domingo, 24 de mayo de 2020

De nuevo la calle

Este año, sí. Se ha cumplido el refrán: marzo ventoso y abril lluvioso traen a mayo florido y hermoso. Y arrebatao. Después de dos meses largos de calles fantasmales, ha vuelto la alegría, la bulla, la lozanía. Tal vez, demasiado. La gente nueva no concibe tanto encierro, necesita solazarse. De alguna manera se siente inmune al virus y a la muerte, y no es consciente del todo del peligro de contagiarse y contagiar a sus cercanos. Así y todo, es una gozada asomarse uno al balcón y disfrutar la calle como antaño, que parece haber pasado un lustro, escuchar el murmullo, el bisbiseo de los pasos en la siesta, las risotadas de las tardes, el envolvente ruido de los coches, las mesas en las terrazas; volver al colorido y animación que la gente mortal le ofrece a uno a la vista... Me gusta imaginarme las calles, no como arterias que suele decirse, sino más bien como venas. Las arterias van siempre deprisa, llevando sangre a la carrera; las arterias son las carreteras. Pero las calles exigen para su disfrute un paso reposado, "paso corto, vista larga y mala leche..." , decía Fernando "El Herraor", el padre de mi amigo Rafael. Dejamos la mala leche para otros, y nos centramos en el paso lento enfocando el iris según conveniencia. Mi calle es empinada y sinuosa. Desde mis balcones, le encuentro un parecido a la vena safena interna cuando desemboca, haciendo una especie de cayado, en la vena femoral, la calle Estepa.

Pero, además de la vista de pájaro, es necesario pisar el asfalto y la tierra, volver a sentirse uno ciudadano libre y activo, estar en el mundo. Recuerdo ahora aquellas clases de Urbanidad de nuestro rector del seminario en las que nos metía determinadas doctrinas a la remanguillé. Decía que los enemigos del alma eran tres: Mundo, Demonio y Carne. Pasamos del Demonio -invento disuasor de la Iglesia-, y nos centraremos en los otros dos, mucho más atractivos. No, el Mundo no es ocasión de pecado, como nos decía don Gaspar. No necesariamente. No es sólo Carne. El mundo es un espacio lleno de criaturas del Señor, criaturas que son las que lo hacen bueno, regular o malo. No tenemos que huir ni aislarnos del mundo. Al contrario, debemos ser Mundo, hacer Mundo. Y ahora, más que nunca. Para ello hay que entrar en harina, conocer los problemas de la gente, ser sensibles a ellos y aportar cada cual soluciones en la medida de sus posibilidades. Hacer Mundo es saber ser solidarios, justos y también caritativos, porque la Caridad llega allí donde no alcanza la Justicia. Qué bonito sería, mi querido rector, considerar al Mundo como ocasión de virtud, de mirar por él y por las personas, de cuidarlo y mantenerlo para disfrute propio y de las futuras generaciones. Un Mundo ideal, vale, pero ilusionante. Y un mundo agradecido: ninguna primavera como ésta, el monte está que se sale, los caminos abrazados de maleza, las cunetas greñudas, jabalíes atrevidos y montón de cabras sueltas, un abril de mil aguas donde sólo se esperaban treinta, olivos rebosantes de una hermosa trama nueva, y hasta de Madrid ha volado su boina oscura y polvorienta, bendito silencio del hombre que tanto al mundo contenta... ¡Joer!, habéis visto lo poético que me ha quedado? 

¿Y la Carne? Amigo, ésa sí que existe. Sobre todo, en la calle. Hoy mismo, primer domingo de nuestra primera fase, he salido a un echar un bicheo. Más que nada para eso, pa ver carne. Bueno, y para sacar dinero. Las muchachas estaban anhelando el buen tiempo, y han salido desbocadas. Me ha pasado con la carne un poco como con lo del fútbol: ya no se acordaba uno del Vinicius ése de los cojones, ni tampoco de los cachetes apretujados rebosando por fuera de los perniles. ¡Ah, la carne fresca! ¡Qué calientes semos, Manuel! Os lo digo en serio, a mi edad la carne, bien entendida, ya no me incita como antaño al pecado, a la pasión o al deseo. Simplemente me alegra la vista y la vida. Como las brevas turgentes del Agustín, tan lejanas y añoradas, o las de Miguel, aquí al lado, pero igual de imposibles hasta los encuentros en la tercera fase, veremos a ver si aguantan. Me reconforta apreciar que la vida sigue siempre joven y eterna, y que qué bonito es todo lo que es nuevo.


¡Qué viejos verdes estamos hechos!...

jueves, 21 de mayo de 2020

Las residencias de ancianos en la picota

Veremos a ver cómo salgo de ésta. Ahora me arrepiento de mi compromiso de hablaros de las residencias de ancianos. ¡Me cachis!... Me remitiré a aquel chiste sobre Adolfo Suárez, del "puedo prometer y prometo que no sé dónde me meto"... 

Muchos de los ancianos que habitan en las residencias son pluripatológicos y grandes dependientes, los llamados asistidos, es decir, golosinas para el virus glotón. En cualquier situación de epidemia por un agente infeccioso de alta contagiosidad los lugares más expuestos son siempre las residencias de ancianos y las guarderías. Y luego, los hospitales. Damos gracias al cielo de que este maldito virus se haya apiadado de nuestros pequeños, si no, las guarderías, y no las residencias, estarían en el candelero. Las residencias (más aún que las guarderías) constituyen un entorno de enorme vulnerabilidad por ser lugares cerrados, de aire espeso, fáciles al contagio, y que albergan a ancianos muy tocados, en fases avanzadas de trastornos somáticos o mentales. Carecen de homogeneidad en sus dueños o titulares, normativas y protocolos de actuación, y para colmo, muchas de ellas, aun con un muy buen nivel de auxiliares de clínica, siguen sufriendo de una mala ratio, no están medicalizadas, y los cuidados asistenciales quedan al buen hacer y disponibilidad de los médicos de cabecera, generalmente sobresaturados. Una realidad palmaria en términos antropológicos es que, en general, el anciano que vive en su domicilio goza de un mejor estado de salud y recibe una asistencia médica mejor que el que vive en una residencia. Sin entrar en otras valoraciones. En pocas palabras, esta pandemia está siendo un terremoto, y las residencias de ancianos, edificios con aluminosis. Más o menos. Esto es lo que hay, y esto es lo que, desgraciadamente, estamos viviendo. 

Los números acojonan, ya lo sabéis. Estadísticas que nos abruman. ¡Ah, la estadística! Para un servidor, proveniente de Letras, la estadística fue una materia cuasi mágica por lo inaccesible. Yo me aprendía de memoria la desviación estándar, la odds ratio y la regresión logarítmica, pero... ni idea. Mirad: de los 23.500 ancianos fallecidos en España por el virus, el 66% (17.800) se ha contagiado en una residencia de ancianos. En concreto, en Andalucía hemos sufrido 1.355 muertes en estos dos meses, de las cuales, 1.176 han sido en mayores de 65 años. Y de éstos, 515 lo han hecho en residencias, y 661 en otros sitios como sus domicilios u hospitales. La ratio es estratosférica: 1 muerto de cada 83 ancianos en residencias; 1 muerto de cada 2.000 ancianos fuera de las residencias. Ergo, está chupao, la culpa es de las residencias. Así funciona nuestro cerebro. Cualquier cosa que suceda ha de tener su causa, su responsable, su culpable, en última instancia. 

Pero las cosas suelen ser más complejas de lo que parece a primera vista. Que una correlación estadística sea positiva no implica necesariamente una relación causal. No se puede comparar lo igual con lo desigual. Las residencias de ancianos, como sabemos, concentran lo más granado de nuestra fragilidad como sociedad. No podemos hacer comparaciones entre unos ancianos jóvenes como es nuestro caso, que, cual Jordis Hurtados, vivimos aún con total autonomía y jovialidad, y la triste decrepitud que se respira en las residencias. Dicho esto con todos los respetos. Decía Juan Ramón Jiménez que la mejor garantía de salud y longevidad es la alegría. Sí que sería mucho más adecuado comparar la mortandad en las residencias en estos dos últimos meses con la del año pasado en el mismo periodo. Esto nos daría una aproximación al exceso de mortalidad que hemos tenido. Veréis: una investigadora, creo que gallega, ha realizado un estudio estadístico interesantísimo y muy clarificador a este respecto que hablamos. Mediante un modelo de regresión logística multivariante ha comprobado una relación hasta ahora desconocida entre mortandad por coronavirus y vacunación antigripal en las distintas provincias españolas, de manera que en aquellas regiones donde más se han vacunado los ancianos para la gripe más elevada ha sido la mortalidad por Covid. Y enseguida salen las conclusiones precipitadas: la vacuna de la gripe empeora el pronóstico del coronavirus. Y sale la doctora diciendo: no lo puedo afirmar ni negar. En estadística, una correlación positiva no implica siempre causalidad. Y añade: bien pudiera ser que la vacuna de la gripe al evitar la muerte de muchos ancianos los ponga luego en bandeja del afanoso Covid. ¿Os dais cuenta? 

Con todo, como ciudadanos críticos, seguro que pensamos en la conveniencia de una auditoría pública de las residencias de ancianos que analice datos de impacto en la salud de los inquilinos, tales como la densidad de ocupación, espacios comunes, ratio de cuidadores, alimentación, climatización, régimen de visitas, actividades recreativas, número de inspecciones... Pero no ahora, que se desnudan las posibles vergüenzas, sino mucho antes. Quizá con las residencias haya pasado algo parecido a lo de los hospitales: hemos necesitado al virus para destapar nuestras carencias. Para nuestra desgracia, cuando un servicio asistencial público se privatiza se convierte en negocio. Y ya se sabe: a más negocio, menos calidad.

Pues a pesar de todo ello, y manque solo sea por poner en valor el sacrificado esfuerzo de tanto cuidador, limpiadora, cocinera o incluso director, ignorados por todos, hoy quiero romper una lanza en pro de las residencias de ancianos. O por lo menos, no ponerlas en la picota. Me fastidia mucho que haya gente que acuse al gobierno tan alegremente de mala gestión de la crisis con la sola intención de desgastar y separar. Pues yo, en coherencia, no voy a seguir el mismo ejemplo acusando sin pruebas a tirios y troyanos de la mortalidad de los ancianos por culpa de la supuesta mala gestión de las residencias. Habrá de todo. Posiblemente, algunas no hayan estado a la altura, pero ¿quién lo ha estado?; otras, en precario, con trabajadores explotados, y los cuidados al mínimo, no digo que no. Igual que muchos de nuestros hospitales. Nos ha pillado el bicho míseros y avaros a unos, y desprevenidos a todos. Hace unos días, El País publicaba una columna: "los viejos, al matadero". No estoy de acuerdo. No hemos enviado a nuestros ancianos al matadero, no. Simplemente, el virus ha venido a por ellos. Y es cierto que no hemos sabido o podido protegerlos a tiempo. El tiempo, la precariedad de medios, el negocio y nuestra forma particular de ser se han conjurado en nuestra contra. No digo que no sea posible "hospitalizar" una residencia, algunas lo han conseguido, tengo constancia del excelente trabajo en las residencias de "Los Pedroches"; lo que me parece misión hercúlea es hacerlo con las cinco mil y pico que existen en España en un tiempo y con unos recursos de los que carecemos. La clave ha podido estar en evitar la entrada del virus. Una vez dentro, la masacre. Ha habido directores de residencias que en su día se anticiparon al estado de alarma y cerraron sus puertas a las visitas una semana antes, para enorme descontento de los familiares. Ha habido médicos y enfermeras que se han fajado hasta el cuello para medicalizar sobre la marcha algunas residencias. Se han salvado vidas. Tampoco olvidemos que los resultados de contagiosidad y muerte recogidos en las residencias de ancianos han sido, en muchos casos, fiel reflejo de lo ocurrido en la localidad donde asientan. 

Otra cuestión que debo aclarar ya es esta teoría que se ha difundido acerca de que los intensivistas se han visto obligados a hacer de Dios y "conceder" la vida según a quién, priorizando a un joven frente a un anciano porque no ha habido respiradores para todos. Es una idea tendenciosa. Aún cuando en ocasiones haya podido darse tal caso. Es posible, no lo negaré, que en Madrid y en Italia haya podido haber casos de verdadera "discriminación por razón de edad". En los hospitales de campaña, en las guerras, ha sido práctica común ante una desproporción enorme entre recursos disponibles y demanda. En las situaciones críticas vividas, es ético salvar a un joven de 25 años frente a un anciano de 90. Creo que esto lo entendemos todos. Y ha podido ocurrir, sí. Pero de siempre, los médicos aplicamos la razón de riesgo/beneficio y coste/beneficio a la hora de indicar un determinado tratamiento, mucho más si éste es limitado o muy costoso. De siempre, no ahora. En las UCIs no entra cualquiera, ni se intuba a cualquiera. La obstinación terapéutica no tiene fundamento ético y, además, es ilegal. Si un paciente tiene tal cúmulo y severidad de patologías que su esperanza de vida no da para más de tres meses o su calidad de vida es ínfima (y esto los médicos lo evalúan mediante una serie de tablas al respecto), llegado el caso de una eventual actuación invasiva se desestima, con la anuencia de los familiares. Aunque haya respiradores de sobra. Esto es una figura completamente ética y legal que se llama limitación de esfuerzo terapéutico. De manera que no, no lo creáis: a los viejos no los ha dejado nadie morirse. Sí que creo, y lo encuentro normal, que determinados pacientes muy mayores y con muy mala calidad de vida hayan sido retenidos en la residencia con cuidados paliativos al considerar que su estancia en el hospital en nada les favorecería, dado que no existe un tratamiento curativo para el Covid, y que de ninguna manera iban a ser sometidos a ventilación mecánica.

Bueno, hasta aquí, una parte ha sido ciencia, y otra, opinión, como os dije. Ahora os voy a lanzar una reflexión que no es ni una cosa ni otra, sino una especie de hipótesis de ficción. Ahí va: el verdadero exceso de muertes por culpa del Covid 19 lo conoceremos con precisión cuando salgan y se analicen los datos que proporcione el INE (seguramente el año próximo). Mi hipótesis es que una parte muy importante de los 17.820 ancianos fallecidos por Covid en las residencias hubiesen muerto de igual manera a lo largo de lo que queda de año sin el concurso del virus. De manera escalonada y gradual se los hubiese llevado el cáncer, el ictus, una gripe o una neumonía. No a todos, claro. Recordad que con independencia del Covid, en España mueren cada día 1.000 ancianos. Y que el que muere una vez en marzo no vuelve a morir de nuevo en octubre. Y que, por tanto, el Covid lo que ha hecho es agrupar los fallecimientos en un tiempo muy recortado, y desplazar a las otras causas de muerte habituales. Si mi teoría fuese cierta implica que en los meses que quedan de año morirán menos ancianos que de costumbre porque nadie puede morir dos veces, salvo san Lázaro de Betania, claro. Pero ésa es otra historia. 
Ya lo veremos.

Bueno, os prometo que el próximo artículo va a ser mucho más divertido. Sobre todo por el hecho tan esperado de que la fase 1 de desescalada nos ha traído el buen tiempo, y con él, la carne fresca en las calles. ¡No tengo arreglo!

miércoles, 20 de mayo de 2020

Los viejos, los preferidos

Al estilo de mi amigo Pintor, hoy os voy a impartir una clase, esta vez de geriatría. Empezaré diciendo que no soy conocedor del día a día en las residencias de ancianos, y que, por tanto, las opiniones que vierta aquí para vosotros no son otra cosa que eso, opiniones. He conocido "por dentro" solamente las residencias de Benamejí y la de Villanueva del Trabuco, por distintas razones familiares. Y tengo referencias, por amigos, de la de Añora. Y aunque, ciertamente, da un poco de repelús permanecer en ellas más de lo socialmente correcto en las visitas, mi experiencia la valoro como favorable. La "chacha chiquita" hasta echó su barriguita y todo; la madre de mi amigo Cristóbal se erigió en el ama y señora de la del Trabuco, y María Parra es la alegría de la huerta en Añora. 

En lo que sí me considero experto es en geriatría, es decir, en los mecanismos y misterios que rigen nuestro envejecimiento, nuestras enfermedades de viejos y, finalmente, nuestra muerte. Me avalan para ello mi larga vida de internista y mis muchos años de profesor universitario impartiendo, precisamente, clases de geriatría. De manera que aquello que os diga acerca de las residencias de mayores lo tomáis con todas las reservas que os apetezca, y en lo referente a los procesos y efectos del envejecimiento os lo creéis a pies juntillas. De acuerdo.

A partir de los treinta, nuestro organismo inicia un lento y progresivo declive. Cuando llegamos a los cincuenta, todos estamos más o menos tocados. No lo notamos, nos encontramos en la cresta, pero nuestros órganos y sistemas se están resintiendo. Y es a partir de los sesenta cuando, por regla general, empezamos a tener achaques. Quizá lo que antes nos alerta sea el sistema músculo esquelético en los hombres y el de la piel en las mujeres, pero esto es variable. Todos nuestros órganos ya están picados aunque no lo manifiesten. A este fenómeno se le llama la pérdida progresiva de la reserva funcional de los distintos órganos. Funcionan, y lo hacen bien, pero en situaciones basales. Si se les aprieta dan el cante. Y la sobrecarga puede ser algo tan simple como una intervención quirúrgica, una anestesia general, una simple hospitalización, una infección viral o una fractura de cadera. El corazón, el riñón, el hígado, el cerebro... aparentemente sanos pueden verse superados en situaciones de estrés y sobredemanda funcional. Hace poco, un amigo setentón se operó de la vesícula. Todo perfecto. Pues luego se tiró un mes en que apenas podía orinar, y hubo necesidad de sondarlo hasta que por fin se recuperó. Y todo el estudio urológico fue normal, ni siquiera hipertrofia prostática. Había superado la reserva funcional del músculo vesical por mor de la anestesia. Es como si el depósito de un órgano joven tuviese una reserva para 100 kilómetros, y el de un viejo, sólo para 10. Algo así. 

El otro fenómeno que explica en parte el hecho del envejecimiento es la homeoestenosis, perdonad el palabrejo. Significa la estrechez en los márgenes del equilibrio en la sangre. La homeostasis es precisamente el estado de equilibrio entre todos los componentes sanguíneos: células, fluidos, elementos minerales, iones, pH... etc. La sangre joven se maneja en unos márgenes más flexibles, se adapta bien a los cambios, compensa unos con otros... A medida que envejecemos esto ya no es así. Desarrollamos rigideces en todos los campos, perdemos capacidad de maniobra correctora.

Y el tercero en discordia es el sistema inmunitario. No es necesariamente que el anciano "tenga menos defensas", como suele decirse; es que las tiene mal avenidas. Digamos que nuestro sistema inmune posee una serie de controles para que funcione correctamente, que no se quede corto, pero que tampoco sobreactúe. Porque ambas cosas son perjudiciales. En el proceso de envejecimiento tiene mucha importancia la pérdida de los puestos policiales de control. Esta función la ejecutan los llamados linfocitos T supresores. Con sus controles de barrera impiden las avalanchas y regulan los pasos sucesivos de respuesta ante el agente invasor. La pérdida sustancial de linfocitos T supresores deja demasiada libertad a los linfocitos B y otra clase de linfocitos T activadores que, eventualmente, pueden sobrepasar las necesidades estrictas de defensa, y se convierten en fuego amigo: el llamado síndrome de hiperactivación macrofágica, que es uno de los nominados al oscar en la patogenia de la enfermedad grave por coronavirus.

La persona anciana, por tanto, está mucho más expuesta a enfermar y a morir. En biología, a esto se le llama vulnerabilidad, la característica más definitoria de la vejez. Aparte de los factores antes mencionados, incrementan la vulnerabilidad una serie de condiciones "externas", tales como la diabetes mal controlada, la mal nutrición, el abandono y la soledad, la pluripatología... Lo sabíamos de manera empírica. Ya lo sabemos de manera científica. Según el Ministerio de Sanidad, el 87% de los fallecidos por coronavirus eran personas mayores de 70 años: 23.500 en números redondos al día de hoy, sobre un total de fallecidos de 27.000. Bien, pero ahora resulta que en los datos del INE relativos al año 2018 (el último publicado) el 86,1% de todos los fallecidos por cualquier causa corresponden a personas mayores de 65 años. Es decir, que la dinámica del Covid 19 es bastante similar a la de cualquier otro agente mortal, se encarniza con los ancianos. Hemos tenido un exceso de mortalidad sobre lo esperado en estos dos meses, de acuerdo. Pero el porcentaje de ancianos caídos no se aleja de la casuística habitual. La letalidad media del virus ronda el 4%, mientras que en las personas mayores de 75 años, se eleva al 20%. Y esto, que nos asusta, ocurre también, en proporciones parecidas, con otras causas de muerte tales como las neumonías, los infartos, los ictus o los cánceres. Con independencia del coronavirus, en España mueren cada mes alrededor de 30.000 ancianos. Cada mes. O sea, 1.000 diarios. Imaginaros que la tele radiara cada día el número de fallecidos. Los mayores estaríamos siempre acojonados, pensando que el día menos pensado nos va a tocar.

Bueno, dejamos la clase aquí. Mañana seguiremos con las residencias de ancianos.

domingo, 17 de mayo de 2020

Los dos califas.

Aquel encuentro con Anguita en Bubión pasará a los anales de nuestra historia particular de algunos amigos del seminario, y no sólo por el hecho ya memorable de haber conocido al singular personaje, sino, además, por algo mucho más prosaico. 

Llegaba yo ese puente de Andalucía a Las Alpujarras de muy mala gana y peor humor -cosa extraña porque disfruto de lo lindo cada vez que voy-, recién salido de una pequeña intervención quirúrgica en mi vejiga. Todo había quedado en un susto que se había saldado con la dura factura de doce días de sonda urinaria, y, por consiguiente, un par de semanas sin alivio de la concupiscencia, que nos decían los curas. Hoy, dos semanas sin matrimoniar es lo más normal del mundo… y hasta cuatro, si se le tercia a la parienta, pero en aquellos años… en dos semanas se te ponía la leche aterroná en las vesículas seminales y no tenías cuerpo para nada. De esa guisa aterrizaba yo en los dominios de nuestro amigo Luna. No sé de qué manera tan ingeniosa se las arreglarían Antonio y Pilar para alojarnos en su casa a seis parejas de amigos. Otra pareja más, Manolo Estepa y María Jesús, hacían noche en una autocaravana de su propiedad. Dolorido y encorvado, caminaba yo esa primera tarde por las terrazas y el huerto de los anfitriones, aislado del mundo, áspero y huidizo, extraño para todos. “¿Qué le pasa a éste?” -preguntaban las mujeres a la mía. “Acojonao que viene por todo lo que le han hecho” -respondía con una mueca de despreocupación-, ya lo conocéis”. “No, no, no -saltó Paqui con su sonrisita picarona-. Yo ya sé lo que le pasa, ¡digo, si lo sé!"… Y se dirige enérgica a mi mujer: “Ahora mismo te subes con él a vuestra habitación, y me lo pones al día. Y si no lo haces tú, me lo subo yo”. Y de ese modo tan expeditivo acabaron mis penurias. Pero con Toñi, no hubo necesidad de ningún concurso más. Semen retentum venenum est. Extraído el veneno, ya pude disfrutar a tope de mis amigos. Inolvidable en nuestro imaginario colectivo la imagen de José Luis bailando al calor de la chimenea con un pijama apretado, pantalón de cuello alto, marcando paquete, seco como un junco, al estilo de Steve Urkel, y todos desternillados de la risa.  

La comitiva de Anguita, con un primo de Antonio, iba de paso y pararon a comer en la casa de Bubión el domingo, ya de regreso. Y quiso la casualidad que ese día se juntaran allí, sin competencia entre ellos, dos grandes califas: el califa rojo de Córdoba, y el califa verde de todas las Alpujarras. De Fernán Núñez. Salvando las lógicas distancias por sus respectivos roles en la sociedad, ambos -maestros escuela los dos- comparten muchas cosas, las que más, honestidad, decencia y compromiso. Si al uno lo admiramos por su inquebrantable rebeldía contra la opresión de los desfavorecidos y por su coherencia política y personal, el otro no le va a la zaga, al otro es que lo queremos por su carisma, por su capacidad conciliadora, por su enorme corazón, en fin, porque es nuestro amigo de siempre y para siempre. 


Bueno, hoy sí que nos vamos al balcón. Lo digo con tiempo.




sábado, 16 de mayo de 2020

Jugando al dominó


Estoy escribiendo en este día incierto en que Julio Anguita permanece en estado crítico en la UCI del Reina Sofía. ¡Qué penuria el protagonismo que en estos dos meses han cobrado la enfermedad y la muerte! No se habla de otra cosa. Me gustaría poder presumir de amistad con Julio. No es el caso. Pero sí que he podido disfrutar de varios contactos esporádicos con él. Lo conocí en persona un día de barbacoa en la casa de Antonio Luna y Pilar, en su privilegiado sitio de Bubión. Lo acompañaban su mujer de entonces, Juana, y otros amigos de Córdoba. Se mostró afable pero algo retraído ante una concurrencia muy pendiente de su figura, como es natural. Hace ya muchos años de este primer encuentro. Cuando lo comenté con mi madre, puso el grito en el cielo: “Niño, tiene cara de buena persona, pero ¡¡¡es comunista!!!”. Mis padres, como tanta gente antigua de nuestros pueblos, identificaban el comunismo con la quema de iglesias y el asalto a los cortijos para matar a los señoritos, con el anticristo. Más reciente, he coincidido con él y su nueva esposa, Agustina, varias veces en la casa que Antonio Pintor y Victoria tienen en “El Arrecife”. De estos encuentros y alguno más en cursos sobre derechos humanos en la facultad de filosofía de Córdoba sé que Julio es un excelente conversador, un sibarita de lo sencillo y tradicional como la tortilla de papas, el salmorejo o el rabo de toro, aficionado a los balnearios del Imserso con sus íntimos y un notable y cansino jugador de dominó: las tardes enteras a la sombra de los chaparros, haciendo pareja con el Pintor, contra José Antonio Naz y Pedro Antúnez, un comunista de Fernán Núñez. Y sé también de sus mañanas placenteras de dominó en un puesto de la Corredera con su charpa habitual. Un vicioso. Me llama hace un rato mi amigo Pintor para comunicarme que la cosa pinta fatal, que se apaga la luz clarividente de Julio… ¡Lástima! Se ha resguardado a conciencia del virus, apenas ha pisado un breve paseo, pero no ha habido parapeto suficiente para detener el ímpetu mortífero de su corazón ardiente y desbocado. Se nos va el referente político más decente y coherente a mi modo de ver, a quien todo el mundo quería y admiraba, pero que poca gente votaba; aquel de aquella solemne sentencia: “Prefiero vivir sencillamente para que otros puedan sencillamente… vivir”. Un hombre ejemplar en su ejercicio de función pública, un brillante orador, un eterno soñador, un apasionado de la política y de la vida que ha vivido con tanta vehemencia. Os diría que, más que llorar su pérdida, celebraría su vida tan repleta de vivencias, no todas buenas, naturalmente, de emociones, de coherencia, de ejemplaridad y de sabio senequismo cordobés. Acaba de morir. La noticia ya vuela por las antenas. Y ahora, ya no lo siento tanto por él, sino por su familia y por tantos amigos a los que deja huérfanos de su amistosa presencia, de su serena sabiduría y de su infatigable rebeldía por llevar la honestidad a la política. Digo ahora lo que pensé cuando murió mi padre: hay personas que nunca deberían de abandonarnos. Por todo lo que llevan dentro. Retendré a Julio en mi memoria echando su partida bajo la encina generosa del campo de Victoria: "La salida del contrario matarás, tengas o no tengas más". Descanse en la paz de los justos.





miércoles, 13 de mayo de 2020

Día 60. Las colas del hambre

No tengo edad para acordarme de los años del hambre, ni siquiera de las llamadas entonces cartillas de racionamiento con que nuestras madres podían acceder a determinados géneros y cantidades alimentarios haciendo cola en las tiendas del pueblo, aunque he oído hablar de ello muchas veces en mi casa. Sí que recuerdo, sin embargo, y con una sensación placentera -la poca edad-, la cola que hacíamos los escolares a las puertas de la Casa Carreira -El Señorito- para recibir el "aguilando" en los días previos a la Navidad: una lata de leche en polvo, un puñado de mantecados, una botella de aceite, un kilo de garbanzos y una tableta de chocolate "Elgorriaga". Puedo decir que, de niño, yo no he conocido el hambre, un poquito de necesidad, sí, pero hambre, lo que se dice hambre, no.
Barcelona en postguerra | Miseria | Ajuntament de Barcelona
Y hoy, sesenta años más tarde, hay demasiada gente en España que vuelve a pasar hambre, que necesita bonos canjeables para comprar comida o tiene que comer en comedores sociales o recibir alimentos envasados. Y todo ello, naturalmente, de una manera vergonzante. Porque las colas no son para el cine, el Gran Teatro o El Maestranza, sino para mendigar comida. ¿Cómo es posible esto? Mi amigo Fraski, voluntario del banco de alimentos de Córdoba, me dice que no dan abasto, que se abochorna de ver "las colas de la miseria" en algunas parroquias y en otros locales de Cáritas, "lo nunca visto". Córdoba no es solamente la ciudad bonita atestada de turistas donde la gente come caracoles en las terrazas o hace footing en el parque Cruz Conde. Hay dentro otra ciudad de ciudadanos desprotegidos que amanecen sin saber qué dará el día. Mi amiga Victoria, trabajadora hasta su reciente jubilación en los servicios sociales del Ayuntamiento de Córdoba, se reafirma en lo mismo, no está habiendo la suficiente agilidad administrativa para atajar el problema con eficacia, están desbordados. Y encima, no todas las organizaciones vecinales están coordinadas con los servicios sociales municipales sino que algunas, con muy poca experiencia, van por libre. Me comentan ambos que la comunidad rumana cordobesa y también bastantes personas de determinados barrios han vivido hasta ahora de los trapicheos y las chapuzas que les iban saliendo, y que la crisis y el consiguiente confinamiento los ha dejado con el culo al aire. Hoy leo un reportaje en El País, que me deja perplejo: 102.000 madrileños hacen cola para recibir alimentos o comen en comedores sociales, las colas del hambre. Y que, al igual que en Córdoba, y supongo que en cualquier otra gran ciudad, no hay la suficiente coordinación entre ayuntamiento y organizaciones vecinales de ayuda. Está claro que todo nos ha venido de golpe y no hemos sabido anticiparnos ni prepararnos. En Madrid -dice el periódico-, más de cincuenta asociaciones vecinales dan de comer a la gente en una red paralela a la de los  servicios sociales municipales. Y que mucho han de cambiar las cosas para que en el corto plazo estas redes vecinales trabajen de la mano del Ayuntamiento.
Vuelven las colas del hambre y las peticiones de ayuda a Cáritas ...
Y entonces uno se pregunta que qué es lo que está pasando aquí, dónde está esa renta mínima a la que iba a tener derecho todo aquel necesitado, si ha llegado ya a manos de sus destinatarios o si lo hará dentro de tres meses... Dónde, la solidaridad entre familias o incluso entre vecinos. Es necesario echar afuera complejos y miedos: hay que saber dar y hay que saber recibir: nada de vergüenza, amor propio o pundonor. Podemos pensar que estas situaciones han de tener una respuesta adecuada de la administración, no nos vale la caridad. Y yo digo que no, que sí que vale la caridad en casos tan extremos como éste. Os animo desde aquí, por tanto, a donaciones o cualquier otro tipo de ayuda alternativa posible en estos momentos críticos. Primum, manducare. Lo primero es comer, y luego, si eso -deinde, filosofare-, ya iremos pensando en las medidas más estructuradas y certeras para que nadie pase hambre.

Nos hemos visto en la cresta y nos hemos creído a salvo de cualquier mal: las cosas malas pasan en otros sitios, nosotros somos intocables. El hambre fue cosa de nuestros abuelos en la posguerra o es algo acostumbrado en África o en nuestros campamentos periurbanos de rumanos. "Por lo menos pa comer tenemos", suele decir la gente. Y fíjate, en apenas dos meses un bichito de mierda nos cambia la vida de pe a pa. Tanto, como para retroceder casi un siglo. "No semos naide."  

En mi calle ya nadie aplaude. Bueno, pues vámonos de paseo.

Por cierto, me ha llegado hoy un wassapt en el que se nos pide que a fin de dar una despedida solemne al homenaje diario a los sanitarios, ya decayendo por razones de temporalidad, hagamos todos un acto multitudinario de gran aplauso el próximo domingo a las 20 horas, nos pille donde nos pille. Aprovecho el medio para hacerlo extensivo.

sábado, 9 de mayo de 2020

Día 56. ¿Quién se acuerda del fútbol?

En la vida real, a estas alturas de mayo muchos de nosotros ya estaríamos afanados con las semifinales de la Champions y con los últimos coletazos de la Liga: si el Madrid le gana el pulso al Barsa, o si el Sevilla se mete en puestos de campeones...  O si habrá pitada al himno en la final vasca de la Copa del Rey. Pero en esta especie de vida virtual que mal llevamos ¿a quién le interesa el fútbol?

Ni me acuerdo desde cuándo no leo el As o el Marca por Internet. Tanto, que sus logos respectivos se han borrado solos de mi portada de Google, viendo el nulo caso que les hago. Curioso, también se ha esfumado el icono de mi cuenta bancaria, por lo mismo. Ya no mira uno ni los dineros que tiene... Las únicas noticias que me han ido llegando de manera esporádica acerca del fútbol son las de los wassapts con chistes malos sobre el Betis. "Si queremos eliminar de Europa al coronavirus, que fiche por el Betis", o "Los jugadores del Betis han dado negativo en PCR pero positivo en los piojos", o "El Betis lleva ya 56 días sin perder un solo partido"... Cosas así. Al Betis, en fútbol, le pasa como a Lepe o Fernán Núñez en los chistes: siempre la mofa, siempre mal parado. Aunque ahora, con los vídeos de Joaquín, la cosa empieza a cambiar. Y mirad que tengo todo el tiempo para ver partidos antiguos en el canal Real Madrid, que solamente retransmite los ganados, o sea, garantía de no sufrimiento. Pues ni por ésas, que no. Al menos Nadal ha salido en público expresando su pésame por tanto fallecido, y sus tristeza por lo que estamos viviendo. ¿Dónde, Cristiano; dónde Messi con sus burradas de millones? ¿Quién era un tal Vinicius jr, que ya no le pongo cara?...
Videojuegos: Vuelve un mito, PC Fútbol para móvil y ordenador ...
No sé si fue Sacchi o Valdano quien dijo que el fútbol es la cosa más importante de las cosas sin importancia. Yo, con licencia de autor, se lo voy a encasquetar a Michael Robinson, que me cae mejor; un inglés simpático y un excelente profesional, un hombre bueno que nos ha dejado sin ruido. Mirad si sería buen locutor de fútbol que los madridistas lo tachábamos de culé, y los culés, de madridista. Este desinterés manifiesto de mucha gente por el fútbol en estos momentos es una prueba más de la futilidad de tantas cosas a las que nos acostumbramos como esenciales siendo, como son, contingentes, circunstanciales, de pasatiempo; útiles en su justa medida sin que nunca debieran de alcanzar las cotas de publicidad, mérito y ganancias que nuestra sociedad de lo superfluo les ha brindado.

Leemos ahora, convencidos, que los sanitarios, los mayores en riesgo y otros empleados públicos que nos defienden o nos abastecen deben tener prioridad, por delante de los futbolistas, para hacerse los test rápidos. Le damos al "me gusta" de los contratos indefinidos a los sanitarios que se han fajado con la muerte, y al de los futboleros que se avienen, de mala gana, a bajarse el sueldazo. Firmamos on line documentos que solicitan la rebaja sustancial en cargos políticos que creemos intrascendentes, o la anulación de la famosa X para la Iglesia... Y todo eso lo hacemos ahora, cuando le hemos visto las orejas al lobo. Está bien. Veremos cuánto nos dura este sentimiento. ¡Quiera Dios que pase de rabieta a convicción! Que permanezca para siempre entre nosotros el paradigma aristotélico de las categorías: saber definir y diferenciar las distintas categorías o "clases" de la realidad; aprender a ordenarlas por su valor, nunca por su precio. Ojalá en lo sucesivo nunca tengamos que recordar que hay en la vida cosas mucho más importantes que el fútbol. Que un médico, una enfermera, un repartidor de butano, un agricultor o un recoge basuras cumplen funciones realmente vitales para la sociedad. Cosa que jamás se podrá decir de un futbolista.

Como mucho, y para no ser tan drástico, le voy a conceder al fútbol algo que he oído por ahí: el fútbol es lo más importante que tiene la vida cuando la vida no es lo importante.

¡Déjate de Aristóteles, y vámonos pal balcón, que la cosa está decayendo! 

miércoles, 6 de mayo de 2020

Día 53. Cabaña o libertad

Esto ya lo sabemos desde que vimos la película de Higinio y de Rosa, lo del síndrome de la cabaña, que después de 30 años de estar poco menos que emparedado, Higinio sentía pánico de salir a la calle. Para mí, ha sido realmente una novedad. Lo de la cabaña. Ni siquiera recuerdo habérselo oído a don Carlos.

Nunca he escuchado a un orador con la pose y prestancia de don Carlos Castilla. Daba gusto. La clase se atiborraba de alumnos y de libres oyentes. Cincuentón, serio sin llegar a lo circunspecto, plata sedosa en cabeza y barba, gafitas de cerca colgadas del cuello, esbeltamente erguido, sabía como nadie exhibir un temple muy singular y glamuroso. Sin esperarlo ni por asomo, la psiquiatría, llamada a ser materia rara y oscura, se convirtió para nosotros en muy poco tiempo en la asignatura estrella del curso. Gracias a don Carlos. Este insigne profesor, de lo mejorcito que hemos tenido, nos asomó a los estudiantes de aquella época al precipicio de un mundo marginal e ignoto para nosotros, el de la neurosis y la psicosis. 

Le llegaban al dispensario -nos contaba- historias escabrosas y sobrecogedoras: adolescentes con hebefrenia encerrados por sus propios padres en sótanos o en trasteros para ocultarlos de la vergüenza ajena; mujeres desnortadas que paseaban desnudas; los misteriosos ahorcamientos en la zona de Iznájar-Rute; el sinvivir de los homosexuales de la época... Tal vez por simpatía con mi propia forma de ser, me llegaban más los problemas obsesivos: algún cura que se tiraba media misa limpiando la patena no fuera a quedar en ella ni una milésima parte de la hostia consagrada; o personas, que las había, que caminando por la calle no podían pisar las huellas entre los adoquines o las baldosas. ¡Habemos gente pa tó

No recuerdo, entre tanto comportamiento anómalo y patológico, que don Carlos nos hablara de los síndromes éstos nuevos de nuestra sociedad facilona y acomodada: el síndrome posvacacional ni, por supuesto, del novísimo para mí, síndrome de la cabaña. Por entonces no había confinamientos y la gente era menos delicada que ahora para reincorporarse al trabajo.

A mí me pasa algo parecido a lo de la cabaña. Y creo, se trata de una mezcla de miedo y obsesión. Me encuentro cómodo y relajado en mi casa. Seguro. Y el día que toca salir me vuelvo irritable. Cuando regreso, más nervioso aún: no sé qué tocarme primero, si quitarme las gafas, la mascarilla, los guantes; si tocar el picaporte... En ocasiones me quedo bloqueado y ha de acudir la Peque en mi auxilio. Permanezco inquieto durante horas intentando acordarme si toqué tal o cual cosa con las manos lavadas o no... Un coñazo, la verdad. Luego, se me queda la voz aflautada, una cosa así como la de Franco ya de mayor, presbifonía, se llama, y me ocurre en situaciones de preocupación y de estréss; si carraspeo un par de veces, ya pienso que me atacará la tos... En fin, me obliga e realizar concientemente algún ejercicio autoaprendido de ésos de relajación y de mind fullness de mis amigas Paki y Mercedes. En este asunto no creáis que exagero. Soy un caso, ya lo sabéis. Y lo voy superando. Hasta cierto punto es normal. Estamos tan martilleados con la cosa de que el peligro está fuera, tan abrumados de información negativa que resulta lógica esta aprehensión a salir. 

La Peque, no; ella es una mujer positiva y valiente. Con actitud. Con ovarios, sí señor. Menos mal que la tengo. Ella, de tener algo, sería lo contrario, o sea, un síndrome de libertad. Pues eso, mi mujer se ajoga en la casa, necesita liberarse, dar rienda suelta a sus deseos y emociones después de cincuenta días, con sus noches, enchironada con un pelmazo como yo. Culillo de mal asiento, bastante bien ha aguantado hasta el momento. No le bastan sus dos horas de paseo mañanero por el campo. Quiere más: irse al pueblo, al Torcal, al risco, a Sevilla, a san Sebastián, al Imserso...  Y se pone a voces enmedio del salón como si yo fuese Pedro Sánchez: "Voto NO a la prórroga. Libertad a las mujeres de buena voluntad". Y yo, humilde y comprensivo: "Todo llegará, mujer"...

¡Qué diferentes, la Peque y yo! Ella, la libertad; yo, la cabaña. Le envidio su desenvoltura y talante ante el riesgo y la amenaza de peligro. Está viviendo estos días con una sorprendente naturalidad, mientras yo me paso las horas midiendo mi cuerpo, contando las veces que toso o estornudo, haciendo gárgaras con agua caliente y vinagre, quién me ha visto y quién me ve..., lo próximo será comer ajos crudos para espantar al virus. En fin, mis cosas.

Bueno, la verdad, me ha venido muy bien traer este tema del síndrome de la cabaña para recrearme un poquito en ese tufillo nostálgico de cordobita al rememorar aquellas historias tan extrañas y casi mágicas con que don Carlos nos hacía entrar en calor en los sótanos umbríos del hospital provincial. 

Seguimos yéndonos pal balcón

domingo, 3 de mayo de 2020

Día 50. 3 de mayo, día de la madre

Gastaba mi madre unas sentencias muy suyas, a cual más gloriosa y celebrada, una para cada hijo, aunque yo me llevaba varias: "Como un día te traigan ajogao del río, encima te mato". "Con mi José María no os metáis, que es que el probe tuvo el tifus". "En esta casa, el mundo al revés, ella (por mi hermana), un demonio, y él (por mí), un inocentón". "¿A quién habrá salío el negruzo éste?" (por mi Manolo). "Es clavaíto a mi agüelo Higinio" (por mi Frasco). "Mi rubiazco se parece a su tío Juan Gilito". "Esta niña, por ser la última, es un macho pingo". No era mi madre, sin embargo, una maniática de la limpieza, como sé que eran otras muchas. Para eso ya se bastaba mi hermana Josefa solita: Ni se te ocurra pisarme lo fregao.

Vosotros, gente de mi edad, guardáis en vuestras fibras más íntimas frases y gestos muy similares a éstos. Nuestras madres... ¡Dios mío! Me pregunta con cierta frecuencia mi mujer si yo me acuerdo de mi madre todos los días. Y le contesto que no, que todos los días, no. Tampoco hay que exagerar. Pero es que no hace falta. Las llevamos por dentro. La esencia de lo que somos se lo debemos a ellas en mucha mayor parte que a nuestros padres. El óvulo materno nos proporciona sustento en nuestras primeras semanas, y aporta, además de sus cromosomas, todo el aparato de producción de energía y el ADN mitocondrial. Por contra, nuestros padres sólo ponen una minúscula lombriz cabezona, rabizcona y muy juguetona, eso sí. 
8 de marzo de 2015: Homenaje a nuestras madres y abuelas | LA ...
Hoy, día de la madre, quiero rendir un homenaje a nuestras madres de antes. A las bisabuelas de nuestros nietos. Otro día les tocará a las madres de nuestros hijos y a las de nuestros nietos. A cuenta gotas, uno se va enterando del fallecimiento de la madre, de Paco Solano, de Antonio Pintor, de Pepa Rodríguez... y de otros que no nos llegan tan de cerca, o que ni nos enteramos. Cada vez menos porque de la gente nuestra la gran mayoría somos ya huérfanos. Pero aún quedan heroínas de la vida como la madre de Rafael Raya, que a sus 104 años, sigue tan guerrera y mañosa. Han sido nuestras madres unas mujeres valientes, bragadas y entregadas a sus familias. Les ha tocado, eso sí, nadar en las dos orillas contrapuestas de un río, el de sus vidas: una época de miseria y otra de cierta prosperidad. Y en ambas lo han hecho con agallas y con fe. Vosotros, como yo, habéis vivido de prestado en casas de vuestras abuelas, sin luz y sin agua corriente; habéis bajado al río a ayudarles (o más bien estorbar) con  el lavado de la ropa, y luego con la subida de la cuesta cargadas con todo el hato, y con su embarazo a cuestas; habéis sufrido con ellas la muerte de algún hermanito; pero también las hemos visto alegres y cantarinas, sin motivo aparente, arrodilladas con sus espuertas debajo de los olivos. Y más tarde, en la época "buena", unas adelantadas a su tiempo: lubricante generoso y suave que engrasó las mohosas costumbres y formas de nuestros padres, más chapados a la antigua, para dirigir sus ojos a la modernidad, comulgar con la rueda de los cambios vertiginosos de un tiempo nuevo y hacer de bisagra para nuestro mejor futuro. ¡Qué lección de bondad y de comprensión nos han dado! ¡De qué manera más discreta y complaciente aceptaron (soportaron) los novísimos modos que la vida iba abriendo para nosotros! Cada uno que reflexione sobre sí mismo y piense en cuánto tuvieron que tragar nuestras madres con tal de ponerse de nuestro lado y convencer de ello al hosco y enfurruñado marido. Me admiro ahora pensando con qué sabiduría y humildad supieron adaptarse al devenir de tantos acontecimientos y cosas nuevas de un tiempo tan revolucionario. Bastantes años atrás, en la prehistoria de la aceptación de la homosexualidad por nuestra sociedad, la madre de uno de nuestros amigos, lejos de enojarse o de sentirse acomplejada, presentaba a sus amigas del pueblo, mujeres ya mayores, a la pareja de su hija, otra chica lesbiana: "Mirad -les decía con orgullo- esta chica es la señora de mi hija". ¡Hay que tener un par de ovarios! Mi propia suegra, otra madre irrepetible, tuvo que urdir interiormente lo que no está escrito para aceptar y hacer aceptar a su marido (y al pueblo entero) el que su hija pequeña, viuda, viviera con otro hombre sin haber pasado por la iglesia. Hoy estas cosas parecen obvias y corrientes, pero hace veinte años, no. En Antequera, una anciana de 95 años, locuaz y despabilada como ella sola, rehuye asistir a los cumpleaños de sus bisnietos porque con tanto hijo y nieto separado y rejuntado con otras parejas con hijos previos ya no sabe quiénes son sus niños "de verdad" -dice la pobre-, que los confunde. Nosotros, que ahora presumimos de modernos con tan diversos modelos de familias que existen, hemos aprendido la lección de nuestras madres. 

Y vosotras, amigas mías, sí, sí vosotras, madres y abuelas modernas que en la era del confinamiento os habéis convertido en devotas de la cocinilla, el pan de masa madre y los bizcochos, os debo decir que difícil, muy difícil lo tenéis para igualar siquiera las magdalenas caseras que me preparaba una anciana muy querida de mis tiempos de Lebrija a cambio de mi visita semanal en su casa, o las gachas de cuscurrones que todavía, a su edad, me regala de vez en cuando otra mujer "añosa" de mi pueblo, o el rabo de toro a la antigua de mi querida Francisca, el mejor de toda Córdoba. ¡Ojo! sin zanahoria, un insulto al guiso. Estos y otros eran -y son- los auténticos dulces de la abuela, y el auténtico rabo de toro, no los postres y la "cola de toro" con que pretenden engañarnos en algunos restaurantes sevillanos.

Hoy, nuestro aplauso va a ser para esas bisabuelas, si es que nos queda alguna viva. Desde luego, para la madre de Rafael Raya a quien, por un error literario la he quitado de en medio de este mundo. Y he tenido que corregir a la carrera ¡Que viva muchos más! 

viernes, 1 de mayo de 2020

Día 48. 1 de mayo del 69

In illo témpore, mi trupe del seminario y yo teníamos dieciséis años, mes arriba, mes abajo. Y claramente necesitábamos -unos más, otros menos- el hervor de la ciudad. Era nuestra primera primavera en Córdoba, donde llegamos en octubre del 68, nuestro nacer a la modernura. Lo del mayo del 68 nosotros apenas lo olimos. Estábamos enfrascados en plena sierra de Hornachuelos preparando la Reválida de Cuarto, ajenos por completo al mundo exterior, de no haber sido por la eliminatoria del Madrid-Manchester que pudimos seguir a trompicones de antena por nuestro flamante Telefunken. Así que nuestro primer mayo de verdad fue el del 69. No sé por qué, pero ese número siempre me ha fascinado.

Córdoba era entonces una preciosidad. Más bella que ahora, fijaros lo que os digo; más auténtica, sin tanto autocar ni turista. Lo teníamos todo a mano, a tiro de piedra: la ribera arbolada con su noria secular y majestuosa, y sus mujeres de la noche; el vetusto puente romano de adoquines, paso obligado para llegar a san Eulogio, nuestro campo de fútbol reglamentario; el Alcázar, con sus exuberantes jardines orientales; la Mezquita y, a su través, el acceso al centro. La calle Cardenal González, tan vecina del seminario, era una vía proscrita por su fama de pecaminosa. Y por si faltara algún aliciente, frente por frente teníamos una escuela de secretariado femenino, cantera inagotable para el flirteo, como se decía antes.
Judería de Córdoba | La Judería de Córdoba es el barrio en e… | Flickr
Los días festivos eran libres. Después de la misa, paseo voluntario. La única limitación era estar a la hora del almuerzo, a las dos, y de recogida, a las nueve, para la cena. Tuvimos la suerte de un tiempo (Vaticano II) y de unos curas muy adelantados. Se fiaban de nosotros. 
Mi meteórica autoestima como empollón nunca fue paralela a la de ligón. Me veía largirucho, mal hecho, culo zapatero, piernas enclenques y narizotas. Me salvaba mi flequillo. Sentía un poco de vergüenza de salir en grupo a la calle temiendo ser el único que no ligaría. Y, encima, por la noche, en el dormitorio corrido, muchos de mis amigos nos ponían los dientes largos a los demás contando sus paseos con Claudia, Reme o Conchi. De manera que, a solas, disfrutaba muchas veces aquellas tardes de domingo de la hermosa primavera cordobesa inundada de olores a celindas, bermellones y azahar, perdiéndome a conciencia en las angosturas de una judería aún virgen de tenderetes y de bares, pero bellísima de macetas colgadas y de patios de exposición.  Haciéndome el longuis (del latín liongus: lejano, apartado, distraído), iba buscando el encuentro casual y afortunado con alguna nena, cruzar con ella una rápida y tímida mirada y sentir una caliente turbación entre el apogeo y el ombligo que no alcanzaba lo pecaminoso. Sólo lo romántico. Hasta dar, sin querer, con la puerta de Almodóvar y volver al seminario por doctor Fleming. En mi pueblo era distinto, mis amigas de la pandilla me querían por el morbo de ser seminarista y porque era -como ahora- muy gracioso, las cosas como son. Antoñillo era el niño bonito, y Fraski, Rafael y los demás éramos del montón.

Ese primero de mayo del 69 mis amigos se habían conchabado para colarse en la manifestación obrera y vivir por vez primera esa excitante experiencia. Tan temeroso de líos como me sabéis, yo me quité de en medio y me fui a almorzar a la casa de mi tía Josefa, en la comandancia de la guardia civil. Me encantaban sus papas fritas con huevos y filetes, y me resultaba, además, muy agradable ver y conversar con mi prima Josefina, un pimpollo precioso a sus veinte años. Y luego, después de la imperdonable cabezadita, salí por la avenida de Medina Azahara, tomé Julio Pellicer abajo haciendo parada en el cine Cabrera para ver los fotogramas de la película en cuestión para ese día, y continué mi paseo sosegado hasta el seminario. Por el camino, y a sabiendas de que mis amigos me vendrían luego con sus aventuras y ligoteos, fui urdiendo una fantasía capaz de igualar a las suyas. Y así, les conté en el dormitorio que en la misma taquilla del cine Cabrera una chica casi se desmaya delante mía; y que yo, el que más a mano estaba, le ayudé a tumbarse en el suelo, le hice aire con mi pañuelo, le enjugué el sudor y permanecí a su vera hasta que se recuperó. Que me dijo que seguramente habría sido una especie de insolación porque llevaba toda el día al sol ligero con la cosa de la manifestación, y que ahora pensaba relajarse un poco en el cine. Que hasta las ocho tenía permiso de llegar a su casa. Y que una vez recuperada del susto y viendo que yo era buena gente, me invitó a la película. "¿Y qué película ha sido?" -me pregunta el Luna incrédulo para probarme. "Un adulterio decente -le respondo con seguridad-. Con Carmen Sevilla, Fernando Fernán Gómez y Manolo Gómez Bur, ea, pa que sus empapéis". "Cómo se llamaba la gachís" -salta el Salva enseguida para no darme tiempo a pensar. "Fuensi" -contesto sin pestañear. Y que nos sentamos juntos en el cine, tan requetebién, y yo tan nerviosillo pero aparentando control y tranquilidad. Y a la salida me volvió a dar las gracias por mi amabilidad... Y ante mi sorpresa se me acercó y me dio un beso en la cara. 

No sé si mis amigos se lo creyeron o no, pero seguro que les metí la duda en el cuerpo, y me quedé tan pancho.

De siempre he tenido esa rara habilidad de hacer creíbles mis trolas. No sé si por lo bien que las cuento o  porque la gente me ve incapaz  de mentir o inventar.

¡Anda, vámonos pal balcón!