sábado, 21 de abril de 2012

El carril bici

Debe ser verdad lo de que cada cosa requiere una edad y que hay una edad para cada cosa. No vamos a hablar ahora, ni mucho menos a presumir, de mis años "furboleros" en el seminario, entre otras razones porque muchos de mis lectores me delatarían. Fui un futbolista de clase refinada, pero enclenque y asustadizo. Mis piernas de alambre chutaban muy colocadito pero sin fuerza, y mi poca chicha no aguantaba el nervio belicoso del Baena, ni los empellones de Antonio Estepa. Sentía sana envidia de las piernacas de Jaime y de la fuerza de José Pablo. De éso hace ya mucho tiempo, tanto como cuarenta y cinco años. Una vida.

Pero no hace tanto que me hice un buen tenista. Mi afición al tenis comenzó en san Telmo, cuando me resigné como futbolista frustado. Jugábamos en unas pistas con más boquetes que cemento de un colegio salesiano de Dos Hermanas. Luego, en las vacaciones de verano, jugaba con mis hermanos y con mi cuñado en una pista de tierra tosca que había en la Capilla. Y me fui consagrando en los años de facultad, en Córdoba. De ese tiempo fueron mis enfrentamientos fratricidas con Manolo Baena, primo del Baena del seminario, con Javier Cosano, hoy neumólogo afamado y con mi hermano Frasco. Ya en Sevilla se depuró mi técnica de una forma definitiva gracias a los choques encarnizados con la Peque, aprendiz furibunda y cansina hasta la extenuación. Me tiraba chupinazos a las esquinas incluso en el peloteo. "Perdón, Sema, ha sido sin querer". Todo de forma autodidacta. Igualito que los niños de hoy!

Y, de pronto, en mi mejor momento, he visto truncada mi carrera deportiva. No ha sido una lesión inoportuna, ni siquiera una falta de sponsor. Mi fastidiosa taquicardia me ha apartado de los berrinches con la Peque. Así me lo ha recomendado mi cardiólogo, que soy yo mismo.

Durante un breve tiempo, que se me hizo interminable, anduve huérfano de toda actividad deportiva que me resultara placentera. La Peque me regaló un arco profesional, de ésos de tirar flechas, sabedora de mi antigua afición infantil. Pero no solo no funcionó, sino que devino en un peligro para la comunidad canina de mi urbanización. Las flechas caprichosas atravesaban la calle y los setos y se iban derechas a los perros de mi vecina Viqui. Me compró entonces la Peque unos palos de golf (con su bolsa de bolas y todo) para que fuera entrenando en mi patio antes de matricularme en el Zaudín. Peor. Las bolas salían con una violencia inusitada, subían y subían y subían más todavía y, al bajar, se alojaban en los jardines y en los tejados de los vecinos con resultados de perros asustados y tejas rotas. Aunque yo tiraba hacia el descampado, las bolas tenían que sobrevolar la parcela y el chalet de mi vecino Gabriel. Y había ocasiones en que por su cuenta y riesgo caían donde a ellas les parecía. Un día se presentó Gabriel en mi casa con una bola en la mano y me dice el tío: "oye José María, hazme el favor de apuntar para otro lado que esta bola ha caído en mi patio, ha rebotado en una loza y me ha hecho trizas una tinaja antigua, tan bonita". Para compensarlo le tuve que regalar un arado viejo y una jáquima roída por los años, antiguallas muy preciadas de las muchas que aún decoran las paredes del caduco salón de bodas de mi suegro. Le han quedado muy monos, mejor incluso que la tinaja, adornando el pasillo de la entrada. No, tampoco me convenció lo del golf.

El carril bici ha sido  mi salvación, la solución perfecta para mi edad. No en bicicleta, que la Peque no sabe, sino by foot. Todos los días caminamos a buen paso por el carril entre Gines y Valencina.  Este paseo es muy saludable para el cuerpo, reconfortante para el espíritu e incluso revitalizante para las relaciones de pareja. En este mundo nuestro de las prisas y la poca comunicación es muy aconsejable disponer de un rato para pensar y para charlar con tu santa. Sacamos los trapos sucios del hospital, arreglamos y desarreglamos los problemas de las Urgencias en cuatro pasos, vendemos el piso de Benalmádena y compramos otro en Antequera antes de llegar a la primera rotonda, colocamos a la Meli en su plaza definitiva en Alameda, en Mollina o en el mismo Benamejí, mira tú qué cerquita y le miento con descaro asegurándole que todo culo femenino que nos adelanta es bastante más fofo, más gordo y más descolgado que el suyo, ¡dónde va a parar!

Últimamente, sin embargo, a la Peque le gusta más pasear por senderos solitarios que rodean nuestra urbanización y nos llevan hasta Salteras entre olivos y campos de labor. A mí no me hace tanta gracia porque  le faltan el colorido y la vistosidad del carril, y porque en medio del campo me lleva asfixiado, no me permite que vaya ni siquiera tres pasos por detrás. "Como te retrases me voy sola", me amenaza acelerando aún más el paso. "Ponte a mi lado, coño ya" Es así de intensa. Yo me hago el remolón y para contentarla le digo: "Peque, como por aquí no pasan otros culos me gusta ir detrás para verte el tuyo". Y se vuelve para mí con gesto de tirárseme a la cara, y lo haría si alcanzara. Pero por dentro va halagada, ¡si lo sabré yo! La única ventaja que le encuentro al circuito campestre es que me permite echar una meadita al aire libre. La próstata dichosa.

Me he enviciado con el carril bici. Me engancha, como se dice ahora. Los días en que la Peque no puede acompañarme por estar trabajando de tarde voy a mis anchas, a mi bola, sin prisas, recreándome en el paisaje y en el paisanaje. Me relaja aspirar el perfume intenso de las higueras enfiladas que flanquean al huerto de enfrente, admiro la perfecta ordenación y cuadriculación de los distintos estancos, éstos de lechugas, éstos otros de cebollas, los de más allá de alcauciles, de coliflores...Me resulta de una belleza especial el verdor tan fresco de los trigales (aunque no haya llovido apenas), los nacientes brotes de las moreras y la raya del horizonte donde un sol de púrpura se arrima, como caliente galán, a las últimas casas de Salteras, su blanca novia de la tarde.
Una cosa, sin embargo, no quita la otra. No todo es paisaje. Las tardes tibias de primavera hacen del carril bici un reguero sin fin de criaturas de todo pelaje, solas o acompañadas, con perro o sin él, gordas o flacas, con chándal o vestidas de calle. Apenas queda sitio para los ciclistas que se ven obligados a chiflar para hacerse notar.

Lo mío son las tías. Rara es la tarde en que no me tropiezo de frente con alguna "tiílla" moderna embutido todo su tren inferior en unas mallas elásticas, de ésas ajustadísimas que lo señalan todo. Sin querer, cambio el paso para poder preparar mejor el objetivo. Según los casos, unas veces interesa más apuntar hacia arriba, al pecho saltarín, o a la cola de caballo que se bambolea de forma tan armoniosa de lado a lado. Las más veces, sin embargo, el punto de mira se dirije sin remisión al triángulo mágico tan marcadamente delimitado con esa prenda, la malla diabólica. Tan bien se dibuja el triángulo que hasta se insinúa la bisectriz como una  graciosa ranurita de hucha. Cuando alguna de éstas gachises me pilla de espaldas dejo que me adelante y luego, para no perder la vista trasera, me llevo un buen rato caldeando detrás, manteniendo a duras penas la distancia propicia. Entonces caigo en la cuenta de por qué prefiere la Peque el campo a través, "es que se te van a salir los ojos", me recrimina. Me quedo tan embobado que se me nota, claro. Me da igual. Mi amigo Jaime dice que ya que no podemos otra cosa habrá que darle al ojo.

Las mujeres, sin embargo, y esto es cosa conocida, son gente de seso más complicado (he dicho seso, eh). No se fijan, como nosotros hacemos con ellas, en los tíos buenorros que le vienen de frente, ni en sus paquetes bajunos, el de éste, horondo y prieto por la bermuda estrecha, el de este otro, más suelto y pendulón por el calzón de pernil desahogado, el de aquel otro, en fin, encogido por el frío o por ser de natural pichicorto. No, ellas no van pendientes de otra cosa que no sea las anchuras de unas y de otras. "Hasta que no me quede como ésa de delante no pienso dejar la dieta Ducan, que no me rozen los muslos". Son así. ¡Con lo listas que son para todo!

Está claro. A mi edad, lo suyo es el carril bici.

viernes, 20 de abril de 2012

El factor humano


Tengo que reconocer que R. D. G. es una paciente la mar de pejiguera. Dándole confianza te suelta cualquier fresca ante la más mínima desavenencia. Se lo aguanto casi todo porque me da pena el estado en que se encuentra y porque tiendo a sentirme culpable cuando algún paciente no evoluciona tan favorablemente como debiera o como uno quisiera. Y éste es su caso. Tiene una limitación grave para su autonomía por una lesión en la médula dorsal como consecuencia de una enfermedad reumática inflamatoria. Ahora sus piernas son las dos ruedas de la silla ortopédica, ya que las suyas de siempre no la sostienen.
Hace poco la derivé a la consulta de otro compañero porque ha desarrollado una complicación de su enfermedad que pudiera, incluso, requerir de cirugía.

-Anda, explícame ¿qué te ha dicho mi compañero?
-¿Ése? Ande, ande, no me haga disparatar.
-Necesito saberlo, mujer.
-Usted me disculpe, pero ese hombre no había cagado desde hacía varios días.

Las estudiantas y yo nos miramos y nos reímos de buena gana.
-No me ha hecho ni puñetero caso –prosigue.- Ni me ha mirado. Ha visto, así por encima, las radiografías y me ha dicho que esto no es de operación. Ea. Un desaborido y un estreñido, eso es lo que  es ese hombre.


Y les explico luego a los estudiantes que en ocasiones los médicos actuamos con un excesivo tecnicismo y distancia. También yo he cometido el mismo error alguna vez, sobre todo cuando recibo pacientes sin una clara indicación de estudio especializado. Ellos se defienden con un "yo no vengo por gusto, yo voy donde me mandan". Es verdad. Y pretendo disuadir a mis estudiantes de esa práctica, para mí inapropiada.

Hay entre nosotros, los médicos, voces de nueva hornada renuentes a la palmadita en la espalda, porque creen que gestos como ése no hacen sino disimular la impericia. Lo que importa, según esta nueva tendencia, es solucionar el problema de salud que tenga un paciente mediante los procedimientos técnicos apropiados. Da lo mismo ser amable que distante, el acto médico no es para contar chistes, sino para curar. Y me siento triste y desanimado, y llego, incluso, a sentir vergüenza ajena por determinados comportamientos médicos.

El acto médico se lleva a cabo entre personas, una persona intentando ayudar a otra. Y el primer elemento, básico, de esa ayuda es el reconocimiento de la situación de debilidad, de indefensión, o de angustia que embarga, en general, a los pacientes. Es necesario saber ponerse en el lugar del otro, intentar sentir lo que siente el otro, cómo te gustaría ser tratado en una situación similar a la del otro. A todo esto se le llamaba antes tener “rapport”. Hoy, más modernos, le llamamos feeling, pero es más de mi agrado “empatía”. Pongámosle el nombre más o menos eufónico, me da igual. Esto, no obstante, es tan antiguo como el propio oficio de médico. A mí me lo enseñó, primera que nadie, mi madre. “Niño”, me decía, “sé cariñoso con los enfermos, que los pobres agradecen mucho que se les dé calor”. Más tarde, don Carlos Castilla del Pino nos insistió muchísimo en el concepto de rapport en sus clases inigualables de Psicopatología. Y en la actualidad es mi mujer, la Peque, quien me alecciona a diario: “No te das cuenta del don que tienes, sólo con un gesto tuyo haces feliz a la gente. No desaproveches ese regalo”.

Por otra parte no debemos olvidar que muchos de los procesos que tratamos no tienen cura definitiva, por mucha tecnología que apliquemos. Uno de nuestros grandes principios hipocráticos dice que nuestra misión es curar, y si esto no fuera posible, entonces aliviar. Y si tampoco pudiera ser, tocaría consolar. ¿Y cómo vamos aliviar o consolar a una persona si no sabemos ponernos en su lugar? El médico moderno dispone de un caudal de conocimientos y de tecnología asombroso, nunca hemos sabido tanto como ahora, nunca hemos curado tanto. Y esto es algo enormemente positivo, ¿qué duda cabe? Pero eso, siendo muy importante, no lo es todo. La capacitación de un médico para ejercer como tal debe incluir también su capacidad de aprehender lo que sus pacientes necesitan, en cuanto que pacientes y en cuanto que personas.  En mis clases a los alumnos de tercero les animo (todavía están a tiempo) a retirarse de la carrera si no tienen claro la especial servidumbre de nuestro oficio. No estudian para ser famosos cirujanos, ni investigadores de primera línea. Eso ya se verá. Estudian con el objetivo de ayudar a sus futuros pacientes.
Hoy mismo un compañero no lograba entender por qué los familiares de un paciente que falleció hace tres días le habían puesto una reclamación cuando, según él, su actuación fue totalmente correcta. Como es habitual en estos casos, las versiones de la familia por una parte y las del médico por otra son totalmente divergentes. Quizás porque remamos en el mismo barco, uno tiene la tendencia natural a inclinarse por la versión médica. Y en este caso, la explicación del médico es concordante con lo escrito en la historia y coherente con lo acontecido. Es decir, parece que el gesto técnico, la pura actuación científica, no admite reproche. Lo que ocurre es que en nuestro quehacer esto no es suficiente. Es necesario, pero no suficiente. "Lo de mi padre era morirse cualquiera de estos días, éso ya lo sabíamos, no nos quejamos por eso, pero en un sitio como éste uno espera un poquito de comprensión, de consuelo, un trato más humano".
A cualquier otro profesional solo se le exige una correcta actuación técnica. Un ingeniero puede permitirse ser al mismo tiempo  un genio que un ogro. A un arquitecto solo se le pide que realice un diseño elegante y del gusto del cliente, que calcule bien los muros de carga, la pendiente del tejado y la consistencia de la estructura. Y a un piloto, que no se distraiga con las azafatas, ya tendrá tiempo luego, y que nos aterrice sin sobresaltos. El médico, no. El  gesto técnico correcto debe de ir necesariamente acompañado del gesto humano intachable. Este factor humano admite múltiples variables individuales, como pueden ser la cercanía, la compasión, la comprensión, la correción en las formas, el compartir el dolor, incluso, la palmadita en la espalda. Estoy convencido de que cuando las cosas vienen mal dadas, la familia perdona mejor el fallo técnico que la falta de humanidad.
El Harrison, nuestra Biblia médica, acuífero perenne de conocimiento inabarcable donde bebemos todos los internistas, no puede empezar mejor el prólogo: "la medicina es ciencia y es arte". La ciencia se adquiere mediante el estudio y el trabajo, lo puede hacer cualquiera que se lo proponga. El arte, sin embargo, se ha de llevar dentro.

Bueno queridos, os voy a dar un respiro durante unos días. La feria de Abril. No me queda otro remedio que ejercer de feriante "malgré moi" y proclamar a los cuatro vientos que me encanta. En Sevilla decir que no te gusta la feria o la semana santa es blasfemia.












miércoles, 18 de abril de 2012

Arma virumque cano

Hoy quiero traer a estas páginas un canto a la fuerza y entereza de este hombre singular (arma virumque cano), porque si no ha soportado tantas penurias, vicisitudes y golpes del destino como Eneas poco le habrá faltado. Y lo que le queda.

Arrastra con total gallardía y dignidad una dolencia cruel y vengativa desde hace ocho años. No es cáncer, pero le está lastimando tanto o más que si lo fuera. El propio paciente (y yo mismo) ha deseado en más de una ocasión que lo suyo hubiese sido un cáncer. Así, al menos, tendríamos a qué atenernos, a qué agarrarnos, una excusa válida y universalmente aceptada que explique la pésima evolución de su enfermedad.

No es un cáncer, como digo. Es una Vasculitis generalizada, se le llaman sistémicas a estas vasculitis porque afectan a diversos  aparatos y sistemas del organismo. El caso es que este tipo de procesos no es infrecuente, tengo bastante  experiencia en ellos, y suelen responder de forma adecuada al tratamiento. He tenido pacientes con vasculitis que se han curado por completo y han sido dados de alta de la consulta. Otros muchos se mantienen con una enfermedad en estado silente, como hibernada por los corticoides, como si tal cosa. Sus revisiones cada 6 meses y tan ricamente.

Este hombre, no. Ha soportado lo indecible, más allá de lo que yo hubiera podido esperar, mucho más de lo que nunca he visto. Incontables las veces en que ha tenido que ingresar, muchas más sus visitas a mi consulta y a la de otros especialistas, no sabe ya de quién será la sangre de sus venas, desde luego suya no, de tantas transfusiones como ha recibido. No ha respondido a ninguno de los remedios que le he procurado, tratamientos fuertes, como dice la gente, más fuertes todavía. He ensayado con él fármacos nuevos, biológicos se llaman, todos los que han ido saliendo. El pobre es consciente de su condición de "animal de laboratorio", "de conejillo de india", de carne de hospital. Todo lo que haga falta con tal de curarse. Pero no hay tal.

Consiste, brevemente, su mal en brotes repetidos de fiebres, bultos en la piel, disminución de las fuerzas en las extremidades, calambres y hormiguillas y en una médula ósea paupérrima, en crisis permanente, que no fabrica la sangre necesaria. Solamente los corticoides lo mantienen vivo. Pero a unas dosis tan elevadas y, sobre todo, tan prolongadas en el tiempo que ya no sabe uno a ciencia cierta qué sea peor, si la propia enfermedad o los efectos secundarios de los corticoides. Está hinchado como un ahogado recien sacado del río, abotagado, deforme y con sus facciones totalmente perdidas. La piel, finísima y frágil, como papel de fumar antiguo, se te viene en los dedos si lo pellizcas cariñosamente. Su cuerpo es todo él un hematoma, las pobres enfermeras no aciertan ya por dónde pincharle para extraerle sangre o para ponérsela.

Ante enfermos así uno se siente solo e impotente. En muchas ocasiones he agradecido el hecho del ingreso en planta porque de esta manera me he liberado una temporada del agobio de esta pesada cruz, sostenida en ese tiempo por alguno de los cirineos que son mis compañeros. He consultado, naturalmente, con otros especialistas del hospital por escuchar otras opiniones y por compartir un poco la angustia y la frustración,  pero comprendo, de verdad, que enfermos como éste, tan complejos y difíciles, sean considerados como imposibles. Además de que soy un firme convencido de que quien mejor conoce y maneja  a un paciente es su propio médico, en este caso yo.

No se me ha ocurrido llevar el caso de este hombre a ninguno de nuestros congresos médicos. No me convencen. La mayoría (no todos) son convenciones financiadas por los laboratorios y pensadas para presentar y discutir novedades de investigaciones básicas o clínicas, y no para bajar al terreno concreto de un paciente tan especial. El conocimiento en estos casos nos viene por el estudio diario y por la experiencia, eso creo yo.

Y el caso es que el paciente se me muestra siempre como unas castañuelas. Él es quien me anima constantemente, dándome las gracias cada vez que me acerco a saludarlo en su visitas al hospital.
Hace algo más de un mes ha tenido la última complicación, por el momento: ha habido que amputarle una pierna por una gangrena. El colmo. Pero el tío lo ha  afrontado con tal naturaleza que nos ha sorprendido a todos, a la familia, a los cirujanos y a mí mismo.
Yo ahora, es verdad, siento pena más que ninguna otra cosa. Pena por ver que el más débil e indefenso nos da ejemplo a los demás, por ver cómo claudica la familia, por saber que en su fuero interno este hombre está sufriendo. Hoy mismo, en Urgencias, mientras le pasa una bolsa más de sangre (para él es como quien se toma una caña con una tapa de caracoles) me dice:

-Verá doctor Rivera si me moriré antes de que venga usted a mi casa, la del campo. ¡Con la gana que tengo..!
-Iré, te lo prometo. Y nos iremos monte arriba los dos a buscar espárragos.

Y a ambos se nos nubla la vista por un momento. A sorber, que no se note.

Arma virumque cano Troiae qui primus ab oris Italiam, fato profugus, Laviniaque venit litora.

¡Venga mis latinos, que no se diga! Cada vez que leo o escucho este parrafillo se me ocurre que  también es esto memoria histórica, el recordar a don Rogelio, el Chino, en el Séneca: canto a las armas y al varón que fue el primero en llegar, huyendo del destino, desde Troya a Italia y a las costas de Lavinia.

martes, 17 de abril de 2012

Mi cruz

Esta paciente de la que hoy os hablo se las compone para ser siempre la última de la consulta, la de la última hora. Creo que lo hace así para asegurarse de poder estar más tiempo de cháchara sin molestar a ningún otro paciente con prisa. No seáis mal pensados, no tiene nada conmigo, aparte de que, por edad, casi podría ser mi madre. Además, siempre acude acompañada por una hija ya madurita.

Les temo a ambas, a la madre y a la hija. No es solo porque ese día llegue a comer a las cuatro de la tarde, de lo pesadas que son. Tampoco es porque la enfermedad de la madre me tenga agobiado. Ni siquiera porque me caigan mal. ¡Si son la mar de simpáticas! No, no es nada de eso. El asunto es que, no sé por medio de qué viperina lengua, se han enterado de mi condición de  hombre descreído. No me atrevo a escribir ateo, ni siquiera agnóstico, que queda feo para una persona que ha vivido diez años en un seminario, "¡de qué nos ha servido tanto seminario?", se quejaba mi madre al enterarse de mis frecuentes ausencias de la iglesia. Descreído suena mejor. Lo he aprendido de un amigo, también antiguo seminarista, maestro en su día en el análisis de teología dogmática. Tan descreído como yo. Y me quieren convertir, bueno, reconvertir. Más parece que acudan a la consulta en misión de apostalado que para sanarse del hígado.

Creo que en sus confesiones o en los retos a los que se comprometen en los ejercicios espirituales para ganar alguna indulgencia se han propuesto este difícil objetivo. Son conscientes de que si lo consiguen disfrutarán de un palco de preferencia allá en las alturas. ¡Yo sí que tengo el cielo ganado con ellas!
Acaban de venir de Roma, donde el santo padre, y me traen de regalo un brioche típico de allí y un rosario de cristalitos, precioso, bendecido por su Santidad. Fijaros, eh. Con mi guasa habitual les he dicho que el bizcocho me lo zampo hoy mismo, pero el rosario será desgranado mucho mejor por los dedos porrudos de mi padre.

Cuando creo haber terminado la consulta y hago ademán de recoger mi cartera de médico para levantarme e irme, entonces empiezan ellas:
-¿Algún progreso desde la última vez? -preguntan inquisitivas.
Me hago de nuevas, como si no me acordara del tema.
-¿Progreso? ¿A qué os estáis refiriendo?
-No se haga usted el tonto, doctor, ya sabe...-Y me señalan el pequeño crucifijo de sus colgantes.
-¡Ah, eso..! -les digo mostrando sorpresa -¡Qué intensas sois, eh!
-Es la obligación de todo cristiano, procurar la salvación de todos quienes nos rodean.
-Pero vamos a ver: ¿vosotras no creéis que ya estoy más que salvado con todo lo que hago aquí en la consulta? Practico a diario las tres virtudes capitales, fe, esperanza y caridad. -Me sale así, de sopetón.
-Si dice que practica la fe es que ya cree, ¿no?
-Sí que creo -y ahora se quedan en una situación entre el pasmo y la perplejidad. -Tengo fe en mi trabajo, en la gente buena, en mí mismo. Doy esperanza a muchas personas con una palabra, con un consejo, con un gesto, a veces, solo con una mirada. Y reparto caridad a mansalva.
Cuando creo que las tengo acorraladas y entregadas a mi verbo, de pronto tan convincente, me sale la hija:
-Un hombre tan bueno y generoso tiene que creer en Dios, a la fuerza. Y si no en Dios, en algo sobrenatural.
-Pues no -le  respondo con cierta displicencia.
-¡Imposible! ¿Y tampoco, entonces, cree en la otra vida?
-Tampoco. Creo en esta vida, no hay otra. -ya me pongo un poco cortante, ¿a qué hora voy a llegar a mi casa con la gazuza que me  está entrando?
-¿Cómo va a permitir Dios, que es nuestro padre, que nos muramos y...ya está?
-Igual que lo consiente con mi perrita Pegui.
-Ande, ande, no diga usted eso. Si fuera  así ¿qué sentido tendría nuestra vida terrenal? ¿Quién podría ser feliz sabiendo que luego no hay nada, solo eternidad?
-Yo creo que la misión de cualquiera en esta vida es ayudar al vecino, procurar no hacer daño, cumplir con nuestras obligaciones e intentar ser y hacer felices a los demás. Si después viene algo, bienvenido sea.
Y ahora cambian el tercio, y yo desmayado.
-Entonces usted no va nunca a la iglesia?
-Yo voy con frecuencia a la iglesia, sobre todo en mi pueblo. A misa no, me parece un teatro. Me encuentro a gusto sentándome en un banco a meditar. El silencio, la penumbra y la soledad de las iglesias me invitan a reflexionar. Miro al altar mayor y al retablo y me relajo, me siento en paz. Aunque creamos hablar con Dios, lo hacemos con nosotros mismos. Me da igual, a mí me sirve. El cura de mi pueblo dice que yo soy un gran creyente, pero que no me lo quiero creer.
-¡Eso mismo! Eso es lo que le pasa a usted, vaya si ha acertado el cura ese.
Y parece que con esta especie de confesión se conforman y me dejan irme a comer.

Ya más relajado, en plan jocoso, remato con una de las mías:
-Estoy dispuesto a volver a creer en Dios...-se quedan expectantes e incrédulas- si este año el Madrid gana la Liga y la Copa de Europa.
-¡Qué cosas tiene este hombre!

Se van risueñas y confiadas, sabedoras ellas también de que  este año vamos a ganar a nuestro enemigo, que no es otro que el Barsa maligno.

La consulta tiene estas cosas, no vayáis a creer que todo viene rodado, que todo son anécdotas graciosas. Podría callar, no tengo por qué expresar cosas tan personles e íntimas a extraños. Pero es que no son extrañas personas que tienen mi móvil, gente con la que me relaciono de una manera muy especial durante años. Y no me importa que me conozcan tal como soy. Como en la vida misma, en la consulta también es mandatorio soportar una cruz. Me ha tocado ésta. Y es posible que yo sea la de ella.

lunes, 16 de abril de 2012

Algunos hombres buenos

Hace seis meses que no veo en mi consulta a este paciente y le he llamado la atención. Tiene una sarcoidosis pulmonar activa, está en tratamiento con corticoides, pendiente de resultados de un nuevo TAC de tórax y, por tanto, necesita una vigilancia estrecha. Y lleva el tío seis meses sin control. En varias ocasiones lo he llamado al móvil, pero no contesta. Se lo he recriminado. De buena manera, claro. Su acompañante, un hombre de unos sesenta años y de afable apariencia, asiente con la cabeza a todas mis prevenciones.

Menos mal que no he sido duro en exceso, luego me hubiera arrepentido mucho. Me explica, cuando lo dejo resollar, que ha tenido que ausentarse a su país por enfermedad de su mujer y de uno de sus hijos, y que hasta ahora no ha podido regresar. A su vuelta, ha perdido el trabajo en una empresa de limpieza y ha perdido también, y eso es mucho peor, a su novia española y, con ella, su casa donde vivían juntos. Medio en broma muestro mi extrañeza por el hecho de que el hombre tenga su mujer en su pais y su novia aquí.
-Mira tú el tío, oye, que despabilado, ¿no? 
Se ríen paciente y acompañante y me comentan que eso es algo normal entre musulmanes y que tanto esposa como novia están al corriente de todo. No hay engaño.
-Ah, coño, es verdad. En esto nos ganan a los cristianos, ¿eh? -les digo dirigiéndome al acompañante, a quien supongo de los nuestros.

Durante todo este tiempo no ha podido cumplimentar ningún tratamiento, alegando que en su pais la medicina es carísima, solo al alcance de los ricos. Pero, lejos de una peligrosa progresión de la enfermedad, lo encuentro perfectamente. Lo cual me hace reflexionar, por una parte, en la sobrevaloración que hacemos los médicos de nuestros remedios, nuestras medicinas, que después resulta que no son tan milagrosas, y por otra, en lo privilegiados que somos los que hemos tenido la fortuna de haber nacido aquí, en la cara buena del mundo, aunque haya sido en este pais nuestro, mitad mariano, mitad zapatero, y aunque suframos, unos más que otros, la crisis pertinaz, como la antigua sequía, y la cacareada prima de riesgo. (EQUO al poder!)

El paciente es un pedazo de negro senegalés de tinte verdoso, de tan negro, con dos metros de estatura y otros tantos de envergadura, de ésos que parecen jugadores de la NBA, de ésos a los que no conviene provocar en exceso, no sea que se cabreen. Es broma, se nota a legua lo buena gente que  es.
-Oye Nymbahe (tiene un nombre rarísimo de pronunciar), y ahora dónde vives?
-Con este hombre -me responde señalando a su acompañante.
-¿Y usted quién es? -pregunto con ese estilo directo tan mío.
-Soy el cura del pueblo.

Ya se sabe, cada vez que me tropiezo con un cura empezamos a charlar, a indagar si por casualidad hemos coincidido en san Pelagio, o en san Telmo. Debimos de estar en san Telmo en 1973, porque se acuerda de mi amigo Agustín y cree que tambien de Jaime. De mí, no. Hombre, Agustín era el lumbreras y Jaime el guaperas. Yo, del montón. Es mayor que nosotros, pero todavía puede lucir palmito. Me explica que  está intentando arreglarle los papeles a éste y a otros inmigrantes del pueblo, y que, seguramente, podré contar con mi paciente para la próxima cita. Por su parte no va  a quedar. Habla con propiedad, con contundencia, con seguridad, pero se le nota la humildad porque no alza la voz ni gesticula. Es de esas personas que transmiten algo.
Después de auscultar al paciente y rellenarle recetas atrasadas que debe en la farmacia del pueblo, me despido de ambos.

-Hasta la próxima, moreno -bromeo con el hombretón como un trinquete.
-Hasta luego - se despide riéndose de mis cosas - y gracias por las recetas atrasadas.
-Suerte.

Resulta que al salir se cruzan con otro paciente mío que entraba en ese momento a la consulta. Se saludan mutuamente y se despiden sobre la marcha. Este nuevo paciente cotillea conmigo y enseguida me suelta vida y milagros del cura. Menos mal que son cosas buenas.
-Este hombre es un santo -me dice.
-¿El negro?
-El negro ¿qué va!, el otro, el cura. Es el cura de mi pueblo.
-Sí, ya me lo ha dicho él mismo.
Y me relata, emocionado, las haciendas del cura. Por lo visto tiene recogidos en su casa de la iglesia a cinco o seis inmigrantes negros, "a todo quisqui que no tenga techo, mire usted". Los acoge, los alimenta y los viste de lo que recoge de cáritas, de los cepillos y de lo que da la gente. Y cuando consigue colocar a uno con sus papeles arreglados, ya hay otro en cola para sustituirlo. "Los tiene a todos de monaguillos y de sacristanes, para que no se aburran, o le hacen recados. Él mismo vive la misma miseria que ellos, no se le conocen más que dos o tres mudas, siempre va limpio, pero con la misma ropa. Come y vive con ellos. Alguna gente del pueblo no lo ve bien, creen que un cura tiene que ser caritativo, pero no mezclarse de esa manera con los pobres. Un cura es un cura, no un mendigo."
-Y tú ¿que piensas de todo eso?
-¿Yo?, ¡Qué voy a pensar!, que es un santo, ya se lo he dicho antes.
-Pero eso de compartir casa y vida con ilegales...
-Eso fue lo que hizo Jesucristo ¿no? Ese es el ejemplo que debe dar un cristiano, desprenderse de todo.
-Es verdad, pero ninguno lo hacemos.
-Porque no somos santos como este hombre.

Me viene al pensamiento algo que me comentó mi yerno Pepe hace unos días. En una mesa redonda organizada por la facultad de económicas de Málaga, en la que él participó como oyente, el tema estrella, lógicamente, fue la Crisis. Y después de toda una jornada de mañana y tarde de números, cifras, gráficas descendentes, cálculos aritméticos, informes de mercado, del banco central europeo y de toda  esa liturgia impenetrable de las finanzas, a la hora de las conclusiones resultó que la solución del teorema, el valor de X +Y que  es igual a la raiz cuadrada de la cotangente Z, no fue un número, no fue un digito, no fue una cifra, ni siquiera fue una directriz financiera ajustada. Todo un día de debate para concluir que la solución del problema de la crisis es el comportamiento ÉTICO. Toma castaña, como si eso no  lo supiéramos. ¿Quién le pone el cascabel al gato?

Todo el mundo no puede ser un santo, está claro. Si todos fuéramos  santos el mundo se acabaría. Entiendo que haya aspiraciones de mejora personal en todos los  sentidos, incluido el económico, que haya ambiciones lícitas, afán de superación, incluso lucha leal por medrar. El enorme desarrollo tecnológico del que podemos disfrutar hoy, solo unos pocos, es verdad, se debe, en parte, al estímulo potente de llegar a más. Todo ello puede ser conseguido sin faltar a la ÉTICA. Aquello que nuestros padre nos decían de ser personas decentes. Ética y decencia deben de ser lo mismo. Yo no quiero que todos  seamos santos, no íbamos a caber en el cielo. Quiero que seamos  decentes.

Ante el desánimo que nos invade y nos aflige por ver el rumbo de nuestra sociedad cada vez más injusta e insolidaria, y ante la impotencia y frustración por ver qué poco podemos hacer y lo mucho menos que en realidad hacemos por cambiarla, comportamientos como el de este cura nos averguenzan porque nos dejan en evidencia y nos alivian con el consuelo de que mientras queden personas así, algunos hombres buenos, hay aún esperanza.

Gracias padre, muchas gracias. Y que el Señor te bendiga.

domingo, 15 de abril de 2012

La vida por delante

Uno de estos días la hija de unos amigos irá a Madrid, quizás lo haya hecho ya, para escoger una plaza de MIR.
Hace bien poco me consultó para indagar mi opinión sobre las diversas alternativas que  estaba barajando. Ocurre todos los años, acuden a uno mediquillos y mediquitas cada vez más jóvenes, ellos casi imberbes, ellas buenísimas, muchachas en flor, todos muy despistados e inquietos buscando una palabra esclarecedora, un chispazo iluminador, como si uno poseyera la varita del destino. El año pasado no tuve el menor problema con mi sobrina Imma, porque ella tenía muy claro lo que quería. Pero la mayoría de ellos anda bastante  extraviado. Y es lógico. Escuchan noticias oficiales u oficiosas, hablan entre ellos, consultan a médicos próximos, a otros MIR ya ejerciendo, a sus padres y, quizás, hasta a su confesor (se trata de un anacronismo, ya lo sé). Toman en excesiva consideración variables tan aleatorias como dónde les gustaría vivir al terminar la especialidad, casi todos en ciudad, dónde habrá más posibilidad de contrato, en qué hospital harán menos guardias y menos gravosas, en qué centros habrá más posibilidades para engordar el curriculum...Y, creo, consideran muy poco qué es lo que en realidad les gusta, qué les dice su corazón, qué les ha impresionado más durante las prácticas en la carrera, para qué se sienten más predispuestos, qué habilidades poseen para esta o para otra especialidad...Cosas internas de cada uno, y no tanto factores externos que pueden virar con vientos más o menos cambiantes.

Creo que yo les ayudo poco. Estoy tan enamorado de mi especialidad que cualquiera otra me parece menor y, por tanto, se me nota muchísimo que barro para casa. Si por mí fuera, todos los médicos serían internistas, pero comprendo que no puede ser. ¿Quién entonces nos operaría de los apéndices, de los tumores, del colon, del cerebro o de las cataratas? Los internistas nos mareamos con la sangre. Entendemos de Sodios, de Potasios, de Creatininas..., elementos de la sangre a los que, por cierto, nunca ven los cirujanos cuando abren en canal una barriga. Somos bastante contrapuestos, existe ciertamente un barrera entre las especialidades médicas y las quirúrgicas.

Esta chica en concreto de la que hoy os hablo parte, o ha partido ya, a Madrid con un pequeño hándicap: tiene tan buen número que dispone de una gama amplísima de opciones. A veces es mejor no poder elegir, lo que me toque. Tiene alma de internista, eso lo nota uno enseguida. Le encanta el trato con la gente, es piadosa en el sentido de compasiva, es abierta, tiene empatía, y no le gustaría enquistarse en una disciplina cerrada y limitada, sino que desea el conocimiento integral y humanístico que ha tenido la medicina clásica, la antigua.
Para mis adentros, clarísimo: medicina interna. Y además en Valme, conmigo.
Pero resulta que también le gusta mucho la oftalmología, tanto o más que la medicina interna, y ahí anda debatiéndose en la duda corrosiva. La oftalmología, además, le garantiza, cree ella, la proximidad a su casa, a sus padres y más posibilidad de un contrato posterior, que la cosa laboral no está para tonterías ni sentimentalismos. Para mí, es una internista nata. Sin embargo, cosa rara, me invisto de prudente y casi le recomiendo que escoja oftalmología, en fin, creo que al final la dejé en las mismas dudas que ya tenía. Al fin y al cabo es ella quien tiene la última palabra.

No es nada raro que en casos como el de esta chica se escoja sin certeza plena. Es lo habitual. Y no es nada extraño, sino muy frecuente, que, una vez escogida la plaza, tenga uno la sensación amarga y frustrante de haberse equivocado. Es lo más normal del mundo. A mí no me pasó, pero es que yo no soy un tío muy normal del todo, que digamos. No tuve dudas sobre la especialidad, pero sí sobre la ciudad, Córdoba o Madrid. Durante dos o tres meses has estado jugando con tus muchas posibilidades, has desohojado cincuenta margaritas, te has contado el cuento de la lechera no sé cuántas veces, lo mismo te ves de neurólogo, que ahora de cardiólogo, de endocrino, de cirujano, de médico de familia, incluso de traumatólogo, que ya hay que tener ganas (con perdón). Y un día, ansiado y temido a la vez, te encuentras solo ante unos señores serios y encorbatados que no te dan ni los buenos días, sino que se limitan a ofrecerte un pliego con doscientos recuadritos en uno de los cuales, solo en uno, tienes que señalar una cruz. Cuanto mejor número de oposición tengas, más recuadritos donde elegir. Es, seguramente, la primera vez que vas a tomar una decisión trascendente por tí mismo. Es verdad, en esos momentos uno desearía no disponer nada más que de tres o cuatro posibilidades. Pero doscientas...

No es asunto baladí. De donde pongas la cruz va a depender toda tu vida profesional y una grandísima parte de tu vida personal y familiar. Esa dichosa crucecita va a resultar decisiva en cosas tan importantes para uno como dónde habrás de vivir, quizás ya para siempre, quién será tu pareja, cuántos niños vas a tener y a quién se van a parecer, cuáles serán tus distracciones u hobbies favoritos, quiénes  serán tus futuros amigos. No hablo, por hablar. Si en su día, por ejemplo, yo hubiese escogido medicina interna en la Paz o en Puerta de Hierro de Madrid, que a puntito estuve, hubiera sido tan buen internista como soy (perdón por la inmodestia), pero no os tendría a vosotros, mis amigos, sino a otros madrileños, quizás demasiado cursis, quién sabe si yo mismo me hubiese convertido en un finolis ¿os imagináis algo así?, me hubiera aficionado a la nieve, en vez de al senderismo, me gustaría el cocido más que el gazpacho, sería, si ello fuera posible, más madridista aún de lo que soy, disfrutaría de mi chalet en Las Rozas, donde los millonarios, en vez de en Las Pilas de Valencina, ¿quíen sabe dónde queda éso?, y, sobre todo y todos, no tendría a mi Peque ni a mi Meli (ni a la Pegui, claro), bueno...ni a Pepe, venga. Quizás hubiera salido ganando, aunque lo dudo muchísimo, pero eso es algo que jamás conoceremos.

En nuestra vida adulta debemos de tomar unas decisiones que se presentan como determinantes, nudos gordianos, que van a decidir nuestro destino. Son cruces de carreteras sin señalizar en los que te paras porque no sabes por cual de ellas se irá, por ejemplo, desde Luque a Sevilla, mira qué cosa tan fácil. Bueno pues si elijes mal, esa carretera te va a llevar sin remedio a Córdoba. Claro que la vida moderna nos ofrece tantas alternativas que casi nada es definitivo. Te das cuenta a tiempo, y desde Espejo vas a Montilla, a Écija y, por fin, llegas a tu casa. En similares palabras, si crees que te has equivocado coge la siguiente rotonda, o la siguiente y da la vuelta.
Pero no siempre ha de ser así. En ocasiones te alegras de haber errado de vía porque  esta otra te va a permitir conocer un paisaje, unos pueblos, unos parajes que ignorabas y que te resultan fascinantes. No siempre ha de ser obligado rectificar.

Con este simil real (y tan real como que me pasó ayer tarde) de carreteras equívocas deseo, de todo corazón, enviar un mensaje de ánimo a esta chica de quien os hablo por si acaso albergara algún tipo de resquemor, desazón o duda acerca de su decisión ya tomada o por tomar. La Medicina con mayúsculas es un ejercicio apasionante de servicio al otro, de filantropía, de entrega, de sentimiento de ser portador de una misión sublime, de esfuerzo y estudio permanente. A quien siente así su oficio de médico le va a resultar poco relevante ejercerlo desde ésta o desde otra especialidad. Desde cualquiera de ellas debemos ser médicos. Médicos, antes que  especialistas, médicos, por encima de especialistas. Definía Cicerón al médico como "vir bonus melendi peritus", y me emociono al escribirlo: hombre bueno experto en curar. Esta frase, hoy, se ha quedado anacrónica, evidentemente. Hoy hay más médicas que médicos. Bueno, rectificamos a Cicerón: "mulier et vir boni melendi periti", que se note que somos de latín. Y fijaros cómo el sabio romano antepone el adjetivo de bueno al de perito. Es verdad. No concibo a un médico que no sea buena gente. Los habrá, los hay, pero yo no lo acepto. Por principio. Y porque lo dijo Cicerón.

Desde esta óptica todas las especialidades son bienvenidas y necesarias, desde todas ayudamos a nuestros pacientes, ninguna es más importante que otra, son todas, entre ellas, complementarias. ¿Qué es, entonces, lo que define a la medicina interna? La gente de la calle, vosotros mismos, amigos que me leéis, no sabe en qué consiste  esta especialidad. Yo os digo en muchas ocasiones que somos los médicos que sabemos de todo, que orientamos hacia un lado u otro, los que atendemos mejor a los pacientes añosos y pluripatológicos...Sin embargo, en puridad al internista no lo define tanto los enfermos que pueda tratar, que son todos, cuanto  la forma como los trata. El internista se interesa por el paciente en su globalidad, y no solo en los aspectos físicos de la enfermedad, sino también en los psicológicos, familiares y sociales. Nuestra concepción de la medicina es la integralidad, la no fragmentación. De alguna manera, una concepción muy cercana a la del médico de familia, a la del médico de toda la vida. Solo que nosotros trabajamos en el hospital con enfermos más necesitados de pruebas y de cuidados.
Como internista, por tanto, se comporta cualquier médico, no importa su especialidad, que asista a un paciente desde esa perspectiva abierta e integral, que se interese no solo por el órgano enfermo, sino por la persona enferma, que ponga los medios a su alcance para una  asistencia de calidad y que no permita que el uso de la alta tecnología aplicada al enfermo despersonalice su actuación médica.
Me resulta enormemente atractivo el hecho de que otras especialidades puedan ahondar en unos conocimientos y en unas competencias específicas. Dada nuestra impotencia para abarcar el montante extraordinario de producción científica y técnica, cada especialidad nos ofrece la posibilidad de profundizar en aspectos concretos del enfermar. Y gracias a ellas podemos hoy favorecernos de sus avances y procedimientos terapéuticos. Sin el desarrollo de las distintas especialidades no sería concebible hoy nuestra sociedad del bienestar, por ejemplo. 
Por tanto, sea bienvenida, como todas las demás, la especialidad de oftalmología, tanto si finalmente ha sido la elegida por nuestra joven médica, como si no. Dado que, por el momento, los médicos no podemos devolver la vida ¿hay algo más gratificante que concederle la vista a un anciano? Mi suegro se deprimió, se hundió en la miseria ante la perspectiva de quedarse ciego. Gracias a una intervención de su glaucoma puede ver. Para él esto es lo más importante. Le da casi igual que yo le controle mejor o peor la diabetes, que su "reoma", como él dice, le lastime unos días más , otros menos, que le salgan manchas de viejo en las manos y en la cara, que camine como un pato mareado. Aunque yo, como internista, pudiera recomponerle todos los huesos en su sitio, nada es comparable para él como el hecho de poder sentarse en su salón y ver Arrayán con su mujer.
Cada especialidad acapara  tanto de reto personal y científico, es tan atractiva en su proyección asistencial e investigadora, que yo no acepto la posibilidad de que ningún médico se pueda aburrir con ella. Cuando te metes de lleno, hasta los codos, en tu terreno no echas de menos ninguna otra cosa. Ayer mismo me contaba un antiguo compañero del seminario su experiencia hospitalaria en una reciente intervención de una hernia. La anestesista, mientras le inyectaba el somnífero, se le acercó al oído y le dijo muy quedamente, como susurrando: "tú duérmete tranquilo, que yo velaré tu sueño" A mí me dicen eso y no es  que me duermo tranquilo, es que me puedo morir ya si hace falta. Que una persona extraña, que no te conoce de nada, que es la primera vez que te ve, que posiblemente nunca más te vea, porque la  anestesia es así, un visto y no visto, te diga esas cosas con tanta sensibilidad y cercanía es no solo para creer en la Medicina y en  los médicos, es para volver, de nuevo, a creer en Dios.
Por eso, si finalmente nuestra amiga ha escogido oftalmología ha de saber, de mi mano, que se puede ser una excelente oftalmóloga sin renunciar al espíritu de internista, que se puede hacer muchísimo bien a los demás, y se puede recibir toda la satisfacción del mundo haciendo que nuestros actos rebosen ternura, sensibilidad y empatía.

Si pese a todo ello pudiera no estar conforme, vale, se prueba un año, y si no hay satisfacción plena coge uno para Montilla y Écija, sin tener que llegar hasta Córdoba. O lo que es lo mismo, se vuelve uno a presentar al exámen MIR, y se acabó el problema.

Una chica encantadora, buena persona, guapa y estilosa, brillante  estudiante y con visos de médica excelente, a punto de traspasar el umbral de una de las puertas más esperadas y gratificantes de su vida no puede, no debe acongojarse por ninguna cosa que tenga remedio. Tiene toda la vida por delante. Ya quisiéramos nosotros tener ahora su problema.

jueves, 12 de abril de 2012

Sesión matinal

Sobre las ocho y media de la mañana tenemos la sesión clínica. La prima matina. Para los que no lo sepan, se trata de una reunión de los médicos de una misma Unidad o Servicio en la que se presentan y discuten casos de pacientes complejos, o se actualiza un tema médico de interés, o se entrena a los residentes para exponer en público.
Hoy se ha retrasado el ponente. No es ninguna cosa extraña, llegar al hospital por las mañanas puede ser todo una odisea. Si accedes desde el norte te pilla el atasco en la Se 30 o en la Palmera, si lo haces desde el sur tienes problemas en la travesía desde los Palacios, si desde Levante circulación lenta por Dos Hermanas, y si, como yo, tienes la mala fortuna de venir desde Poniente entonces levántate a las seis de la madrugada y ponte en marcha a las siete menos cuarto si no quieres morirte de risa, o mejor de pena, en el puente del Centenario. No, no es fácil llegar al hospital on time.
En estas ocasiones, mientras llega el apresurado ponente, charlamos animosamente de nuestras cosas, o bien el saliente de guardia, desganado, despeinado y con halitosis da el relevo al entrante con un  impío "no te queda na...", o bien, cosa nada infrecuente, cuento algunos chistes verdes, con lo que me tengo más que merecido el mote con el que secretamente me nombran los residentes: el pornojefe.
Como quiera que el retraso fuera a más y sin visos de pronta solución, me da por comentar lo mal que he dormido esta noche pasada. Alego que solo en la cama no me hallo, no me encuentro cómodo, no consigo la postura. Me pasa con frecuencia cuando la Peque trabaja de noche, como ha sido el caso. Con mi habitual estilo guasón les explico a los presentes que para quedarme dormido necesito echarle la pata por encima a la Peque y tenerle cogido el culo. La estampa es para no perdérsela: los hombres sentados en un lateral de la sala, uno al lado del otro, una fila de siete u ocho. En frente, en el otro lateral, la misma fila pero de médicas. Frente a frente, hombres y mujeres. Ha coincidido así esta mañana. Las mujeres, como siempre, aparentan escandalizarse llevándose las manos a la boca y meneando negativamente la cabeza: ¡ay, ay, Dios mío, qué hombre éste! Los hombres, en cambio, se desternillan de risa. Termino detallando el tiento con el que tengo que proceder para no despertarla y así evitar un bufido amedrantador. Y ahora, abierta la caja de Pandora, todos se despendolan.

Uno de ellos cuenta que cuando se arrima mucho a su mujer en el cálido tálamo ésta le suelta un "¿pero dónde vas, so animal?" Otro, que yo me conozco bien, venciendo su natural recato, se lanza a la arena: "pues la mía se pone y me dice echa pallá so pesao". El bueno del mayor de los nuestros refiere que su contraparte le protesta con un "¿qué quieres tú a estas horas?" Y así cada uno fue exponiendo las cuitas conyugales de alcoba, las graciosas, claro. No hablamos de las guarras. Las médicas, mucha risita allí enfrente, pero son incapaces de abrirse. En el sentido metafórico. Y en el otro, menos aún.

Resulta curioso comprobar cómo entre mis amigos de fuera del hospital ocurre algo similar en sus jugueteos nocturnos con sus respectivas santas. Como ejemplo pondré el de un amigo que, por más señas, vive en la Alpujarra. Allí, con tanto frío en invierno y tanto fresquito en verano, mi amigo gusta de acostarse componiendo con su mujer la figura del cuatro o de la sillita, que también se llama. Completa el cuadro dando resoplidos cariñosos en el cogote de su fémina. ¿Es o no es una escena tierna y delicada? A todas luces, sí y sí. Pues no. La mujer, desagradecida donde las haya, se lo quita de encima a patada limpia.
Es lo que hay, los hombres nos quejaremos siempre de lo desaboridas que son nuestras mujeres en el lecho, ásperas como pleita de esparto, y ellas de lo pesadísimos que nos ponemos cuando se nos calienta...la sangre. Que es siempre. Solo he conocido a una mujer, una amiga mía cuyo nombre no puedo revelar por imperativo legal, esto es, porque no me deja la Peque, a la que le guste pegarse como lapa a su marido. Pero no creáis que es mérito solo de ella, es que a su marido también me pegaría yo.

Bueno, esto es algo que ya sabéis: detrás de una bata blanca, con corbata o sin ella, detrás de un fonendo, de un bigote y de una cara seria y respetuosa, detrás de la figura más o menos hierática con la que nos investimos los médicos (y las médicas), si raspamos y quitamos la pátina de  solemnidad encontraremos una persona de carne y hueso, con sus gustos y debilidades, con sus  secretos inconfesables, con sus vicios y todo, como cualquier hijo de vecina.

miércoles, 11 de abril de 2012

Voluntad anticipada

La mujer tozuda, la del cáncer de mama oculto, se está muriendo. Hoy he llamado por teléfono a su casa para interesarme por su estado. Primero, porque ella misma me había prometido reconsiderar su actitud de rechazo a todo lo que oliera a médico y a hospital una vez pasada la boda de uno de su hijos, de la que ella iba a ser la madrina. Y en segundo lugar por esa curiosidad algo morbosa que tenemos los médicos de comprobar lo atinado de nuestros pronósticos. La boda debió de celebrarse a finales de marzo, por lo que he considerado prudente esperar unos días, habida cuenta que por medio ha estado la semana santa.

-¡Ay, doctor Rivera!, -es su hermana quien me atiende -parece que tenemos telepatía, ahora mismo estaba pensando en llamarlo.
-Ea, pues me he adelantado, no pasa nada.
-Llevo varios días detrás de comunicarme con usted, pero con unas cosas y con otras...
-No te apures, mujer. Entiendo lo que estarás pasando.
-No lo sabe usted bien.

Esta hermana con quien hablo es enfermera, la cuidadora principal de mi paciente. Lo digo por si no os acordáis.

-Bueno, ¿puedo hablar con tu hermana?
-¡Qué va, por Dios! Después de la boda se ha metido en la cama, se ha negado a todo y estamos desesperados  porque no sabemos qué hacer.
-Dale el inalámbrico que quiero decirle cuatro cosas.
-Que no puede ser doctor Rivera, que está como en coma, que ya no me responde a nada, que lleva dos días sin que entre por su boca ni siquiera agua.
-Niña -le reprocho con dulzura -llamad al médico suyo de cabecera, a ver qué se le ocurre.
-¡Bueno..! El medico ha estado ya varias veces, luego han venido a verla los compañeros de usted de la UCA (médicos que asisten en su  domicilio a pacientes terminales). Le han pedido una analítica, pero creen que no hay nada que hacer.
-¿La han sedado?
-No, porque ella no aparenta dolor, simplemente no responde a nada.
-Ya. En ese caso, creo de verdad que hay que dejarla morir.
-Pero...es que sus hijos y yo no estamos tranquilos, nos gustaría llevarla al hospital, tendríamos más seguridad...No sé, estoy hecha un lío.
-En el hospital se va a morir igual, mujer.
-Sí, pero si muere aquí, en su casa, luego nos va a quedar a la familia mucho remordimiento.
-¿En serio? ¿No debería ser al revés?
-¿Qué quiere decir doctor Rivera?
-Vamos a ver, ya sé lo difícil de la situación para vosotros. Dejadme ayudaros. He conocido por poco tiempo a tu hermana. Pero el suficiente para comprender el rechazo tan grande que tenía al hospital. Durante quince largos años había tomado la decisión de no hacerse nada. Delante mía y delante tuya misma ha repetido hasta la saciedad que no quiere hospital ni en pintura, ha expresado de forma explícita que quiere morir en su cama. Yo lo he oído y tú también. Y ahora que la pobre no puede decidir por sí misma, venís vosotros, su familia, y violentáis, de forma piadosa, ya lo sé, una férrea voluntad tan claramente manifestada. Yo tendría muchos problemas de conciencia si muriera en el hopsital. Para vosotros debería ser una liberación verla morir en su cama.
-No, si lleva usted razón, pero...ya sabe, una desea darle lo que nunca ha tenido.
-Lo que nunca ha querido, querrás decir.
-Sí, es verdad. En fin, doctor, muchas gracias por todo. Vamos a esperar, de todas formas, a ver qué nos dice su compañero de la UCA.
-Vale. Ven por aquí cuando quieras y charlamos más tranquilamente.

Soy muy escéptico con lo de las voluntades anticipadas. Sobre el papel, en la teoría, un avance importante en el desarrollo de lo que hoy llamamos autonomía del paciente. En la práctica, no me lo creo. Por mucho que yo diga delante de testigos, incluso que deje por escrito mi voluntad anticipada para cuando llegue el fatídico momento, no se hará lo que yo he manifestado, sino lo que en ese momento quieran mi mujer y mi hija. Prevalecerá más en su ánimo la piedad mal entendida por mí que mi voluntad explícita. Y con todo lo valedor que soy en cuanto a la bondad de este tipo de documentos, no sé qué haría si me toca a mí, el Señor no lo permita, decidir sobre la forma de mejor morir de mi mujer o de mi hija.

martes, 10 de abril de 2012

Lo natural es más bello

He de reconocer que en ocasiones me paso de la raya. La Peque, mi hija y mis amigos me lo advierten: "un día te vas a llevar un disgusto". Pero es que me sale tan espontáneo y natural que me parece que lo que hago no puede molestarle a nadie.

-Buenos días. Siéntense ustedes, por favor. -salgo a la puerta de la consulta y hago pasar a dos mujeres que, supongo, son madre e hija. Y les invito a sentarse.
-Buenos días -me contestan, y se sientan.
-Ninguna de las dos tenéis cara de enferma, así que no sé a quién tengo que ver.
-A mí -responde rápido la chica.
-A ella -se trompica la madre por querer adelantarse.
¡Menos mal!, pienso para mis adentros. Acostumbrado a pacientes añosos, achacosos y, por qué no decirlo, fastidiosos es reconfortante para el espíritu tener muy de vez en cuando carne fresca en la consulta. Alguna vez verbalizo esta reflexión, pero hoy no, todavía no tengo confianza con ellas, claro.

La joven es un pimpollo de veintidos años que está preocupada, y la madre más aún, por unos bultitos que le han salido en ambas ingles. Uno enseguida se imagina que se trata simplemente de pequeños ganglios inguinales como consecuencia del rasurado en la zona. Carecen de importancia,  pero los médicos de cabecera, contagiados del miedo en que vive inmersa la sociedad del bienestar, nos envían casos similares con cierta frecuencia, unas veces por la propia presión familiar y otras para salvaguardar sus espaldas.
Pero es necesario y mandatorio explorar a la chica para asegurarme. En la mayor parte de los casos la exploración clínica nos proporciona pistas suficientes para dilucidar entre ganglios "benignos" y ganglios "sospechosos". Por tanto, hay que hurgar con cierta minuciosidad en las ingles y sus aledaños.

-Desabróchate un par de botones del pantalón y tiéndete en la camilla.
La chica se levanta, se desabrocha y se tumba boca arriba en la camilla. La madre permanece sentada en su sitio. Me acerco, le indico a la chica que se rebaje un poco más los pantalones y las bragas...Y me encuentro un pubis totalmente calvo, raso como el de una muñeca, salvo por una hilera negra y finísima, como un bigotito vertical que escinde el monte pelado en dos mitades iguales.
Y entonces es cuando no puedo contenerme y me sale eso que digo de la espontaneidad más inocente.
-¡Señora, -me dirijo alarmado a la madre- ¿usted ha visto esto?
-¿Qué, qué? -se levanta la pobre presa del miedo.
-¡Esto! ¿Qué modernura es esto? ¡Si parece una carrilera de hormigas!

Y a ambas, después de unos segundos de suspense, les da por reírse a carcajada limpia sin entender muy bien del todo cómo un médico que no las conoce de nada puede salir con expresiones semejantes. También me río yo de buena gana. Pero alguna vez caerá cruz la moneda y me llevaré un disgusto, como vaticinan los que me quieren.
De pronto, me asalta duda de si mi hija pudiera tenerlo igual, y yo aquí tan tranquilo sin saberlo. De esta noche no pasa, me digo. Cuando me llame para contarme cosas de la perrita (la Pegui es como nuestra nieta) le preguntaré sin rodeos: "Oye Meli, ¿tú cómo te afeitas el torrezno?

 Luego, ya de nuevo con ellas y con la confianza ganada, les digo:

-A mí me gusta más lo natural, peludo, como ha sido toda la vida de Dios.
Soy un caso, es verdad.



lunes, 9 de abril de 2012

Semana de Pasión. Sí, pero menos

En mis primeros años de seminario las vacaciones de Semana Santa en mi pueblo eran algo atormentadas para mí. Lejos de disfrutar como niño de los pasacalles de los soldados romanos con sus tambores, trompetas y picas, me pasaba todo el rato en un sinvivir y con un sentido patológico, creo yo, de culpa por creerme el único responsable del sufrimiento y la muerte de Jesucristo. Era lo que traía incrustrado hasta en los tuétanos de los recientes Ejercicios Espirituales. En ese comecocos de conciencia la culpa no se repartía entre todos los hombres y mujeres del mundo desde que se creó, no. En tal caso, mi cuota de delito sería ínfima. Los curas personalizaban, eras tú el culpable, y solo tú. Aunque uno era conocedor de la falacia piadosa (¿...?) que pretendía hacer hincapié en la contribución de nuestros pecados al montante global, tanta insistencia acababa haciendo mella. Y el caso es que, a esa edad, nuestros pecados se resumían solo en uno, hecho a mano, como fácilmente podréis comprender.
Los Pregones, el sermón de las Siete palabras, las procesiones, la adoración al Monumento, la misa Pascual..., todo eso era vivido desde el prisma del pecado y de la Redención. Más de una madrugada de Viernes Santo ha sido de auténtica pasión para mí, un chavea de trece años postrado ante el Santísimo y repasando mentalmente cada una de las incidencias penosas que tuvo que sufrir nuestro Señor. Por mi culpa.
No debería por mala conciencia, y ya es decir, saborear a gusto los borrachuelos, ni las flores fritas, ni la magdalenas caseras, golosinas tan apetecidas después del trimestre en Hornachuelos, donde las únicas chucherías posibles eran los madroños, las almezas y las algarrobas. Ni siquiera, y esto ya era el colmo, sentía gran cosa siguiendo embobado los contorneos tan provocativos de la Mari Cuenca, la quinceañera más bonita del pueblo, paseando por la plaza. No me era lícito permitirme el goce terrenal con estas cosas nimias estando el Señor en el estado en que estaba.
Pero años más tarde, con la distancia y licencia que otorga el tiempo, uno se da cuenta de que aquel sufrimiento y aquella cara de tristeza perenne no eran reales del todo, sino algo simuladas, impostadas por lo que entonces era pastoralmente correcto: un seminarista no podía divertirse en Semana Santa.

Ya de mocito, y siendo todavía seminarista, la cosa de la culpa se atemperó hasta ser claramente superada por la eclosión de los sentidos. Gocé, ahora sí, del repiqueteo de los tambores, de las marchas de los romanos, del colorido y el olor en las calles, de tapear con mis amigos en las tabernas hasta empacharme de casera de limón y de boquerones fritos. Incluso me permitía algún bailecito con roce con alguna niña de mi pandilla. Me producía una extraña y agradable turbación, por pecaminosa, el gracioso bamboleo de las faldas de las mocitas. Y no digo nada si una bocanada de viento favorable las levantaba hasta la cintura. ¡Ah, las bragas! ¡Qué prenda tan sensual y atrayente! Las bragas de antes. Nada que ver con los tangas rabadilleros de hoy.

En aquella época del inicio del destape, las bragas eran el máximo elemento erotizador. Un fetiche, el símbolo sexual por excelencia, el que más me incitaba a la lascivia y a las guarrerías. Incluso viéndolas colgadas a secar en los tendederos de mi vecina me levantaban el ánimo. He dicho el ánimo. Verle las bragas a una chica era lo más de lo más a lo que uno podía  aspirar, era acceder a su intimidad más recatada. Las bragas eran el todo. "Se lo he visto todo", decíamos cuando sentada fulanita o perenganita en la escuela o en los bancos de la plaza conseguíamos atisbar por unos segundos el pequeño triangulito blanco sobre negro entre sus muslos, incapaz ella de ocultar su preciado manojito en algunos de los cambios de piernas. Imposible salvarse del tiroteo visual desde catorce ángulos distintos. Un instante, dos  segundos, una eternidad. Más allá de las bragas no había nada; o si lo había pertenecía al mundo virtual de lo onírico, de la ensoñación, de lo inalcanzable. Las bragas fugaces de la Mari Cuenca por el callejón de la iglesia daban para una semana larga de malos pensamientos (que eran buenísimos) y algunas cochinadas. Todas ellas, no obstante, confesables y confesadas. Si don Juan González, el cura de entonces, regresara del cielo liberado del secreto de confesión y empezara a largar se iba a enterar el pueblo entero de la cantidad de "cohetes" que nos han explotado en las manos a los muchachos de antes. Y todo por culpa de las bragas.

Critican con suavidad mis amigos el hecho de mi tema recurrente con el sexo. Y yo les protesto haciéndome el interesante y les digo que gran parte de la producción artística mundial está impregnada de sexo, llámese pintura, escultura, arte escénica o literatura. El sexo es el motor del mundo, nada tan potente e interesante, ninguna otra cosa tan estimulante. Administrado con prudencia y buen hacer, el sexo es beneficioso para la salud y barato. Aunque de esto último no estoy tan seguro si tenemos en cuenta la de concesiones de todo tipo que me cuesta el arrancarle a la Peque un desganado "bueno, venga". El "bueno venga" es como un nihil obstat, y, claro está, tiene un precio.

Me pesaría, no obstante, que alguno de mis lectores considerara todo esto como irreverencia. No lo pretendo. Creo que no lo es. Solo he querido resaltar que a determinada edad el deseo sexual no tiene freno. Es un fenómeno biológico, una ebullición hormonal incontrolable. Incluso en Semana Santa a los púberes les salen espinillas en la cara o vello en sus partes. Lo mismo. 

¿Y qué pasa con la Semana Santa de ahora? La verdad, poca pasión, algo de devoción y mucho disfrute. Toda la emoción contenida de chavea, cercenada por el adoctrinamineto clerical, se libera ahora en plenitud. Pero ha de quedar claro que no hay en mi ánimo ni una pizca de resquemor, ni una gota en mi sangre de desagravio, ninguna deuda que cobrar. Al contrario, solo pensamientos y palabras de gratitud hacia todo lo que la iglesia de Palenciana y el seminario han sido para mí.
Viviendo en Sevilla podría esperarse que la Peque y yo fuésemos adictos a su Semana Santa, la más bella, olorosa, elegante y cofrade de todas, a decir de todo el mundo. Pues no. Nada de eso es comparable con despertarse el Jueves Santo al ritmo alegre de nuestros tambores y cornetas, y luego, vistiéndonos a la carrera, seguir el itinerario de la centuria por las distintas calles, desayunando tantas veces como paradas hacen los romanos en las casas de los mandos a los que van recogiendo. Hasta llegar al acto principal de la mañana: la salida de la bandera de la casa del comandante. Ni un solo alma en su casa, todo el pueblo abarrotando la calle para no perderse detalle. Esto es la liturgia pagana, tan atractiva o más que la cristiana.
Pero, claro está, donde hubo fuego siempre quedará el rescoldo. Aunque, como digo, vivo esta semana con mucho más sentido vacacional que devoto, sigo siendo fiel a algunas cosas del ritual de antaño.
La salida del Nazareno preso el Jueves por la noche aún me sobrecoge. Su mirada humilde y cabizbaja me hace sentir vergüenza por mi autoestima exagerada. No tengo cataplines de levantarme el Viernes de madrugada para escuchar los Pregones que tanto me gusta canturrear en mi casa. Sí acudo puntual, por la tarde, a participar en el coro del sermón de las Siete Palabras. Y cuando terminada la plática de la última palabra por don Lorenzo, el cura, el velo del templo se rasga en dos, a uno se le quiere salir el corazón por la boca. La postal es impresionante: un crucificado tosco, deforme y mal proporcionado, una talla medieval, domina el centro del altar mayor. A ambos lados se reparten los romanos de forma más o menos simétrica. Este conjunto pleno de vistosidad y de colorido añade aún más barroquismo a los ya de por sí abigarrados oropeles del retablo. Y acto seguido, los soldados, en armoniosa hilera, desfilan por el pasillo central hasta el cancel. Es un espectáculo tremendo, de una estética sonora y visual sin comparación para mis  sentidos. Tambores y trompetas atruenan los oídos reverberando sus sones contra los anchos y viejos muros. La marcialidad, elegancia y colorido de estos romanos atípicos, ataviados con vestimenta de la antigua guardia real, no tiene nada que envidiar a los mismos armaos de la Macarena. El conjunto es impresionante, pero yo me fijo, sobre todo, en la pulcritud de los ropajes, el hermoso contraste del pantalón rojo con la casaca azul y en la altivez de los morriones con sus penachos enhiestos y aviagrados, ayer rojos sangre y hoy negros de luto riguroso.

Semana de pasión. Sí, pero menos. Semana de familia, de amigos, del gusto por la estética visual, olorosa y auditiva, de lejanía física y mental del hospital...Y un poquito de devoción cofrade. Con perdón de Jesús Nazareno y de don Lorenzo.

lunes, 2 de abril de 2012

¿Tozudez o sabiduría?


Siendo más joven, en mis primeros años de médico con plaza, me encontraba tan sobrado de conocimientos y de oficio que pensaba que ya nada de lo que viera en mis pacientes me sorprendería. Como si ya lo supiera todo, lo habido y lo por venir. Es posible que la experiencia consista solamente en la conducta reiterativa de los mismos errores, puede que sí o puede que no. Pero desde luego en mi caso y en este aspecto concreto he rectificado hace ya mucho. Ahora, a mis cincuenta y nueve años cada día puedo verme sorprendido por cualquiera de mis pacientes.
R. C. S. es una mujer de 62 años a quien hace bien poco he diagnosticado de metástasis óseas diseminadas de un tumor de origen desconocido. Esto no es ninguna cosa rara en medicina, más bien es frecuente. En ocasiones no encontramos nunca el tumor primitivo por más TAC o Resonancias que hagamos. Lo más común, sin embargo, es que demos con él. Siendo ella mujer y siendo las metástasis en los huesos, lo normal es empezar por las mamas.

-A ver, descúbrete el pecho.
-¿Para qué?
-Mujer, ¿para qué va a ser? Para auscultarte y para verte las mamas.

-Ni hablar – responde rotunda.
-¿Y eso?

-Eso es que soy viuda desde hace 12 años.
-¿Y qué?

-Pues eso, que nada, que no le enseño yo a usted mi pecho.
-Por Dios bendito, mujer, no te hacía yo tan antigua.

-Pa que vea usted.
Viene acompañada por una hermana que, encima, es enfermera. Y le pido ayuda para que interceda.
-Venga ya hermana, si queremos que el doctor te ayude tendrás que hacerle caso ¿no?
-Puede mirar y toquetear todo lo que quiera, menos el pecho.

Entonces, ahora sí que la experiencia es un grado, ya me huelo gato encerrado. Esta mujer esconde algo que no quiere que sea descubierto. Y ese algo está en su pecho. Y, claro, no va a ser un escapulario de la Virgen del Carmen.
-De acuerdo. No me enseñes el pecho. Pero al menos dime desde cuando tienes ahí algo que no quieres decir, ni que nadie te lo vea.

Se me queda mirando fijamente, como diciéndose a sí misma cómo coño ha averiguado éste lo mío.
-Pues…Unos diez años.

La hermana no se lo puede creer.
-Que llevas diez años con algo en el pecho y no has dicho nada! ¡Esto es increíble!

Y ahora, como quien no quiere la cosa, esta mujer suelta por su boca una sentencia senequista que no sé interpretar si como sabia o como estúpida:
-Si llego a decir algo cuando me lo noté, y empezáis los médicos conmigo seguro que ya estaría muerta.
-Puede que sí, pero también puede que no.
-Lo cierto y seguro –se pone la tía con una frialdad pasmosa- es que  estoy aquí, vivita y coleando. – Y prosigue: si he aguantado diez años ¿por qué no lo voy  a hacer otros diez años más?

-¡Qué hacemos entonces?
-Nada, ya se lo he dicho. No pienso someterme a pruebas, ni biopsias, ni , por supuesto a intervenciones, ni siquiera a quedarme ingresada. Usted me cae bien, en serio. Pero creo que no voy a venir más a la consulta.
-Pero, mujer, te estás sentenciando tú solita.
-¿Y qué? Cuando me toque iré al hoyo, como todo quisqui.

Es una mujer joven, sólo 62 años. Uno está dispuesto a poner a su disposición toda la tecnología médica actual, y cree que la mujer está muy equivocada. En la situación actual de su tumor diseminado, pero solo en el esqueleto, quizás un tratamiento hormonal y otro para los huesos, pero que no es quimio, pudieran ser suficientes. Sin embargo, no hay manera de convencerla. El derecho de autonomía del paciente nos obliga éticamente a respetar cualquier decisión tomada por el mismo en condiciones de lucidez mental, como es este caso. Y uno se queda frustrado e impotente hilvanando posibles estrategias de actuación futura que pudieran retomar esta decisión tan drástica. No todo en la consulta son risas, ni palmaditas en la espalda.
Por otra parte, los médicos somos muy dados a considerar nuestro criterio como el único válido, nosotros somos los que sabemos de esto, solemos decir. Y no es así del todo. Nuestra actividad consiste precisamente en una interacción entre dos personas, la relación siempre habrá de ser asimétrica, con el médico como consejero y el paciente como receptor, que no sujeto pasivo. El paciente tiene su propia forma de entender su vida, su enfermedad, su entorno, tiene sus creencias, su fe, su miedo, sus fobias. Una vez informado, bien informado por el médico, tiene libertad para decidir. Y por mucho que en este caso yo crea, de verdad, que esta mujer se equivoca, no sabremos nunca a ciencia cierta si lo suyo es tozudez o sabiduría.





domingo, 1 de abril de 2012

Don de mando

Después de veinte años de jefe aún no he aprendido a mandar, ni creo ya que lo consiga. Mis médicos me llevan siempre al huerto. Menos mal que son buena gente y unos profesionales sin tacha.
Sin embargo, mi contraparte, la Peque, parece llevar el mando en la masa de su sangre. No solo en el hospital, cosa que veo muy bien, sino también en nuestra casa. Y además mostrando un saber y una naturalidad que me asombran. "Oye Sema, ¿qué estás haciendo?" "Nada Peque, entretenido con la Pegui" (nuestra perrita). Como hoy es domingo creo verme más liberado para mi solaz, ¿no? Que te lo has creído. "Pues deja de hacer tonterías con la perrita y ponte a mi vera, que hay mucho que despelotar aquí". "Peque yo había pensado en ponerme a escribir, y luego tengo que preparar una clase de la facultad." "Ya lo harás luego, o mañana, lo primero es lo primero". "Pero Peque..." "Ni Peque ni nada, ¿no ves que quiero dejar todo esto arreglado antes de que se levanten éstos, hombre". Éstos son la Meli y su novio. Por cierto, esta modernidad sí que la he aceptado de buena gana, que los novios se acuesten juntos en mi casa.

No es por presumir, pero ya hago algunas cositas: me meto en la cocina, barro los patios, recojo el baño, me ocupo de las cosas de la Pegui, ordeno las estanterías, hago las camas muy malamente...Menos planchar, eso no. Me resulta cansadísimo. No hace tanto intentaba, en vano, liberarme de estos deberes haciéndoles ver a mi mujer y a mi hija mi condición de intelectual, y por tanto, incapaz de ciertas tareas tan vulgares. Pero con buenas he dado...Manitas no he sido nunca, ni lo seré. Para colgar un cuadro o poner una cortinas se las tienen que arreglar la Peque y su hermana Miqui, yo me quito de enmedio. Me asusta pensar que vayan a hacer cualquier estropicio con el taladrador y la broca.

Bueno, y después de un día entero al servicio de la dama uno espera alguna recompensa aunque fuera en especie, o sea, carnal mismamente. Pues ni éso. Estas cosas de la casa se hacen por obligación, por corresponsabilidad, como se dice ahora, y no para recibir nada a cambio. Así se expresa la Peque. Hay que ver lo pronto que se les pega a las mujeres todos estos mensajes nuevos del feminismo castrador.

Dice mi amigo Antonio Pintor que el deseo sexual no satisfecho hace crecer las uñas de forma acelerada. No he encontrado ninguna referencia al respecto en mis libros médicos, ni siquiera en el Up to Date. Pero debe ser verdad. En la consulta ya no sé qué hacer para disimular mis uñas cuando tengo que  explorar el vientre a alguien. Y no es cosa de estar cortándose las uñas todos los días. La solución, lógicamente, sería otra. Pero para eso hay que tener un buen don de mando. Y que te dejen.

Decididamente, hoy, Domingo de Ramos, no es día para esto. A esta hora, mi padre y mi cuñado Frasco estarán en misa de doce. Enseguida, mis hermanos Manolo y Juan procesionarán las palmas bendecidas por la plaza de mi pueblo...Y yo aquí con estos dislates.