Gastaba mi madre unas sentencias muy suyas, a cual más gloriosa y celebrada, una para cada hijo, aunque yo me llevaba varias: "Como un día te traigan ajogao del río, encima te mato". "Con mi José María no os metáis, que es que el probe tuvo el tifus". "En esta casa, el mundo al revés, ella (por mi hermana), un demonio, y él (por mí), un inocentón". "¿A quién habrá salío el negruzo éste?" (por mi Manolo). "Es clavaíto a mi agüelo Higinio" (por mi Frasco). "Mi rubiazco se parece a su tío Juan Gilito". "Esta niña, por ser la última, es un macho pingo". No era mi madre, sin embargo, una maniática de la limpieza, como sé que eran otras muchas. Para eso ya se bastaba mi hermana Josefa solita: Ni se te ocurra pisarme lo fregao.
Vosotros, gente de mi edad, guardáis en vuestras fibras más íntimas frases y gestos muy similares a éstos. Nuestras madres... ¡Dios mío! Me pregunta con cierta frecuencia mi mujer si yo me acuerdo de mi madre todos los días. Y le contesto que no, que todos los días, no. Tampoco hay que exagerar. Pero es que no hace falta. Las llevamos por dentro. La esencia de lo que somos se lo debemos a ellas en mucha mayor parte que a nuestros padres. El óvulo materno nos proporciona sustento en nuestras primeras semanas, y aporta, además de sus cromosomas, todo el aparato de producción de energía y el ADN mitocondrial. Por contra, nuestros padres sólo ponen una minúscula lombriz cabezona, rabizcona y muy juguetona, eso sí.
Hoy, día de la madre, quiero rendir un homenaje a nuestras madres de antes. A las bisabuelas de nuestros nietos. Otro día les tocará a las madres de nuestros hijos y a las de nuestros nietos. A cuenta gotas, uno se va enterando del fallecimiento de la madre, de Paco Solano, de Antonio Pintor, de Pepa Rodríguez... y de otros que no nos llegan tan de cerca, o que ni nos enteramos. Cada vez menos porque de la gente nuestra la gran mayoría somos ya huérfanos. Pero aún quedan heroínas de la vida como la madre de Rafael Raya, que a sus 104 años, sigue tan guerrera y mañosa. Han sido nuestras madres unas mujeres valientes, bragadas y entregadas a sus familias. Les ha tocado, eso sí, nadar en las dos orillas contrapuestas de un río, el de sus vidas: una época de miseria y otra de cierta prosperidad. Y en ambas lo han hecho con agallas y con fe. Vosotros, como yo, habéis vivido de prestado en casas de vuestras abuelas, sin luz y sin agua corriente; habéis bajado al río a ayudarles (o más bien estorbar) con el lavado de la ropa, y luego con la subida de la cuesta cargadas con todo el hato, y con su embarazo a cuestas; habéis sufrido con ellas la muerte de algún hermanito; pero también las hemos visto alegres y cantarinas, sin motivo aparente, arrodilladas con sus espuertas debajo de los olivos. Y más tarde, en la época "buena", unas adelantadas a su tiempo: lubricante generoso y suave que engrasó las mohosas costumbres y formas de nuestros padres, más chapados a la antigua, para dirigir sus ojos a la modernidad, comulgar con la rueda de los cambios vertiginosos de un tiempo nuevo y hacer de bisagra para nuestro mejor futuro. ¡Qué lección de bondad y de comprensión nos han dado! ¡De qué manera más discreta y complaciente aceptaron (soportaron) los novísimos modos que la vida iba abriendo para nosotros! Cada uno que reflexione sobre sí mismo y piense en cuánto tuvieron que tragar nuestras madres con tal de ponerse de nuestro lado y convencer de ello al hosco y enfurruñado marido. Me admiro ahora pensando con qué sabiduría y humildad supieron adaptarse al devenir de tantos acontecimientos y cosas nuevas de un tiempo tan revolucionario. Bastantes años atrás, en la prehistoria de la aceptación de la homosexualidad por nuestra sociedad, la madre de uno de nuestros amigos, lejos de enojarse o de sentirse acomplejada, presentaba a sus amigas del pueblo, mujeres ya mayores, a la pareja de su hija, otra chica lesbiana: "Mirad -les decía con orgullo- esta chica es la señora de mi hija". ¡Hay que tener un par de ovarios! Mi propia suegra, otra madre irrepetible, tuvo que urdir interiormente lo que no está escrito para aceptar y hacer aceptar a su marido (y al pueblo entero) el que su hija pequeña, viuda, viviera con otro hombre sin haber pasado por la iglesia. Hoy estas cosas parecen obvias y corrientes, pero hace veinte años, no. En Antequera, una anciana de 95 años, locuaz y despabilada como ella sola, rehuye asistir a los cumpleaños de sus bisnietos porque con tanto hijo y nieto separado y rejuntado con otras parejas con hijos previos ya no sabe quiénes son sus niños "de verdad" -dice la pobre-, que los confunde. Nosotros, que ahora presumimos de modernos con tan diversos modelos de familias que existen, hemos aprendido la lección de nuestras madres.
Y vosotras, amigas mías, sí, sí vosotras, madres y abuelas modernas que en la era del confinamiento os habéis convertido en devotas de la cocinilla, el pan de masa madre y los bizcochos, os debo decir que difícil, muy difícil lo tenéis para igualar siquiera las magdalenas caseras que me preparaba una anciana muy querida de mis tiempos de Lebrija a cambio de mi visita semanal en su casa, o las gachas de cuscurrones que todavía, a su edad, me regala de vez en cuando otra mujer "añosa" de mi pueblo, o el rabo de toro a la antigua de mi querida Francisca, el mejor de toda Córdoba. ¡Ojo! sin zanahoria, un insulto al guiso. Estos y otros eran -y son- los auténticos dulces de la abuela, y el auténtico rabo de toro, no los postres y la "cola de toro" con que pretenden engañarnos en algunos restaurantes sevillanos.
Hoy, nuestro aplauso va a ser para esas bisabuelas, si es que nos queda alguna viva. Desde luego, para la madre de Rafael Raya a quien, por un error literario la he quitado de en medio de este mundo. Y he tenido que corregir a la carrera ¡Que viva muchos más!
Y vosotras, amigas mías, sí, sí vosotras, madres y abuelas modernas que en la era del confinamiento os habéis convertido en devotas de la cocinilla, el pan de masa madre y los bizcochos, os debo decir que difícil, muy difícil lo tenéis para igualar siquiera las magdalenas caseras que me preparaba una anciana muy querida de mis tiempos de Lebrija a cambio de mi visita semanal en su casa, o las gachas de cuscurrones que todavía, a su edad, me regala de vez en cuando otra mujer "añosa" de mi pueblo, o el rabo de toro a la antigua de mi querida Francisca, el mejor de toda Córdoba. ¡Ojo! sin zanahoria, un insulto al guiso. Estos y otros eran -y son- los auténticos dulces de la abuela, y el auténtico rabo de toro, no los postres y la "cola de toro" con que pretenden engañarnos en algunos restaurantes sevillanos.
Hoy, nuestro aplauso va a ser para esas bisabuelas, si es que nos queda alguna viva. Desde luego, para la madre de Rafael Raya a quien, por un error literario la he quitado de en medio de este mundo. Y he tenido que corregir a la carrera ¡Que viva muchos más!
Bonito y emotivo homenaje a las madres de todos los tiempos. Un abrazo
ResponderEliminarOlé! Va por las madres.
ResponderEliminarSer huérfano imprime carácter. Ser huérfano de madre mucho más. Es un estado que no caduca, que se hace carne de nuestra carne. En muchos momentos del día, aunque haga muchos años de la separación, la evocas, la recuerdas y hasta le cuentas tus cosas. Por muchos años que pasen uno sigue siendo un huérfano.
ResponderEliminarEste Ardino es un sabio de verdad. Me transporta con sus reflexiones a la antigua Grecia socrática. Besos.
ResponderEliminarUn aplauso enorme a todas las madres, que desde su abnegada entrega lo fueron todo para sus hijos en todas las épocas.
ResponderEliminarHoy igual que ayer amigo José María, la condición de madre supera cualquier barrera.
Un abrazo
Juan Martín