En mis primeros años de seminario las vacaciones de Semana Santa en mi pueblo eran algo atormentadas para mí. Lejos de disfrutar como niño de los pasacalles de los soldados romanos con sus tambores, trompetas y picas, me pasaba todo el rato en un sinvivir y con un sentido patológico, creo yo, de culpa por creerme el único responsable del sufrimiento y la muerte de Jesucristo. Era lo que traía incrustrado hasta en los tuétanos de los recientes Ejercicios Espirituales. En ese comecocos de conciencia la culpa no se repartía entre todos los hombres y mujeres del mundo desde que se creó, no. En tal caso, mi cuota de delito sería ínfima. Los curas personalizaban, eras tú el culpable, y solo tú. Aunque uno era conocedor de la falacia piadosa (¿...?) que pretendía hacer hincapié en la contribución de nuestros pecados al montante global, tanta insistencia acababa haciendo mella. Y el caso es que, a esa edad, nuestros pecados se resumían solo en uno, hecho a mano, como fácilmente podréis comprender.
Los Pregones, el sermón de las Siete palabras, las procesiones, la adoración al Monumento, la misa Pascual..., todo eso era vivido desde el prisma del pecado y de la Redención. Más de una madrugada de Viernes Santo ha sido de auténtica pasión para mí, un chavea de trece años postrado ante el Santísimo y repasando mentalmente cada una de las incidencias penosas que tuvo que sufrir nuestro Señor. Por mi culpa.
No debería por mala conciencia, y ya es decir, saborear a gusto los borrachuelos, ni las flores fritas, ni la magdalenas caseras, golosinas tan apetecidas después del trimestre en Hornachuelos, donde las únicas chucherías posibles eran los madroños, las almezas y las algarrobas. Ni siquiera, y esto ya era el colmo, sentía gran cosa siguiendo embobado los contorneos tan provocativos de la Mari Cuenca, la quinceañera más bonita del pueblo, paseando por la plaza. No me era lícito permitirme el goce terrenal con estas cosas nimias estando el Señor en el estado en que estaba.
Pero años más tarde, con la distancia y licencia que otorga el tiempo, uno se da cuenta de que aquel sufrimiento y aquella cara de tristeza perenne no eran reales del todo, sino algo simuladas, impostadas por lo que entonces era pastoralmente correcto: un seminarista no podía divertirse en Semana Santa.
Ya de mocito, y siendo todavía seminarista, la cosa de la culpa se atemperó hasta ser claramente superada por la eclosión de los sentidos. Gocé, ahora sí, del repiqueteo de los tambores, de las marchas de los romanos, del colorido y el olor en las calles, de tapear con mis amigos en las tabernas hasta empacharme de casera de limón y de boquerones fritos. Incluso me permitía algún bailecito con roce con alguna niña de mi pandilla. Me producía una extraña y agradable turbación, por pecaminosa, el gracioso bamboleo de las faldas de las mocitas. Y no digo nada si una bocanada de viento favorable las levantaba hasta la cintura. ¡Ah, las bragas! ¡Qué prenda tan sensual y atrayente! Las bragas de antes. Nada que ver con los tangas rabadilleros de hoy.
En aquella época del inicio del destape, las bragas eran el máximo elemento erotizador. Un fetiche, el símbolo sexual por excelencia, el que más me incitaba a la lascivia y a las guarrerías. Incluso viéndolas colgadas a secar en los tendederos de mi vecina me levantaban el ánimo. He dicho el ánimo. Verle las bragas a una chica era lo más de lo más a lo que uno podía aspirar, era acceder a su intimidad más recatada. Las bragas eran el todo. "Se lo he visto todo", decíamos cuando sentada fulanita o perenganita en la escuela o en los bancos de la plaza conseguíamos atisbar por unos segundos el pequeño triangulito blanco sobre negro entre sus muslos, incapaz ella de ocultar su preciado manojito en algunos de los cambios de piernas. Imposible salvarse del tiroteo visual desde catorce ángulos distintos. Un instante, dos segundos, una eternidad. Más allá de las bragas no había nada; o si lo había pertenecía al mundo virtual de lo onírico, de la ensoñación, de lo inalcanzable. Las bragas fugaces de la Mari Cuenca por el callejón de la iglesia daban para una semana larga de malos pensamientos (que eran buenísimos) y algunas cochinadas. Todas ellas, no obstante, confesables y confesadas. Si don Juan González, el cura de entonces, regresara del cielo liberado del secreto de confesión y empezara a largar se iba a enterar el pueblo entero de la cantidad de "cohetes" que nos han explotado en las manos a los muchachos de antes. Y todo por culpa de las bragas.
Critican con suavidad mis amigos el hecho de mi tema recurrente con el sexo. Y yo les protesto haciéndome el interesante y les digo que gran parte de la producción artística mundial está impregnada de sexo, llámese pintura, escultura, arte escénica o literatura. El sexo es el motor del mundo, nada tan potente e interesante, ninguna otra cosa tan estimulante. Administrado con prudencia y buen hacer, el sexo es beneficioso para la salud y barato. Aunque de esto último no estoy tan seguro si tenemos en cuenta la de concesiones de todo tipo que me cuesta el arrancarle a la Peque un desganado "bueno, venga". El "bueno venga" es como un nihil obstat, y, claro está, tiene un precio.
Me pesaría, no obstante, que alguno de mis lectores considerara todo esto como irreverencia. No lo pretendo. Creo que no lo es. Solo he querido resaltar que a determinada edad el deseo sexual no tiene freno. Es un fenómeno biológico, una ebullición hormonal incontrolable. Incluso en Semana Santa a los púberes les salen espinillas en la cara o vello en sus partes. Lo mismo.
¿Y qué pasa con la Semana Santa de ahora? La verdad, poca pasión, algo de devoción y mucho disfrute. Toda la emoción contenida de chavea, cercenada por el adoctrinamineto clerical, se libera ahora en plenitud. Pero ha de quedar claro que no hay en mi ánimo ni una pizca de resquemor, ni una gota en mi sangre de desagravio, ninguna deuda que cobrar. Al contrario, solo pensamientos y palabras de gratitud hacia todo lo que la iglesia de Palenciana y el seminario han sido para mí.
Viviendo en Sevilla podría esperarse que la Peque y yo fuésemos adictos a su Semana Santa, la más bella, olorosa, elegante y cofrade de todas, a decir de todo el mundo. Pues no. Nada de eso es comparable con despertarse el Jueves Santo al ritmo alegre de nuestros tambores y cornetas, y luego, vistiéndonos a la carrera, seguir el itinerario de la centuria por las distintas calles, desayunando tantas veces como paradas hacen los romanos en las casas de los mandos a los que van recogiendo. Hasta llegar al acto principal de la mañana: la salida de la bandera de la casa del comandante. Ni un solo alma en su casa, todo el pueblo abarrotando la calle para no perderse detalle. Esto es la liturgia pagana, tan atractiva o más que la cristiana.
Pero, claro está, donde hubo fuego siempre quedará el rescoldo. Aunque, como digo, vivo esta semana con mucho más sentido vacacional que devoto, sigo siendo fiel a algunas cosas del ritual de antaño.
La salida del Nazareno preso el Jueves por la noche aún me sobrecoge. Su mirada humilde y cabizbaja me hace sentir vergüenza por mi autoestima exagerada. No tengo cataplines de levantarme el Viernes de madrugada para escuchar los Pregones que tanto me gusta canturrear en mi casa. Sí acudo puntual, por la tarde, a participar en el coro del sermón de las Siete Palabras. Y cuando terminada la plática de la última palabra por don Lorenzo, el cura, el velo del templo se rasga en dos, a uno se le quiere salir el corazón por la boca. La postal es impresionante: un crucificado tosco, deforme y mal proporcionado, una talla medieval, domina el centro del altar mayor. A ambos lados se reparten los romanos de forma más o menos simétrica. Este conjunto pleno de vistosidad y de colorido añade aún más barroquismo a los ya de por sí abigarrados oropeles del retablo. Y acto seguido, los soldados, en armoniosa hilera, desfilan por el pasillo central hasta el cancel. Es un espectáculo tremendo, de una estética sonora y visual sin comparación para mis sentidos. Tambores y trompetas atruenan los oídos reverberando sus sones contra los anchos y viejos muros. La marcialidad, elegancia y colorido de estos romanos atípicos, ataviados con vestimenta de la antigua guardia real, no tiene nada que envidiar a los mismos armaos de la Macarena. El conjunto es impresionante, pero yo me fijo, sobre todo, en la pulcritud de los ropajes, el hermoso contraste del pantalón rojo con la casaca azul y en la altivez de los morriones con sus penachos enhiestos y aviagrados, ayer rojos sangre y hoy negros de luto riguroso.
Semana de pasión. Sí, pero menos. Semana de familia, de amigos, del gusto por la estética visual, olorosa y auditiva, de lejanía física y mental del hospital...Y un poquito de devoción cofrade. Con perdón de Jesús Nazareno y de don Lorenzo.
Nadie nada más que tú es capaz de hilar la pasión de Cristo con las bragas. Si te leyese Don Lorenzo!!
ResponderEliminarQue manera de mezclar churras con meninas. Todo lo que dices es tan verdad como la vida misma. Doy fé.
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