Hoy os traigo, queridos míos, un tema algo más peliagudo. Se trata de un asunto curioso en el que los médicos, en consonancia a distintos protocolos, estamos de acuerdo en la teoría y así lo expresamos con rotundidad en nuestras sesiones clínicas, en nuestros congresos y en nuestras revistas, pero que incumplimos todos en la práctica. Y el asunto no es otro que hasta dónde llegar en el estudio diagnóstico de determinadas patologías presuntamente incurables y mortales a corto plazo.
No hablo del derecho a una muerte digna ni del testamento vital ni de las disposiciones de limitación en el esfuerzo terapeútico, cosas que, con más o menos acierto, con más o menos consenso, estamos cumpliendo dentro de las enormes limitaciones del día a día, limitaciones, dicho sea de paso, ya presentes mucho antes de los cacareados "recortes". Hablo de la legitimidad de poner límite a tantas "pruebas" que solicitamos a pacientes con enfermedades muy avanzadas y de las que ellos, los pacientes, no obtienen ningún beneficio. Y cuestan un ojo de la cara. Me refiero al sano y juicioso ejercicio de anteponer el sentido común al miedo a equivocarse, al remedio de la incertidumbre a cualquier precio, a la medicina defensiva.
Se trata frecuentemente de personas mayores a quienes diagnosticamos de un cáncer avanzado, esto es, con metástasis. Nuestras guías de práctica clínica recomiendan la abstención de determinadas pruebas diagnósticas encaminadas, por ejemplo, a conocer el sitio de origen del tumor o el grado de extensión del mismo, toda vez que la presencia de metástasis conocida en un solo órgano dictamina su naturaleza diseminada y sentencia su pronóstico. Asímismo, en estos casos, el esfuerzo terapeútico no debe incidir en la curación, lógicamente imposible, ni primar siempre por una supervivencia lastimosa, sino en paliar los síntomas. En el aliviar y consolar de nuestro juramento hipocrático. No es infrecuente, por desgracia, que determinados tratamientos más agresivos en estos pacientes tan frágiles produzcan más perjuicio que otra cosa.
Esto es lo que recomiendan nuestras guías, lo que dicta el sentido común. No hacer nada que no sea provechoso para el enfermo y que, encima, es caro, fastidioso y conlleva riesgos.
Todos estaréis conmigo, creo. Cualquier médico que lea esto lo firmaría sin dudar. Sin embargo, cuando llega el momento de enfrentarse a un paciente concreto ya no es tan fácil. Congregados en reunión de comunidad de vecinos los ratones de un bloque de pisos decidieron por murina unanimidad que la mejor forma de evitar los ataques imprevistos del gato sería colocarle un sonoro cascabel. El resto ya lo sabéis. A la hora de poner el cascabel al gato entran en juego muchos factores por ambas partes, la del paciente y sus familiares y la del médico. Factores de índole personal, familiar y social.
Hace unos días ha salido de alta a su domicilio una mujer de 76 años afectada por un cáncer de órgano desconocido pero con metástasis en los intestinos y en el peritoneo. Una vez asegurado el diagnóstico mediante la citología del líquido peritoneal lo indicado, según las guías, es una búsqueda de aquellos tumores potencialmente "tratables", es decir, tumores que no se van a curar pero que van a remitir un tiempo con un tratamiento quimioterápico adecuado. En el caso concreto de esta mujer el único tumor que cumpliría esas expectativas es el cáncer de ovario. Un TAC es suficiente. Así se hizo y no se encontró tal. Aquí debió de finalizar el estudio diagnóstico. Quedaría, eso sí, el gran reto de planificar el seguimiento más adecuado para conseguir dos objetivos primordiales, el mayor bienestar posible de la paciente y la "tranquilidad" de la familia.
Pues no. La familia aprieta (en la mayor parte de estos casos el paciente delega en ella), "¿y no se le va a hacer nada más?", el médico duda y ante la duda, medicina defensiva. La mujer ha debido de soportar colonoscopia, resonancia, exploración ginecológica invasiva, pasar por manos de cirujanos, urólogos y oncólogos...Para nada. La familia satisfecha porque se ha hecho "todo lo humanamente posible" y nosotros con cierto desánimo por haber sometido a la paciente a exploraciones molestas, dañinas y, sobre todo, innecesarias. Conviene, no obstante, tener presente que llevar paz y sosiego al entorno familiar no es poca cosa.
Nos movemos en un terreno muy delicado e incierto. El pronóstico es malo, pero los familiares pretenden una precisión imposible, una fecha "¿cuánto va a durar?" Y entienden como pasividad la prudente actitud del médico intentando evitar pruebas. Una parte nada desdeñable del arte médico consiste, precisamente, en tener la habilidad necesaria para comunicar bien cosas desagradables, pronósticos sombríos, noticias funestas. Y hacer de esa comunicación un vehículo de serena resignación, tan conveniente en estos casos. Con todo, siempre habrá un exaltado, un hijo o una hija, que, fruto de la frustración y de la impotencia, achacará a los "recortes" la postura no colaboracionista del médico. Estamos siempre expuestos. Pero para eso estamos.
En el otro lado está el médico. Tampoco las tiene todas consigo. No puede afinar tanto como desearía la familia. Conoce las guías, sabe los protocolos, pero esta mujer en concreto, la que ve postrada en su cama del hospital cada mañana, no sale en niguno de los casos clínicos que lee, se parece algo, pero no es lo mismo. Ésta es única. Todo paciente es único. Y echas mano de tu experiencia y de la de tus compañeros. "Hace un año tuve yo una paciente muy parecida -te comenta alguno- y al final resultó ser un ovario que no salía por ninguna parte hasta que se intervino". Y en lugar de ayudar lo que hace es confundir un poco más. No es broma, pasa con frecuencia. "¿Qué haría yo si esta mujer fuera mi abuela Josefa?" -me preguntaba a mí mismo en mis tiempos jóvenes ante casos parecidos. "¿Qué haría si esta mujer fuera mi madre?" A mí me sirve mucho esta pregunta y, además, le traslado la respuesta a los familiares. Y lo agradecen un montón. Hay médicos a quienes no les agrada que los pongan en tal tesitura alegando que no es comparable, que es jugar con los sentimientos muy personales e íntimos. Pero es que estamos tratando de sentimientos íntimos de otra gente que sufre. Y ya hemos repetido en varias ocasiones que la empatía consiste en saber ponerse en el lugar del otro.
¿Quién le pone, pues, el cascabel al gato? ¿Quién debe decidir hasta dónde llegar? La opinión de algunos compañeros se desliza sobre la conveniencia de que fuera la propia sociedad, a través de normativas políticas, la que protocolizara actuaciones en casos concretos. Algo parecido a lo de la ley de muerte digna. Yo creo que los protagonistas de esta historia son el propio paciente, el médico y la familia. Y entre estas tres partes se ha de acordar la mejor de las propuestas. El médico tiene la obligación moral de estar totalmente al día sobre el problema a tratar, de no producir maleficiencia y de sopesar con rigor los riesgos y los beneficios de cualquier actuación sobre el enfermo. La comunicación fluida, asequible y veraz con el paciente y con la familia harán el resto.
Siento pena al considerar que en el fondo de muchas de estas desaveniencias entre los médicos y los familiares de los pacientes subyace una falta de confianza. Para demasiada gente los médicos no somos de fiar, nos pasa un poco como a los árbitros, que ante la misma jugada uno pita penalty y otro le saca tarjeta amarilla al delantero por tirarse. Está claro que los médicos somos criaturas del Señor y no podemos ser iguales ni podemos ser infalibles. Eso lo acepta todo el mundo. Pero podemos y debemos ser honestos, estudiosos y empáticos. Solo así alcanzaremos la consideración y la confianza de antaño.
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