lunes, 16 de abril de 2012

Algunos hombres buenos

Hace seis meses que no veo en mi consulta a este paciente y le he llamado la atención. Tiene una sarcoidosis pulmonar activa, está en tratamiento con corticoides, pendiente de resultados de un nuevo TAC de tórax y, por tanto, necesita una vigilancia estrecha. Y lleva el tío seis meses sin control. En varias ocasiones lo he llamado al móvil, pero no contesta. Se lo he recriminado. De buena manera, claro. Su acompañante, un hombre de unos sesenta años y de afable apariencia, asiente con la cabeza a todas mis prevenciones.

Menos mal que no he sido duro en exceso, luego me hubiera arrepentido mucho. Me explica, cuando lo dejo resollar, que ha tenido que ausentarse a su país por enfermedad de su mujer y de uno de sus hijos, y que hasta ahora no ha podido regresar. A su vuelta, ha perdido el trabajo en una empresa de limpieza y ha perdido también, y eso es mucho peor, a su novia española y, con ella, su casa donde vivían juntos. Medio en broma muestro mi extrañeza por el hecho de que el hombre tenga su mujer en su pais y su novia aquí.
-Mira tú el tío, oye, que despabilado, ¿no? 
Se ríen paciente y acompañante y me comentan que eso es algo normal entre musulmanes y que tanto esposa como novia están al corriente de todo. No hay engaño.
-Ah, coño, es verdad. En esto nos ganan a los cristianos, ¿eh? -les digo dirigiéndome al acompañante, a quien supongo de los nuestros.

Durante todo este tiempo no ha podido cumplimentar ningún tratamiento, alegando que en su pais la medicina es carísima, solo al alcance de los ricos. Pero, lejos de una peligrosa progresión de la enfermedad, lo encuentro perfectamente. Lo cual me hace reflexionar, por una parte, en la sobrevaloración que hacemos los médicos de nuestros remedios, nuestras medicinas, que después resulta que no son tan milagrosas, y por otra, en lo privilegiados que somos los que hemos tenido la fortuna de haber nacido aquí, en la cara buena del mundo, aunque haya sido en este pais nuestro, mitad mariano, mitad zapatero, y aunque suframos, unos más que otros, la crisis pertinaz, como la antigua sequía, y la cacareada prima de riesgo. (EQUO al poder!)

El paciente es un pedazo de negro senegalés de tinte verdoso, de tan negro, con dos metros de estatura y otros tantos de envergadura, de ésos que parecen jugadores de la NBA, de ésos a los que no conviene provocar en exceso, no sea que se cabreen. Es broma, se nota a legua lo buena gente que  es.
-Oye Nymbahe (tiene un nombre rarísimo de pronunciar), y ahora dónde vives?
-Con este hombre -me responde señalando a su acompañante.
-¿Y usted quién es? -pregunto con ese estilo directo tan mío.
-Soy el cura del pueblo.

Ya se sabe, cada vez que me tropiezo con un cura empezamos a charlar, a indagar si por casualidad hemos coincidido en san Pelagio, o en san Telmo. Debimos de estar en san Telmo en 1973, porque se acuerda de mi amigo Agustín y cree que tambien de Jaime. De mí, no. Hombre, Agustín era el lumbreras y Jaime el guaperas. Yo, del montón. Es mayor que nosotros, pero todavía puede lucir palmito. Me explica que  está intentando arreglarle los papeles a éste y a otros inmigrantes del pueblo, y que, seguramente, podré contar con mi paciente para la próxima cita. Por su parte no va  a quedar. Habla con propiedad, con contundencia, con seguridad, pero se le nota la humildad porque no alza la voz ni gesticula. Es de esas personas que transmiten algo.
Después de auscultar al paciente y rellenarle recetas atrasadas que debe en la farmacia del pueblo, me despido de ambos.

-Hasta la próxima, moreno -bromeo con el hombretón como un trinquete.
-Hasta luego - se despide riéndose de mis cosas - y gracias por las recetas atrasadas.
-Suerte.

Resulta que al salir se cruzan con otro paciente mío que entraba en ese momento a la consulta. Se saludan mutuamente y se despiden sobre la marcha. Este nuevo paciente cotillea conmigo y enseguida me suelta vida y milagros del cura. Menos mal que son cosas buenas.
-Este hombre es un santo -me dice.
-¿El negro?
-El negro ¿qué va!, el otro, el cura. Es el cura de mi pueblo.
-Sí, ya me lo ha dicho él mismo.
Y me relata, emocionado, las haciendas del cura. Por lo visto tiene recogidos en su casa de la iglesia a cinco o seis inmigrantes negros, "a todo quisqui que no tenga techo, mire usted". Los acoge, los alimenta y los viste de lo que recoge de cáritas, de los cepillos y de lo que da la gente. Y cuando consigue colocar a uno con sus papeles arreglados, ya hay otro en cola para sustituirlo. "Los tiene a todos de monaguillos y de sacristanes, para que no se aburran, o le hacen recados. Él mismo vive la misma miseria que ellos, no se le conocen más que dos o tres mudas, siempre va limpio, pero con la misma ropa. Come y vive con ellos. Alguna gente del pueblo no lo ve bien, creen que un cura tiene que ser caritativo, pero no mezclarse de esa manera con los pobres. Un cura es un cura, no un mendigo."
-Y tú ¿que piensas de todo eso?
-¿Yo?, ¡Qué voy a pensar!, que es un santo, ya se lo he dicho antes.
-Pero eso de compartir casa y vida con ilegales...
-Eso fue lo que hizo Jesucristo ¿no? Ese es el ejemplo que debe dar un cristiano, desprenderse de todo.
-Es verdad, pero ninguno lo hacemos.
-Porque no somos santos como este hombre.

Me viene al pensamiento algo que me comentó mi yerno Pepe hace unos días. En una mesa redonda organizada por la facultad de económicas de Málaga, en la que él participó como oyente, el tema estrella, lógicamente, fue la Crisis. Y después de toda una jornada de mañana y tarde de números, cifras, gráficas descendentes, cálculos aritméticos, informes de mercado, del banco central europeo y de toda  esa liturgia impenetrable de las finanzas, a la hora de las conclusiones resultó que la solución del teorema, el valor de X +Y que  es igual a la raiz cuadrada de la cotangente Z, no fue un número, no fue un digito, no fue una cifra, ni siquiera fue una directriz financiera ajustada. Todo un día de debate para concluir que la solución del problema de la crisis es el comportamiento ÉTICO. Toma castaña, como si eso no  lo supiéramos. ¿Quién le pone el cascabel al gato?

Todo el mundo no puede ser un santo, está claro. Si todos fuéramos  santos el mundo se acabaría. Entiendo que haya aspiraciones de mejora personal en todos los  sentidos, incluido el económico, que haya ambiciones lícitas, afán de superación, incluso lucha leal por medrar. El enorme desarrollo tecnológico del que podemos disfrutar hoy, solo unos pocos, es verdad, se debe, en parte, al estímulo potente de llegar a más. Todo ello puede ser conseguido sin faltar a la ÉTICA. Aquello que nuestros padre nos decían de ser personas decentes. Ética y decencia deben de ser lo mismo. Yo no quiero que todos  seamos santos, no íbamos a caber en el cielo. Quiero que seamos  decentes.

Ante el desánimo que nos invade y nos aflige por ver el rumbo de nuestra sociedad cada vez más injusta e insolidaria, y ante la impotencia y frustración por ver qué poco podemos hacer y lo mucho menos que en realidad hacemos por cambiarla, comportamientos como el de este cura nos averguenzan porque nos dejan en evidencia y nos alivian con el consuelo de que mientras queden personas así, algunos hombres buenos, hay aún esperanza.

Gracias padre, muchas gracias. Y que el Señor te bendiga.

1 comentario:

  1. Entre el dia precioso que ha amanecido hoy en Sevilla, el olor a celinda florecida de mi patio, y lo que cuentas de este cura, de verdad, dá gusto el placer que me invade. Otra vez gracias por las cosas que escribes.

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