Esto ya lo sabemos desde que vimos la película de Higinio y de Rosa, lo del síndrome de la cabaña, que después de 30 años de estar poco menos que emparedado, Higinio sentía pánico de salir a la calle. Para mí, ha sido realmente una novedad. Lo de la cabaña. Ni siquiera recuerdo habérselo oído a don Carlos.
Nunca he escuchado a un orador con la pose y prestancia de don Carlos Castilla. Daba gusto. La clase se atiborraba de alumnos y de libres oyentes. Cincuentón, serio sin llegar a lo circunspecto, plata sedosa en cabeza y barba, gafitas de cerca colgadas del cuello, esbeltamente erguido, sabía como nadie exhibir un temple muy singular y glamuroso. Sin esperarlo ni por asomo, la psiquiatría, llamada a ser materia rara y oscura, se convirtió para nosotros en muy poco tiempo en la asignatura estrella del curso. Gracias a don Carlos. Este insigne profesor, de lo mejorcito que hemos tenido, nos asomó a los estudiantes de aquella época al precipicio de un mundo marginal e ignoto para nosotros, el de la neurosis y la psicosis.
Le llegaban al dispensario -nos contaba- historias escabrosas y sobrecogedoras: adolescentes con hebefrenia encerrados por sus propios padres en sótanos o en trasteros para ocultarlos de la vergüenza ajena; mujeres desnortadas que paseaban desnudas; los misteriosos ahorcamientos en la zona de Iznájar-Rute; el sinvivir de los homosexuales de la época... Tal vez por simpatía con mi propia forma de ser, me llegaban más los problemas obsesivos: algún cura que se tiraba media misa limpiando la patena no fuera a quedar en ella ni una milésima parte de la hostia consagrada; o personas, que las había, que caminando por la calle no podían pisar las huellas entre los adoquines o las baldosas. ¡Habemos gente pa tó!
No recuerdo, entre tanto comportamiento anómalo y patológico, que don Carlos nos hablara de los síndromes éstos nuevos de nuestra sociedad facilona y acomodada: el síndrome posvacacional ni, por supuesto, del novísimo para mí, síndrome de la cabaña. Por entonces no había confinamientos y la gente era menos delicada que ahora para reincorporarse al trabajo.
A mí me pasa algo parecido a lo de la cabaña. Y creo, se trata de una mezcla de miedo y obsesión. Me encuentro cómodo y relajado en mi casa. Seguro. Y el día que toca salir me vuelvo irritable. Cuando regreso, más nervioso aún: no sé qué tocarme primero, si quitarme las gafas, la mascarilla, los guantes; si tocar el picaporte... En ocasiones me quedo bloqueado y ha de acudir la Peque en mi auxilio. Permanezco inquieto durante horas intentando acordarme si toqué tal o cual cosa con las manos lavadas o no... Un coñazo, la verdad. Luego, se me queda la voz aflautada, una cosa así como la de Franco ya de mayor, presbifonía, se llama, y me ocurre en situaciones de preocupación y de estréss; si carraspeo un par de veces, ya pienso que me atacará la tos... En fin, me obliga e realizar concientemente algún ejercicio autoaprendido de ésos de relajación y de mind fullness de mis amigas Paki y Mercedes. En este asunto no creáis que exagero. Soy un caso, ya lo sabéis. Y lo voy superando. Hasta cierto punto es normal. Estamos tan martilleados con la cosa de que el peligro está fuera, tan abrumados de información negativa que resulta lógica esta aprehensión a salir.
La Peque, no; ella es una mujer positiva y valiente. Con actitud. Con ovarios, sí señor. Menos mal que la tengo. Ella, de tener algo, sería lo contrario, o sea, un síndrome de libertad. Pues eso, mi mujer se ajoga en la casa, necesita liberarse, dar rienda suelta a sus deseos y emociones después de cincuenta días, con sus noches, enchironada con un pelmazo como yo. Culillo de mal asiento, bastante bien ha aguantado hasta el momento. No le bastan sus dos horas de paseo mañanero por el campo. Quiere más: irse al pueblo, al Torcal, al risco, a Sevilla, a san Sebastián, al Imserso... Y se pone a voces enmedio del salón como si yo fuese Pedro Sánchez: "Voto NO a la prórroga. Libertad a las mujeres de buena voluntad". Y yo, humilde y comprensivo: "Todo llegará, mujer"...
¡Qué diferentes, la Peque y yo! Ella, la libertad; yo, la cabaña. Le envidio su desenvoltura y talante ante el riesgo y la amenaza de peligro. Está viviendo estos días con una sorprendente naturalidad, mientras yo me paso las horas midiendo mi cuerpo, contando las veces que toso o estornudo, haciendo gárgaras con agua caliente y vinagre, quién me ha visto y quién me ve..., lo próximo será comer ajos crudos para espantar al virus. En fin, mis cosas.
La Peque, no; ella es una mujer positiva y valiente. Con actitud. Con ovarios, sí señor. Menos mal que la tengo. Ella, de tener algo, sería lo contrario, o sea, un síndrome de libertad. Pues eso, mi mujer se ajoga en la casa, necesita liberarse, dar rienda suelta a sus deseos y emociones después de cincuenta días, con sus noches, enchironada con un pelmazo como yo. Culillo de mal asiento, bastante bien ha aguantado hasta el momento. No le bastan sus dos horas de paseo mañanero por el campo. Quiere más: irse al pueblo, al Torcal, al risco, a Sevilla, a san Sebastián, al Imserso... Y se pone a voces enmedio del salón como si yo fuese Pedro Sánchez: "Voto NO a la prórroga. Libertad a las mujeres de buena voluntad". Y yo, humilde y comprensivo: "Todo llegará, mujer"...
¡Qué diferentes, la Peque y yo! Ella, la libertad; yo, la cabaña. Le envidio su desenvoltura y talante ante el riesgo y la amenaza de peligro. Está viviendo estos días con una sorprendente naturalidad, mientras yo me paso las horas midiendo mi cuerpo, contando las veces que toso o estornudo, haciendo gárgaras con agua caliente y vinagre, quién me ha visto y quién me ve..., lo próximo será comer ajos crudos para espantar al virus. En fin, mis cosas.
Bueno, la verdad, me ha venido muy bien traer este tema del síndrome de la cabaña para recrearme un poquito en ese tufillo nostálgico de cordobita al rememorar aquellas historias tan extrañas y casi mágicas con que don Carlos nos hacía entrar en calor en los sótanos umbríos del hospital provincial.
Seguimos yéndonos pal balcón
Seguimos yéndonos pal balcón
Muchas gracias José Maria por recordarnos a tan buen profesor. Una pena que no saliera nadie de su entorno con la brillantez suficiente para continuar su obra. El nombre Castilla del Pino en Córdoba ha quedado reducido al de un centro de especialidades. Lamentable. Venga a seguir trabajando y urgando en la memoria.
ResponderEliminarUn abrazo
Lástima, Antonio. Es verdad que nosotros tuvimos la suerte inmensa de tener unos maestros extraordinarios en muchas disciplinas. La apertura del hospital Reina Sofía atrajo a Córdoba a eminencias que no encontraron sitio en un Madrid atestado de profesorado. Gente como don José, Díaz Castellanos, don Carlos Pera, Romanos, Gonzalo Miño, Alfonso Velasco, don Pedro... son imborrables en nuestra memoria. Con todo, creo que ninguno igualaba el glamur, la maestría y el sentimiento cordobés de don Carlos Castilla Del Pino. Córdoba es deudora eterna de su saber y de su prestigio.
ResponderEliminarEstando en PREU, para ir al instituto, pasábamos por la feria del libro en aquella lejana primavera. Yo compré un par de libros que aún conservo, pero lo que más me llamaba la atención eran los libros de Castilla del Pino.
ResponderEliminar¡Qué suerte la de los que le tuvisteis como profesor!
Pues es verdad que el virus sigue ahí fuera, las 26.070 víctimas en España así lo atestiguan. Hay quien dice que ya rondaba entre la gente desde diciembre pasado, y nosotros tan felices.
ResponderEliminarMejor pecar de prudentes que lamentarlo luego, rodeados de tubos en el hospital.
Un abrazo José María
Juan Martín
Sí, Juan Martín, yo también prefiero pecar de prudente. Un abrazo a todos
ResponderEliminar