viernes, 1 de mayo de 2020

Día 48. 1 de mayo del 69

In illo témpore, mi trupe del seminario y yo teníamos dieciséis años, mes arriba, mes abajo. Y claramente necesitábamos -unos más, otros menos- el hervor de la ciudad. Era nuestra primera primavera en Córdoba, donde llegamos en octubre del 68, nuestro nacer a la modernura. Lo del mayo del 68 nosotros apenas lo olimos. Estábamos enfrascados en plena sierra de Hornachuelos preparando la Reválida de Cuarto, ajenos por completo al mundo exterior, de no haber sido por la eliminatoria del Madrid-Manchester que pudimos seguir a trompicones de antena por nuestro flamante Telefunken. Así que nuestro primer mayo de verdad fue el del 69. No sé por qué, pero ese número siempre me ha fascinado.

Córdoba era entonces una preciosidad. Más bella que ahora, fijaros lo que os digo; más auténtica, sin tanto autocar ni turista. Lo teníamos todo a mano, a tiro de piedra: la ribera arbolada con su noria secular y majestuosa, y sus mujeres de la noche; el vetusto puente romano de adoquines, paso obligado para llegar a san Eulogio, nuestro campo de fútbol reglamentario; el Alcázar, con sus exuberantes jardines orientales; la Mezquita y, a su través, el acceso al centro. La calle Cardenal González, tan vecina del seminario, era una vía proscrita por su fama de pecaminosa. Y por si faltara algún aliciente, frente por frente teníamos una escuela de secretariado femenino, cantera inagotable para el flirteo, como se decía antes.
Judería de Córdoba | La Judería de Córdoba es el barrio en e… | Flickr
Los días festivos eran libres. Después de la misa, paseo voluntario. La única limitación era estar a la hora del almuerzo, a las dos, y de recogida, a las nueve, para la cena. Tuvimos la suerte de un tiempo (Vaticano II) y de unos curas muy adelantados. Se fiaban de nosotros. 
Mi meteórica autoestima como empollón nunca fue paralela a la de ligón. Me veía largirucho, mal hecho, culo zapatero, piernas enclenques y narizotas. Me salvaba mi flequillo. Sentía un poco de vergüenza de salir en grupo a la calle temiendo ser el único que no ligaría. Y, encima, por la noche, en el dormitorio corrido, muchos de mis amigos nos ponían los dientes largos a los demás contando sus paseos con Claudia, Reme o Conchi. De manera que, a solas, disfrutaba muchas veces aquellas tardes de domingo de la hermosa primavera cordobesa inundada de olores a celindas, bermellones y azahar, perdiéndome a conciencia en las angosturas de una judería aún virgen de tenderetes y de bares, pero bellísima de macetas colgadas y de patios de exposición.  Haciéndome el longuis (del latín liongus: lejano, apartado, distraído), iba buscando el encuentro casual y afortunado con alguna nena, cruzar con ella una rápida y tímida mirada y sentir una caliente turbación entre el apogeo y el ombligo que no alcanzaba lo pecaminoso. Sólo lo romántico. Hasta dar, sin querer, con la puerta de Almodóvar y volver al seminario por doctor Fleming. En mi pueblo era distinto, mis amigas de la pandilla me querían por el morbo de ser seminarista y porque era -como ahora- muy gracioso, las cosas como son. Antoñillo era el niño bonito, y Fraski, Rafael y los demás éramos del montón.

Ese primero de mayo del 69 mis amigos se habían conchabado para colarse en la manifestación obrera y vivir por vez primera esa excitante experiencia. Tan temeroso de líos como me sabéis, yo me quité de en medio y me fui a almorzar a la casa de mi tía Josefa, en la comandancia de la guardia civil. Me encantaban sus papas fritas con huevos y filetes, y me resultaba, además, muy agradable ver y conversar con mi prima Josefina, un pimpollo precioso a sus veinte años. Y luego, después de la imperdonable cabezadita, salí por la avenida de Medina Azahara, tomé Julio Pellicer abajo haciendo parada en el cine Cabrera para ver los fotogramas de la película en cuestión para ese día, y continué mi paseo sosegado hasta el seminario. Por el camino, y a sabiendas de que mis amigos me vendrían luego con sus aventuras y ligoteos, fui urdiendo una fantasía capaz de igualar a las suyas. Y así, les conté en el dormitorio que en la misma taquilla del cine Cabrera una chica casi se desmaya delante mía; y que yo, el que más a mano estaba, le ayudé a tumbarse en el suelo, le hice aire con mi pañuelo, le enjugué el sudor y permanecí a su vera hasta que se recuperó. Que me dijo que seguramente habría sido una especie de insolación porque llevaba toda el día al sol ligero con la cosa de la manifestación, y que ahora pensaba relajarse un poco en el cine. Que hasta las ocho tenía permiso de llegar a su casa. Y que una vez recuperada del susto y viendo que yo era buena gente, me invitó a la película. "¿Y qué película ha sido?" -me pregunta el Luna incrédulo para probarme. "Un adulterio decente -le respondo con seguridad-. Con Carmen Sevilla, Fernando Fernán Gómez y Manolo Gómez Bur, ea, pa que sus empapéis". "Cómo se llamaba la gachís" -salta el Salva enseguida para no darme tiempo a pensar. "Fuensi" -contesto sin pestañear. Y que nos sentamos juntos en el cine, tan requetebién, y yo tan nerviosillo pero aparentando control y tranquilidad. Y a la salida me volvió a dar las gracias por mi amabilidad... Y ante mi sorpresa se me acercó y me dio un beso en la cara. 

No sé si mis amigos se lo creyeron o no, pero seguro que les metí la duda en el cuerpo, y me quedé tan pancho.

De siempre he tenido esa rara habilidad de hacer creíbles mis trolas. No sé si por lo bien que las cuento o  porque la gente me ve incapaz  de mentir o inventar.

¡Anda, vámonos pal balcón!





4 comentarios:

  1. Cada uno de nosotros teníamos nuestras particularidades amigo José María, tú jugabas al fútbol fantásticamente de forma intuitiva, y en mi caso una de aquellas chicas me esperó en la misma puerta del seminario.
    Ella me ayudó pasándome los apuntes del amigo Bermúdez, a superar el COU cuando ya estaba fuera haciendo el servicio militar.
    Los giros de la vida son insondables amigo José María.
    Un cordial abrazo.
    Juan Martín

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  2. Así es, Juan Martín. Claudia, una de las estudiantes de secretariado, acabó llevando al altar a Gómez Ramírez, y no precisamente para su ordenación sacerdotal. Jajaja.
    Un abrazo.

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  3. Para que se vea que hay de todo en la viña del Señor, yo no ligaba nada, pero aún peor, ni se me ocurría.
    Me hacía gracia que Manuel J. piropeara a las chicas en nuestro paseo hasta la plaza de las Tendillas.
    Le dije que no piropeara a las feas.
    -Todas las mujeres son guapas -me contestó- y se merecen un piropo.
    -Tú sí que te mereces un altar -debí pensar entonces, sintiéndome un poco de otro planeta y considerando el generoso corazón que latía en el pecho de mi amigo, y sin embargo compañero.
    En la pandilla de Montoro había varias chicas, la guapa me gustaba, como a todo el mundo, pero yo seguía sintiéndome extraterrestre.
    Al acudir en el 79, al entierro de mi tío Emiliano, encontré a la guapa casada con uno de mis mejores amigos, Juanito. La guapa me soltó entonces, tranquilamente, que yo le gustaba y me miraba con buenos ojos cuando ambos éramos adolescentes. Extraterrestre, eso es lo que soy, aunque de Alpha Centaury ya ni me acuerde.

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  4. Jajaja. A mí sí se me ocurría, pero mi timidez y mi poca autoestima sexual me cohibían. Bueno, luego nos hemos desquitado ¿no?.

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