In illo témpore, mi trupe del seminario y yo teníamos dieciséis años, mes arriba, mes abajo. Y claramente necesitábamos -unos más, otros menos- el hervor de la ciudad. Era nuestra primera primavera en Córdoba, donde llegamos en octubre del 68, nuestro nacer a la modernura. Lo del mayo del 68 nosotros apenas lo olimos. Estábamos enfrascados en plena sierra de Hornachuelos preparando la Reválida de Cuarto, ajenos por completo al mundo exterior, de no haber sido por la eliminatoria del Madrid-Manchester que pudimos seguir a trompicones de antena por nuestro flamante Telefunken. Así que nuestro primer mayo de verdad fue el del 69. No sé por qué, pero ese número siempre me ha fascinado.
Córdoba era entonces una preciosidad. Más bella que ahora, fijaros lo que os digo; más auténtica, sin tanto autocar ni turista. Lo teníamos todo a mano, a tiro de piedra: la ribera arbolada con su noria secular y majestuosa, y sus mujeres de la noche; el vetusto puente romano de adoquines, paso obligado para llegar a san Eulogio, nuestro campo de fútbol reglamentario; el Alcázar, con sus exuberantes jardines orientales; la Mezquita y, a su través, el acceso al centro. La calle Cardenal González, tan vecina del seminario, era una vía proscrita por su fama de pecaminosa. Y por si faltara algún aliciente, frente por frente teníamos una escuela de secretariado femenino, cantera inagotable para el flirteo, como se decía antes.
Los días festivos eran libres. Después de la misa, paseo voluntario. La única limitación era estar a la hora del almuerzo, a las dos, y de recogida, a las nueve, para la cena. Tuvimos la suerte de un tiempo (Vaticano II) y de unos curas muy adelantados. Se fiaban de nosotros.
Mi meteórica autoestima como empollón nunca fue paralela a la de ligón. Me veía largirucho, mal hecho, culo zapatero, piernas enclenques y narizotas. Me salvaba mi flequillo. Sentía un poco de vergüenza de salir en grupo a la calle temiendo ser el único que no ligaría. Y, encima, por la noche, en el dormitorio corrido, muchos de mis amigos nos ponían los dientes largos a los demás contando sus paseos con Claudia, Reme o Conchi. De manera que, a solas, disfrutaba muchas veces aquellas tardes de domingo de la hermosa primavera cordobesa inundada de olores a celindas, bermellones y azahar, perdiéndome a conciencia en las angosturas de una judería aún virgen de tenderetes y de bares, pero bellísima de macetas colgadas y de patios de exposición. Haciéndome el longuis (del latín liongus: lejano, apartado, distraído), iba buscando el encuentro casual y afortunado con alguna nena, cruzar con ella una rápida y tímida mirada y sentir una caliente turbación entre el apogeo y el ombligo que no alcanzaba lo pecaminoso. Sólo lo romántico. Hasta dar, sin querer, con la puerta de Almodóvar y volver al seminario por doctor Fleming. En mi pueblo era distinto, mis amigas de la pandilla me querían por el morbo de ser seminarista y porque era -como ahora- muy gracioso, las cosas como son. Antoñillo era el niño bonito, y Fraski, Rafael y los demás éramos del montón.
Mi meteórica autoestima como empollón nunca fue paralela a la de ligón. Me veía largirucho, mal hecho, culo zapatero, piernas enclenques y narizotas. Me salvaba mi flequillo. Sentía un poco de vergüenza de salir en grupo a la calle temiendo ser el único que no ligaría. Y, encima, por la noche, en el dormitorio corrido, muchos de mis amigos nos ponían los dientes largos a los demás contando sus paseos con Claudia, Reme o Conchi. De manera que, a solas, disfrutaba muchas veces aquellas tardes de domingo de la hermosa primavera cordobesa inundada de olores a celindas, bermellones y azahar, perdiéndome a conciencia en las angosturas de una judería aún virgen de tenderetes y de bares, pero bellísima de macetas colgadas y de patios de exposición. Haciéndome el longuis (del latín liongus: lejano, apartado, distraído), iba buscando el encuentro casual y afortunado con alguna nena, cruzar con ella una rápida y tímida mirada y sentir una caliente turbación entre el apogeo y el ombligo que no alcanzaba lo pecaminoso. Sólo lo romántico. Hasta dar, sin querer, con la puerta de Almodóvar y volver al seminario por doctor Fleming. En mi pueblo era distinto, mis amigas de la pandilla me querían por el morbo de ser seminarista y porque era -como ahora- muy gracioso, las cosas como son. Antoñillo era el niño bonito, y Fraski, Rafael y los demás éramos del montón.
No sé si mis amigos se lo creyeron o no, pero seguro que les metí la duda en el cuerpo, y me quedé tan pancho.
De siempre he tenido esa rara habilidad de hacer creíbles mis trolas. No sé si por lo bien que las cuento o porque la gente me ve incapaz de mentir o inventar.
¡Anda, vámonos pal balcón!
Cada uno de nosotros teníamos nuestras particularidades amigo José María, tú jugabas al fútbol fantásticamente de forma intuitiva, y en mi caso una de aquellas chicas me esperó en la misma puerta del seminario.
ResponderEliminarElla me ayudó pasándome los apuntes del amigo Bermúdez, a superar el COU cuando ya estaba fuera haciendo el servicio militar.
Los giros de la vida son insondables amigo José María.
Un cordial abrazo.
Juan Martín
Así es, Juan Martín. Claudia, una de las estudiantes de secretariado, acabó llevando al altar a Gómez Ramírez, y no precisamente para su ordenación sacerdotal. Jajaja.
ResponderEliminarUn abrazo.
Para que se vea que hay de todo en la viña del Señor, yo no ligaba nada, pero aún peor, ni se me ocurría.
ResponderEliminarMe hacía gracia que Manuel J. piropeara a las chicas en nuestro paseo hasta la plaza de las Tendillas.
Le dije que no piropeara a las feas.
-Todas las mujeres son guapas -me contestó- y se merecen un piropo.
-Tú sí que te mereces un altar -debí pensar entonces, sintiéndome un poco de otro planeta y considerando el generoso corazón que latía en el pecho de mi amigo, y sin embargo compañero.
En la pandilla de Montoro había varias chicas, la guapa me gustaba, como a todo el mundo, pero yo seguía sintiéndome extraterrestre.
Al acudir en el 79, al entierro de mi tío Emiliano, encontré a la guapa casada con uno de mis mejores amigos, Juanito. La guapa me soltó entonces, tranquilamente, que yo le gustaba y me miraba con buenos ojos cuando ambos éramos adolescentes. Extraterrestre, eso es lo que soy, aunque de Alpha Centaury ya ni me acuerde.
Jajaja. A mí sí se me ocurría, pero mi timidez y mi poca autoestima sexual me cohibían. Bueno, luego nos hemos desquitado ¿no?.
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