miércoles, 30 de septiembre de 2020

Homo Hispánicus

En medicina, los diagnósticos más certeros se obtienen del estudio histológico: el microscopio. Mucho más que los extraídos de las vistosas pruebas de imagen o de los tropecientos análisis a que sometemos a los sufridos pacientes. El microscopio te asombra con tanto bichito como alimentamos, tantas células de formas bellas y armoniosas, y tanta maldad en algunas otras de ellas. Y concluimos que en lo más pequeño, en lo profundo, encontramos las claves de lo que sucede en la superficie. 

Acerquemos hoy nuestro particular microscopio al cristal de la realidad cotidiana. A ver qué vemos. Vamos allá.


-Sema, ¿Yo tengo que hacerme la prueba? -me llama un amigo muy allegado. En su familia, varios miembros positivos de una fiesta privada. Todos con síntomas leves, a Dios gracias.

-Por supuesto. Tú has sido contacto cercano. No sólo hacerte la prueba, sino permanecer confinado desde ya.

-Pues yo estoy trabajando. Aunque es verdad que apenas me relaciono con casi nadie. -Y se justifica: -me encuentro perfectamente. Me hago diez kilómetros corriendo cada tarde, cuesta arriba, cuesta abajo... En estos momentos yo no puedo dejar el trabajo, se me viene todo abajo... Y además -remata-, nadie me ha llamado del centro de salud para avisarme.

Ésa es otra: el dichoso protocolo, al parecer, dicta que solo se confinarán y se harán la PCR los contactos cercanos con un positivo que lo hayan sido 48 horas antes de que éste se hiciese la prueba.

-...No me han puesto en la lista porque ya hace más de tres días desde mi contacto con el positivo.

-¡Me cago en tó lo que se menea! Mira, Fernando -me cabreo por teléfono-: ahora mismo dejas la oficina y te confinas en tu casa. Y os hacéis la PCR tu mujer y tú. Si no puede ser por el seguro, os la hacéis por tu empresa. ¿Está claro?

-Pues mi cuñado Sebastián está en la misma situación, y no se ha hecho nada, ni piensa hacérselo.

-Allá él. Tú me haces caso a mí, ¿estamos?

Dos días más tarde suena el telefonillo automático de mi casa: mi amigo y su mujer que están abajo, que han venido a hacerse las pruebas en un centro privado cercano a mi casa. Y que luego piensan subir a tomarse unas cervecitas con nosotros. "Fernando -le grito al telefonillo-, en cuanto terminéis las pruebas salís pitando para vuestra casa. Nada de cervecita. A juir por ahí". Por supuesto que no se llegaron. Terminaron, y todavía, como les pilló la hora, tuvieron los arrestos de pararse a almorzar en un restaurante de por aquí cerca. Al día siguiente: él positivo; ella negativo. .

Ahí lo tenemos: mi amigo Fernando, "El de Antequera", y su cuñado, genuinos especímenes de homo hispánicus.

Hace unos años, el doctor Emiliano Aguirre, catedrático de Paleontología de la Complutense, promotor de los yacimientos de Atapuerca y premio Príncipe de Asturias en Ciencias y Tecnología, escribió un libro, "Homo Hispánicus". En él se explica de una manera didáctica y entretenida la evolución del hombre en España desde los primeros pobladores hasta la actualidad. Le interesan al escritor aquellos aspectos que nos diferencian con pobladores de otros países y territorios, así como los pormenores y peculiaridades de nuestra cotidianidad. Desde un punto de vista más moderno y sociológico, William Chislett, escritor y filósofo británico, retrata al español con los tópicos sobradamente conocidos de haber sido nosotros los inventores de la siesta; los que más tiempo dedicamos a comer (120 minutos al día de promedio); más tiempo al ocio (300 minutos diarios); los que más días de vacaciones y festivos disfrutamos; los que menores tasas de suicidio tenemos y más felices nos sentimos... Y aquello tan nuestro de que un español en la barra de un bar, con su cervecita en la mano, sabe de cualquier cosa que le echen. 

Con todo, ni Aguirre ni Chislett han dado con la quintaesencia que define mejor al Homo Hispánicus, un eslabón lateral del "Sapiens", un fueraparte. Mucho antes que ellos, nuestro Ángel Ganivet, de la generación del 98, dio en el clavo. "El ideal de cualquier español es llevar en su bolsillo una carta foral con un sólo artículo, breve, claro y contundente: este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana". Lo que le salga de sus santos cojones. He ahí su estigma identitario. Y otro signo que yo añado es que ningún cuñado del mundo es tan sabihondo como los cuñados españoles.

En Andalucía, el 80% de los contagios está ocurriendo en las fiestas familiares. Y me temo que no está habiendo un seguimiento estricto de los contactos por parte de los rastreadores -tampoco el protocolo ayuda-, ni una conducta responsable ni prudente por parte de los ciudadanos. Y así nos va.


Por una vez, seamos más prudentes que hispánicos. 

lunes, 28 de septiembre de 2020

Vivir la calle

Mi maestro en la calle es Agundo. Como él no hay otro. En la escuela, don Luís. En la calle, Juan Manuel, "Agundo" para todo el pueblo. Y mira que Manuel Velasco se le acerca bastante en temeridad y arrojo. Pero no. Porque lo de Juan Manuel García Soria, que es su nombre completo, es punto y aparte. Es un muchacho valiente y echao palante, pero, además, es bueno y de corazón noble. Es el líder natural desde la calle Sol para abajo, hasta las Eras Bajas. Todos los chaveas que somos peleístas vamos con él. Y Manuel Velasco capitanea a la gente de las calles del norte, Eras Altas, Pendencia, Gracia y calle Río hasta Las Peñolillas. La plaza, en todo el centro y lo alto del pueblo, es territorio neutral.

Yo soy segundo espadachín, por detrás suyo, naturalmente. Y segundo arquero, por detrás suyo, claro está. Así como me conocéis ahora, tan prudente y modosito, de niño era un cafre. Cañete está todo el rato disputándome el puesto, pero siempre le gano. Se creerá él que por ser hijo del cuerpo... En la calle solo vale tu habilidad para manejar el estoque y esquivar los golpes del contrario. Y en eso soy un hacha. Nos pasamos más tiempo en peleas internas dentro de nuestra pandilla por mantenernos en el escalafón que en los enfrentamientos con los otros. También porque siendo un año o dos mayores que nosotros, casi siempre nos zurran.

Mi espada es de madera vieja y pestosa. La fabrico de las cajas del pescado que deja Miguel Sevilla en el patio contiguo al de mi abuela. Me salto la tapia, y, entre gatos lustrosos, escojo la tabla más apropiada. Soy un manazas. Nunca me sale una espada presentable. Ni un tirachinas, ni un palillé, ni una tolda... Tú ves, los aros, sí. Los aros me los proporciona José Espadas en el taller de La Capilla, y son circunferencias perfectas y bien alisadas. Pero peleando en la calle soy el número dos. En el espadeo me entreno con Agundo. Hay veces, pocas, en que hasta le gano. Igual es que él se deja, me tiene como a un hermano pequeño. El tiro con arco lo practico yo solo en el patio de mi abuela. Las flechas son carrizos del río, y las dianas, los gatos del patio de Miguel cuando merodean por encima de la pared. Alguna vez, incluso, los pollos de mi abuela.

-Niña -le decía mi abuela a mi madre con mucha preocupación-.¿Tú sabes qué le está pasando a los pollos, que parece que cada día me falta alguno?

-Yo, no, Josefa -contestaba resignada-. Pero me lo puedo imaginar...

Entrenamos en los Barrancones, por el camino del Pozuelo, donde hoy tiene su huerto Periquillo, y otras veces, en lo hondo de la Molina, terreno pantanoso de matojos perennes. Las tardes enteras después de la escuela y hasta que dan la luz. Nos saltamos la merienda, total pa lo que hay... Según la temporada, nos comemos alguna zanahoria de las que riega Antonio el de la Huerta, y, si no, la parte ternita y el corazón de los cardos borriqueros. Y subimos luego calles arriba hechos polvo. "Parecéis húngaros" -nos regaña Micaela cuando nos ve tan desastrados.

Es Agundo mi mentor en el río. Cualquier chavea que va por primera vez al río ha de hacerlo con un mayor "responsable". Si no es así, los nadadores expertos no te dejan entrar en el agua. "Niño, José María, ¿tú con quién vienes?" -me aborda mi primer día JuanMa Coera. "Yo vengo con Agundo". "Ah, bueno, vale". Y así con todos los novatos. Así es como aprendí a nadar. A su vera. Él por encima, cortando un poco la corriente; y yo, por abajo, a uso perro. Y antes de llegar a la otra orilla nos volvemos. Pa no cansarme.


Pero de manera irremediable, el seminario supuso el punto de divergencia en nuestras vidas respectivas. Agundo era un niño superdotado para los estudios. Nunca apiaró con el cura ni con los monaguillos, salvo conmigo. Y, de esa manera, perdió la única oportunidad que hubiese tenido para desarrollar todo su potencial intelectual y cambiar el rumbo de su vida. Mi suerte fue otra. Nuestros mundos han sido totalmente distintos: él, trabajador de la hostelería en la Costa; yo, ya sabéis: médico en Córdoba y en Sevilla. Pero nuestros corazones no olvidarán aquel tiempo inocente en que vivir era un juego incansable de espadachines mocosos y desastrados.

sábado, 26 de septiembre de 2020

Rin Tin Tin, a perragorda

 Nunca me he sentido atraído por la consulta privada. La tuve durante un par de meses hace ya muchos años. Un amigo neurólogo me convenció, porque precisaba de un internista de referencia para muchos de sus pacientes. Y me fui con él a un consultorio privado donde el dueño ponía todo lo necesario de aparataje y se quedaba con un porcentaje de lo que facturábamos. No recuerdo cuánto. Aquello no cuajó. Yo echaba muchísimo en falta mis tardes de asueto y de estudio, de estar con mi hija, de jugar al balón con mi perrita y estropearle las macetas a la Peque. Y luego estaba el tema de que me costaba un huevo cobrarle a la gente. No teníamos una secretaria, esa salida tan socorrida de "no, aquí no; la secretaria le cobra". Me daba vergüenza cobrarle a los viejitos o mandarles pruebas caras. Total, que lo dejé.

Y echando ahora la vista atrás, piensa uno en lo vergonzoso que he sido siempre a la hora de poner la mano. Recuerdo que sólo la peseta de mi padrino los domingos me resultaba aceptable. Claro que en aquellos tiempos poca gente más podía darme nada. En los primeros años de residente, cobrábamos la nómina en el banco, en billetes. Y pasaba mucho apuro. Incluso ahora, ya un jubilado con lustre, prefiero el cajero automático al banquero, me da reparo "pedirle" mil euros, por ejemplo, para pagar a mis albañiles. 

Viene todo esto al caso de los primeros televisores que llegaron al pueblo. Veréis.

Creo que el primer televisor del pueblo al que tuvo acceso la gente fue el del bar del "Gordito". Retengo la imagen de perdonar mi baño en el río los domingos por la tarde con tal de no perder mi silla en el bar. Veíamos "Rin Tin Tin", el primer perro policía que conocimos los chaveas de entonces. Y luego, "El llanero solitario", y "Guillermo Tell", años antes de que llegaran  "Bonanza" y "La casa de la pradera". Costaba una perragorda, o la consumición de un vaso de casera de limón, que era lo mío. Y al poco de esto, mis padrinos compraron la tele para su bar. Una bendición, porque tenía gratis la casera de limón y las películas. Sin embargo, la vida nunca es tan fácil: mi madrina, "La Chorro", siempre atareada en su cocinilla, nos designó a dedo a su sobrino "El Chatillo" y a mí como cobradores de la chavalería. El salón de la parte de abajo del bar se llenaba de chaveas, y había que cobrarles una perragorda a cada uno. ¡Qué fatiga, nene! ¿Cómo iba yo a cobrarles nada a Agundo, comandante de mi pandilla, a Juan de Chaparrito, a José "El "Botón" o a Cristóbal de la Guili, amigos de mi calle? ¿Con qué cara me presentaba, mano vergonzante, delante de mi amigo Antoñillo el cartero, de Manolo de Mari Gracia o de Rafalín el "Herraor"? ¿Y a las niñas?... Socorrito era mi prima; Isabel, mi vecina; Carmen "Zapaterillo" y la Nati, íntimas de mi hermana...¡Qué vergüenza! Llegué a preferir cuando pagaba mi gorda en el bar del gordito antes que esa especie de suplicio. Pero tampoco podía hacer eso.

A la hora de irnos, otro mal trago: el "Chatillo" le endosaba un porrón de gordas a mi madrina, y yo, apenas cuatro o cinco.

-Pero por qué esta diferencia tan grande?-preguntaba la Chorro.

Y yo, tan inocente:

-Es que éste le cobra a todo el mundo.

-Pues como tiene que ser -refunfuñaba mi madrina-. Apañá estoy yo contigo...

Un domingo de mediados de septiembre del 64 televisaron un Español-Real Madrid, con el aliciente añadido de ser la primera vez que Distéfano se enfrentaba al Madrid. A las seis de la tarde. Podéis imaginar cómo estaba la sala. Abarrotá. Francisco "El Chatillo" se hartó de cobrar, los bolsillos a rebosar, porque la ocasión requería de un real por barba. Él lo cobró todo, porque yo, tan aferrado al Madrid, no perdía ojo al partido. Creo que fueron los únicos dos goles que le vi marcar a Puskas en directo.

-Francisco -le propuse al final del partido con mucho secreto-, vamos a hacer una cosa: tú me das un puñado de gordas para que la chacha Chorro vea que yo también he hecho algo. ¿Vale? 

De alguna manera me aprovechaba de mi superioridad jerárquica al ser yo de tercero de monaguillo, un año más que él.

-Vale -me contestó sin vacilar-. Y tú me haces el rosario de mañana tarde.

-Bueno, venga.


Seamos cándidos como palomas. 


viernes, 25 de septiembre de 2020

No hemos cumplido

 

Pero no desvariemos tanto con el gobierno. Que tiene su parte, por supuesto. Mucha parte en este desastre colectivo. El gobierno y la oposición, que se han dedicado a pelearse entre ellos en lugar de remar todos juntos. 

Cierto, el gobierno parece inerme y desubicado; parapetado en su delegación en las Comunidades, ha perdido el control del mando y  llegado muy tarde a casi todas sus decisiones restrictivas. Echamos en falta una mayor cobertura y eficacia en los rastreos, y nos lamentamos ahora de tanto recorte previo que ha provocado el exilio voluntario de 28.000 médicos españoles al extranjero en los últimos cinco años. Y, sin embargo, nuestro gobierno no ha movido un dedo para ampliar este año las plazas del MIR, por ejemplo. Hasta pareciera distraído en otras causas, convenientes, pero totalmente inoportunas en estos momentos. No ha estado a la altura de un reto tan impresionante. Y la oposición, mientras tanto, contando los muertos.


Hoy, sin embargo, quiero referirme también a nosotros, los ciudadanos. A eso que llaman responsabilidad individual. 


Leo en Facebook la experiencia alucinante de una pareja de catalanes a su regreso a España después de dos meses en Alemania y Francia por motivos laborales. Se llevan las manos a la cabeza al comprobar con gran desasosiego que dentro de las casas respectivas de sus suegros y de sus padres nadie usa la mascarilla; que la gente se apresta enseguida a darles besos y abrazos; que un sobrino, sabiéndose contacto cercano de un positivo Covid, no guarda cuarentena ni se hace la PCR; “Si el muchacho está bien, para qué se va a hacer nada” -decía la abuela… Y concluyen con toda razón, creo yo, que la sociedad española no se ha creído de verdad esto. Y yo añado, además, que nos puede mucho más el hedonismo que la prudencia y el sentido común.

Veamos a modo de ejemplo sencillo qué ha sucedido en nuestros pueblos durante el verano.

 

“Por orden del señor Alcalde, se hace saber”… Se han suspendido ferias y festejos. Los ayuntamientos han elaborado programas de actividades culturales y de ocio para compensar un poco, y que la gente pueda desahogarse. Lo han hecho vigilando las medidas de seguridad. Con miedo, me consta, pero ha salido bien. En mi pueblo, lo nunca visto: un cine de verano. Y la piscina municipal, abierta. Todo bien. Magnífica gestión de la Corporación Municipal, podríamos decir. Teníamos miedo de los bares y las aglomeraciones en la barra del “Viruta”, con la gente vociferando. Hemos salido indemnes. Por pura suerte, por chiripa o porque se han guardado medidas de seguridad. 


Sin embargo, nuestros pueblos, en agosto, casi duplican su población por paisanos que viven fuera y regresan de vacaciones. Es un fenómeno generalizado, al menos en Andalucía. Estupendo, por supuesto que bienvenido todo el mundo a su pueblo, ¡faltaría más! ¿Qué ha pasado? Que esta circunstancia ha propiciado muchas reuniones familiares y entre grupos de amigos, que se han visto exentas de cualquier obligación en materia de seguridad; que no se han respetado las distancias, ni las mascarillas; que, al principio, todo el mundo muy comedido, pero que conforme aumenta la tasa de alcoholemia mengua la del cuidado; que no se ha respetado el aforo máximo ni la hora del cierre. Porque todos hemos creído que de puertas adentro estábamos a salvo. O hemos querido creerlo. Y ahí, justo en este tipo de actividades “no vigiladas”, es donde mayoritariamente se han producido los contagios. 

Ha sido una constante en nuestros pueblos: de Puente Genil a Lucena, y de Loja a Benamejí, como en el verso lorquiano. En Encinas Reales, Rute, Montalbán, Priego, Cabra…Y Palenciana, claro está. Responsabilidad individual. Quien quiera ver en este pensamiento un rechazo en la acogida a los palencianeros que vienen de fuera se equivoca de cabo a rabo. Yo mismo soy entonces un advenedizo. Ni mucho menos. Mi crítica va hacia el hecho admitido por todo el mundo de que nos hemos relajado. Todos. 

Y esto que digo bien pudiera ser extrapolable al resto de España. Trabajos en condiciones de hacinamiento, bares de copas y ocio nocturno, y fiestas privadas de familiares y amigos han sido los vectores de una propagación viral de record. Incluidas bodas y primeras comuniones, eventos con los que he sido muy crítico. 

Y acaso no haya sido el error más nimio del gobierno el confiar en la responsabilidad individual y colectiva de una ciudadanía demasiado egoísta, demasiado hedonista. No estamos preparados. Al igual que nuestros políticos, nosotros tampoco hemos cumplido nuestra parte. No somos los españoles, en general, gente de fiar. Mientras nos vigilan, sí; mientras nos encierran, también. No somos ciudadanos comunitarios. Existen países que, acaso por mor de catástrofes naturales o inducidas por el hombre de forma repetitiva, han desarrollado un sentido extraordinario de la colectividad. El bien de la Comunidad está por encima del bien individual. Todos ayudan a todos. Y presumen de lemas publicitarios tales como "si no tienes síntomas no salgas a por ellos; y si los tienes, no salgas a repartirlos". No es nuestro caso, por desgracia. La sociedad española es individualista en exceso. Y así, nosotros, ilusos, por llevar algunas décadas de prosperidad creciente y sin sustos, hemos asumido de manera inconsciente que las desgracias, las hambrunas y la muerte ocurren en otros lugares tan remotos que ni acertamos a localizarlos en el mapa. Nos hemos creído inmunes a todo. Y cuando nos hemos dado cuenta de lo que se nos ha venido encima reaccionamos sin experiencia y sin conocimiento: unos niegan la realidad; otros culpan a la tecnología; algunos conspiranóicos lo achacan todo a estrategias comerciales entre americanos y chinos; y los demás, los españolitos de a pie, seguimos charlando a voces, despreciamos las mascarillas en los ambientes privados, nos peleamos en las redes y le echamos la mierda al “Coletas”.


Seamos cívicos, por favor.

 

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Tempus fugit

 

Es lo que hay. Tempus fugit. La cosa es que delante del espejo no parece, ni de coña, que vaya a cumplir sesenta y ocho tacos dentro de dos meses. Claro que si me miro otras partes colgonas de mi cuerpo... Pero lo voy aceptando como algo natural. Envejecer con gallardía no es mala cosa. En las clases de Geriatría les insistía a mis alumnos que una de las recetas del envejecimiento exitoso consiste en saber aceptar de buen grado las limitaciones fisiológicas que nos marca nuestro tiempo. El tiempo de cada uno, que no es el mismo para todos los de idéntica edad, no. Cada quien es cada cual. Limitaciones que nos van sorprendiendo de un día para otro en el plano físico, el psicológico o el conductual. Y otra pócima tan valiosa como la anterior es saber aprovechar las ventajas residuales a tales limitaciones. El hecho fastidioso de no poder jugar al tenis como antes, por ejemplo, me ofrece la oportunidad para leer, escribir, pasear con la Peque y con mis nietos... Si ya no soy capaz de mantener dos horas seguidas de estudio puedo emplearme en la cocina o en hacer las camas, con gran contento de mi señora. No todo va a ser hándicap. Las canas y las arrugas nos dan otro aire, otro caché, nos permiten posiciones de serenidad y cordura, sin tanta vehemencia como los jóvenes, a quienes toleramos piadosamente sus bravuconadas porque también nosotros lo fuimos. 

Ganamos los ancianos arrobas de ternura para compartirla con nuestros nietos. Nos enorgullecemos de los años vividos en un siglo en el que todavía pudimos cultivar la magia, la inocencia, la utopía, la esperanza de una vida mejor. Conocimos cosas, personas y hechos imperecederos en nuestros corazones: hemos vibrado de emoción con los Beatles, los Brincos, Simon and Garfunkel, el Dúo Dinámico, Karina...; admirado a Alain Delon, Sofía Loren, Liz Taylor o Richard Burton; aprendido de nuestros maestros y de nuestros curas, de Martín Vigil, Tierno Galván, Carlos Castilla del Pino, Garrido Luceño, Cela, y hasta de Amancio, Pirri o Gárate, que no todo era Franco. Supimos convertir el sacrificio en diversión, sacamos provecho del esfuerzo, disfrutamos de esos pequeños placeres que, por clandestinos, eran mucho más intensos: los ligues, los guateques, los besos, los magreos con nocturnidad, los pisos de estudiantes como coartadas para vivir en pareja... En fin, ¿para qué más? Hemos sido hijos de nuestros padres y nietos de nuestros abuelos. Yo, que, a decir de mi mujer, he sido toda mi vida un viejo, tengo la agradable sensación de haberla vivido a tope. Fíjate.

Nadie en su sano juicio va a desear morirse, claro que no. Pero a mi edad -y la de muchos de vosotros- la muerte ya no es tan impensable ni lejana como la considerábamos de jóvenes. La aceptamos -no nos queda otra- como accidental compañera de viaje que puede sorprendernos en la siguiente curva. No es que no nos importe, no. Pero nos va a pillar con nuestra mochila repleta de vivencias, de trabajo, de bondades... y hasta de nietos. ¡Ay, los nietos! La penúltima de nuestras grandes alegrías del vivir. ¿Qué abuelo de los presentes no ha pensado más de una vez en este año maldito preferir mil veces que el virus se lo lleve por delante pero que deje en paz a sus chicuelos? 

Mi chacho José "Zapaterillo", un personaje singular en mi familia, en sus últimos años comparaba a los viejos con las macetas de su patio: "Niño, no sirven pa ná, más que pa gastar agua. Pos lo mismo nosotros". Acostumbrado a su duro quehacer en el campo durante toda su vida, con su mulo Suárez, no llegó a entender nunca que un jubilado pudiese cobrar una paga mensual sin trabajar. "Niño, los viejos nos damos con el gobierno. Tendría que venir algo que nos llevara palante a muchos". Otro profeta.

Una de las muchas vivencias que más me ha impactado en estos meses de pandemia, y en relación con la muerte, ha sido la de un amigo a quien he ayudado por teléfono a sobrellevar su particular calvario del coronavirus. Llegó un día en que creí necesario que pidiera una ambulancia y lo llevaran al hospital. Él se resistió. No quería salir de su casa. "No es que le tema mucho a morirme -me suplicaba-; lo que más me aflige es tener conciencia de que ésta pueda ser acaso la última vez que salga de mi casa". Me tuve que tragar un buen nudo. Pero fue al hospital, se curó y volvió a entrar por la puerta de su casa.

Sí, es verdad, todo eso está muy bien. Siento que he disfrutado de una vida muy completita. Lo cual, sin embargo, no es óbice para que uno sienta un pelín de nostalgia. Sí, se ha acabado mi ciclo de médico, de hombre en plenitud. Lo acepto. Sin mal rollo. Creo haber cumplido mi doble misión, la de ser un buen médico y la de enseñar a otros a serlo. Me encuentro satisfecho, sin petulancia. Y preparado y dispuesto a disfrutar de este nuevo y apasionante periodo vital hasta que el cuerpo aguante, coronavirus mediante.

Sed prudentes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 21 de septiembre de 2020

Surrealismo médico

Mis lectores habituales conocen este relato escrito por mí hace ya unos años. Pero deseo hacerlo extensivo a mis nuevos lectores de facebook. Vale la pena.

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Hoy quiero contaros una historia médica entrañable. Un poco surrealista, la verdad. No es mía, su protagonista es mi amigo Antonio Pintor. Pero me la conozco tan requetebién y tiene tanta gracia que la hago propia.

Situémonos todos en Montoro, una madrugada de noviembre de 1993. La noche es fría de cojones. Y neblinosa. La guardia está siendo llevadera, menos mal. Antonio es muy asustadizo con las salidas en ambulancia por la noche, y eso que el chófer es un tío bragado.  Con su miedo visceral al agua -no se atreverá a bañarse ni en su piscina del campo- tiene frecuentes pesadillas nocturnas soñando que la ambulancia se precipita en el Guadalquivir por el puente de las Donadas. Hasta hace poco, las guardias las había hecho a pie en  Conquista, terruño de secano más manchego que andaluz, donde las salidas nocturnas en un mes se pueden contar con los dedos de una mano. Pero ahora lo han destinado aquí, más cerca de la capital. Méritos. Lleva poco tiempo, pero ya se ha hecho con el personal. 

Chófer, enfermera y médico, equipo habitual, se disponen a echarse un coscorroncito. Hay que descansar un poco. Por lo que pueda venir. Y, pudorosos, se acuestan separados. Una, la enfermera, en la consulta; el otro, el chófer, en un sofá de la entrada; y Antonio en una dependencia ad hoc, en la planta de arriba. La distinción especial no es sólo porque sea médico y director de Distrito sino, sobre todo, por aislar al resto del mundo de sus ronquidos atronadores.
Las tres de la mañana es la hora más temida por los médicos de guardia. Todo lo grave ocurre alrededor de esa hora. Las tres menos cinco serían cuando el teléfono sobresalta al chófer: que llamen al médico, rápido, que un hombre se está muriendo. En tal casa de tal calle. Avisado con prisa, el roncador silencia su concierto, deja para luego sus ganas de mear -es la hora propia-, echa un ojo al maletín, alerta a la enfermera sobre la digoxina, el seguril y la morfina y lidera al grupo de intrépidos para afrontar  a hora tan desafortunada una llamada, una de tantas, una más, a lo largo de su ya dilatada experiencia nocturna.

El candidato a córpore in sepulto es Agustín, un cardiópata fumador ya conocido de otras tantas noches toledanas. Sólo que ahora se está muriendo de verdad. "Es un edema agudo de pulmón -sentencia con ceremonia el galeno para impresionar al personal-. Vía venosa, tres seguriles, 80 de Urbasón, una digoxina y un cuarto de morfina subcutánea -ordena sin titubear a la enfermera-.  Y nos vamos pitando pa Córdoba". "¿Lo sondo también?" -inquiere atenta la enfermera. Antonio, con gesto seguro, se retira de sus orejas los pirindolos del fonendo: "No, no va a ser necesario, en veinte minutos estamos en el Reina Sofía". Lo suyo hubiese sido el sondaje pero en muchas ocasiones los médicos nos ponemos demasiado en el papel de nuestros pacientes y pensamos: si yo estuviese en el lugar de este hombre no me gustaría que una muchacha tan nueva viera el pitraquillo que tengo.

Poco antes de llegar al la altura del El Carpio la carretera coge una pendiente hacia abajo de casi un kilómetro. Y en muchos tramos tiene irregularidades y ondulaciones que provocan el consiguiente traqueteo. Y el traqueteo aviva, ahora que tampoco conviene, la necesidad perentoria de mear con que nuestro médico se había despertado. De la misma manera y por el mismo tiempo, se conoce que las tres ampollas de Seguril alcanzan su máximo efecto, de modo que Agustín mejora lo suficiente como para charlar animosamente con enfermera y médico, quitarse el bozal del oxígeno, recuperar antiguas confianzas y confesarse en público de algo que le está mortificando desde hace un rato.

-Te encuentras mejor ¿verdad? -le pregunta Antonio-. Pero te veo algo inquieto, ¿qué te pasa?
El hombre se pone muy colorado y, a punto de reventar, explota:
-¡Que me estoy meando a chorros! ¡Que no aguanto más!
-¡Me cachis en la mar, teníamos que haberte sondado -se lamenta ahora mi amigo. Y mira a Marga, la enfermera, encogiendo los hombros a modo de disculpa.
-Pues yo me orino en los calzones, de verdad que no puedo más.
-Falta nada para Córdoba, hombre -tercia ella.
-Menos falta pa mearme encima -le contesta Agustín.

Entonces es cuando surge mi amigo, el hombre sabio, el médico comprensivo y tolerante que encuentra soluciones simples y prácticas.

-Agustín, ¿te sientes capaz de bajar y mear fuera?
-Que si me siento capaz... Ahora mismo.

-Paco -se dirige Antonio al chófer-. Ya lo has oído, para en el arcén, pero ya. Y ven y nos ayudas.

La enfermera, fiel a su natural recato, se queda en el vehículo mientras los tres hombres bajan con mucho cuidado de la ambulancia y cruzan el arcén amparados por la luminaria de los faros. Paco sostiene el suero en alto, Antonio sujeta al paciente por la espalda, y éste se saca su churra y apunta hacia la cuneta. Oír el primer chorro de orina contra el follaje en la noche helada y con las vejigas repletas produjo en los otros dos hombres un reflejo automático, irrefrenable. Se miran ambos, se dan su aprobación, descorren sus cremalleras... Y se alivian tan ricamente. Y ahí tenéis a un enfermo y a sus dos ayudantes, tres fantasmones entre la niebla, haciendo felizmente el arco a las cuatro de la mañana en una carretera solitaria ante la mirada, más que cómplice, piadosa de Marga, la enfermera prudente.

¡No me digáis que la estampa no es propia de Almodóvar! 

De vuelta a la ambulancia el enfermo le propone al médico:

-Don Antonio, si usted quiere seguimos pa Córdoba, pero que sepa que yo estoy ya pa volver a mi casa.  

¿Es arte surrealista o no? Puede que sí. Para mí, sin embargo, es un vestigio sublime de la Medicina que se nos fue, un ejemplo, quizás simple y burdo, de atención médica humana, cercana, personalizada y única. Y un servidor echa de menos cada día esa joya de hacer MEDICINA. Con muy pocos medios, pero con un montón de vocación.




   

sábado, 19 de septiembre de 2020

Un profeta de cortijo

 -¿Qué te pasa hoy, chaval, que no quitas ojo de la carretera?

Estamos regando la remolacha por surcos, y no hay mucho rato para distraerse. Cuando una zona rebosa tienes que abrir enseguida una torna con la azada para desviar el agua a otra zona vecina. Y es cuestión de minutos. Un sin parar. No es lo mismo que cuando regamos el sorgo con los periquitos, que entonces sí nos permitimos largos ratos, incluso horas, de descanso entre mudas.

-Ná, Miguel -le respondo aparentando desgana-, que estaba pensando de cuando un manijero antiguo de La Capilla tenía la costumbre de parar a la cuadrilla pa echar el cigarrillo al cabo de diez coches que pasaran por la carretera. Y en aquellos tiempos, podían estar toda la mañana en el tajo sin parar. No como ahora, que pasan diez coches en ná de tiempo. Eso es lo que miro, contando los coches entre torna y torna.

-Ya... Es eso, eh. Pos yo me creo otra cosa, fíjate...

-¿El qué, Miguel?

-Ese manijero que dices ¡qué casualidad! resulta que era el abuelo de una muchachita que está a punto de pasar. ¿Es eso, verdad canalla? Quieres verla desde aquí en el mehari descapotable con su padre. ¡Charrán, que eres un charrán!

Miguel es un hombretón tosco y grueso. Lo más primitivo del cortijo. Parece mentira su agilidad y prestancia en el trabajo con ese cuerpo suyo tan desastrado, siempre con la panza al aire, descamisado, vencido de un lado y con los pantalones tan caídos que va mostrando la hucha sin necesidad siquiera de agacharse. "Estás más visto que el culo de Miguel" -era un dicho habitual en La Capilla. Junto a Pepe "El Tomate", Manuel "Guitarro" y Luís "De La Barca", es uno de los hombres de confianza de mi padre. Mi padre me ha puesto con él por lo mismo: por su buen rollo y su paciencia. Y yo me lo paso en grande con sus cosas: bebemos el agua de la zanja como si fuéramos mastines; me ha enseñado a cocinar la porra cortijera y a manejar con maña la azada, que las primeras veces cada vez que daba un golpe en la tierra me quedaba ciego por las salpicaduras del barro en mis gafas. Y me da consejos para cuando sea cura: "niño, si es que llegas a cantar misa, predica a los señoritos que tengan un poquito de compasión por los jornaleros". 

-¿Qué dices, Miguel -me quedo desarmado ante su perspicacia-. De qué muchacha me hablas?

-Enga chaval, no te hagas el santo, que te conozco desde chicuelo... Y la policía no es tonta. 

Primitivo, sí, pero avispado como ninguno. Ni mi padre ni mi cuñado, tan cercanos a mis cosas en el cortijo, se han apercibido de nada. Y mira tú por dónde me sale Miguel...

Es una tarde de viernes de primeros de julio del 72. Tengo diecinueve años. Dentro de dos meses he de volver al seminario, y, es verdad, esa muchachita me tiene trastocado. Ya mismo pasará por aquí de vuelta de los exámenes de repesca. Nadie tiene por qué saber eso. Miguel, sí.

-De ahí sale algo, ya verás tú -remata el tío.

Tosco, primitivo y profeta.

Que el Señor lo tenga en su gloria.


miércoles, 16 de septiembre de 2020

Las bondades de los números


Una noche cualquiera de éstas de confinamiento, ya acostados y antes de coger el sueño, me sale la Peque con una cháchara irrelevante acerca de que su número favorito es el ocho. ¡Pedazo de premio!, es lo primero que se me ocurre. Y más, teniéndolo ahora tan a la mano... El premio, me refiero. 

Para que veáis lo curioso de la asociación de ideas. A mí, el número ocho me transporta enseguida al seminario y a mi amigo José Pablo. Él era el cuatro, Pirri, y yo, el ocho, Amancio. Ambos, catetillos de pueblo, muy futboleros y muy aferrados del Madrid. Compartíamos un secreto muy secreto que ni siquiera nos atrevíamos a confesar, no fuera a ser que nos despacharan del seminario: espiábamos a Isabelita, la muchacha de la limpieza, para verle las cachas cuando fregaba las escaleras a la antigua usanza, cuerpo a tierra. No sé lo que me pasa, pero cualquier asociación de ideas, comience por donde comience, termina siempre en la lascivia. 

Y siguiendo con mi señora, enseguida pienso lo que puede inventar una mujer en la cama con tal de escurrir el bulto y no ir al meollo. Pero, en fin, le sigo la corriente. ¿Por qué el ocho?, me intereso con muy pocas ganas. Y se enrolla con que es una nota de casi sobresaliente. ¿Y entonces, por qué no el nueve o el diez?, protesto animándome un poco. Y me dice que el diez supone una responsabilidad muy grande, te obliga a ser siempre el mejor, a mantener el tipo toda tu vida, es un agobio, no sale a cuenta. El nueve es casi lo mismo, te compromete a ser siempre un empollón. Sin embargo, el ocho es una nota muy buena y no te ata tanto. Y le contesto, ya despabilado del todo, que se equivoca, que eso era antes. Hoy, el ocho es una nota casi de aprobado, que me he enterado que los chavales sacan ahora notas de hasta trece y catorce, macho... 

Ea, llévate media hora a su alrededor, mariposeándola; prepárale su infusión de yerba Luisa; mírala con ojos bobalicones; déjale, incluso, el mando de la tele a su disposición para que vea Master Chef ése de los cojones; en fin, haz una faena bien aliñada para que ahora, llegado el momento del estoque, te salga por la bondad de los números. Pero bueno, hay una gran verdad en su planteamiento, al menos en lo que a mí respecta: mi vida de estudiante y luego la de médico ha estado presidida siempre por ese fardo pesado de tener que ser el mejor, no pasar nunca desapercibido, y el del miedo al error.

Sed buenos, enga... 

lunes, 14 de septiembre de 2020

Fuera de cita




Bien sabe Dios lo a gusto que me encuentro en mi consolidada condición de jubilado, el mejor de los estados posibles si la salud acompaña ( y el virus se espanta).
Pero..., en fin, cuando por otra parte me llegan novedades tan sustanciosas como la vivida por mi amigo Paco Hurtado, entonces... entonces sí que echo de menos mi consulta médica. Por eso, hoy no quiero sustraerme de hacer vuestro este relato, acontecimiento único y posiblemente irrepetible en la vida de un médico; una historia que conmueve a la compasión y a la ternura, pero también aderezada con su toque de desvergüenza y de simpática locura; una historia donde, otra vez más, la realidad se disfraza de ficción imposible. Vamos allá.

-Buenos días, ¿da usted su permiso? -Y aparece tras la puerta una mujer de edad, de gesto atrevido, con un cierto aire de frescura y altivez que deja al médico, así de pronto, incapaz de encajarla... 
-Pase, pase. Y tome usted asiento, por favor -y se levanta a saludarla. 
Es una señora ya mayor, pero rara. Diferente. No sé, por su aspecto, por su atuendo tan juvenil para su edad, por el timbre de su voz… Desde luego no es de por aquí. En fin, que no está el doctor Hurtado acostumbrado a tanta finura.
-¿Es usted Consolación Ramírez? -pregunta el médico dubitativo.
-Ah, perdón, doctor; no, no lo soy. Verá usted, no... Yo no estoy en su lista. La verdad es que no estoy citada. Es que querría hablar con usted de un asunto, he visto que no había nadie en la sala de espera, y me he colado. Disculpe usted.
-Bueno, pues muy bien. Normalmente la gente que acude fuera de lista se espera al final de la consulta, pero bueno, ya está usted aquí. No hay problema. Cuénteme.

Y la señora relata una historia ciertamente curiosa. No es, desde luego, la clase de relato clínico a que estamos acostumbrados los médicos: que resulta que la mujer es francesa, nacida en París en 1941, de padres catalanes exiliados, pero residente en España desde hace muchos años; que es profesora de piano de cierto renombre, y ha vivido en distintas ciudades de nuestro país; que ha llevado una vida tan ajetreada y laboriosa que apenas ha podido disfrutar de casi nada; que ha viajado mucho por el mundo, sí, que ha tenido múltiples experiencias artísticas y culturales, vale, pero que ni siquiera se ha casado ni le queda ya familia alguna. Y que ahora, retirada a sus setenta y muchos años, ha querido refugiarse aquí, se ha encaprichado de Andalucía, ea.

Conocedor de historias inverosímiles y perito contrastado en casos imposibles, al médico no sólo no le disgusta la pomposidad de esta señora, sino que está empezando a picarle el gusanillo de su curiosidad médica. "Verás tú si me va a salir ahora por una enfermedad rara del trópico o por algún alto secreto venéreo, o qué sé yo en mujer de semejantes ínfulas..." Tendríais que conocer a Paco Hurtado, un médico total, internista no solo de vocación sino de devoción, profesor duro, pero también amigable, y hombre bueno y justo.
Y la señora continúa: "Pero... mire usted -y por primera vez titubea y duda-, a mis años resulta que me he quedado no solamente soltera... sino también entera" -confiesa con un poco de rubor.
-¿Cómo dice usted, señora? -pregunta el médico totalmente incrédulo ante lo que acaba de escuchar.
-Lo que oye, señor: que soy... virgen, vaya. Y vengo a usted para poder remediar eso.

Inma, estudiante de sexto curso en prácticas, no puede reprimir un gritito de sorpresa ante tal dislate, y se tapa la boca con sus manos para evitar la carcajada. Al médico de gesto adusto y formal le pueden ahora, sin embargo, su genio y su arte jerezanos.
-Pero bueno, señora, ¡lo que me faltaba!... ¿Y qué quiere usted que yo le diga? ¡Vaya usted a Juanymedio, mujer!
-Comprendo su sorpresa, pero aún no he acabado. Verá usted, me va a tachar de mujer melindres y veleidosa, lo sé. Pero he tomado una determinación firme: no estoy dispuesta a dejar este mundo sin haber experimentado todo eso que dicen  del sexo.

Inma no puede aguantar más la vergüenza y se excusa en que tiene que ir al baño para abandonar la consulta. ¡Será ronra y pancosa! -va pensando. Y el pobre médico desearía ahora haberse jubilado mucho ha, cuando yo se lo dije.
-Pero bueno, bueno... ¡Esto será una broma!, ¿no? Quizás una cámara oculta o algo así ¿verdad?
-Nada de bromas, totalmente en serio. Y le diré más: no pienso tener relaciones con un hombre cualquiera.
-¡Ah!, ¿no? -responde Hurtado ya sin saber cómo actuar.
-No. Precisamente para eso he venido a su consulta, doctor. He decidido que me entregaré sólo a un catedrático de medicina. Y soltero, además.
-Pero... ¿pero esto qué es, una encerrona? ¿Por qué acude a mí para esto, si no me conoce de nada? -protesta casi colérico el buen médico.
-He estado mirando en Internet. Usted es el catedrático ideal -responde con todo aplomo y serenidad la señora-. Me ha convencido todo de usted, desde su físico, reconozca que no está nada mal para su edad, su curriculum académico y su perfil humano. Lo tengo decidido. ¡Usted va a ser mi hombre!
-Pero, oiga usted, que yo soy un hombre casado... y muy formal. Con nietos y todo -farfulla ya casi fuera de sí el doctor-. En fin, que yo no me presto a este disparate. 
-¡Ah, vaya por Dios! -Se lamenta ahora la señora-. Eso cambia las cosas. Lo tenía a usted por mocito viejo, por solterón. En tal caso, le pido disculpas. Pero, si no le es molestia, me gustaría dejarle mi tarjeta. Si más tarde cae usted en la cuenta de algún colega catedrático que sea soltero puede llamarme. Adiós, doctor, que tenga usted un buen día.
Se levantó, se dio la vuelta y salió por la puerta dejando al pobre médico la mar de intrigado.

Este increíble episodio acaeció hace un año en la consulta de mi amigo Hurtado. Hay en el escrito bastantes licencias del autor, que soy yo, y, desde luego, nombres camuflados, pero en esencia así fue como sucedió. No voy a regodearme en la ocurrencia tan disparatada de esta señora porque estoy seguro de que padece algún tipo de trastorno de personalidad. Lo escribo, con permiso del doctor Hurtado, solo para que toméis conciencia de esa parte oscura y desconocida del mundo de la mente a la que solamente a los médicos nos es permitido el derecho de admisión. 


sábado, 12 de septiembre de 2020

Los Cívicos

Tengo para mí que la afición por las letras me viene de mi herencia Cívica (o Soriana, quién sabe). Mucha gente cree que por médico soy de Ciencias, cuando la verdad es que entré en medicina desde el bachiller de Letras. En mis tiempos se podía. Dejando a mi abuelo Manolo que, él solo, merece un capítulo aparte, muchos de mis parientes Cívicos, actuales o antepasados, son o han sido personas de vocación literaria. Valgan como exponentes mi prima Socorrito, primera chica del pueblo que estudió bachiller y se hizo maestra, o mi primo Manuel García, cronista oficial de mi pueblo, y que tiene en su haber muchas publicaciones y libros sobre la historia, usos y costumbres de Palenciana. Y, en fin, mi primo Francisco, hombre malhadado, que de haber tenido en su día la oportunidad de una formación académica como la que yo tuve, sería hoy un escritor de primer nivel, una autoridad en flamencología. Y todo esto, por referirme a mis parientes más rozados por edad. Hay en el pueblo cantidad de Cívicos jóvenes a quienes solo conozco por facebook, y otros residentes en Córdoba, Málaga o Tarragona que desarrollarán, algunos de ellos, su talento literario o artístico. Al tiempo.

El caso es que conforme me hago mayor, más creo parecerme a mi padre, o acaso sea un deseo más que una realidad. Siempre he admirado la capacidad de mi padre para acometer las cosas, su valentía (menos para los negocios, que era un negado), su genio, sus ganas, su buen corazón, su afición por los hijos y, luego, por los nietos... Su forma de ser. Y me gustaría parecerme a él en todo. Pero la evidencia está ahí: soy más Cívico. Mi cuerpo alto y desgarbado, y mi nariz me delatan a las claras como heredero de Manolo "Pirilillo", mi abuelo materno. Así como mi mayor querencia por los estudios y la cultura que por el trabajo duro del campo, algo tan propio de los Rivera. Podríamos asumir que, en general, lo Cívico tiende más a lo intelectual, y lo Rivera, a lo material, al trabajo y al campo. Cívico arrastra un origen judío converso, mientras que Rivera posee un noble abolengo aragonés y napolitano. Mi hermana Josefa y mi Juan son Riveras y caobas, para más inri; los demás somos mezclados tirando más para pirilillos. Tengo una cierta envidia sana de mi hermano Manolo que, a mi entender, posee un equilibrio genético de ambos linajes: es tan capaz, trabajador y bueno de corazón como mi padre (y también acetilador rápido, como buen Rivera, digámoslo todo), pero tiene las hechuras físicas de nuestro tío abuelo Santiago Cívico, "El Grande".

"Eres un Cívico legítimo" -me interpela hace unos días por teléfono mi pariente el cronista oficial del pueblo. "¿Y eso?" -le pregunto. "Pues porque te pasa algo muy parecido a lo de tu tío abuelo Domingo Cívico". "Pero si yo a ese hombre ni siquiera he llegado a conocerlo"... -le digo extrañado por la comparación. Y me explica que Domingo era una persona de un talento extraordinario, un fuera de serie para su tiempo. El ojito derecho de sus hermanas Gregoria y Natividad, por su zalamería y buen gusto. Sin estudios, se fue a Madrid en la post guerra a buscarse la vida, y volvió ¡¡¡de vacaciones!!! dos años más tarde siendo el gerente de Mahou para Córdoba y provincia. Prosperó en la capital del reino hasta el punto de ser, quizás, el segundo hombre del pueblo, después de don José Carreira Ramírez, que se paseaba en coche por nuestras calles. "Pero como buen Cívico -me dice- no fue capaz de mantenerse en la cresta, no puso la guinda. Se dio al vicio y se echó a perder".
-Oye, ¿Y por qué me comparas con él, con lo decente y formalito que yo soy?
-Jajaja -se ríe el muy cachondo-. No hombre: te comparo con él porque me da pena de leerte lo bien que escribes, y que no seas capaz de ponerte en serio con una novela en condiciones o un libro de ensayo, con todo lo que sabes y atesoras.
-Ya, es eso... Es que lo mío es el relato corto. No me veo capaz de otra cosa.
-Pamplinas. Lo que pasa es que en el fondo eres un vago. Te apetece más recrearte en tus vivencias y recuerdos que ponerte a investigar y a documentarte en historias. Cívico genuino. Fíjate lo que podrías escribir, si te lo propusieras, de tu seminario o de los Carreiras y La Capilla. Pero, claro, eso exige esfuerzo, horas de búsqueda en archivos municipales, bibliotecas... Y no quieres, eso es todo.
Es curioso, debe ser verdad, porque es exactamente lo mismo que me critica la Peque. Mi pereza. 

Santiago, Manolo, Domingo, Gregoria y Natividad. Mis ancestros Cívicos y Sorianos.

¡Bienaventurado  aquel que a los suyos se parece!

jueves, 10 de septiembre de 2020

Abuelas de antes


Mi abuela paterna Josefa Velasco Espinosa era feucha, las cosas por su nombre: una anciana de sesenta años y pico, un bulto negro con toquilla permanente, bigotitos a lo Cantinflas y unas gafas de culo de vaso. ¡Hay que ver la diferencia con las abuelas modernas de ahora!...¡Tan presentables! Yo, sin embargo, con mis ojos de niño la veía una abuela muy mía. Mi preferida. Y yo, su preferido. Hoy, día especial en que los niños regresan a las aulas, evoco aquellos mis primeros días de Convento de la mano protectora de mi querida y viejita abuela entregándome a sor Josefa. Recuerdo discusiones en mi casa (que era la suya) en que mi madre se quejaba de la mayor querencia de mi abuela hacia mis otros primos. Lo típico de entonces, los celos de las nueras, que luego quedaban en nada.

-Nene -le decía a mi padre en la nocturnidad del cuarto-, tú no quieres verlo porque es tu momá, pero te digo que sólo tiene ojos para quien tú sabes.

Yo sabía que no. Ninguno de mis hermanos ni de mis primos puede tener queja de mi abuela. Y el que menos, yo. He tenido la enorme fortuna de sentirme el favorito no solo de mi abuela, sino de mis padres, de la chacha Chiquita, de la chacha Carmen, de mis padrinos, incluso de mis propios hermanos, fuese verdad o fantasía. Luego, en el seminario, tuve que digerir no ser el preferido de los curas pese a mis notas excelentes. Pero es que yo nunca he sabido venderme bien y, además, no era "hijo de papá". Mi abuela fue la única que había tenido desde siempre. La que me consentía mis veleidades con la comida, tan desgalichado como estaba, y me freía dos huevos a escondidas de mi madre cuando no me gustaban los fideos; la que me cubría con su toquilla negra las tardes de invierno para proteger mi flequillo de la llovizna (¿qué ha sido de mi flequillo?); mi compañera de cama para calentarme las sábanas gélidas y ponerme a salvo de los miedos de la noche. 

¡Ay, los miedos!... Qué niño, ese José María, tan cobarde y asustadizo. Me acojonaba la oscuridad. Por eso dormía tan a gusto con mi abuela mullida y tiernita. Hasta que mi primera polución nocturna me avergonzó tanto que ya desistí por voluntad propia. 

Bien mirado, además, mi abuela no era ni más ni menos fea que cualquiera otra de las abuelas de su tiempo. Y bastante menos entrometida que otras. Sin ir más lejos, Florentina Vílchez o Frasquita de la Torre eran unas abuelas insufribles, unas auténticas “corta rollos”, que rastreaban en plena siesta, hasta dar con ellos, a  sus nietos respectivos para evitar que bajaran al río. ¡Unos coñazos! Por más que nos alejábamos hasta las afueras del pueblo, en la cueva de los Barrancones o en la herriza de las Peñolillas, daban con nosotros. Los obstáculos que yo tenía que salvar para irme al río en horas de siesta eran variopintos: trepar sin ser notado por los bultos de mi madre y de mi abuela, fritas en mi misma cama, como cuerpos muertos, pero que se despertaban al unísono con el mínimo crujido del somier. Retirar la tranca de la puerta sin que chirriara. Ah, bueno, y después quizás lo mas complicado: sortear el ángulo de visión tras su cortina de la chacha Gregoria Cívico, una tía de mi madre que se había tomado demasiado a pecho ser la abuela materna que nunca tuve; una mentomentodo cuya misión en la vida consistía en ser la vigía permanente de todo quisque que pasara por la calle Sol; el ejemplar más genuino de donde José Mota cogió el modelo de la vieja del visillo. Pero también había abuelas resignadas, dulces y tolerantes hasta lo indecible. La abuela Dolores de un niño vecino debería estar en los altares. Una santa. Ese chavea, su nieto, así de noble como se le ve ahora de hombre, era un diablillo en sus años de niño: díscolo y travieso, hacía lo que le daba su real gana. De sobra conocidas en nuestra calle eran sus rabietas y encontronazos con su hermana o con su madre, a quienes, en ocasiones, incluso amenazaba con chinos en la mano si alguna pretendía meterlo en casa. Y la única que finalmente lograba apaciguar a la fiera era Dolores, su abuela beatífica. O Carmencita de Santiago, abuela paterna de mis primos "Porreras", otra santa sin laureles, un lujo de vecina para todos los palencianeros. Ejercía de curandera, traumatóloga, enfermera y obstetra con un don tan natural como efectivo y sin ánimo de lucro, palabreja que ni sabíamos que existiera. Por mentar solo a las abuelas de mi calle...

Ya de mayor, siempre he creído en la labor abnegada de mi abuela para que un muchacho tosco y primitivo de pueblo tuviese la oportunidad de meter cabeza en el seminario. Y con ello, dar el salto a otro tipo de vida, salir del campo. Librarlo de su inexorable destino de jornalero. Y se dedicó a ello con tal afán que pareciera que ese fuese a ser el último objetivo de su vida. Lo metió a monaguillo; se sirvió de la cobardía del muchacho por la oscuridad de las calles en los crepúsculos para atraerlo al rosario de cada tarde; convenció a su nuera para que el chaval durmiese con ella en el cuarto de abajo, donde les daban a ambos las tantas con letanías y otros rezos; y hasta don Juan, el párroco, comulgó con el rodillo de su insistencia para que “su niño” se fuera al seminario. Antes que ninguna otra persona, antes incluso que mi propio padre, la abuela se había dado cuenta de mi poca disposición para el campo, “Este niño es demasiado delicado para pobre -solía decir-, parece que hubiera nacido para señorito”. Antes que nadie, mi abuela creyó en mí.


Y se salió con la suya. Mucho tiempo más tarde, a sus ochenta y siete años, murió la abuela con la satisfacción y el orgullo de haber visto a su nieto mayor de seminarista, casi casi de cura, y luego, de médico, quién lo iba a decir del hijo de un jornalero.






martes, 8 de septiembre de 2020

Un descreído en la Fuensanta

Sería mucho decir que mi cuñado Frasco fuera hombre de iglesia. Hasta excesivo. Y mira que le pillaba cerca... Nacido y bautizado en La Capilla, hasta hizo en el cortijo su Primera Comunión junto a su hermana Juani, unos años mayor que él. Criado entre ganapanes y artesanos, fue desde chico aprendiz de cualquier cosa del campo, sobre todo de aquello relacionado con la huerta. Aprendió las primeras letras con un maestro desarrapado, por desafecto, que el señorito contrataba por la comida. De mocito, se aficionó a las motos hasta que consiguió ahorrar lo suficiente para comprarse su flamante "Montesa Impalas". Con ese aval, su buena presencia y una inagotable carga de paciencia logró conquistar la plaza altiva de mi orgullosa hermana Josefa, tan meapilas ella. Y se casaron y fueron felices -ellos eran más de zorzales- y tuvieron niños... Y todas esas cosas propias de los matrimonios de antes. Pero capillita, lo que se dice de iglesia, muy poco. Casi ná. Un medio comunista camuflado en mi casa. Como lo fue su abuelo Serafín. 

Pero, hete aquí que en llegando este día del 8 de septiembre era el primero en estar listo para partir. Y fíjate tú que, a mis entendederas, era un día horrible, pero él lo disfrutaba como un niño a quien sus padres sacan de viaje por primera vez. En el viejo cuatro latas de mi padre viajaban mis padres con mi hermana la chica y la pareja feliz hasta Corcoya para asistir a la procesión de la virgen de la Fuensanta, la más milagrosa de los alrededores. Si sería milagrosa, que mi madre estaba convencida de que su concurso había sido más decisivo todavía que el de nuestra venerada virgen del Carmen, o el de la virgen de Los Remedios granadina para que nuestra hermana pequeña, hija de unos padres casi cincuentones, no sólo naciera sin falta, sino la más espabilada de todos nosotros. Fíjate. Por tal motivo, mi madre se había echado una manda (una especie de voto) a perpetuidad y con carácter familiar que la comprometía a ella y a sus hijos a este ceremonial. Durante muchos años, mis otros hermanos y yo, con nuestras santas respectivas, hacíamos piña con ellos en esta peregrinación tan popular en Palenciana. Tradición ésta que, corriendo el siglo, ha sido prolongada por mis sobrinos mayores de tanto haberla mamado cuando niños.

Aunque la gente cuenta anécdotas relacionadas con lluvias torrenciales en alguna de estas procesiones, todos mis recuerdos de este día convergen en un sol aplastante y pegajoso, un no saber qué hacer de un lado para otro en medio del campo o en las inmediaciones de la ermita, y un repasar decenas de veces los cuatro puestos de cacharritos de juguetes, escapularios y otros motivos de piedad. Allí, en medio de la nada, no había más que un olivar enclenque y en pendiente (olivar tradicional se le llama hoy) que parecía preparado a propósito para aparcamiento: un olivo para cada coche, y cada coche en su olivo. En años de exagerada afluencia, sin embargo, un olivo podía cobijar hasta tres coches, es verdad.

Ahora, desde la perspectiva que nos da el tiempo, uno cree que lo que realmente disfrutaba mi cuñado Frasco de este día tan especial era la reunión familiar campestre; la tertulia en el terruño, mis chistes verdes y asquerosos; la tortilla de papas de mi hermana, crujiente por la tierra que la brisa levantaba, los chorizos a la canela que tan ricos preparaba la Peque o la "porracrúa" de mi cuñada Dolores... Y luego, la medio modorra a la sombra de un olivo con un terrón por almohada, la cara emboscada en el sombrero y la mosca zumbona en la oreja que no para. "Siaputa", la mosca. Y hacía por alargar la siesta y la tarde para llegar, ya de regreso, a la Alameda con hora de picotear algo en una taberna de carretera. Era un disfrutón de la vida, vaya que sí. Conocía como nadie los secretos de lo sencillo para sentirse feliz. En su cuerpo se lo ha llevado.

Y hoy, día de la Fuensanta, he querido traerlo a mi recuerdo y a mis historias.


domingo, 6 de septiembre de 2020

Las primeras bragas



Si alguna vez me atrevía a pasar por delante del cuartel de la Guardia Civil para ir a la plaza o a la iglesia era por la celebrada posibilidad de ver, siquiera de refilón, a la Mari Segura entrando o saliendo del mismo. Ya hubiese querido para mi si no la osadía de Manuel Velasco, un demonio, al menos la valentía de mi amigo Agundo, el capitán de mi pandilla. Yo era un cagueta. Creo que esta muchacha era el “sex simbol” de los chaveas de mi edad. Y no porque fuese provocativa -al contrario, muy recatada-, sino por nuestra ardentía recién hormonada y porque era muy bonita y muy bien compuesta, no sé si me explico. En ocasiones, recuerdo que usábamos de enganche  a su hermano Antonio, tres años más chico, que, por entonces, no se enteraba de gran cosa.

-Segura -le decíamos-, te cambio estos tebeos. -Por ver si así nos subía a su vivienda dentro del Cuartel.

Los que más contacto tuvimos con ella fuimos los de su mismo curso de Ingreso. Socorrito y Mari fueron las pioneras en estudiar bachiller en mi pueblo. Socorrito era un año mayor que nosotros y ya cursaba primero. Mari era la única chica de nuestro curso, lo que la convertía en diana de nuestras intencionadas miradas. En su pupitre, la pobre no hallaba ya la manera de sentarse, de cómo poner las piernas, de tironazos de la falda… Cristobitas, el empollón de la clase, y yo, aspirante a seminarista, éramos quizá los más tímidos en mostrar la atracción que la chica nos provocaba. Otros compañeros eran bastante más descarados. Al comienzo del siguiente curso, de primero de bachiller, mi marcha al seminario acabaría con aquel incipiente encandilamiento.

Algunos años después, Mari Segura se marcharía del pueblo con su familia al ser destinado su padre a la Comandancia de Córdoba, creo, y desde entonces nunca más se supo de ella. A veces me pregunto por la vida de aquellos adolescentes, hijos del cuerpo, que, por mor del oficio de los padres, han tenido que mudarse de un sitio a otro, careciendo así del tronco referencial de un pueblo. Mari, Pepe Rut o Manolo Carrete, llegados niños a Palenciana, tuvieron que abandonar el pueblo a sus quince o dieciséis años con distintos y distantes destinos. Aun así, Mari Segura nunca se ha marchado de mi memoria, oye. Es como esas imágenes infantiles muy impactantes que te acompañan de por vida, como cuando ves el mar o te montas en avión por primera vez. Y lo mío con esta muchacha no fue otra cosa que haber sido la primera chica a quien le vi las bragas, fíjate qué morbo. ¡Con la de bragas y culos que mi destino médico me tenía reservado!

Ocurrió en las vacaciones de verano de tercero o cuarto de bachiller, siendo yo un seminarista ejemplar a juzgar por los informes de mis superiores. Pendiente el personal del tercer toque a misa, y con Manolo Seno ultimando los veladores, la plaza, a esa hora fresquita del atardecer de agosto, bulle de gente: chaveas enfrascados con la tolda y niñas saltando la cuerda; pandillas de distintas edades corretean y dan el coñazo; parejas formales del bracete charlan de sus cosas; José Antonio y Natalita estrenan noviazgo, muy juntitos pero sin darse aún la mano, que don Juan les tiene advertidos de no tocarse en público hasta que lleven seis meses de novios…Y la camarilla de seminaristas que pasea con estudiada parsimonia, separada en dos grupos: los grandes y los chicos. Los chicos somos Manolo Hurtado, Manuel Gámez y yo. No sé si a conciencia o por casualidad, la cosa es que, como si nos llamara la querencia, nos vamos yendo hacia la calle Manuel Sances, sitio por donde algunas tardes de verano sopla el solano levantando lo que pilla. Y allí, a escasos metros de nosotros, sucede lo inesperado, lo inevitable: Mari Segura viene a misa, van a dar el último toque y camina apresurada sujetándose la falda por delante. De pronto, una bocanada milagrosa de viento revuelto le pone el hato en la cara, en todo lo alto. Bragas al aire blancas y fugaces y unos muslos soberbios y firmes. Dos segundos apenas, pero dan gloria. Y enseguida, agachar la cabeza como no queriendo ver el manoseo y la pelea de la muchacha contra su falda. ¡Qué momento de turbación más vigorizante! ¡Las bragas, macho!

-¿Comulgamos ahora o no? -pregunto a mis amigos, después de pasado el sobresalto.
-Pues claro, hombre -se reafirma Manuel-. No es pecado pasear por la calle ¿no verdad?

Aprendido el caso, otras tardes ventosas de aquel verano yo la esperaba de manera distraída en la Cruz de los Caídos poco antes del tercer toque. Y alguna otra vez logré mi propósito. Muy pocas. ¡Las bragas, lo más de lo más!... ¡Qué lástima que el destape y la modernidad hayan dado al traste con ese fetiche, el más preciado de nuestra juventud!

Y ya, no tuve más remedio que confesarme, como el futbolista que recibe tarjeta amarilla no ya por la severidad de su falta, sino por la reiteración en la misma.

-¿Y te gusta lo que ves? -inquiere puntilloso don Juan en el confesionario.
-Sí, padre… Me da vergüenza, pero… Sí me gusta -contesto simulando constricción.
-¿Y tú lo buscas, o pasa por casualidad? -insiste el cura.
-No lo sé -dudo para no mentir, pero tampoco decir la verdad completa-. Coincide cuando yo voy para mi casa y ella viene a la plaza.
-Ah, bueno, entonces no hay intención, niño. Tú no vas a taparte los ojos…
-Sí, don Juan; lo que pasa es que yo aprovecho para irme a mi casa cuando la veo venir -le respondo inocente para no caer esa noche, si muero durmiendo, en las calderas de Pedro Botero.
-¿Y tú cómo calculas cuándo va a venir ella? -hay que tener mala uva, eh, para avergonzar de esa manera a un chaval en la edad de los granos.
-Pues, verá usted, don Juan… -contesto con toda la inocencia del mundo-. Más o menos entre el segundo y el tercer toque a misa.
-¡Ah pillín! -veo que el cura se tapa la cara con una mano tratando de ocultar una sonrisilla-. Con esas ideas me parece que vas a durar muy poquito en el seminario.


Un poquito de aire fresco, joer, que no sea todo Sánchez, Coletas y Simón. Y sobre todo, como ha dicho Ayuso con el micrófono inadvertidamente abierto: "que me tenéis de Covid hasta el coño"... Jajaja.