martes, 29 de mayo de 2012

Una vieja valiente


No es nada habitual que una anciana enferma, frágil y necesitada pida a su médico el alta hospitalaria, más que pedir, lo suplique casi llorando, a sabiendas de que va a estar sola en su casa, sin más auxilio que una moza de los  servicios sociales un día  a la semana. Estamos acostumbrados  a que estos pacientes se hagan los remolones,  hoy tengo el azúcar muy alto, mañana me va  a dar un poquito de fiebre, ya lo verá usted, ayer vomité el desayuno…, en espera de que le llegue la vez en una Residencia.

Esta anciana no, quiere irse a su casa, siempre se ha valido por sí sola y piensa seguir haciéndolo. A lo sumo, aceptaría una mujer capaz que le planche la ropa y le haga la cama, no una muchachita de éstas del ombligo al aire que le mandan del ayuntamiento y que se pasan todo el rato pegadas al móvil. El médico duda. La paciente no necesita ya estar en el hospital, pero tampoco la ve en condiciones de manejar sola tanta enfermedad, tanto fármaco, tanta insulina, oxígeno y mascarilla.

Tiene esta mujer tres hijas, ansiado consuelo para la madre y solución del dilema para el médico. Desde hace una semana se han sucedido entrevistas cara a cara, llamadas telefónicas a fijos y a móviles entre médico, hijas, yernos y trabajadores sociales. Poco provecho para tanta labia, que si una residencia privada vale mil ochocientos euros, que si una mujer a tiempo completo cuesta mil, que yo no puedo, que la otra vive en Tenerife, que la hija de aquí tiene dos niños chicos y un piso de 80 metros, y que están ella y su marido todo el día fuera trabajando, que si esta madre nuestra ha sido siempre muy suya y muy desarraigada…En definitiva, que adiós muy buenas, y a esperar una residencia, pública, claro. Un mes como mínimo.

Visto el tema desde fuera no parece tan difícil. Jaime, Paqui, Tomás,  Beni y la Peque, cenando la otra noche en mi casa, son unánimes en su opinión: no estamos ante un problema médico, sino social. El médico ha cumplido su cometido, debe dar el alta a la paciente y poner el asunto de sus cuidados en manos de los servicios sociales del ayuntamiento. Es más, me recriminan, cometería el médico una inmoralidad si mantiene a la mujer en el hospital en contra de su voluntad, eso sin considerar que está haciendo un mal uso de su gestión al permitir la ocupación innecesaria de una cama hospitalaria, tan escaso y preciado don hoy en día.

El médico sigue dudando. ¡Qué fácil es opinar desde la tribuna! ¡Qué pronto y qué bien se dan soluciones tomándose una cervecita en el salón de la casa de uno con sus amigos! Cualquier médico que se pringue entiende al enfermo en su globalidad, no sólo en lo referente al azúcar, la tensión o las coronarias, sino también en otros factores tales como los familiares, sociales, económicos y afectivos que tanto influyen  en el devenir de la enfermedad. No comparte, por tanto, con sus amigos ni con su mujer, que estemos sólo ante un problema social, no; sería, en todo caso, un problema socio-sanitario. Me gusta pensar que el médico es el agente sanitario del paciente, su abogado defensor ante la enfermedad y el entorno condicionante.

“Eres un tío utópico -me dice Tomás- te estás metiendo en el trabajo de otros, con lo que conseguirás estropearlo todo. No puedes cargar con todas las necesidades de la gente, ni siquiera con las necesidades socio-sanitarias como tú dices”. Me hace pensar.

Hemos conseguido que una enfermera de su pueblo se comprometa a ir todas las mañanas a la casa de la paciente a comprobar la medicación y a verificar que se la toma correctamente, que se aumenten a tres días la moza de los servicios sociales, y que jóvenes del voluntariado social la visiten cada tarde. Ahí va la vieja para su casa, tan contenta, tan asfixiada, tan solitaria.

No sabemos qué harán las hijas. Nadie, ni siquiera el juez, las puede obligar. Agustín me dice que no es delictivo abandonar a los padres. Y uno vuelve a reflexionar con un poco de pena y con pensamientos encontrados: ¿cómo pueden unos hijos comportarse así? ¿Qué clase de madre habrá sido esta mujer para merecer este desdén? "No te metas en historias familiares -me aconseja siempre la Peque- y no juzgues a nadie a las primeras, cada cuál tendrá sus motivos".

¡Qué difíciles de entender somos las criaturas del Señor!











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