto en un coche decente.


El tercero en discordia nos paseó por Madrid, de punta a rabo. Yo creo que éste sí nos timó. En su descargo, que el trayecto más apropiado estaba cortado por obras, pero el rodeo que nos dió nos pareció excesivo. Al final, los diez euros que habíamos presupuestado para el viaje se transformaron en el doble. A Victoria le tocó el marrón. Era un hombre malhecho: achaparrado y feo, una generosa calvicie ponía de manifiesto una mollera rectangularmente apepinada. Desagradable a la vista su media melenita rizada que le colgaba por el pescuezo, así como el sebo que le brillaba en su testuz descubierta. Desde el primer momento entabló un discurso político sin que nadie se lo hubiese solicitado. En su opinión -que conste que yo soy apolítico, nos repetía-, todos los políticos son iguales, ninguno mira por el bien del ciudadano, sino sólo por su bolsillo y luego por el partido. Todos son unos sinvergüenzas. Yo le replicaba: “hombre, todos, no. Hay muchos políticos de base, de esos que no salen en la tele, que son gente honrada y decente. Nosotros conocemos a algunos de ellos”. “Bueno, sí; eso te lo compro; yo me refiero a los políticos de élite; ésos, sólo piensan en trincar”. El hombre reitera que es apolítico, pero Antonio advierte enseguida una banderita de España que se balancea graciosamente en el soporte del espejo retrovisor. Se queja de que Madrid está imposible para el tráfico, pero que tampoco acepta las restricciones municipales en contra de los vehículos viejos, porque, “por ejemplo, el de mi suegro, que yo he heredado, tiene veinte años, pero a lo mejor contamina menos que  algunos de los más nuevos. No sé”...Victoria le puntualiza que la situación en Madrid y en otras grandes ciudades obliga a restringir la movilidad en beneficio del planeta y de la ciudadanía. “Los cambios siempre cuestan; cuando el gobierno, en su día, prohibió la venta de cualquier leche que no hubiera sido pasteurizada mucha gente se vió perjudicada. Sin embargo, fue una medida acertadísima que nos benefició a todos, ¿verdad? “Sí, pero siempre nos fastidiamos los mismos, replica enfadado nuestro hosco hombre, no todo el mundo puede comprarse un Tesla”. “Claro que no, le contesta mi amiga, pero sí que todo el mundo podría compartir el transporte público y no habría necesidad de que en cada casa de cualquier españolito haya dos coches, por ejemplo”. Silencio. Y al rato: “pues sí, eso es verdad… Y de paso nos beneficiaría a nosotros, los taxistas”. Y luego nos suelta algo que nos sorprende a los cuatro: que él vió acertada la medida de Carmena del Madrid Central justo para disminuir la densidad de tráfico en el centro. Y Victoria, que no pierde ocasión: “entonces, supongo que usted la habrá votado, a Carmena”. Y el hombre, ahora azorado: “Ah, no, ni pensarlo, ya le digo que soy apolítico”.


Si fuese verdad aquello de que uno puede conocer el pálpito de una ciudad a través del discurso de los taxistas, entonces tenemos que en Madrid un tercio de la ciudadanía está colgado de coca, otro tercio se comporta con normalidad y corrección y otro es un apolítico con ramalazos abascalinos. Con perdón.