Mi
abuela paterna Josefa Velasco Espinosa era feucha, las cosas por su nombre: una anciana de
sesenta años y pico, un bulto negro con toquilla permanente, bigotitos a lo Cantinflas
y unas gafas de culo de vaso. ¡Hay que ver la diferencia con las abuelas modernas de ahora!...¡Tan presentables! Yo, sin embargo, con mis ojos de niño la veía una abuela muy mía. Mi preferida. Y yo, su preferido. Hoy, día especial en que los niños regresan a las aulas, evoco aquellos mis primeros días de Convento de la mano protectora de mi querida y viejita abuela entregándome a sor Josefa. Recuerdo discusiones en mi casa (que era la suya) en que mi madre se quejaba de la mayor querencia de mi abuela hacia mis otros primos. Lo típico de entonces, los celos de las nueras, que luego quedaban en nada.
-Nene -le decía a mi padre en la nocturnidad del cuarto-, tú no quieres verlo porque es tu momá, pero te digo que sólo tiene ojos para quien tú sabes.
Yo sabía que no. Ninguno de mis hermanos ni de mis primos puede tener queja de mi abuela. Y el que menos, yo. He tenido la enorme fortuna de sentirme el favorito no solo de mi abuela, sino de mis padres, de la chacha Chiquita, de la chacha Carmen, de mis padrinos, incluso de mis propios hermanos, fuese verdad o fantasía. Luego, en el seminario, tuve que digerir no ser el preferido de los curas pese a mis notas excelentes. Pero es que yo nunca he sabido venderme bien y, además, no era "hijo de papá". Mi abuela fue la única que había tenido desde siempre. La que me consentía mis veleidades con la comida, tan desgalichado como estaba, y me freía dos huevos a escondidas de mi madre cuando no me gustaban los fideos; la que me cubría con su toquilla negra las tardes de invierno para proteger mi flequillo de la llovizna (¿qué ha sido de mi flequillo?); mi compañera de cama para calentarme las sábanas gélidas y ponerme a salvo de los miedos de la noche.
-Nene -le decía a mi padre en la nocturnidad del cuarto-, tú no quieres verlo porque es tu momá, pero te digo que sólo tiene ojos para quien tú sabes.
Yo sabía que no. Ninguno de mis hermanos ni de mis primos puede tener queja de mi abuela. Y el que menos, yo. He tenido la enorme fortuna de sentirme el favorito no solo de mi abuela, sino de mis padres, de la chacha Chiquita, de la chacha Carmen, de mis padrinos, incluso de mis propios hermanos, fuese verdad o fantasía. Luego, en el seminario, tuve que digerir no ser el preferido de los curas pese a mis notas excelentes. Pero es que yo nunca he sabido venderme bien y, además, no era "hijo de papá". Mi abuela fue la única que había tenido desde siempre. La que me consentía mis veleidades con la comida, tan desgalichado como estaba, y me freía dos huevos a escondidas de mi madre cuando no me gustaban los fideos; la que me cubría con su toquilla negra las tardes de invierno para proteger mi flequillo de la llovizna (¿qué ha sido de mi flequillo?); mi compañera de cama para calentarme las sábanas gélidas y ponerme a salvo de los miedos de la noche.
¡Ay, los
miedos!... Qué niño, ese José María, tan cobarde y asustadizo. Me acojonaba la oscuridad. Por eso dormía tan a gusto con mi abuela mullida y tiernita. Hasta que mi primera polución nocturna me avergonzó tanto que ya desistí por voluntad propia.
Bien mirado, además, mi abuela no era ni más ni menos fea que cualquiera otra de las abuelas de su tiempo. Y bastante menos entrometida que otras. Sin ir más lejos, Florentina Vílchez o Frasquita de la Torre eran unas abuelas insufribles, unas auténticas “corta rollos”, que rastreaban en plena siesta, hasta dar con ellos, a sus nietos respectivos para evitar que bajaran al río. ¡Unos coñazos! Por más que nos alejábamos hasta las afueras del pueblo, en la cueva de los Barrancones o en la herriza de las Peñolillas, daban con nosotros. Los obstáculos que yo tenía que salvar para irme al río en horas de siesta eran variopintos: trepar sin ser notado por los bultos de mi madre y de mi abuela, fritas en mi misma cama, como cuerpos muertos, pero que se despertaban al unísono con el mínimo crujido del somier. Retirar la tranca de la puerta sin que chirriara. Ah, bueno, y después quizás lo mas complicado: sortear el ángulo de visión tras su cortina de la chacha Gregoria Cívico, una tía de mi madre que se había tomado demasiado a pecho ser la abuela materna que nunca tuve; una mentomentodo cuya misión en la vida consistía en ser la vigía permanente de todo quisque que pasara por la calle Sol; el ejemplar más genuino de donde José Mota cogió el modelo de la vieja del visillo. Pero también había abuelas resignadas, dulces y tolerantes hasta lo indecible. La abuela Dolores de un niño vecino debería estar en los altares. Una santa. Ese chavea, su nieto, así de noble como se le ve ahora de hombre, era un diablillo en sus años de niño: díscolo y travieso, hacía lo que le daba su real gana. De sobra conocidas en nuestra calle eran sus rabietas y encontronazos con su hermana o con su madre, a quienes, en ocasiones, incluso amenazaba con chinos en la mano si alguna pretendía meterlo en casa. Y la única que finalmente lograba apaciguar a la fiera era Dolores, su abuela beatífica. O Carmencita de Santiago, abuela paterna de mis primos "Porreras", otra santa sin laureles, un lujo de vecina para todos los palencianeros. Ejercía de curandera, traumatóloga, enfermera y obstetra con un don tan natural como efectivo y sin ánimo de lucro, palabreja que ni sabíamos que existiera. Por mentar solo a las abuelas de mi calle...
Bien mirado, además, mi abuela no era ni más ni menos fea que cualquiera otra de las abuelas de su tiempo. Y bastante menos entrometida que otras. Sin ir más lejos, Florentina Vílchez o Frasquita de la Torre eran unas abuelas insufribles, unas auténticas “corta rollos”, que rastreaban en plena siesta, hasta dar con ellos, a sus nietos respectivos para evitar que bajaran al río. ¡Unos coñazos! Por más que nos alejábamos hasta las afueras del pueblo, en la cueva de los Barrancones o en la herriza de las Peñolillas, daban con nosotros. Los obstáculos que yo tenía que salvar para irme al río en horas de siesta eran variopintos: trepar sin ser notado por los bultos de mi madre y de mi abuela, fritas en mi misma cama, como cuerpos muertos, pero que se despertaban al unísono con el mínimo crujido del somier. Retirar la tranca de la puerta sin que chirriara. Ah, bueno, y después quizás lo mas complicado: sortear el ángulo de visión tras su cortina de la chacha Gregoria Cívico, una tía de mi madre que se había tomado demasiado a pecho ser la abuela materna que nunca tuve; una mentomentodo cuya misión en la vida consistía en ser la vigía permanente de todo quisque que pasara por la calle Sol; el ejemplar más genuino de donde José Mota cogió el modelo de la vieja del visillo. Pero también había abuelas resignadas, dulces y tolerantes hasta lo indecible. La abuela Dolores de un niño vecino debería estar en los altares. Una santa. Ese chavea, su nieto, así de noble como se le ve ahora de hombre, era un diablillo en sus años de niño: díscolo y travieso, hacía lo que le daba su real gana. De sobra conocidas en nuestra calle eran sus rabietas y encontronazos con su hermana o con su madre, a quienes, en ocasiones, incluso amenazaba con chinos en la mano si alguna pretendía meterlo en casa. Y la única que finalmente lograba apaciguar a la fiera era Dolores, su abuela beatífica. O Carmencita de Santiago, abuela paterna de mis primos "Porreras", otra santa sin laureles, un lujo de vecina para todos los palencianeros. Ejercía de curandera, traumatóloga, enfermera y obstetra con un don tan natural como efectivo y sin ánimo de lucro, palabreja que ni sabíamos que existiera. Por mentar solo a las abuelas de mi calle...
Ya de mayor, siempre he creído en la labor abnegada de mi abuela para que un muchacho tosco y primitivo de pueblo tuviese la oportunidad de meter cabeza en el seminario. Y con ello, dar el salto a otro tipo de vida, salir del campo. Librarlo de su inexorable destino de jornalero. Y se dedicó a ello con tal afán que pareciera que ese fuese a ser el último objetivo de su vida. Lo metió a monaguillo; se sirvió de la cobardía del muchacho por la oscuridad de las calles en los crepúsculos para atraerlo al rosario de cada tarde; convenció a su nuera para que el chaval durmiese con ella en el cuarto de abajo, donde les daban a ambos las tantas con letanías y otros rezos; y hasta don Juan, el párroco, comulgó con el rodillo de su insistencia para que “su niño” se fuera al seminario. Antes que ninguna otra persona, antes incluso que mi propio padre, la abuela se había dado cuenta de mi poca disposición para el campo, “Este niño es demasiado delicado para pobre -solía decir-, parece que hubiera nacido para señorito”. Antes que nadie, mi abuela creyó en mí.
Y se salió con la suya.
Mucho tiempo más tarde, a sus ochenta y siete años, murió la abuela con la
satisfacción y el orgullo de haber visto a su nieto mayor de seminarista, casi casi de cura, y luego, de médico, quién lo iba a decir del hijo de un jornalero.
Es lo bueno de los escritores, esa memoria fotográfica y oral. Sin embargo yo he tenido que hacer un alto en la lectura para recordar cuantas abuelas he tenido. A mi me salen sólo dos y a ti parece que fueran un batallón. Me paro y de nuevo hago recuento. Definitivamente son dos.
ResponderEliminarJajaja. Yo solo tuve una. Esas otras eran abuelas de mis amigos
ResponderEliminarYo era "El niño de la María", así me llamaban cuando ya con 6 años era monaguillo y ayudaba a la misa para jornaleros de 6 de la mañana los domingos.
ResponderEliminar¡¡Miraaaa, el niño la María!!.
En aquellos tiempos yo me iba a casa de mi abuela a dormir para hacerle compañía. A mi abuelo Francisco, su marido, no llegué a conocerlo.
Era mi abuela materna.
Paco, creo que la gente de nuestra edad hemos tenido historias muy similares con nuestras abuelas.
EliminarEnhorabuena Fili por esa felicidad recobrada al revivirla, es un don con el que nos regalas, vuelves a vivir tu infancia y nosotros te acompañamos.
ResponderEliminarMi abuela a mi madre:
ResponderEliminar-Entonces, niña, lo dejas que vaya a bañarse al río?.
Mi madre:
-Momá, si va con el cura y va Bernardo también que sabe nadar muy bien...
Mi abuela, Frasquta la Chatilla, a mí:
Pues como te ahogues a mí no te presentes, que te pego un palo y te rajo.
Para los lectores, aclararé que Frasquita La Chatilla es Frasquita de la Torre en mi relato, esa abuela corta rollos que nos perseguía por las siestas.
EliminarYo tengo un vacío de abuelas importante: mis dos abuelas murieron de parto.Ese deficit de cariño lo he llevado durante toda mi vida. Ahora me estoy empleando a fondo con los nietos. Por eso, querido Fili, tu historia familiar tiene la ternura que yo no conoci. Gracias por regalarnos tus experiencias.
ResponderEliminarEs una lástima, Antonio. Una infancia sin abuelas se me antoja como un desayuno sin magdalenas. Mu triste. Pero en tu caso, la verdad, no se te nota. Lo has superado. Un abrazo
ResponderEliminarA las abuelas y a los abuelos, ahora nos toca verlos en primera persona amigo José María, desde nuestra posición de yayos.
ResponderEliminarLos nietos y las nietas, son la proyección a través de los hijos de todos nuestros anhelos.
¡Ten cuidado, no corras, mastica bien, bebe agua, ven que te limpio la cara!
Les damos la mano, y desde nuestro interior deseamos traspasarles los cuidados que recibimos de pequeños.
Los abuelos y sobre todo las abuelas, fueron y son un regalo lleno de afectos que los nietos nunca olvidan.
Un abrazo amigo.
Juan Martín
Jose María muy bien y gracias por traernos algunos recuerdos infantiles y juveniles como cariñoso homenaje a nuestras abuelas. Sin lugar a dudas ellas forman parte de las más antiguas vivencias que han quedado fijadas para siempre en nuestra memoria.
ResponderEliminarMi abuela materna, que por cierto también se llamaba Josefa, con 57 años volvió a echarle más coraje a la vida y se hizo cargo de un niño de 9 años, una niña de 8 y otra niña recién nacida con 4 días, y como dicen por aquí "nos sacó palante". Fue una gran abuela y sobre todo una maravillosa MADRE.
Recibe un fuerte abrazo.
Desde luego, Manolo, lo de tu abuela es de corona de laurel parriba. Un abrazo.
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