Tengo que reconocer que R. D. G. es una paciente la mar de pejiguera. Dándole confianza te suelta cualquier fresca ante la más mínima desavenencia. Se lo aguanto casi todo porque me da pena el estado en que se encuentra y porque tiendo a sentirme culpable cuando algún paciente no evoluciona tan favorablemente como debiera o como uno quisiera. Y éste es su caso. Tiene una limitación grave para su autonomía por una lesión en la médula dorsal como consecuencia de una enfermedad reumática inflamatoria. Ahora sus piernas son las dos ruedas de la silla ortopédica, ya que las suyas de siempre no la sostienen.
Hace poco la derivé a la consulta de otro compañero porque ha desarrollado una complicación de su enfermedad que pudiera, incluso, requerir de cirugía.
-Anda, explícame ¿qué te ha dicho mi compañero?
-¿Ése? Ande, ande, no me haga disparatar.-Necesito saberlo, mujer.
-Usted me disculpe, pero ese hombre no había cagado desde hacía varios días.
Las estudiantas y yo nos miramos y nos reímos de buena gana.
-No me ha hecho ni puñetero caso –prosigue.- Ni me ha mirado. Ha visto, así por encima, las radiografías y me ha dicho que esto no es de operación. Ea. Un desaborido y un estreñido, eso es lo que es ese hombre.Y les explico luego a los estudiantes que en ocasiones los médicos actuamos con un excesivo tecnicismo y distancia. También yo he cometido el mismo error alguna vez, sobre todo cuando recibo pacientes sin una clara indicación de estudio especializado. Ellos se defienden con un "yo no vengo por gusto, yo voy donde me mandan". Es verdad. Y pretendo disuadir a mis estudiantes de esa práctica, para mí inapropiada.
Hay entre nosotros, los médicos, voces de nueva hornada renuentes a la palmadita en la espalda, porque creen que gestos como ése no hacen sino disimular la impericia. Lo que importa, según esta nueva tendencia, es solucionar el problema de salud que tenga un paciente mediante los procedimientos técnicos apropiados. Da lo mismo ser amable que distante, el acto médico no es para contar chistes, sino para curar. Y me siento triste y desanimado, y llego, incluso, a sentir vergüenza ajena por determinados comportamientos médicos.
El acto médico se lleva a cabo entre personas, una persona intentando ayudar a otra. Y el primer elemento, básico, de esa ayuda es el reconocimiento de la situación de debilidad, de indefensión, o de angustia que embarga, en general, a los pacientes. Es necesario saber ponerse en el lugar del otro, intentar sentir lo que siente el otro, cómo te gustaría ser tratado en una situación similar a la del otro. A todo esto se le llamaba antes tener “rapport”. Hoy, más modernos, le llamamos feeling, pero es más de mi agrado “empatía”. Pongámosle el nombre más o menos eufónico, me da igual. Esto, no obstante, es tan antiguo como el propio oficio de médico. A mí me lo enseñó, primera que nadie, mi madre. “Niño”, me decía, “sé cariñoso con los enfermos, que los pobres agradecen mucho que se les dé calor”. Más tarde, don Carlos Castilla del Pino nos insistió muchísimo en el concepto de rapport en sus clases inigualables de Psicopatología. Y en la actualidad es mi mujer, la Peque, quien me alecciona a diario: “No te das cuenta del don que tienes, sólo con un gesto tuyo haces feliz a la gente. No desaproveches ese regalo”.
Por otra parte no debemos olvidar que muchos de los procesos que tratamos no tienen cura definitiva, por mucha tecnología que apliquemos. Uno de nuestros grandes principios hipocráticos dice que nuestra misión es curar, y si esto no fuera posible, entonces aliviar. Y si tampoco pudiera ser, tocaría consolar. ¿Y cómo vamos aliviar o consolar a una persona si no sabemos ponernos en su lugar? El médico moderno dispone de un caudal de conocimientos y de tecnología asombroso, nunca hemos sabido tanto como ahora, nunca hemos curado tanto. Y esto es algo enormemente positivo, ¿qué duda cabe? Pero eso, siendo muy importante, no lo es todo. La capacitación de un médico para ejercer como tal debe incluir también su capacidad de aprehender lo que sus pacientes necesitan, en cuanto que pacientes y en cuanto que personas. En mis clases a los alumnos de tercero les animo (todavía están a tiempo) a retirarse de la carrera si no tienen claro la especial servidumbre de nuestro oficio. No estudian para ser famosos cirujanos, ni investigadores de primera línea. Eso ya se verá. Estudian con el objetivo de ayudar a sus futuros pacientes.
Hoy mismo un compañero no lograba entender por qué los familiares de un paciente que falleció hace tres días le habían puesto una reclamación cuando, según él, su actuación fue totalmente correcta. Como es habitual en estos casos, las versiones de la familia por una parte y las del médico por otra son totalmente divergentes. Quizás porque remamos en el mismo barco, uno tiene la tendencia natural a inclinarse por la versión médica. Y en este caso, la explicación del médico es concordante con lo escrito en la historia y coherente con lo acontecido. Es decir, parece que el gesto técnico, la pura actuación científica, no admite reproche. Lo que ocurre es que en nuestro quehacer esto no es suficiente. Es necesario, pero no suficiente. "Lo de mi padre era morirse cualquiera de estos días, éso ya lo sabíamos, no nos quejamos por eso, pero en un sitio como éste uno espera un poquito de comprensión, de consuelo, un trato más humano".
A cualquier otro profesional solo se le exige una correcta actuación técnica. Un ingeniero puede permitirse ser al mismo tiempo un genio que un ogro. A un arquitecto solo se le pide que realice un diseño elegante y del gusto del cliente, que calcule bien los muros de carga, la pendiente del tejado y la consistencia de la estructura. Y a un piloto, que no se distraiga con las azafatas, ya tendrá tiempo luego, y que nos aterrice sin sobresaltos. El médico, no. El gesto técnico correcto debe de ir necesariamente acompañado del gesto humano intachable. Este factor humano admite múltiples variables individuales, como pueden ser la cercanía, la compasión, la comprensión, la correción en las formas, el compartir el dolor, incluso, la palmadita en la espalda. Estoy convencido de que cuando las cosas vienen mal dadas, la familia perdona mejor el fallo técnico que la falta de humanidad.
A cualquier otro profesional solo se le exige una correcta actuación técnica. Un ingeniero puede permitirse ser al mismo tiempo un genio que un ogro. A un arquitecto solo se le pide que realice un diseño elegante y del gusto del cliente, que calcule bien los muros de carga, la pendiente del tejado y la consistencia de la estructura. Y a un piloto, que no se distraiga con las azafatas, ya tendrá tiempo luego, y que nos aterrice sin sobresaltos. El médico, no. El gesto técnico correcto debe de ir necesariamente acompañado del gesto humano intachable. Este factor humano admite múltiples variables individuales, como pueden ser la cercanía, la compasión, la comprensión, la correción en las formas, el compartir el dolor, incluso, la palmadita en la espalda. Estoy convencido de que cuando las cosas vienen mal dadas, la familia perdona mejor el fallo técnico que la falta de humanidad.
El Harrison, nuestra Biblia médica, acuífero perenne de conocimiento inabarcable donde bebemos todos los internistas, no puede empezar mejor el prólogo: "la medicina es ciencia y es arte". La ciencia se adquiere mediante el estudio y el trabajo, lo puede hacer cualquiera que se lo proponga. El arte, sin embargo, se ha de llevar dentro.
Bueno queridos, os voy a dar un respiro durante unos días. La feria de Abril. No me queda otro remedio que ejercer de feriante "malgré moi" y proclamar a los cuatro vientos que me encanta. En Sevilla decir que no te gusta la feria o la semana santa es blasfemia.
Bueno queridos, os voy a dar un respiro durante unos días. La feria de Abril. No me queda otro remedio que ejercer de feriante "malgré moi" y proclamar a los cuatro vientos que me encanta. En Sevilla decir que no te gusta la feria o la semana santa es blasfemia.
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