Si
alguna vez me atrevía a pasar por delante del cuartel de la Guardia Civil para
ir a la plaza o a la iglesia era por la celebrada posibilidad de ver, siquiera
de refilón, a la Mari Segura entrando o saliendo del mismo. Ya hubiese querido para mi si no la osadía de Manuel Velasco, un demonio, al menos la valentía de mi amigo Agundo, el capitán de mi pandilla. Yo era un cagueta. Creo que esta
muchacha era el “sex simbol” de los chaveas de mi edad. Y no porque fuese
provocativa -al contrario, muy recatada-, sino por nuestra ardentía recién
hormonada y porque era muy bonita y muy bien compuesta, no sé si me explico. En
ocasiones, recuerdo que usábamos de enganche a su hermano
Antonio, tres años más chico, que, por entonces, no se enteraba de gran cosa.
-Segura
-le decíamos-, te cambio estos tebeos. -Por ver si así nos subía a su vivienda
dentro del Cuartel.
Los
que más contacto tuvimos con ella fuimos los de su mismo curso de Ingreso. Socorrito y Mari fueron las pioneras en estudiar bachiller en mi pueblo.
Socorrito era un año mayor que nosotros y ya cursaba primero. Mari era la
única chica de nuestro curso, lo que la convertía en diana de nuestras
intencionadas miradas. En su pupitre, la pobre no hallaba ya la manera de
sentarse, de cómo poner las piernas, de tironazos de la falda… Cristobitas,
el empollón de la clase, y yo, aspirante a seminarista, éramos quizá los más
tímidos en mostrar la atracción que la chica nos provocaba. Otros compañeros eran bastante más descarados. Al
comienzo del siguiente curso, de primero de bachiller, mi marcha al seminario
acabaría con aquel incipiente encandilamiento.
Algunos
años después, Mari Segura se marcharía del pueblo con su familia al ser
destinado su padre a la Comandancia de Córdoba, creo, y desde entonces nunca
más se supo de ella. A veces me pregunto por la vida de aquellos adolescentes,
hijos del cuerpo, que, por mor del oficio de los padres, han tenido que mudarse
de un sitio a otro, careciendo así del tronco referencial de un pueblo. Mari, Pepe Rut o Manolo Carrete, llegados niños a Palenciana, tuvieron que abandonar el pueblo a sus quince o dieciséis años con distintos y distantes destinos. Aun así, Mari Segura nunca se ha
marchado de mi memoria, oye. Es como esas imágenes infantiles muy impactantes
que te acompañan de por vida, como cuando ves el mar o te montas en avión por
primera vez. Y lo mío con esta muchacha no fue otra cosa que haber sido la
primera chica a quien le vi las bragas, fíjate qué morbo. ¡Con la de bragas y
culos que mi destino médico me tenía reservado!
Ocurrió
en las vacaciones de verano de tercero o cuarto de bachiller, siendo yo un
seminarista ejemplar a juzgar por los informes de mis superiores. Pendiente el personal del tercer toque a misa, y con Manolo Seno ultimando los veladores, la plaza, a esa hora fresquita del atardecer de agosto,
bulle de gente: chaveas enfrascados con
la tolda y niñas saltando la cuerda; pandillas de distintas edades corretean y dan el coñazo; parejas formales del bracete charlan de sus cosas; José
Antonio y Natalita estrenan noviazgo, muy juntitos pero sin darse aún la
mano, que don Juan les tiene advertidos de no tocarse en público hasta que
lleven seis meses de novios…Y la camarilla de seminaristas que pasea con estudiada parsimonia, separada en dos
grupos: los grandes y los chicos. Los chicos somos Manolo Hurtado, Manuel Gámez
y yo. No sé si a conciencia o por casualidad, la cosa es que, como si nos llamara la querencia, nos vamos yendo hacia la calle Manuel Sances, sitio por donde algunas tardes de verano sopla el solano levantando lo que pilla. Y allí, a escasos metros de
nosotros, sucede lo inesperado, lo inevitable: Mari Segura viene a misa, van a
dar el último toque y camina apresurada sujetándose la falda por delante. De
pronto, una bocanada milagrosa de viento revuelto le pone el hato en la cara, en todo lo alto. Bragas al aire blancas y fugaces y unos muslos soberbios y firmes. Dos
segundos apenas, pero dan gloria. Y enseguida, agachar la cabeza como no
queriendo ver el manoseo y la pelea de la muchacha contra su falda. ¡Qué
momento de turbación más vigorizante! ¡Las bragas, macho!
-¿Comulgamos
ahora o no? -pregunto a mis amigos, después de pasado el sobresalto.
-Pues
claro, hombre -se reafirma Manuel-. No es pecado pasear por la calle ¿no
verdad?
Aprendido
el caso, otras tardes ventosas de aquel verano yo la esperaba de manera distraída en la Cruz de los Caídos poco antes del tercer toque. Y alguna otra
vez logré mi propósito. Muy pocas. ¡Las bragas, lo más de lo más!... ¡Qué
lástima que el destape y la modernidad hayan dado al traste con ese fetiche, el
más preciado de nuestra juventud!
Y ya, no tuve más remedio que confesarme, como el futbolista que recibe tarjeta amarilla no ya por la severidad de su falta, sino por la reiteración en la misma.
Y ya, no tuve más remedio que confesarme, como el futbolista que recibe tarjeta amarilla no ya por la severidad de su falta, sino por la reiteración en la misma.
-¿Y
te gusta lo que ves? -inquiere puntilloso don Juan en el confesionario.
-Sí,
padre… Me da vergüenza, pero… Sí me gusta -contesto simulando constricción.
-¿Y
tú lo buscas, o pasa por casualidad? -insiste el cura.
-No
lo sé -dudo para no mentir, pero tampoco decir la verdad completa-. Coincide
cuando yo voy para mi casa y ella viene a la plaza.
-Ah,
bueno, entonces no hay intención, niño. Tú no vas a taparte los ojos…
-Sí,
don Juan; lo que pasa es que yo aprovecho para irme a mi casa cuando la veo
venir -le respondo inocente para no caer esa noche, si muero durmiendo, en las
calderas de Pedro Botero.
-¿Y
tú cómo calculas cuándo va a venir ella? -hay que tener mala uva, eh, para
avergonzar de esa manera a un chaval en la edad de los granos.
-Pues,
verá usted, don Juan… -contesto con toda la inocencia del mundo-. Más o menos
entre el segundo y el tercer toque a misa.
-¡Ah
pillín! -veo que el cura se tapa la cara con una mano tratando de ocultar una
sonrisilla-. Con esas ideas me parece que vas a durar muy poquito en el
seminario.
Un poquito de aire fresco, joer, que no sea todo Sánchez, Coletas y Simón. Y sobre todo, como ha dicho Ayuso con el micrófono inadvertidamente abierto: "que me tenéis de Covid hasta el coño"... Jajaja.
Un poquito de aire fresco, joer, que no sea todo Sánchez, Coletas y Simón. Y sobre todo, como ha dicho Ayuso con el micrófono inadvertidamente abierto: "que me tenéis de Covid hasta el coño"... Jajaja.
Si es que no pue ser. Y no escarmientas.🤣🤣🤣🤣
ResponderEliminarBonita, divertida y tierna historia, pero sobre todo llena de sinceridad, algo tan escaso en este época hipócrita. Por otra parte se confirma mi hipótesis de los dos "tontones" dominantes en tus circuitos cerebrales:escatologico y sexual. Un abrazo
ResponderEliminarLo reconozco, no tengo arreglo. No son dos, son tres mis circuitos neuronales más activos: escatológico, erótico y miedica.
ResponderEliminarAlgún día tienes que animarte y escribir tu sensación al ver las bragas de Marilyn cuando volaba su falda hacia arriba.
ResponderEliminarJajaja, si yo te contara, querido amigo, cuando vi la "primera raja" en la escuela. No se me olvidará en la vida. Gracias, Fili, por refrescar nuestro tiempo de Covid. Un abrazo.
ResponderEliminarAntonio, me lo debes. Cuéntame. Jajaja
ResponderEliminar😊😊 sí señor amigo, qué gustazo morboso daba ese cúmulo de situaciones que te llevaban a la primera en torno a los límites y si eran eróticos, como el casi, era el no va más
ResponderEliminar🙌🙌👏👏
ResponderEliminar¡Quién eres GAL?
ResponderEliminarUn magnífico retrato de la época con el que todos nos identificamos más o menos, en aquella primera adolescencia al sentir el empuje de la testosterona.
ResponderEliminarLa Naturaleza amigo José María, ya nos hacía ver poesía en donde solo había una tela blanca tapando el cuerpo.
Un abrazo.
Juan Martín
Tela blanca, sí, pero con encajitos muy provocadores. jajaja
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