-¿Qué te pasa hoy, chaval, que no quitas ojo de la carretera?
Estamos regando la remolacha por surcos, y no hay mucho rato para distraerse. Cuando una zona rebosa tienes que abrir enseguida una torna con la azada para desviar el agua a otra zona vecina. Y es cuestión de minutos. Un sin parar. No es lo mismo que cuando regamos el sorgo con los periquitos, que entonces sí nos permitimos largos ratos, incluso horas, de descanso entre mudas.
-Ná, Miguel -le respondo aparentando desgana-, que estaba pensando de cuando un manijero antiguo de La Capilla tenía la costumbre de parar a la cuadrilla pa echar el cigarrillo al cabo de diez coches que pasaran por la carretera. Y en aquellos tiempos, podían estar toda la mañana en el tajo sin parar. No como ahora, que pasan diez coches en ná de tiempo. Eso es lo que miro, contando los coches entre torna y torna.
-Ya... Es eso, eh. Pos yo me creo otra cosa, fíjate...
-¿El qué, Miguel?
-Ese manijero que dices ¡qué casualidad! resulta que era el abuelo de una muchachita que está a punto de pasar. ¿Es eso, verdad canalla? Quieres verla desde aquí en el mehari descapotable con su padre. ¡Charrán, que eres un charrán!
Miguel es un hombretón tosco y grueso. Lo más primitivo del cortijo. Parece mentira su agilidad y prestancia en el trabajo con ese cuerpo suyo tan desastrado, siempre con la panza al aire, descamisado, vencido de un lado y con los pantalones tan caídos que va mostrando la hucha sin necesidad siquiera de agacharse. "Estás más visto que el culo de Miguel" -era un dicho habitual en La Capilla. Junto a Pepe "El Tomate", Manuel "Guitarro" y Luís "De La Barca", es uno de los hombres de confianza de mi padre. Mi padre me ha puesto con él por lo mismo: por su buen rollo y su paciencia. Y yo me lo paso en grande con sus cosas: bebemos el agua de la zanja como si fuéramos mastines; me ha enseñado a cocinar la porra cortijera y a manejar con maña la azada, que las primeras veces cada vez que daba un golpe en la tierra me quedaba ciego por las salpicaduras del barro en mis gafas. Y me da consejos para cuando sea cura: "niño, si es que llegas a cantar misa, predica a los señoritos que tengan un poquito de compasión por los jornaleros".
-¿Qué dices, Miguel -me quedo desarmado ante su perspicacia-. De qué muchacha me hablas?
-Enga chaval, no te hagas el santo, que te conozco desde chicuelo... Y la policía no es tonta.
Primitivo, sí, pero avispado como ninguno. Ni mi padre ni mi cuñado, tan cercanos a mis cosas en el cortijo, se han apercibido de nada. Y mira tú por dónde me sale Miguel...
Es una tarde de viernes de primeros de julio del 72. Tengo diecinueve años. Dentro de dos meses he de volver al seminario, y, es verdad, esa muchachita me tiene trastocado. Ya mismo pasará por aquí de vuelta de los exámenes de repesca. Nadie tiene por qué saber eso. Miguel, sí.
-De ahí sale algo, ya verás tú -remata el tío.
Tosco, primitivo y profeta.
Que el Señor lo tenga en su gloria.
Que buena memoria y con detalles conservas todavía. Claro que en esta ocasión te habrá sido más fácil, estás situaciones quedan grabadas cuando el amor explosiona
ResponderEliminarEn efecto: aunque sea un relato novelado se ajusta mucho a la realidad de verdad. Un abrazo.
ResponderEliminarNo se como lo consigues pero cada uno de tus relatos es como un rato de viento lleno de olores, este me ha traído los recuerdos de un verano en el cual mi padre me encargó el cuidado del huerto familiar, después de ese verano se convenció de que no todo hombre vale para agricultor.
ResponderEliminarJajaja. Estoy convencido de que todos los de nuestra generación, al menos los de humilde cuna, hemos tenido historias paralelas, casi idénticas. Ya os contaré el trabajito que le costó a mi padre "aceptarme" como hijo suyo al comprobar mi perfecta inutilidad para el campo.
ResponderEliminarBonito relato de lo más costumbrista, del trabajo campero y los encandilamientos juveniles.
ResponderEliminarYo me daba maña en el huerto de mi tío Emiliano y en el campo de mi hermano, pero siempre se está aprendiendo a tratar bien la tierra y las plantas.
Ahora tengo unas cajoneras en la terraza de mi piso dándome cariño en forma de pepinos, tomates cherrys, ajos, cebolletas, guindillas, coliflores y hierba buena.
Al igual que cocinar, recomiendo esta actividad.
Un abrazo.
Cualquier manualidad casera o campera se me da fatal, Pedro. Soy un manazas. De la cocina, solo me atrae hacer siempre el mismo bizcocho y el cocido de toda la vida. Del campo, pasear por la ribera del Genil. jajaja. Es lo que tenemos los intelectuales. Un abrazo
ResponderEliminarSuerte la tuya amigo José María, ya en aquellos tiempos pasados los curritos del montón dominábamos mejor que el latín lo de planear, escardar, coger algodón, sacar y cargar remolacha o regar con los pericos.
ResponderEliminarUn brazo amigo.
Juan Martín
Es verdad. Suerte la mía. Mi pobre madre se lamentaba cuando me veía volver del campo, conocedora de mi pobre disposición: ¡Menos mal que sirves para los estudios, niño!...
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