En estos últimos días se ha confirmado algo que ya barruntaba desde hace un tiempo: el poco valor que tiene el acto médico si lo comparamos con la fe ciega. El médico es un mortal, una persona limitada en sus conocimientos y en su capacidad, inconstante en el esfuerzo del aprendizaje continuado, más proclive a sus cosas que a sus pacientes. En fin, no es más que un ser humano y en el caso de hombre, como es el mío, con las neuronas contadas y la mayoría de ellas viciosas. La fe, en cambio, es una fuerza imperturbable, poderosa, inasequible a la duda, dogmática, una verdad fundamental. La fe no solamente mueve montañas, al decir de nuestros mayores, sino que también moviliza voluntades, extrae energía de cuerpos raquíticos, alivia el estrés diario, es curativa para la depresión..., da sentido a nuestra desdichada vida, un lastimoso "lacrimarum vallae". Todos los médicos hemos tenido pacientes que han curado sus dolencias sin la delicadeza de probar ni una sola de las pastillas que les hemos recetado. El famoso efecto placebo de cualquier medicamento puede tener mucho que ver con la fe puesta en el mismo o en el médico que lo prescribe. No digo que no. Claro que para el creyente de verdad la fe posee un efecto ciertamente paradójico, ya que al modificar de forma favorable el curso de la enfermedad no hace otra cosa que retrasar el ansiado encuentro con el objeto último de toda fe: el mismo Dios.
Una de las últimas novedades curativas de la fe ha sido su efecto milagroso en la hipertensión arterial. Hace unos días he visto en mi consulta a una mujer de 74 años con quien llevo bastante tiempo peleando por controlar su tensión arterial. Y no ha habido manera. Debéis de tener presente que hay pacientes intratables, los llamamos refractarios en nuestro argot, que se aburren con cinco o seis fármacos distintos para su hipertensión y es como si tomaran agua de carabaña. Y, casualidades, la mayoría son mujeres. Ésta, además, es otra de las beatas que, enterada por alguien de mi condición de descreído, también me quiere convertir. Y ha sido ahora, en la última visita, la primera vez que me trae su cuadernillo de tensiones garabateado con cifras normales.
-¡Enhorabuena mujer! -me congratulo con ella -¡por fín! Trabajito nos ha costado, eh.
-Vaya, y tan contenta que estoy.
-Muy bien, supongo entonces que estás haciendo el nuevo tratamiento correctamente-. Se mira de reojo con su hija, como quien no sabe si decir algo o callar.
-¿Qué pasa? A mí me habláis claro.
-Usted no se vaya a molestar, pero hay días en que se me olvidan algunas pastillas. ¡Jesús, es que son tantas..!
-No me molesto, además, lo comprendo. Lo que pasa es que entonces no me explico muy bien lo de tu tensión, lo estupendamente que está-. Y ahora se sonríen madre e hija.
-Mire doctor, le tengo que confesar que yo soy muy devota de santa Ángela de la Cruz.
-Sor Ángela de la Cruz, ¿no? -la rectifico.
-No, ya es santa desde hace unos años -me confirma con serio aplomo.
-Bien, ¿y qué le pasa a nuestra santa?
-Pues que yo creo que...que, bueno, sus pastillas serán muy buenas y yo le estoy muy agradecida, de verdad, pero...
-Pero qué.
-Que todo esto de la tensión empezó a ir mejor desde que le rezo a santa Ángela una jaculatoria todas las noches.
Para mear y no echar gota. No tengo más remedio que reírme y aceptarlo. Contra la fe nada podemos. En el fondo, me da igual. Lo que quiero es que tenga su tensión controlada. No vale la pena explicarle a nadie tus cuitas ni tus averiguaciones. No importa que la paciente ignore tus búsquedas bibliográficas minuciosas, tu interés por ella, tu empeño en modificar una y otra vez los medicamentos, alternando o conjugando los más modernos con algunos otros ya trasnochados y pasados de moda, con tal de encontrar la pócima mágica. La recompensa está en haberlo conseguido, aunque para ello me haya tenido que echar una mano santa Ángela de la Cruz.
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