viernes, 11 de mayo de 2012

Mala suerte

De todos es conocido la importancia de nacer con estrella. Por mucho empeño que ponga uno en instruir a su hija y a los estudiantes a su cargo en que lo importante en la vida es el trabajo y la dedicación, no se puede desdeñar el factor suerte. Hay que tener suerte.

A mi Meli le llegaba a molestar que su gente la felicitara con entusiamo cuando logró plaza de profesora en su primera oposición abrazándola con un "qué suerte has tenido, cabrona". "¿Suerte?", protestaba con cierto enfado, "¿y los dos años de estudio, sin apenas salir de mi casa, qué? No ha sido la suerte la que ha pasado a mano todos los temas, uno a uno, ni la que ha inspirado las programaciones ni las distintas unidades didácticas. De suerte, nada. Trabajo". "Y suerte también Meli", la conformo, "piensa en la gente que haya trabajado igual que tú, no voy a decir más, y que ha suspendido. Suerte en haber tenido a tu padre y a Frasqui encima tuya, suerte en los temas que han caído, suerte en los miembros del tribunal que han sintonizado con tu exposición. Sin trabajo no hay nada que hacer, de acuerdo, pero, a veces, no basta solamente el esfuerzo. Hay que tener suerte". Los que peinamos canas no necesitamos ninguna otra explicación, sabemos de sobra la importancia de la suerte.

Hay que tener suerte hasta para enfermar. No es lo mismo una neumonía que un catarro, ni una cefalea migrañosa que una meningitis, por ejemplo. Naturalmente que a nadie la gusta caer enfermo, pero dado que es obligado, ya puestos, que nos toque una dolencia con cierto renombre y que no sea fatal.

Antiguamente (yo no he llegado a conocer esa época) la enfermedad con más caché era la tuberculosis, quizás porque la padecieron gente pudiente, jovencitas anémicas y melancólicas, artistas y poetas, y porque no estaba condenada por la Iglesia. Los procesos más estigmatizados, por entonces, eran la sífilis y la gonorrea.

Ya en mis tiempos de estudiante y de residente eran bien vistos y considerados los pacientes con úlcera de estómago, hepatitis, los enfermos renales, no digamos los del Chron, incluso aquéllos con bronquitis crónica y enfisema, gente habitualmente obesa, abotargada y muy viciosa del tabaco, tíos "bragaos" y valientes con el pecho sinfónico que escupían sin escrúpulo gargajos verdes como sapos. Ahí, con dos cojones. Los de mayor aceptación social eran, no obstante, los enfermos cardíacos, pacientes limpios, delgados, no contagiosos, con un punto de delicadeza y languidez. Enfermar del corazón tenía hasta su connotación romántica. Los enfermos cancerosos y aquellos con ictus nos producían pena. Por el contrario, la enfermedad hepática alcohólica, la hemorragia digestiva y el Delirium tremens eran objeto de cierto grado de rechazo. Y ya asomaba el Sida.

Creo que en la actualidad no procede una clasificación parecida de las enfermedades. La sociedad el bienestar simplemente no acepta ninguna, no comprende cómo con los adelantos científicos que tenemos alguien pueda enfermar ni, mucho menos, morir. Y lo que menos soporta es que todo el complejo aparataje moderno de TAC, Resonancias, Gammagrafías, PET, microscopio electrónico...no sea capaz de descubrir absolutamente todo lo que se menea en nuestro interior.
Aún así, el paciente cardíaco sigue siendo la estrella. Entre nosotros los médicos, los cardiólogos son considerados unos señoritos. Tienen el trabajo más limpio, más agradecido, más eficaz y se dedican en exclusiva al órgano vital por excelencia. El enfermo del corazón hoy se pasea ufano por la planta o en la plaza de su pueblo orgulloso de los cinco muelles que lleva puestos. Y además tomando Sintrom.
Es verdad que, en general, no aceptamos la enfermedad. Pero no todas las enfermedades son lo mismo. Todavía hay clases. La mayor parte de ellas disfrutan de una consideración social, aunque sea solamente para compadecernos de los pacientes que las sufren y de los familiares, cuidadores modélicos. Ejemplos de ello son el Sida, el cáncer, el Alzheimer o el Parkinson. Existen hoy asociaciones de enfermos de todo tipo con la pretensión de apoyo psicológico, científico y social para sus componentes. Y está muy bien.
Pero hay también enfermedades penosas a las que poca gente echa cuenta, enfermedades huérfanas las llamamos. No tienen un tratamiento eficaz y, por tanto, carecen de un rico patrocinador en forma de laboratorio farmaceútico. No son mortales ni excesivamente graves, por lo que no inducen a compasión. No presentan ninguna manifestación externa de enfermedad, los pacientes exhiben una  apariencia bastante normal, cuando no excelente, por lo que, a menudo, son tachados por la gente, e incluso por algunos médicos, como cuentistas o rentistas. No precisan de pruebas caras porque estas dolencias, a las que hoy me voy a referir, no "salen" en los análisis ni en los TAC.

Tengo en mi consulta  bastantes pacientes con Fibromialgia y con Síndrome de fatiga crónica, procesos ambos que bien pudieran ser representativos de esto que hemos dado en llamar enfermedades huérfanas. No son muy conocidas, más bien ignoradas, y no por su rareza, sino por una especie de desinterés general hacia ellas. Ni la sociedad ni, lo que es mucho peor, los amigos o los familiares de estos pacientes les creen del todo. Y no debe de haber cosa más penosa que estar enfermo y no despertar no ya piedad, sino ni siquiera comprensión. Es verdad, a muchos de ellos los mantengo en la consulta para que tengan un sitio donde llorar y ser escuchados. Es así de triste.

Para no cansaros os diré resumiendo mucho que estos males consisten en la presencia mantenida en el tiempo (años) de un cansancio progresivo e inexplicable (como a los muñecos a los que se les agotan las pilas) que les impide la realización de tareas habituales y, desde luego, el llevar para adelante ningún trabajo. No a todo el mundo le afecta por igual. Hay grados. Pacientes que apenas pueden levantarse del sofá. Mujeres que claudican y se ven obligadas a delegar la casa en su hija ya mayorcita, o en su marido, o en una vecina. Y otros que van tirando como pueden. Junto a ello, pueden existir dolores articulares difusos y cambiantes, destemplanza, desánimo, depresión, cambios en el ritmo intestinal y algunas lindezas más. En unas personas predomina más el cansancio, en otras los dolores o la depresión. Suele afectar a mujeres jóvenes y con cierto deje depresivo, pero no siempre es así. Esto es lo que ha hecho que mucha gente, incluyendo médicos, no crea en esta enfermedad, sino que se trata de una especie de neurosis en mujeres desmotivadas o frustradas. Naturalmente, es al revés, estas mujeres están frustradas de verse inútiles para todo.

Hoy llama a mi consulta una joven de 32 años afectada por un síndrome de fatiga crónica. No tiene cita programada, pero ha venido por si puede charlar un ratito conmigo. Como no es infrecuente que falle algún paciente aprovecho el hueco para atenderla. Por dos veces le ha sido denegada la incapacidad laboral y el reconocimiento de su minusvalía. En el código sancionador de los tribunales médicos esta enfermedad me temo que ni siquiera venga recogida, o los miembros de dichos tribunales no se la creen. El resultado es el mismo. Le había prometido en una visita anterior que yo testificaría en su favor si reclamaba por vía judicial. Y me cuenta que lo ha hecho, que ha puesto una reclamación por dicha vía, pero que contrariamente a lo que creíamos, para estas cosas no tiene derecho a un abogado de oficio sino a uno de pago.
-Mire usted doctor, y es un hombre muy bueno y se ha interesado mucho por mí. Y cree que podemos sacar esto adelante - me dice entre sollozos.
-Vale, muy bien. ¿Le has comentado lo mío, que quiero testificar?
-Sí, sí, claro. Que puede usted hacerlo aquí en el hopsital o en el juzgado, donde a usted le venga mejor.
-Dile que a mí me da igual, donde mejor te venga a tí.
-La cosa es, doctor... -Y se queda unos  segundos vacilando.
-¿Qué pasa?, habla claro.
-Verá, que este hombre es muy buen abogado, pero es un poco caro. Y mi marido y yo estamos parados. Vivimos con mis padres...
-Lo entiendo, de verdad, pero como vamos a ganar ya podrás pagarle luego.
-Sí, eso sí, además que ya tengo un dinerito reservado para eso.
-¿Entonces...?
-Es que..., es que no sé cuánto me va a cobrar usted.

Se me cae el mundo encima. Uno aquí desviviéndose por los pacientes desfavorecidos y que me vengan con ésas...
-¡¡¡Yoooo!!! ¿cobrarte yo? ¿Tú estás loca o qué? No me lo puedo creer.
-Perdóneme usted , doctor, pero es que mi abogado me ha dicho que los médicos que testifican pueden cobrar hasta novecientos euros.
Me cuesta recuperarme.
-Mira tía, tú eres mi paciente, yo te he metido en esto, ha salido de mí todo este embrollo, y lo hago porque lo creo de justicia. Si a mí se me hubiera pasado por la imaginación cobrarte me sentiría el tío más ruín del mundo.

Hay que tener suerte para todo. Hasta para enfermar.

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