Esta paciente de la que hoy os hablo se las compone para ser siempre la última de la consulta, la de la última hora. Creo que lo hace así para asegurarse de poder estar más tiempo de cháchara sin molestar a ningún otro paciente con prisa. No seáis mal pensados, no tiene nada conmigo, aparte de que, por edad, casi podría ser mi madre. Además, siempre acude acompañada por una hija ya madurita.
Les temo a ambas, a la madre y a la hija. No es solo porque ese día llegue a comer a las cuatro de la tarde, de lo pesadas que son. Tampoco es porque la enfermedad de la madre me tenga agobiado. Ni siquiera porque me caigan mal. ¡Si son la mar de simpáticas! No, no es nada de eso. El asunto es que, no sé por medio de qué viperina lengua, se han enterado de mi condición de hombre descreído. No me atrevo a escribir ateo, ni siquiera agnóstico, que queda feo para una persona que ha vivido diez años en un seminario, "¡de qué nos ha servido tanto seminario?", se quejaba mi madre al enterarse de mis frecuentes ausencias de la iglesia. Descreído suena mejor. Lo he aprendido de un amigo, también antiguo seminarista, maestro en su día en el análisis de teología dogmática. Tan descreído como yo. Y me quieren convertir, bueno, reconvertir. Más parece que acudan a la consulta en misión de apostalado que para sanarse del hígado.
Creo que en sus confesiones o en los retos a los que se comprometen en los ejercicios espirituales para ganar alguna indulgencia se han propuesto este difícil objetivo. Son conscientes de que si lo consiguen disfrutarán de un palco de preferencia allá en las alturas. ¡Yo sí que tengo el cielo ganado con ellas!
Acaban de venir de Roma, donde el santo padre, y me traen de regalo un brioche típico de allí y un rosario de cristalitos, precioso, bendecido por su Santidad. Fijaros, eh. Con mi guasa habitual les he dicho que el bizcocho me lo zampo hoy mismo, pero el rosario será desgranado mucho mejor por los dedos porrudos de mi padre.
Cuando creo haber terminado la consulta y hago ademán de recoger mi cartera de médico para levantarme e irme, entonces empiezan ellas:
-¿Algún progreso desde la última vez? -preguntan inquisitivas.
Me hago de nuevas, como si no me acordara del tema.
-¿Progreso? ¿A qué os estáis refiriendo?
-No se haga usted el tonto, doctor, ya sabe...-Y me señalan el pequeño crucifijo de sus colgantes.
-¡Ah, eso..! -les digo mostrando sorpresa -¡Qué intensas sois, eh!
-Es la obligación de todo cristiano, procurar la salvación de todos quienes nos rodean.
-Pero vamos a ver: ¿vosotras no creéis que ya estoy más que salvado con todo lo que hago aquí en la consulta? Practico a diario las tres virtudes capitales, fe, esperanza y caridad. -Me sale así, de sopetón.
-Si dice que practica la fe es que ya cree, ¿no?
-Sí que creo -y ahora se quedan en una situación entre el pasmo y la perplejidad. -Tengo fe en mi trabajo, en la gente buena, en mí mismo. Doy esperanza a muchas personas con una palabra, con un consejo, con un gesto, a veces, solo con una mirada. Y reparto caridad a mansalva.
Cuando creo que las tengo acorraladas y entregadas a mi verbo, de pronto tan convincente, me sale la hija:
-Un hombre tan bueno y generoso tiene que creer en Dios, a la fuerza. Y si no en Dios, en algo sobrenatural.
-Pues no -le respondo con cierta displicencia.
-¡Imposible! ¿Y tampoco, entonces, cree en la otra vida?
-Tampoco. Creo en esta vida, no hay otra. -ya me pongo un poco cortante, ¿a qué hora voy a llegar a mi casa con la gazuza que me está entrando?
-¿Cómo va a permitir Dios, que es nuestro padre, que nos muramos y...ya está?
-Igual que lo consiente con mi perrita Pegui.
-Ande, ande, no diga usted eso. Si fuera así ¿qué sentido tendría nuestra vida terrenal? ¿Quién podría ser feliz sabiendo que luego no hay nada, solo eternidad?
-Yo creo que la misión de cualquiera en esta vida es ayudar al vecino, procurar no hacer daño, cumplir con nuestras obligaciones e intentar ser y hacer felices a los demás. Si después viene algo, bienvenido sea.
Y ahora cambian el tercio, y yo desmayado.
-Entonces usted no va nunca a la iglesia?
-Yo voy con frecuencia a la iglesia, sobre todo en mi pueblo. A misa no, me parece un teatro. Me encuentro a gusto sentándome en un banco a meditar. El silencio, la penumbra y la soledad de las iglesias me invitan a reflexionar. Miro al altar mayor y al retablo y me relajo, me siento en paz. Aunque creamos hablar con Dios, lo hacemos con nosotros mismos. Me da igual, a mí me sirve. El cura de mi pueblo dice que yo soy un gran creyente, pero que no me lo quiero creer.
-¡Eso mismo! Eso es lo que le pasa a usted, vaya si ha acertado el cura ese.
Y parece que con esta especie de confesión se conforman y me dejan irme a comer.
Ya más relajado, en plan jocoso, remato con una de las mías:
-Estoy dispuesto a volver a creer en Dios...-se quedan expectantes e incrédulas- si este año el Madrid gana la Liga y la Copa de Europa.
-¡Qué cosas tiene este hombre!
Se van risueñas y confiadas, sabedoras ellas también de que este año vamos a ganar a nuestro enemigo, que no es otro que el Barsa maligno.
La consulta tiene estas cosas, no vayáis a creer que todo viene rodado, que todo son anécdotas graciosas. Podría callar, no tengo por qué expresar cosas tan personles e íntimas a extraños. Pero es que no son extrañas personas que tienen mi móvil, gente con la que me relaciono de una manera muy especial durante años. Y no me importa que me conozcan tal como soy. Como en la vida misma, en la consulta también es mandatorio soportar una cruz. Me ha tocado ésta. Y es posible que yo sea la de ella.
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