Bien sabe Dios lo a gusto
que me encuentro en mi consolidada condición de jubilado, el mejor de los
estados posibles si la salud acompaña ( y el virus se espanta).
Pero..., en fin, cuando
por otra parte me llegan novedades tan sustanciosas como la vivida por mi amigo Paco Hurtado, entonces... entonces sí que echo de menos mi
consulta médica. Por eso, hoy no quiero sustraerme de hacer vuestro este relato,
acontecimiento único y posiblemente irrepetible en la vida de un médico; una
historia que conmueve a la compasión y a la ternura, pero también aderezada con
su toque de desvergüenza y de simpática locura; una historia donde, otra vez
más, la realidad se disfraza de ficción imposible. Vamos allá.
-Buenos días, ¿da usted
su permiso? -Y aparece tras la puerta una mujer de edad, de gesto atrevido, con
un cierto aire de frescura y altivez que deja al médico, así de pronto, incapaz
de encajarla...
-Pase, pase. Y tome usted
asiento, por favor -y se levanta a saludarla.
Es una señora ya mayor,
pero rara. Diferente. No sé, por su aspecto, por su atuendo tan juvenil para su
edad, por el timbre de su voz… Desde luego no es de por aquí. En fin, que no está el doctor Hurtado acostumbrado
a tanta finura.
-¿Es usted Consolación
Ramírez? -pregunta el médico dubitativo.
-Ah, perdón, doctor; no,
no lo soy. Verá usted, no... Yo no estoy en su lista. La verdad es que no estoy
citada. Es que querría hablar con usted de un asunto, he visto que no había
nadie en la sala de espera, y me he colado. Disculpe usted.
-Bueno, pues muy bien.
Normalmente la gente que acude fuera de lista se espera al final de la
consulta, pero bueno, ya está usted aquí. No hay problema. Cuénteme.
Y la señora relata una
historia ciertamente curiosa. No es, desde luego, la clase de relato clínico a
que estamos acostumbrados los médicos: que resulta que la mujer es francesa,
nacida en París en 1941, de padres catalanes exiliados, pero residente en
España desde hace muchos años; que es profesora de piano de cierto renombre, y
ha vivido en distintas ciudades de nuestro país; que ha llevado una vida tan
ajetreada y laboriosa que apenas ha podido disfrutar de casi nada; que ha
viajado mucho por el mundo, sí, que ha tenido múltiples experiencias artísticas
y culturales, vale, pero que ni siquiera se ha casado ni le queda ya familia
alguna. Y que ahora, retirada a sus setenta y muchos años, ha querido
refugiarse aquí, se ha encaprichado de Andalucía, ea.
Conocedor de historias inverosímiles y perito contrastado en casos imposibles, al médico no sólo no le disgusta la pomposidad de esta señora, sino que está empezando a picarle el gusanillo de su curiosidad médica. "Verás tú si me va a salir ahora por una enfermedad rara del trópico o por algún alto secreto venéreo, o qué sé yo en mujer de semejantes ínfulas..." Tendríais que conocer a Paco Hurtado, un médico total, internista no solo de vocación sino de devoción, profesor duro, pero también amigable, y hombre bueno y justo.
Y la señora continúa:
"Pero... mire usted -y por primera vez titubea y duda-, a mis años resulta
que me he quedado no solamente soltera... sino también entera" -confiesa
con un poco de rubor.
-¿Cómo dice usted,
señora? -pregunta el médico totalmente incrédulo ante lo que acaba de escuchar.
-Lo que oye, señor: que
soy... virgen, vaya. Y vengo a usted para poder remediar eso.
Inma, estudiante de sexto curso en prácticas, no puede reprimir un gritito de sorpresa ante tal dislate, y se tapa la boca con sus manos para evitar la carcajada. Al médico de gesto adusto y formal le pueden ahora, sin embargo, su genio y su arte jerezanos.
-Pero bueno, señora, ¡lo
que me faltaba!... ¿Y qué quiere usted que yo le diga? ¡Vaya usted a
Juanymedio, mujer!
-Comprendo su sorpresa,
pero aún no he acabado. Verá usted, me va a tachar de mujer melindres y
veleidosa, lo sé. Pero he tomado una determinación firme: no estoy dispuesta a
dejar este mundo sin haber experimentado todo eso que dicen del sexo.
Inma no puede aguantar más la vergüenza y se excusa en que tiene que ir al baño para abandonar la consulta. ¡Será ronra y pancosa! -va pensando. Y el pobre médico desearía ahora haberse jubilado mucho ha, cuando yo se lo dije.
-Pero bueno, bueno... ¡Esto
será una broma!, ¿no? Quizás una cámara oculta o algo así ¿verdad?
-Nada de bromas,
totalmente en serio. Y le diré más: no pienso tener relaciones con un hombre
cualquiera.
-¡Ah!, ¿no? -responde Hurtado
ya sin saber cómo actuar.
-No. Precisamente para
eso he venido a su consulta, doctor. He decidido que me entregaré sólo a un
catedrático de medicina. Y soltero, además.
-Pero... ¿pero esto qué
es, una encerrona? ¿Por qué acude a mí para esto, si no me conoce de nada?
-protesta casi colérico el buen médico.
-He estado mirando en
Internet. Usted es el catedrático ideal -responde con todo aplomo y serenidad
la señora-. Me ha convencido todo de usted, desde su físico, reconozca que no
está nada mal para su edad, su curriculum académico y su perfil humano. Lo
tengo decidido. ¡Usted va a ser mi hombre!
-Pero, oiga usted, que yo
soy un hombre casado... y muy formal. Con nietos y todo -farfulla ya casi fuera
de sí el doctor-. En fin, que yo no me presto a este disparate.
-¡Ah, vaya por Dios! -Se
lamenta ahora la señora-. Eso cambia las cosas. Lo tenía a usted por mocito
viejo, por solterón. En tal caso, le pido disculpas. Pero, si no le es
molestia, me gustaría dejarle mi tarjeta. Si más tarde cae usted en la cuenta
de algún colega catedrático que sea soltero puede llamarme. Adiós, doctor, que
tenga usted un buen día.
Se levantó, se dio la
vuelta y salió por la puerta dejando al pobre médico la mar de intrigado.
Este increíble episodio
acaeció hace un año en la consulta de mi amigo Hurtado. Hay en el escrito
bastantes licencias del autor, que soy yo, y, desde luego, nombres camuflados, pero
en esencia así fue como sucedió. No voy a regodearme en la ocurrencia tan
disparatada de esta señora porque estoy seguro de que padece algún tipo de trastorno
de personalidad. Lo escribo, con permiso del doctor Hurtado, solo para que
toméis conciencia de esa parte oscura y desconocida del mundo de la mente a la
que solamente a los médicos nos es permitido el derecho de admisión.
Pues a quien Dios se la de San Pedro se la bendiga, y nunca es tarde si la.....es buena.
ResponderEliminar¿No has contado en otro relato esta historia?
ResponderEliminarMientras la leía me ha dado esa impresión.
El amor al prójimo tiene como límites las convenciones sociales, por lo que se ve.
Si se hubiera tratado de una mujer más joven y atractiva, a lo mejor tu colega se lo hubiera pensado; aunque con su edad, matrimonio y seriedad ni por esas.
Jajaja. Sí. Este relato es repetido. Solo lo he puesto en facebook para conocimiento de mis nuevos lectores. Lo he retocado algo. Ciertamente que las convenciones sociales importan mucho en nuestras relaciones, claro. Pero puedo decirte que a lo largo de la vida de un médico se dan hechos y anécdotas de todo tipo, y que cualquiera de nosotros (me incluyo) ha tenido alguna vez insinuaciones de seducción por parte de mujeres muy presentables. Y lo normal es que uno se haga el sueco. De todo hay en la viña, pero lo normal es lo que te digo. Un abrazo.
ResponderEliminarTe creo. Las mujeres, igual que los hombres, no se suelen sentir a gusto en soledad. Sobre todo cuando han / hemos sufrido una ruptura o desengaño amoroso.
ResponderEliminarCuando me enamoré de mi mujer, Mónica, a mis 42 años, recibí varias visitas femeninas en mi casa de soltero, ofreciéndome oportunidades de relación íntima... que eludí suecamente por no complicarme la existencia, bellas hembras por demás, que hasta aquel momento sólo eran buenas amigas.
Para compensar, reconoceré que al dejarme mi anterior pareja, Elisa, me desquicié bastante y llorándole a mi hermana Gema logré que me presentará a Nuria, con quien estuve relacionándome tres años.
Pero no siempre se juntan el hambre con las ganas de comer.