No es
nada habitual que una anciana enferma, frágil y necesitada pida a su médico el
alta hospitalaria, más que pedir, lo suplique casi llorando, a sabiendas de que
va a estar sola en su casa, sin más auxilio que una moza de los servicios sociales un día a la semana. Estamos acostumbrados a que estos pacientes se hagan los remolones,
hoy tengo el azúcar muy alto, mañana me
va a dar un poquito de fiebre, ya lo
verá usted, ayer vomité el desayuno…, en espera de que le llegue la vez en una
Residencia.
Esta
anciana no, quiere irse a su casa, siempre se ha valido por sí sola y piensa
seguir haciéndolo. A lo sumo, aceptaría una mujer capaz que le planche la ropa y le haga la cama, no una muchachita de éstas del ombligo al aire que le mandan del
ayuntamiento y que se pasan todo el rato pegadas al móvil. El médico duda. La paciente no necesita ya estar en el hospital,
pero tampoco la ve en condiciones de manejar sola tanta enfermedad, tanto
fármaco, tanta insulina, oxígeno y mascarilla.
Tiene
esta mujer tres hijas, ansiado consuelo para la madre y solución del dilema
para el médico. Desde hace una semana se han sucedido entrevistas cara a cara, llamadas
telefónicas a fijos y a móviles entre médico, hijas, yernos y trabajadores
sociales. Poco provecho para tanta labia, que si una residencia privada vale
mil ochocientos euros, que si una mujer a tiempo completo cuesta mil, que yo no
puedo, que la otra vive en Tenerife, que la hija de aquí tiene dos niños chicos
y un piso de 80 metros, y que están ella y su marido todo el día fuera
trabajando, que si esta madre nuestra ha sido siempre muy suya y muy
desarraigada…En definitiva, que adiós muy buenas, y a esperar una residencia,
pública, claro. Un mes como mínimo.
Visto
el tema desde fuera no parece tan difícil. Jaime, Paqui, Tomás, Beni y la Peque, cenando la otra noche en mi
casa, son unánimes en su opinión: no estamos ante un problema médico, sino
social. El médico ha cumplido su cometido, debe dar el alta a la paciente y
poner el asunto de sus cuidados en manos de los servicios sociales del
ayuntamiento. Es más, me recriminan, cometería el médico una inmoralidad si
mantiene a la mujer en el hospital en contra de su voluntad, eso sin considerar
que está haciendo un mal uso de su gestión al permitir la ocupación innecesaria
de una cama hospitalaria, tan escaso y preciado don hoy en día.
El
médico sigue dudando. ¡Qué fácil es opinar desde la tribuna! ¡Qué pronto y qué
bien se dan soluciones tomándose una cervecita en el salón de la casa de uno
con sus amigos! Cualquier médico que se pringue entiende al enfermo en su
globalidad, no sólo en lo referente al azúcar, la tensión o las coronarias, sino también en otros factores tales como los familiares, sociales, económicos y afectivos que tanto influyen en el devenir de la enfermedad. No comparte, por tanto,
con sus amigos ni con su mujer, que estemos sólo ante un problema social, no; sería,
en todo caso, un problema socio-sanitario. Me gusta pensar que el médico es el
agente sanitario del paciente, su abogado defensor ante la enfermedad y el
entorno condicionante.
“Eres
un tío utópico -me dice Tomás- te estás metiendo en el trabajo de otros, con lo
que conseguirás estropearlo todo. No puedes cargar con todas las necesidades de
la gente, ni siquiera con las necesidades socio-sanitarias como tú dices”. Me
hace pensar.
Hemos
conseguido que una enfermera de su pueblo se comprometa a ir todas las mañanas
a la casa de la paciente a comprobar la medicación y a verificar que se la toma
correctamente, que se aumenten a tres días la moza de los servicios sociales, y
que jóvenes del voluntariado social la visiten cada tarde. Ahí va la vieja para
su casa, tan contenta, tan asfixiada, tan solitaria.
No
sabemos qué harán las hijas. Nadie, ni siquiera el juez, las puede obligar.
Agustín me dice que no es delictivo abandonar a los padres. Y uno vuelve a
reflexionar con un poco de pena y con pensamientos encontrados: ¿cómo pueden
unos hijos comportarse así? ¿Qué clase de madre habrá sido esta mujer para
merecer este desdén? "No te metas en historias familiares -me aconseja siempre la Peque- y no juzgues a nadie a las primeras, cada cuál tendrá sus motivos".
¡Qué
difíciles de entender somos las criaturas del Señor!
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