miércoles, 2 de diciembre de 2020

El hato al sol

El hato se ponía donde dijera el manijero, cerca del sitio de la zaranda. Junto a la gran candela de palos que cada mañana desentumecía al personal. Siempre procurando la equidistancia entre las distintas camadas. Allí, al cobijo de un gran olivo, los aceituneros dejaban sus capachas, pellizas y cántaros al cuidado de Manolo el chapero, mi abuelo. Y a la hora de comer cada uno recogía sus pertenencias y se iba a su olivo con su gente. En esos años, la cuadrilla de aceituneros en La Capilla podría muy bien ascender a cincuenta jornaleros. La gran mayoría rejuntados por familias que vivían allí desde diciembre a abril, toda la temporada de las aceitunas.

Me atraía mucho más, sin embargo, el hato de la cuadrilla de taladores al mando de mi padre o de mi chacho Antonio. Porque eran mucha menos gente, acaso seis o siete, y se paraban a almorzar todos juntos. Y aquello sí que era un espectáculo para un niño de nueve años. Miguel era el encargado de preparar y freír la porra: en un dornillo machacaba los migajones con el mazo al tiempo que vertía pequeños chorreoncitos de agua hasta conseguir un caldo blancuzco con muy pocos grumos. Y siempre dando la espalda al viento para no contaminarlo de tierrecilla. Le añadía al caldo un puñadito de sal y un chorreón de vinagre, y ya lo vaciaba todo sobre una gran sartén donde se sofreía, sobre las trébedes, el tomate, el ajo y el pimiento. "Me voy al tajo -me encomendaba la vigilancia del guiso-, cuando empiece la cosa a hervir me das una voz". Aquello se tiraba una hora hirviendo. Me gustaba ver las burbujitas saltarinas del chop, chop, chop de la porra. Llegaba Miguel y apartaba el guiso del fuego cubriendo la sartén con una ruílla. Minutos antes del almuerzo, volvía a poner la sartén en el fuego, espurreaba el contenido con dos carterillas de azafrán... Y ahora venía lo mágico: cada hombre sacaba de su capacha algo que añadir a la porra, hasta ahora con escaso fundamento. Dos chorizos, un cacho morcilla, tres torreznos, tacos de morcilla lustre, lomo de orza... Y una vez todo bien entremezclado, a comer. El personal, sentado alrededor de la sartén, pinchando el pan y mojándolo en la porra con unos tenedores rústicos de un solo pincho hechos a navaja con palo de olivo. Una cosa fantástica para un chavea. Y luego de consumida la porra, cada hombre daba cuenta de sus tropezones. A ninguno se le iba a ocurrir tocar lo de otro. Todo un ritual.

Pero volvamos a las aceitunas. En agosto de 1963 tenía yo diez años y suspendí el ingreso en el seminario. Una semana de pruebas de aptitud en san Pelagio. El motivo que los curas le dieron a don Juan, nuestro párroco, fue de índole higiénica. Los exámenes muy bien, pero de higiene... regular. Y todo, porque no me duchaba después de los partidos de fútbol y comía con los dedos, mira tú qué pecados. Supongo que, en represalia, mi padre me castigó enviándome esas navidades al frío, al hielo y la escarcha. A ver si despabilaba. Hoy, los chaveas que catean son premiados por sus padres con un viaje a Disneyland. Y luego, la culpa es de las leyes de Educación... Él y otro de los manijeros apaleaban con mucho oficio un par de olivos bien cargados, y mi hermano Manolo y yo teníamos tarea para todo el día recogiendo las aceitunas. Y mi hermana Josefa, con doce años, trabajando de media mujer, que se llamaba, en la hilá del "Chillo" y María de la Paz. Un día soleado de enero, mi padre se trajo a mi Juan, de tres añitos, al campo. Y nos lo encasquetó a nosotros para que no le fuera a él de estorbo. Nosotros, ni caso. Bastante teníamos con lo nuestro. Y el pobrecillo de mi Juan tiritando de frío en medio de cualquier camada. En esto que mi abuelo Manolo, desde la zaranda, le gritó: 

-Pero, chiquillo, Juan: ¡ponte al sol, hombre...!

Y mi Juan, que desde chico ha sido un guasón de cuidado, le responde inocente:

-Abuelo..., pero el sol dónde está?

-Aquí, criatura, en el hato.


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Este artículo lo he escrito a propósito para mi amigo y paisano Paco Cabello, maestro jubilado y agricultor en activo. Un enamorado del campo y de nuestra jerga palencianera. Nos une a ambos el amor a nuestro pueblo y un vínculo familiar de imborrable recuerdo: nuestro chacho José "Zapaterillo", el espécimen humano más rústico jamás conocido; un hombre sin hijos, pero padre putativo de media calle del Sol. Paco se entristece porque cuando desaparezcamos del mapa se enterrarán también con nosotros tantas y tan bellas palabras antiguas que han sido sustituidas por otras más modernas o que simplemente se han perdido como los objetos que nombraban. Bueno, pues aquí lleva una buena ración de ellas.

Un abrazo a todos.  

 

12 comentarios:

  1. En buena parte de Andalucía amigo José María, el olivo era la vida para muchas familias. El campo conllevaba una cultura que se pasaba de padres a hijos, y esa riqueza es algo que algunos de nosotros pudimos ver.
    Felicidades por el escrito que nos has regalado, que recoge tan bien una vivencia tan arraigada en nuestra tierra.
    Un abrazo amigo José María

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  2. José María estupendo este relato de tu niñez. Está lleno de costumbres, utensilios y de un vocabulario rico y típico de las sencillas gentes del campo. Palabras que se han dejado de usar y que acabarán perdidas, sino lo están ya.
    Me trae también, muchos recuerdos de esos días fríos del invierno, recogiendo aceitunas y que los dedos de las manos se quedaban helados y sin tacto. Muy duro trabajo era el de aquellos jornaleros aceituneros.
    Recibe un cordial abrazo.

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  3. La gente d epueblo, como nosotros, hemos conocido la penurua y las grandezas del campo. Para nosotros es orgullosa historia.

    Abrazos.

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  4. Que relato más bonito y entrañable! Me ha encantado el uso de palabras como ruilla que no recordaba su significado y después de consultar se me han venido un montón de recuerdos, pues era frecuente su uso porque no había tantos trapos como ahora para limpiar y siempre teníamos una ruilla a mano.

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    1. Pero tienes que ponerle tilde en la i. Para que suene como debe. Jajaja.

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  5. Notad también que el azafrán venía (y viene) en unos sobrecitos. pero su nombre de entonces era el de carterillas.

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  6. Enhorabuena!! José María por la magnifica descripción de aquellos años. Un abrazo

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  7. Mi padre y yo hacíamos hace años una lista de palabras palencianeras. Está perdida pero estoy escribiendo vivencias de mi infancia y escojo antes esas palabras que las castellanas correspondientes. No debiéramos perderlas.
    Un abrazo.

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  8. Cervantes, Azorín, todos los amigos que te han felicitado y yo, estamos orgullosos de este homenaje lingüístico-literario al mundo jornalero de la aceituna que te has marcado. Colosal.

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  9. Me abrumáis. Muchas gracias a todos. Seguiremos. Un abrazo.

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  10. Relajante historia de tiempos ya lejanos, muchos no hemos vivido esas experiencias, duras quizás, pero que rezuman una gran humanidad.

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