jueves, 29 de octubre de 2020

¡A perimetrarse...!

Como previendo lo que iba a pasar, la Peque y servidor nos dimos ayer un buen festín de naturaleza pura. Bellotera y castañera. Solos los dos en un sendero amigable y frondoso dentro del esplendor del bosque de cobre. Entre Igualeja y Pujerra. Muy recomendable el paseo para cualquier persona cuando salgamos del perimetraje. ¡Qué sensación de plenitud respirar a solas la inmensidad del universo boscoso! ¡Penetrar su intimidad insondable! En otros tiempos hasta hubiese caído un revolcón improvisado. Ahora, a mi edad, lo único bochornoso que me puede ocurrir en estos parajes misteriosos es un apretón de los míos. 

Sentí lástima de la triste quietud en esos pueblos del Genal. Apenas tres ancianos por las calles, una de ellos con su toquilla negra al uso antiguo de nuestras abuelas. Todo cerrado: ni tiendas de souvenirs ni bares... Júzcar, el pueblo azul de los pitufos, era un pueblo fantasma... Ni siquiera el tenue y apocado ruido de una fuente natural en una calle se atrevía a quebrar el silencio litúrgico de un lugar muerto. Tuvimos que almorzar en Ronda. 

Intenté imaginarme estos pueblos, como años atrás con mi familia, con el bullicio de los urbanitas, con sus calles atestadas de turistas y las tiendas a tente bonete, al estilo de lo que he visto tantas veces en Pampaneira o Bubión, en las Alpujarras. Y me dio pena. Cierto que era ayer un día poco apropiado, un miércoles, de acuerdo. Pero uno esperaba otro ambiente.

Y hoy, y mañana, y el puente de Los Santos... Todo seguirá igual. Tanta casa rural ya firmada que se quedará cerrada; tanto hotelito con encanto; tanto restaurante con guisos de castañas... Triste, muy triste.

Y más triste pensar que acaso nos vemos así por nuestra mala cabeza. No voy a machacaros otra vez con este asunto de la responsabilidad individual que tan mal hemos gestionado. Ya está bien de monserga. Quizás -solo digo que quizás- los propios hosteleros, uno de los sectores más perjudicados con esto del perimetraje, hubiesen tenido que esmerarse más en hacer cumplir a los clientes las normas establecidas. No lo sé. Y puedo entender que, tras tantos meses de cierre obligado, los propietarios de un negocio deseen resarcirse, claro. Pero en éstas estamos.

Y del gobierno... Hablaremos mañana.

martes, 27 de octubre de 2020

Abuelas, abuelos y otros personajillos

Enfrentado en solitario a la impostada severidad del abuelo, el niño Daniel -tres años en enero- espera, de pie y circunspecto, la pregunta que le va a llegar, con parecido temor al del reo que aguarda su sentencia. Ha sido advertido previamente que tendrá que responder con total sinceridad; que están solos en el despacho, y que nadie va a escuchar lo que diga. Y, por fin, el abuelo le suelta:

-Vamos a ver, Daniel, dime la verdad: ¿tú a quién quieres más, al abuelo u a la abuela?

Y al niño, de pronto, se le abre una sonrisa de desahogo, de satisfacción, de picardía. Como cuando en un examen oral frente al terrible "Collado" escuchas, nervioso, el enunciado de la temida pregunta: "Asta de Ammon y cuerpo geniculado: localización, funciones y relaciones",  y compruebas que te la sabes, que vas de sobrao, que le vayan dando al "Collado". ¡Uff, menos mal! Pues, lo mismo.

-¡Po a la abelaaaa! -responde, suficiente, con su media lengua. Como queriendo decir: "po vaya pregunta"...

Lucas, que ya tiene seis añitos recién cumplidos, siente un poquito más la vergüenza, el decoro, el quedar bien, como nos enseñaron nuestros padres, aquello de "a los dos iguales". Aún así, muchas veces se le escapa la bendita inocencia y responde que "yo, a la abuela también".

Pues claro, hombre. A la abuela. Como tiene que ser.

Mis amigas abuelas -tengo bastantes- son sesentonas la mar de presentables. Prendas, todas ellas. Como la Peque. Yo las veo más jóvenes y predispuestas que a nuestras madres de cuarentonas. ¿A que sí? Los que ya tenemos una edad recordamos, de jóvenes, encontrar poco atractivo en las mujeres maduras que envejecían dos o tres años en uno, y cuya única misión parecía ser la de traer hijos al mundo y criarlos. Que tampoco estuvo mal. Pero ahora, fijaos en las Mercedes, Anas, Pilares, Bego, Antonia, Mariki, Gracia, María Jesús, Paqui, Milagro, Victorias, Inés, María José, Araceli, Catalina, Natividad de San Juan Bautista... En fin, muchas, y todas, de muy buen ver y laborindiosas. Mujeres totales que han sido el alma de nuestras familias respectivas y que, cada una en su medida, han aportado su parte en la construcción de la vida que hoy disfrutamos. En el estricto sentido físico y estético, veo que las abuelas de hoy son más resultonas que las madres de nuestros tiempos; y las bisabuelas de hoy, más que nuestras abuelas.

En lo referente al cariño, las abuelas (las de hoy y las de ayer) cuentan con ese plus que les proporciona la genética, su dichoso cromosoma X de más. Por lo general, producen más ternura y apego que los abuelos, siempre pensando éstos en lo único, ya sabéis. Nosotros solo cuidamos las escasas neuronas supervivientes agazapadas todas en el "núcleo estriado", el que rige en los cataplines. Y otras pocas, en la sustancia nigra, para poder comer dulses sin temblor de manos. Las abuelas, sin embargo, atesoran los poquitos estrógenos que les van quedando bajo el manto cálido de su tejido adiposo. Por eso, cuanto más mullidita sea la abuela, más cariñosa. Vale, vale; no se me amontonen: la Peque es una excepción. Es una flaca tierna. Porque la tienen los médicos anti hormonada.

Y nos parece increíble que unos personajillos tan pequeños, tan inocentes y llegados tan tardíamente a nuestras vidas, puedan ocupar tanto sitio en nuestros corazones sensibles. Por el cariño tierno aguantamos sus caprichos, enjugamos sus rabietas y nos ponemos de su lado en nuestro interior en sus encontronazos con los padres. Nos queremos hacer como ellos. Parecernos a ellos. Sentir como ellos. Ser como ellos. Hace unos años, uno de vosotros, amigo desde Los Ángeles, se ufanaba de no llegar jamás a las sensiblerías que veía en los abuelos al uso. "Yo no caeré nunca en ese baboseo", decía. Me gustaría que lo vierais ahora con sus dos nietas, dos primores. Chorreones de baba.

Es una bendición ver el arrobo en la mirada de mis nietos hacia sus dos abuelas, cómo se les echan encima como si fuesen colchonetas hinchables, de qué manera se refugian en sus regazos para protegerse el uno del otro en sus peleíllas, cómo ellas consiguen camelarlos con historias antiguas y secretas para que se coman los macarrones y la fruta; y las caras de pillos y malvados (villanos, dicen ellos, de oírlo en los dibujitos) cuando juegan con nosotros, sus abuelos, a los piratas patapalo o a los superhéroes. Yo solo conocía a Superman, pero ahora me he tenido que aprender a Spider, Hulk, Capitán América, Hombre Araña, Ironman, Gokus y... Con mucha menos paciencia que las abuelas, yo me dejo ganar enseguida para librarme de ellos. Que te lo has creído: ahora te hacen tirarte al suelo para completar un puzle medio acabado. Y, sabiéndote derrotado, se te montan a caballo inocentes y despreocupados de tus caderitas, tan perjudicadas.

-Niños, dejad al abuelo, que ahora a ver quién lo levanta del suelo.

¡Qué lástima! ¡Con lo que uno ha sido! 

Es una bendición estar con los nietos, es verdad. Pero una horita corta ¿Vale?



 

domingo, 25 de octubre de 2020

La semilla del rojerío

Pasado apenas un mes desde el principio de curso, allá por febrero del 74, aquellos dos jóvenes no eran alumnos que pasaran desapercibidos entre la caterva de estudiantes de primero. Raros los dos. Uno, por ser un muchacho oscuro de trato, pero muy atrevido en sus intervenciones en clase; y éste otro, por sus trazas de curilla arrepentido y por sus ya indiscutibles pintas de estudioso. Que alguien proveniente de Letras le acertara aquel día a don Pedro Montilla la complicada fórmula del ciclopentanoperhidrofrenanteno lo catapultó de inmediato al estrellato, el empollón del curso. Raros los dos. Pepe Máximo y José María. Y ambos dos no se explicaban qué suerte de cualidad, qué especie de liria de almendro en sus pieles respectivas, para que no pudiesen despegarse el uno del otro. Desde los primeros días. Aquello verdadero del Dios los cría y ellos solos se juntan. Pares cum paribus facillime congregantur. Juntos se dejaron la barba. Juntos hacían el paseo de ida y vuelta desde el Sector Sur hasta la facultad, unos buenos veinte minutos de trayecto al paso de entonces. Quizá el pegamento fuese la rusticidad o la timidez o, acaso, la buena leche que mamaron ambos. En aquellos agradables paseos charlaban todo lo que tocaba ese día. De asuntos de las clases, del singular profesor don Pedro Montilla; del guaperas del Jover; de la honda sabiduría de Jordano... ¡Y de política, macho! Pepe, el primer culpable del giro izquierdoso que tan poco le pegaba a José María.

En el tercer curso, cansados ambos de tanto cruzar el puente, acordaron alquilar un piso más cerquita del hospital y de la escuela de enfermeras, adonde se había mudado Toñi. De todas formas, Fraski, Antoñillo y Sebastián, mosqueteros de José María, habían finalizado Magisterio y cada uno había tirado para su lado. Lógico.  Un buen piso en la avenida Virgen de los Dolores. Se les arrimó, para así abaratar costes, un estudiante boliviano, Miguel, un tipo reservado que hacía una especie de vida paralela, pero que no les dio ningún problema.

Lo más importante para José María, en esos años, era aprovechar el tiempo de estudio al máximo. Ni un minuto que perder. Tenía muy metido en su conciencia la responsabilidad del estudio: estaba allí para estudiar; sus padres estaban sacrificando un jornal, que tan bien les vendría, para que él sacase la carrera; el gobierno le daba una generosa beca salario y debía responder. Casi todo lo demás le era ajeno. Casi, porque sus paseos vespertinos con la novia eran sagrados. Le daba un poco igual la limpieza del piso o la calidad de las comidas. Nunca participó en huelgas de estudiantes ni manifestaciones, tan frecuentes en aquellos días, ni una sola carrera huyendo de los grises... cuando Pepe no se perdía una, y había días en que venía con magulladuras de haber rodado por los suelos. Ni siquiera sintió alivio alguno el día de la muerte de Franco, que ocurrió al principio de este tercer curso. Y Pepe, sin embargo, hasta se emocionó de contento.

-Pepe -le recriminó con ánimo paternal-, vas a ser médico, no deberías alegrarte por la muerte de nadie.

-Hay excepciones, José María -le respondió muy serio-. La muerte del dictador supone la vida para mucha gente inocente.

Lo dejó planchado.

Y sucedía que a Pepe Máximo, buen estudiante, le podían sus ganas de enfollonarse. Estudiaban juntos en la misma mesa, pasaban a limpio los apuntes, se hacían preguntas rebuscadas, aclaraban dudas... El uno se bebía la Patología General de don Pedro Sánchez Guijo; el otro se decantaba por la Histología. Pepe era minucioso y detallista: tenía que pintar y visualizar dónde coño estuviese el espacio de Disse, entre los hepatocitos. José María se lo aprendía, y ya está; pero él, no. Él tenía que verlo en su cabeza. Pero esa exquisita curiosidad suya, a fin de cuentas, les favorecía a ambos. Lo malo era cuando, sin venir a cuento, enfrascados con los apuntes del día, Pepe escuchaba discutir a los albañiles en una obra de enfrente. Dejaba los papeles de cualquier manera y salía pitando para la calle dejando al otro descompuesto. Miguel y él se asomaban a la ventana, y allí que lo veían departir con los albañiles como uno más.

-Pero, Pepe ¿de qué habláis?

-Pues de sus problemas, de los horarios, de la falta de seguridad, de los abusos de los contratistas... De cosas de la vida. No todo puede ser estudiar, hombre ya -se medio enfadaba.

-Pepe -le discutía el otro-, la obligación de esos trabajadores es cumplir con su trabajo lo mejor que puedan; y la nuestra es estudiar. ¿Te imaginas que alguno de esos albañiles dejara media hora su trabajo para venir a nuestro piso a interesarse por tus problemas académicos?

-¿Y tú te imaginas la fuerza de los estudiantes apoyando las reivindicaciones justas de esta gente?

Y así, siempre. ¡Coño!, que sembró muy bien en el corazón del otro la semilla del rojerío.

Porque, a pesar de sus rarezas, era un chaval de nobleza y compromiso indiscutibles. Un compañero de facultad, casado a la carrera y de penalty, el año anterior, necesitó de un favor muy comprometedor social y políticamente en aquella época. Y Pepe respondió con todo y con más, cosa que ni siquiera llegó a oídos de José María ni puedo asegurar que, de haberlo sabido, hubiese estado a la altura. Más que nada, por  lo cagueta que era.

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Se fue a Sevilla. Ese tercer año, en la feria de mayo, se echó una novia que estudiaba Matemáticas en Sevilla. Y Pepe cambió su expediente y acabó la carrera en la universidad hispalense. Lo he visto luego pocas veces porque él ha sido médico de atención primaria en pueblos cordobeses, mientras que yo he estado en Sevilla todo el tiempo. Pero nos seguimos queriendo igual. Ahora es un médico jubilado y muy refinado. Físicamente, poco que ver con el Pepe Máximo de entonces.

Cuando mis hermanos y otra gente del pueblo que me quiere no comprenden mi afición podemita olvidan que he gozado de muy "malas" influencias. Y otras mucho peores que estaban aun por llegar. La vida, que nadie sabe por dónde va a despuntar. Naces en el seno de una familia de orden, te tiras luego diez años de seminarista casi ejemplar (lo de casi es por lo libidinoso), sacas con matrícula de honor una carrera, la más noble conocida..., y me sales ahora ateo y podemita. Pa mear y no echar gota.

Quedad con Dios. 


 

viernes, 23 de octubre de 2020

Calenturas de un seminarista

Lo primero que aquel monaguillo veía al entrar en La Capilla por los portones principales era esa imagen: su abuelo Manolo y don Bernardo, solemnes, conversando en uno de los bancos del pasillo del molino, bajo las ubres generosas de aquella parra centenaria. El abuelo, humilde, el cuidador de las bestias, "El Pensaor", pero también el oráculo del cortijo; don Bernardo, abogado y empresario, antiguo diputado por la CEDA en las Cortes del 36, un señorito muy particular, amable y cercano. Ambos, tan distintos y distantes, igualados en esos sublimes momentos por sus pláticas cordiales, por su particular sabiduría.

Aquel monaguillo ha crecido. Pero la estampa apenas ha cambiado. Si acaso, que los nietos de don José, el amo, ya niños, molestan con sus alocados revoloteos a estos dos venerables ancianos en sus cortos diálogos, en sus alargados silencios. Manolo y don Bernardo parecen inmunes al tiempo. Y al espacio. Ahí siguen, en su mismo banco, en la misma pose, con el mismo tiempo, su tiempo, quién sabe si con los mismos pensamientos. José María tiene ya quince años para dieciséis, un mozuelo, y se sorprende con mucho agrado al contemplar aquella escena, tantas veces repetida, de ese debate a dos, de ese magisterio rústico impartido desde almas cándidas. Decentes. Porque él recuerda -a fin de cuentas hablamos de tres o cuatro años atrás- haber escuchado, sentado al lado de su abuelo, algunas de aquellas reflexiones tan complicadas de entender entonces por un chavea.

-Siéntate con nosotros, venga José María -le anima el señorito-. Vamos a recordar viejos tiempos...

Y aquel monaguillo, ahora flamante seminarista en Córdoba, se complace de participar en esa especie de banquete de intelectualidad campestre. Desde que pueda recordar, ha sentido este muchacho una simpatía especial por don Bernardo. Quizá solo fuese agradecimiento por el trato que el señorito ha dispensado siempre a su abuelo y a su padre.

-No te puedes ni imaginar, José María, la satisfacción que me produce cada vez que tu abuelo me habla de tus notas, de tus progresos en el seminario. Por lo visto, resulta que eres un empollón, ¡qué barbaridad!

-Muchas gracias, don Bernardo -responde el chaval con cierta vergüenza-. Se me dan bien los latines, es verdad. Y estoy muy contento. Tengo a quien parecerme, eh -le dice, al mismo tiempo que le hace un guiño cómplice al abuelo.

-Jajaja -se ríe de buena gana-. Desde luego que sí.

Y comentan entre los tres las torpezas de José María cuando venía de monaguillo con don Juan el cura a ayudar a misa todos los domingos al mediodía en el coche de Julián el chófer: el día aquél que se le derramaron las vinagreras... ¡Menos mal que fue antes de la consagración, que si no!... O aquella otra vez en que a don Juan se le escurrió la sagrada forma de sus dedos al dar la comunión a la señorita Consuelo, y José María, tan despistado como era, no acertó a recogerla con la patena... ¡La que se lio con el cuerpo de Cristo rodando por los suelos! A don Juan por poco le da un pasmo.

Y José María se sonríe recordando aquellas fechas. Era verdad. En la comunión, le aburría permanecer allí de pie poniendo la patena en el pecho de la gente. Salvo cuando se acercaba la señorita Consuelo. Entonces se ponía nervioso por la atracción que ésta le provocaba. Era una mujer joven, menuda, muy simpática y con una cara de muñeca. Al arrodillarse para recibir la hostia sagrada, dejaba un poco al descubierto el canalillo carnosito de sus pechos tan bien conformados. Y más, mirándolo desde arriba. Y aquel dichoso día se aturrulló más de la cuenta.

En estas cosas estaban, cuando, ya al mediodía, sale por la puerta de la casa Mari Carmen, la niñera, a pasear en su carrito al más chiquitín de los nietos de don José, el amo. Mari Carmen es una muchacha de muy buen ver. Las cosas como son. A sus diecisiete años, una mujer de una vez. Risueña, alegre y descarada, a José María, sin embargo, lo que más le priva son sus piernas. Muchas tardes de este verano, la muchacha sale a tomar el fresco a los peñones de la entrada, a departir con las mujeres del cortijo, La Paloma, María Josefa, Carmen de la huerta, la prima Norberta, Rosario Bueno, momá Gracia... Incluso doña Rosa, esposa de don Bernardo, se para con ellas un rato cuando vuelve de su paseo. José María y su hermana Josefa acuden también, más que nada para escuchar los cuentos y anécdotas que cuenta La Paloma de una manera tan divertida. Mari Carmen se sienta de cualquier forma, sintiéndose segura entre mujeres. Ahora cruza las piernas para un lado, ahora las descruza... En fin, mucho descaro.

-Chiquilla, ten cuidado con tus patorras, que hay ropa tendida -le recriminaba Norberta con su genio tan característico-. Y además, que es un seminarista.

-Lo que se han de comer los gusanos, que lo vean los cristianos -se ponía la tía-. Y además, otra cosa le digo, Noberta: más sufre quien ve que quien enseña. -Y hacía su mohín con la boca y todo.

José María nunca había escuchado a ninguna muchacha de su pandilla del pueblo hablar de esa manera, con semejante desparpajo. Y se quedaba embobado. En el invierno pasado, en las navidades, ya había estado con ella algunos ratos, incluso había bailado agarrado con ella en los guateques que organizaban Agundo y el Gorrito en una de las casillas de los aceituneros. Estaba encandilado. Hasta le asaltaban  malos pensamientos por las noches. 

Y ahora, al verla pasear por el pasillo del molino empujando al carrito, agachándose para recoger el biberón o algún pañal, enseñando inadvertidamente los traseros tan... apetitosos ¡Que no le podía quitar ojo de encima, oye! Y, claro, don Bernardo que se apercibe y le comenta bajito al abuelo:

-Manolo -le dice con sorna-, me parece que nos hemos equivocado con lo del seminario.

-¿Y eso? -responde guasón el abuelo, sabiendo de antemano la respuesta.

-Pues que a este muchacho tuyo se le sale la calentura por los ojos. ¿No te das cuenta cómo mira a la muchacha?

-No hay cuidado don Bernardo -le dice con mucha pachorra-. He escuchado en la tele que eso es cosa de las hormonas.

-Sí... Eso será.


Profetas del campo. 


miércoles, 21 de octubre de 2020

El transistor

 Un día vinieron Mari Gracia y mi madre a hacernos la limpieza y nos trajeron un canasto de cerezas. Todavía en este primer año. Cuando te pones a comer cerezas es que no paras, como cuando comes pipas. Seis estudiantes hambrientos, dale que te pego. Encima, Antoñillo había invitado a comer a su amigo Sebastián que vivía cerca, en la casa de una viuda que se ganaba un complemento alquilando habitaciones a estudiantes. Y, cual Lazarillo, "Pepe el loco" las comía de dos en dos y de tres en tres, a pique de atragantarse. "Pero, Pepe -le regañaba Vicente-, ¿tú dónde coño estás tirando los huesos?" "Yo me los trago -decía el tío-, pa no perder comba".

El segundo año alquilamos un piso en la avenida de Granada, también en el Sector Sur. Pepe, Vicente y Pompeyo se buscaron la vida por su parte, y nos quedamos Fraski, Antoñillo, Sebastián y un muchacho nuevo, Alfonso, que era novio de Luisa, una amiga de nuestra pandilla del pueblo. Alfonso era de Sisante, un pueblo de Cuenca. Conoció a Luisa trabajando ambos en los hoteles de la Costa Brava. Y se vino a Córdoba a estudiar Química. Un primor de muchacho. Echamos un curso estupendo, sin incidentes disciplinarios, sin portero metomentodo y, encima, con una pastelería en la acera de enfrente. En los primeros meses se nos incorporó Antonio Moyano, que venía trasquilado de otro piso compartido con un troskista pasota. Lo recogimos por compasión. Ya cada uno con su novia -menos el Sebas, que fue tardío-, pero guardando las formas: Pili, María del Valle, la Peque y Julia frecuentaban el piso a diario y nos ayudaban en tareas domésticas, pero a la hora de acostarse cada mochuelo a su olivo. Julia era buena moza, pero las otras tres eran tan menudas que el padre de Antoñillo bromeaba diciendo que entre las tres no llegaban a una hembra completa. Con todo, aquel piso era posada para otros tantos amigos: Pepe "Huesos" y Salvi, los más aferrados. Creo que ese segundo año de carrera fue el más intenso para mí. No salía de mi cuarto más que para comer y mear. La Peque se traía sus apuntes y estudiábamos juntos. La puerta entreabierta para no despertar sospechas. Algún rocecillo, algún pellizco en tiernito y poco más. Con el lubrican vespertino, la acompañaba hasta su residencia, en una casa particular en el Parque Cruz Conde. Y vuelta patrás. Una hora entre ida y vuelta. Un esparcimiento necesario.

Alfonso, como digo, no tenía falta. Si acaso, rebuscando mucho, que estaba enganchado a su transistor las veinticuatro horas del día. Y en ocasiones, tanta cháchara y tanta cantinela me distraían en exceso. Sebastián había traído un saco de habas de su pueblo. Tuvimos habas para un mes. Porque no tenían salida. Fraski le armaba (y le arma) a cualquier material culinario que se le ponga por delante... Menos a las habas: le producen picores. El saco, medio lleno, medio vacío, se convirtió en un estorbo en la cocina, todo el mundo tropezando con él. "Zebas -le decía yo de cachondeo- no te ze olviden las habas otra vez que vayas al Zaucejo, eh".

El caso fue que me encontraba demasiado tensionado en la preparación de un examen de Anatomía. No le temía en absoluto a los contenidos de la asignatura. Nunca he tenido miedo ante un examen. Para mí, los exámenes han sido siempre un reto afrontado con esa suficiencia vergonzante que nos caracteriza a los empollones de buen rollo, aquéllos nacidos con ese don sin pretenderlo. Pero en esta ocasión mi desconfianza era el dibujo. Porque este catedrático nuevo, "El Collado", te obligaba a pintar en el folio la zona anatómica por la que te preguntaba. Y yo, cualquier cosa, menos el dibujo. Un negado. Los compañeros llevaban para el examen un estuche de lápices de colores para colorear los músculos de marrón; las arterias, de rojo; las venas, de un azulón clarito; los huesos, de ocre, y los nervios, de amarillo. Un despropósito para mis intereses. El sobresaliente se me escaparía, seguro. Y encima, el rum rum cansino del transistor de Alfonso.

Aprovechando una salida a la compra que le tocaba, cogí a hurtadillas su transistor y lo escondí en el saco de habas medio podridas ya. Era tarde y, curiosamente, a su regreso no lo echó en falta. Después de la cena vimos una película, y yo me acosté pronto según mi costumbre de siempre. Cuando volví de la facultad para almorzar al día siguiente, el piso estaba en revolución: todo el mundo buscando el transistor de Alfonso. "¿Tú lo has visto?" -se vuelven todos hacia mí. Con tanto revuelo, me dio cargo de conciencia, aparte de mi incorregible incapacidad para mentir sin que se me note: "vale, no busquéis más. Lo escondí anoche en medio del saco de habas". Y en vez de procurar alivio a la angustia de un desesperado Alfonso, lo que conseguí fue aumentar su furia. Porque esa misma mañana, el guevón del Zebas, harto de bromas sobre las habas dichosas, había cogido el saco y lo había tirado al contenedor de la basura. Corrimos todos a rebuscar en el contenedor, pero ya fue imposible. El camión había pasado.

Con pesar, ofrecí comprarle otro transistor a Alfonso. Pero ahí mi gente dio la talla: se le compró con el dinero del fondo comunitario.

¡Alfonso, qué buen chaval! No hemos vuelto a verlo. Se disgustaron Luisa y él, y se marchó de Córdoba. Por Luisa, que se cartea alguna vez con él, sabemos que sigue vivo y se encuentra bien. Ya es algo en los tiempos que corren.

domingo, 18 de octubre de 2020

¿Qué hay de comer?

Era ésta una pregunta muy habitual, acaso la más desesperada, cuando llegaba uno al piso que se comía las piedras. "¿A quién le toca hoy la comida?" "A Vicente -contestaba Fraski-, pero se ha entretenido con los dibujos animados". ¡La madre que lo parió! A Vicente, claro. Yo tampoco podía alardear mucho porque cuando tocaba mi turno siempre les hacía lo mismo: arroz a la cubana. Lo menos complicado. El plato estrella de Vicente era el cocido. Tampoco es que su cocido tuviera mucha elaboración: cogía todos los ingredientes y los echaba a la olla expréss, y venga a dar vueltas la dichosa valvulita disparando humaradas. Lo que más gracia nos hacía de sus cocidos era que echaba el pollo enterito, con su cabeza, su cresta, sus patas... Tal como se lo daban en la tienda... Tiempos.

Hace una semana, escuché de refilón en la tele que el jurado de Masterchef proponía a los concursantes la elaboración de unos platos sencillos utilizando para ello solo aquellos ingredientes comunes en los llamados "pisos de estudiantes". Y este apunte me ha dado pie a preparar otra pequeña saga de artículos cuyo protagonismo va a ser mi experiencia culinaria, o de otro orden, en mi dilatada vida de estudiante universitario. Como sabéis, la carrera de medicina era de seis años. Mi beca salario me hubiese dado de sobra para vivir plácidamente en la Residencia Universitaria de CajaSur, al lado de la Facultad. Pero ese dinero hacía más falta en casa de mis padres, y, además, me hubiese privado de una experiencia única: la difícil y formativa convivencia con compañeros de fatigas. Mis primeros cuatro años de carrera los viví en pisos de estudiantes, cada año, uno distinto. Los cursos quinto y sexto, ya casado, los vivimos la Peque y yo en un piso de alquiler que, a la postre, se comportó casi igual que uno de estudiantes. Al tiempo.


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Llevamos ya un curso entero. Estamos a mediados de junio del 74 en plena preparación de los exámenes finales. El piso, en la avenida de Cádiz, es un lujo de piso para la época. El mejor que hemos tenido. Amplio, luminoso, con cinco habitaciones, y un mobiliario de gente rica. Hasta con tele. Es nuestro primer año de convivencia. Vicente, Fraski y Antoñillo estudian Magisterio; Pepe "El Loco" y Pompeyo, Ingenieros Agrónomos; y yo, Medicina. Durante el curso, la cosa ha funcionado. Fraski es un tío de lo más ordenado y sabe impartir disciplina. Pepe va a su bola, pero se comporta; Vicente es un pasota; pero los demás compensamos. No hay líos de faldas porque ninguno tiene novia formal todavía, y la Peque aún estudia COU en Antequera.

A estas alturas del curso, sin embargo, el piso es una mierda. Todo el tiempo se nos va en estudiar y mal comer. El portero del bloque, un hombre enjuto de éstos de paso corto, vista larga y mala leche -un cascarrabias-, ya ha dejado varios recados sobre la suciedad de nuestro pasillo y de determinados malos olores de la cocina. Con su mono de un azul desvaído y cremallera desde el cuello hasta los golondrinos, es el ojo de Dios: todo lo ve; todo lo oye; todo lo presiente. Nuestras madres respectivas se han turnado para venir a dar una arreglo al menos un día en la semana. Y nos traen condumio. Así vamos funcionando. 

Y acaeció un día que saliendo tempranito Fraski y yo para nuestros sitios respectivos, nuestro portero nos da el alto. "Alto ahí, jóvenes". Pensamos enseguida que nos largaría otra reprimenda por la suciedad. Es que, además de portero, era el intermediario que alquilaba los pisos. Pero no. Veamos qué le aflige ahora a este hombre entrometido:

-Os hablo a vosotros dos porque me parecéis los muchachos más formales del piso -empieza bien el hombre.

-¿Qué ha pasado? -responde Fraski algo sorprendido-. Verá usted que el piso ya está en mejores condiciones. Vienen nuestras madres a limpiar...

-Sí, sí, ya lo sé; pero no es eso.

-¿Entonces?

-Entonces es que todos vosotros salís temprano para la facultad y volvéis a la hora de comer ¿Correcto?

-Sí, ¿Y qué pasa con eso?

-Pasa que mientras vosotros estáis en lo vuestro, yo veo muchos días a un espabilao y a su "media" novia regresar al piso, un poco como a escondidas. Se tiran dentro un buen rato, y luego vuelven a salir como si tal cosa. Y eso, un día sí y otro..., también.

Inocentes criaturas nosotros dos, yo en concreto, recién salido del seminario, no alcanzamos ni por asomo a imaginar la trascendencia de aquellas palabras que el portero mascullaba enrritao. "Y vuestros padres tan tranquilos en casa, y estos dos... En fin, que me llevan los demonios con estas cosas".

-Perdone, Luís -me atrevo yo a intervenir-. ¿Y qué ve usted de malo en eso? Yo, la verdad, no sé qué decirle.

-¡Me cago ya en mi estampa! -se encoleriza el hombre sin entender nosotros el por qué-. ¿Pero es posible que no os deis cuenta?

-¿Cree usted que entran a robar o algo? -Se le ocurre a Fraski.

-¡Por Dios bendito, a robar! ¿Pero vosotros os habéis caído de un guindo, o qué? Vamos a ver si os enteráis de una puta vez -se pone ya fuera de sí, con el cuello ingurgitado y las manos en garra-. Este tío la entierra en carne todos los días, joer ya.

Os puedo asegurar que yo no comprendí el significado de estas acusaciones, al parecer tan graves, hasta que no vi al hombre hacer con sus dedos el gesto del follisqueo. 

¡¡¡Enterrarla en carne!!! ¿Cómo puede este hombre ser tan mal pensado? Y además ¿a quién se estaba refiriendo? Desde luego, ni Fraski ni yo podíamos ser, eso era evidente. ¿Se atrevería a tanto Pepe El Loco?

-Pero, Luis, díganos usted quién es, que podamos advertirle algo -se preocupa Fraski.

-Yo digo el pecado, pero no nombro al pecador. Habladlo entre vosotros -se pone en plan discreto-. Si veo que esto no se corrige, ya estáis buscando otro piso para el curso que viene. Yo no alquilo pisos a gente desvergonzada para hacer cochinadas.

Por supuesto que no movimos nada. El curso declinaba, y ya teníamos bicheado otro piso para el siguiente año. Pero a mí me impactó aquello de enterrarla en carne. En el seminario, ya mayorcitos, mis amigos y yo nos hacíamos confidencias picantes, claro. Y recordaba haber chismorreado con ellos de cosas como de "meterla en caliente", la "postura del perrito" o, incluso lo del "beso negro", cosa ésta que nunca llegué a entender del todo. Pero lo de ¡enterrarla en carne!!!... Demasiada metáfora para una mente tan bisoña en esos temas. Y la cosa es que luego, imaginando la escena, me regodeaba en la expresión, me gustaba, oye. Y fantaseaba con ello. Tanto, que han pasado cuarenta y seis años desde entonces y sigue haciéndome gracia.

-Peque, esta noche pienso de enterrarla en carne -le decía a la Toñi en mis mejores años de "sepulturero".

-Ah, sí?... Pos en el frigo tienes un hermoso pollo de Simago. ¡Arsa, empléate en su culo! -Ha sido siempre igual de enteraílla.

Eran años aquéllos de gran calentura. Quién sabe si el comienzo del calentamiento global.


sábado, 17 de octubre de 2020

La reconciliación

Y pasaron miles de años. Para el Señor, el tiempo de la cabezada de mi amigo Fraski: quince minutos. No obstante, tantos años, tantos minutos, hacen mella en cualquiera por muy Dios que se sea. Y se le ablandó el corazón. Y, olvidando el Diluvio, a Ayuso, al Coletas y hasta el mismísimo Borbón, un día resolvió que ya era llegada la hora de que sus criaturas españolas volvieran a disfrutar de aquellos lindos parajes robados a sus ojos por el pecado de sus antepasados. Y, de un plumazo, dirigiendo su celestial triángulo hacia nosotros, desplazó el mar de Thetis con su soplido huracanado y lo arrastró hasta el Mediterráneo actual. 

Y ese gesto generoso del Señor volvió a poner al descubierto, para nuestro provecho, la más bella y fértil región creada por su mano. No una, sino varias mesopotamias resurgieron desde las más profundas simas marinas.  Y propició así que nuestro amigo Juan Francisco nos pudiera explicar con su docta sapiencia los avatares habidos en la evolución geológica y antropológica de nuestra privilegiada tierra. Y permitió también el florecimiento de tantas civilizaciones y culturas distintas con las que hemos sido amamantados. Y dio pie al nacimiento de figuras humanas de proyección universal, desde Séneca a Maimónides; desde Trajano a Juan Ramón; de Abderramán III a Federico; de Victoria Kent a Picaso; de Velázquez a Camarón; de Lola Flores a María Zambrano... Y nos puso a la mano la posibilidad de bañarnos en la Caleta o en Bolonia; de pasear tranquilamente por la judería cordobesa; de admirar la fascinación de una Sevilla, mitad pueblerina, mitad monumental; de comer en el Pil Pil un día de primavera; de catar el jamón "de brillo" en Cumbres Mayores o en Pedroche; de extasiarnos una noche estrellada en el Torcal; de asombrarnos ante el manto infinito de olivos desde Martos a las Villas; de sentirnos moros adinerados en el Generalife... Y, sobre todo, de emborracharnos de naturaleza exultante en la Sierra de Cazorla, mucho más si nos alojamos en el sitio donde Dios descansó aquel lejano domingo en que terminó su Creación: el hotel Noguera de la Sierpe.

Que así sea.


Quedad con Dios.

 

jueves, 15 de octubre de 2020

La cólera de Yahveh

Poco tiempo sideral, muy poco, apenas cien años largos, duró la alegría en aquel paraíso de ensueño. La joven pareja vivió de lujo en el Edén en donde nada les faltaba. Fruto de tanta dicha (y también de un exceso de refocilamiento), Eva quedó encinta de mellizos. A sus ciento y pico de años. No había entonces ecografías, pero Dios Nuestro Señor se lo chivateó a la mujer. "Son dos niños -le había dicho días atrás- Y les pondréis por nombres Caín y Abel".

Hete aquí, sin embargo, que un día el Señor nuestro Dios se presentó de visita sin previo aviso. A la hora de las magdalenas y el cafelito. Y se encontró a un hombre extraño que merendaba con Eva en una pose demasiado familiar, extrañamente íntima, ambos dos en pelota picada, no sé si me explico.

-¿Quién es este individuo? -pregunta el Señor a Eva, visiblemente molesto.

-¡Señor! -se arrodilla la mujer-. Perdónanos por no cumplir tu orden de no dejar entrar aquí a nadie, ni persona ni bestia, pero este hombre es un..., bueno, un amigo que me consuela cuando Adán se va por ahí de cacería. Y es un cansino. Ya sabe el Señor lo pesados que se ponen los hombres con estas cosas... A la serpiente, ni caso, Señor, pero este hombre es tan meloso...Y al final, he cedido. He pecado.

-¿Y qué habéis hecho con las hojas de higuera que os tapan las vergüenzas?

-Colgadas en el perchero de la entradita, Señor.

-Dime, hombrecillo, ¿cuál es tu nombre? -se encara Dios con él.

-Mi nombre es Eusebio, para servir a Dios y a usted...

-Es la misma cosa -responde áspero el Señor-. ¿Y qué haces aquí?

-Verá usted, señor, yo me gano el sustento vendiendo la miel que recolecto. Me llamo Eusebio Cruz, pero todos me dicen "El Sebi de la Miel". Y estaba aquí de tratos con esta buena mujer. -Y cuando el personaje se pone de pie para seguir educadamente la conversación, se le descuelga de la entrepierna un cacho gazapo hasta medio muslo que deja a nuestro Dios boquiabierto.

¡Ah, coño! -se le escapa el exabrupto a nuestro Señor Dios-. Ahora caigo...

Y se queda Dios cavilando si este hombre acaso hubiese pasado el tifus cuando chico, y que por ello se haya quedado tocado del ala de la concupiscencia. Como nos sucede a más de cuatro. Lo del tifus.

-Bueno, Eusebio... -cambia Dios nuestro Señor de tercio, por explorar otras cualidades del sujeto-. ¿Tú no serás de esos que votan al coletas, no?.

-¡Ni pensarlo, señor! Yo siempre a Santiago y cierra España -contesta la mar de ufano.

-Vale, menos mal -el tifus, seguro, se convence el Señor-. Pero estábamos en que ni miel ¡ni leche bendita! Dejé muy claro que la única condición para vuestra vida feliz aquí sería guardar el secreto de este sitio paradisíaco -le reprocha ahora el Señor a la mujer-. Y no sólo entra aquí un desconocido, sino que, además, de tratos carnales. Anda, cubrid de una vez vuestra desnudez, que presiento que Adán está al caer.

Al poco, regresó Adán, el hombre, algo malhumorado por no habérsele presentado ocasión de ciervo cornudo ni de cochino jabalí. Y ajeno a lo que allí se tramaba, se sorprendió gratamente al notar la presencia de su Dios. Y corrió a abrazarse a él con parecido alborozo al de un nieto al ver a su abuelo.

-No estoy para muchas alegrías, querido Adán -lo aparta Dios con cierta desgana-. Y no quiero extenderme. Ya Eva, tu mujer, te contará. Y haz el favor de taparte tú también tus cositas. Que vaya, vaya la que llevo hoy...

Y, sin terciar más palabras, llevándose la mano al cinto desenvainó el Señor una enorme espada flamígera con la que los amenazó. Es el protocolo divino cuando se tiene que amedrentar a alguien.

-Tenéis este finde para recoger bártulos y marcharos de aquí. Sin réplica -dijo Dios ahora encolerizado.

-¿Y a dónde iremos sin tu protección, oh divino Señor nuestro? -lloriquea la mujer.

-Os expulso a la dura meseta castellana. A segar el trigo con el sudor de vuestra frente.

-Mil perdones, Señor nuestro -tercia un Adán incrédulo por ignorancia del desaguisado-. ¿No podría ser por aquí más cerca, que está al llegar la campaña de las aceitunas?

-Negativo -responde el Señor haciendo un mohín con los labios fruncidos-. ¡A los campos de Castilla! ¡Polvo, sudor y hierro!

-¡Señor Dios misericordioso! -suplica Eva-. Mirad que estoy encinta de seis meses para siete. Y de mellizos.

Verlo pensado antes! -le reprocha secamente el Señor Dios.

Y se tuvieron que ir. Y muy despechado Yahveh por tanta desobediencia de sus más queridos, resolvió un mal día acabar con su paraíso. Y lo hizo a lo grande: cubrió de aguas toda Andalucía creando un nuevo mar al que llamó mar de Thetis, "para olvidar este fracaso de proyecto y borrar del mapa toda esta región de la faz de la tierra". ¡Qué pena! Y añadió un pensamiento funesto: "esto no es ná para cuando llegue lo del Diluvio Universal". Calculador y rencoroso, nuestro Señor Dios. 

Y en la yerma Castilla parió Eva a sus dos churumbeles. Crecieron éstos hasta hacerse grandes, y, llegado el momento, cometieron incesto consentido por Dios para así poder perpetuar la especie. Llegaron después otro hijo, Set, y varias hembras también. Y hubo muchas envidias entre ellos por el tema de la herencia y de la querencia marital con algunas de sus hermanas más jóvenes. Tanto, que, en un calentón, Caín se cargó a su hermano Abel, y ahí la familia ya se dividió para siempre: unos para un lado; otros para otro. Ni verse podían. A sus novecientos años, Adán y Eva murieron con la pena amarga de esa eterna confrontación entre hermanos y parientes. De ahí viene nuestro ancestral cainismo. 

"No me cuadra el por qué hice a los españoles tan obtusos -se lamenta el Señor Dios-. Tan fanáticos. Tan emberrenchinados"...


(Continuará)

 

martes, 13 de octubre de 2020

El proyecto del paraíso.

Y vio Dios, a la mañana siguiente, que aquello del hotel estuvo bien. Le quedó coqueto. Como allí lo que sobra es espacio, lo fabricó en horizontal, con una zona central de servicios comunes y luego habitaciones distribuidas a modo de chalets adosados. Del monte en la ladera. Y ya en el prado, pegado al joven Guadalquivir y surtiéndose de sus aguas, el gran lago, emblema del complejo. Pero enseguida echó en falta al personal. Apenas sin querer, estornudó sobre dos caprichosas figurillas de raíces desperdigadas por el suelo, que se convirtieron ipso facto en dos camareros de estupenda presencia: Christian e Inés. ¡Toma ya!, se dijo a sí mismo Dios nuestro Señor. No pasó ni un día entero cuando ya empezamos con los conflictos laborales: que dos eran muy poca gente para atender tanto cuidado como necesita todo un Dios Creador. Bueno, enga, y les concedió una chica guapa para admisión, Mercedes, y otra ayudante de cocina, María.  Todos, con un cierto deje granaíno, pero que aseguran ser de por allí. Y ya, resuelto el tema sindical, se tomó nuestro Señor unos cuantos días para perfeccionar su proyecto.


Y se puso venga a pensar y a rebinar dónde ubicaría su Edén dentro de aquel grandioso espacio natural, tan bello y exuberante, mirara por donde mirara. Las mañanas las dedicaba a zapatear el territorio de pé a pá, por buscar el sitio más idóneo. Al medio día se zampaba su buen plato de migas serranas y su tarta de queso, que en el cielo la dieta es divina, pero muy etérea. Y sosa. Y por las tardes, su buena siesta y un bañito confortable en el lago. Está prohibido bañarse, pero como él es Dios...

Hasta que una de las mañanas de andurreo se topó con el Borosa, un riachuelo que baja desde la montaña hasta el Guadalquivir. "¡Coño! -se extrañó-. ¿Y esto lo he hecho yo?" Y siguiendo curso arriba, entusiasmado por una belleza nunca vista, se adentró, monte adentro, por un pasadizo angosto y quebrado, un rompe piernas si se hace en bici, por cuya ladera izquierda el río transita saltarín y arremolinado, pareciéndose sus aguas, en su natural inocencia y alboroto, a las colas que formaban los niños en la escuela empujándose de atrás adelante hasta caerse de boca. "Antes del coronavirus ése de los cojones -aclara Dios-. Que no ha sido invento mío, como ya he dicho. Pero no empecemos otra vez". Y a ese sendero oculto donde las aguas lo mismo brincan desde metros que se amansan en azules y transparentes pozas, donde la vista se pierde entre la espesura de la vegetación sin dejarte ver el cielo, le puso el nombre de Cerrada de Elías. Lo de cerrada, por lo estrecho del pasaje; lo de Elías, él sabrá por qué; quizás estuviese ya pensando en su profeta preferido. Porque, como sabemos, Dios nuestro Señor tiene a su alcance, en un mismo plano, todo lo que acontece o acontecerá. Por eso sabe lo del coronavirus. Y dijo Dios: "Éste es el sitio". Y vio Dios que el sitio era bueno.


"La Cerrada será vuestro escondite secreto -les explicó a Adán y a Eva, atónitos ante aquel escaparate-. Ahí dentro tendréis intimidad y confort. Es, como si dijéramos, vuestro nido de amor. Nadie más que vosotros, ni animal ni persona, podrá entrar en este recinto de privilegio. Para todo lo demás, tenéis a vuestra disposición el territorio que abarcan vuestros ojos, desde aquí mismo, donde podéis apreciar esta magnífica obra de arte, "El Caracolillo", hasta las chorreras de Los Órganos, allá en todo lo alto".

-¿Y qué es esto del Caracolillo? -pregunta Eva, curiosona.

-Es una formación geológica que me acabo de inventar. Son repliegues del terreno cuyos estratos, en vez de horizontales, los he puesto semicirculares, ¿veis? Y parece enteramente un caracol.

-¡Qué chulada! -exclama, pelotillero, Adán. Ni puta idea.


Y vio Dios que estando todo bien, le faltaba algún toque de mayor atractivo ornamental. Y dijo: "Adornaré las riberas del Borosa de grandes pinos, de cipreses de esos que, de tan altos, parecen querer llegar al cielo, de sicomoros que hunden sus raíces en la piedra, de robustos robles belloteros, de acebuches, lentiscos y madroñales, y de todo aquello que mis criaturas puedan necesitar para su deleite. Colocaré a propósito grandes peñascos en el cauce que parezcan rodados desde lo alto para darle más vistosidad a las miradas de las gentes cuando llegue el siglo del turismo. Y poblaré todo este ámbito tan campestre de bestias, unas delicadas y otras embrutecidas, para distracción de mis queridos inquilinos y para su sustento". Y de un día para otro pulularon por allí a su albedrío familias enteras de ciervos presumidos de cuernos ramosos (ramosa cornua illis valde placebant propter elegantiam); de venados de gráciles figuras; de cabras y cabrones, digo, machos cabríos; y de jabalíes hocicones de afilados colmillos y negros los cojones.

"Aquí os hago entrega de vuestro paraíso. A disfrutarlo con salud" -les dijo Dios.

(Continuará)


 

domingo, 11 de octubre de 2020

Génesis 2: 4-2:24. Una revisión actualizada. La Creación

Os aviso hoy que estoy preparando una saga de cuatro entregas consecutivas acerca de la Creación del mundo. Un popurrí de historia sagrada, política de taberna y amor a nuestra tierra. Todo en clave de humor. Sin ácido para nadie. No es mi deseo molestar, sino distraer.  Empezamos por el primer capítulo, y terminaremos por el último.


Acaso sea por mi gusto por lo sencillo o por mi natural desapego a las matemáticas y a la física, que tanto me cuesta comprender la teoría del bing bang acerca de la creación del Universo: el invento de Stephen Hawking de la gran explosión de una nanopartícula que se expande hacia el infinito. ¡Qué rollo, tío! ¿Quién se traga semejante zapo? Mucho más fácil e inteligible nuestra Historia Sagrada contada por mi catequista, "Socorro la de la Huerta", según la cual, Dios nuestro Señor creó el mundo en seis días y se tomó el domingo para descansar: ir al fútbol, a su parcela a almorzar tortilla y chorizo, o simplemente a tumbarse en el sofá. Esto sí que lo entiende cualquiera.

Y durante estos tres días de asueto que hemos disfrutado la Peque y servidor por esos mundos (antes del puente), he tenido ensoñaciones con estas cosas de la Cosmogonia, que así se llama la ciencia ésta de la Creación.

Resultó que cuando Dios hubo terminado el mundo, se dio cuenta de que las dos criaturitas humanas recién fabricadas no mostraban intención alguna de emanciparse por ahí, sino que se les veía a las claras las ganas de quedarse en casa. Pensó entonces en buscarle a la parejita un lugar cercano y confortable donde pudieran vivir sin doblar el lomo y, en fin, eso que se decía en mis tiempos: en donde pudieran realizarse.

Y aleteando el espíritu de Dios por los cielos, se le ocurrió, al pasar por aquí encima nuestra, que Andalucía ofrecía muchas posibilidades para tal proyecto: el paraíso terrenal. Aun siendo Dios omnisciente, no tuvo fácil la elección. Se fijó mucho en el entorno de Granada, Sierra Nevada y Las Alpujarras, pero no le convencieron tanta altura y tanto frío en invierno. Probó en la subbética, incluso en mi pueblo, atraído por un Genil soberbio de fiereza y empuje. Bicheó por Aracena, por Cazalla, el Genal, Zahara, incluso en los arenales y humedales de Doñana..., sitios todos ellos de un verdor y una belleza exuberantes. Y finalmente tomó su decisión firme y aterrizó una tarde de otoño en un lugar de la Sierra de Cazorla. "Aquí va a ser" -dicen que dijo.

"Construiré aquí un paraíso inigualable; un lugar que dará leche, carne y miel a mansalva; donde no faltará un miriñaque, la envidia de mis querubines de allá arriba; un sitio de ensueño para esta primera generación de humanos, adonde no pueda llegar ni siquiera el coronavirus ése de los cojones. Que, por cierto, no ha sido un invento mío, sino de los chinos comunistas, como muy bien ha denunciado ayer mismo en el Senado el portavoz canario por el PP. No me explico ahora cómo estuve yo ese día sexto de la creación para soplar una mijitilla de gen comunista a mis criaturas humanas. Mirad la nobleza de todos mis animales, porque ninguno alberga ese germen tóxico del comunismo. No sé en qué estaría yo pensando. En fin... Sé que puedo desvariar, pero es que no se me va de la cabeza. Gente que sé positivamente que van a ser unas bellísimas personas, y que tengan que votar al Coletas... Es demasiado para mi body. El Coletas, o el Moñas que le llaman ahora, que desafía mis principios y que propugna la igualdad. ¿Qué coño es eso de la igualdad, cuando yo, tu Dios, he creado diferentes a todas mis criaturas? La diversidad es mi gran propuesta para el Universo. Y va a venir ahora un tipillo de malos pelos y peores trazas a predicar igualdad. ¿Acaso, Pablo, pueden tus votantes iguales obsequiarse con una mansión como la tuya? Contesta, Pablito. ¡Qué cosas! Habrá dos Pablos en el mundo que marcarán la cara y la cruz de mi eterna vida divina: Pablo de Tarso, un hombre valiente y corajudo que inventará nuestro nacional cristianismo Universal, la única religión verdadera; y este otro Pablo de España, que pretende hundirlo en la miseria con sus burlas y ultrajes a mis delegados territoriales. Pero no, espera, lo que me faltaba: mi propio Papa Francisco, mi particular Ábalos en la Tierra, despotricando del capitalismo. ¡Lo que uno tiene que oír! Precisamente, el capitalismo es la única doctrina que practica mis enseñanzas: Creced, multiplicaos y dominad la Tierra. Y los capitalistas son gente de fiar, gente de fe. Saben que si se dan con el planeta, aquí estoy yo para fabricarles uno nuevo... O lo que haga falta. ¡Tanto miedo con lo del calentamiento... ¡Qué poca fe!"

Con ésos, iba el apenado Dios ensartando otros peregrinos pensamientos cuando se le echó la noche encima. Y a la carrera, apremiado por la oscuridad y el frío serranos, se cobijó esa primera noche bajo la protección de un grandioso nogal, uno de cuyos chupones o sierpes le sirvió de almohada. Y, cansado de un vuelo y un día tan ajetreados, se dispuso a dormir. "En este mismo sitio, mañana, lo primero que haga será construir un hotel con encanto, al que pondré por nombre: Noguera de la Sierpe. En agradecimiento a este gran nogal que me ha acogido". Eso dijo Dios nuestro Señor. Y se durmió. Sin Valium ni Valerianas.

(Continuará)

 

viernes, 9 de octubre de 2020

Pecado venial

 

La verdad, a la cámara de mi abuela no le veo comodidad alguna para una chica de ciudad. Tiene dos cuartos. Uno, pequeño, a la izquierda en todo lo alto de las escaleras, donde mi chacho José almacena trigo, cebada o garbanzos. Ahora, en agosto, ya le cuelgan del techo un porte de melones verrugosos suspendidos en sogas de esparto. Alguno aguantará hasta la navidad, ya veréis. En lo que queda de espacio, mi madre y mi abuela han colocado un camastro para dormir conmigo la siesta. Para que no me escape. Una alacena de puertas de celosía custodia mis tebeos de las manos incendiarias de mi padre. Un Torquemada. La otra habitación, bastante más amplia, a la derecha, es el dormitorio conjunto de mis padres y de mis hermanos, que yo duermo abajo, con mi abuela. Unas sábanas colgadas del techo, a modo de cortinas, pretenden aislar las camas y proporcionar algo de intimidad. Los techos son de vigas y cañizo, y los suelos, de yeso con tinte colorado. Por lavabo, un lavamanos con su palangana y su espejo salpicado de puntos negros, y por aseo, una escupidera debajo de cada cama. Pero mi prima, la de Córdoba, se ha empeñado en dormir estos días de feria con mi hermana. Siempre lo hace con la Luisita, su otra prima y amiga, pero esta vez se ha encaprichado. En fin...

-¡No está güena, ni ná, tu prima!... -me atosiga mi amigo Agundo con sus ojillos casi cerrados de tan libidinosos. Aun a sabiendas de que soy un monaguillo inocente.

-¿Y qué quieres que yo le haga? -le respondo en plan de disculpa.

-Ná, ¿qué le vas a hacer? Pero que está mu güena, vaya.

De tanta tabarra que me da, es que hasta sueño con mi prima, oye.

Y una de esas tardes, sobre las cuatro de la siesta y con todo el sigilo que acostumbro para escaparme, me distraen los cuchicheos y risitas de mi hermana y mi prima. La semioscuridad del cuarto por los postigos cerrados me protege. En vez de seguir bajando las escaleras, me quedo acurrucado en el rellano que separa ambos cuartos, como imantado al suelo. La curiosidad morbosa de ese momento puede mucho más que la vergüenza de poder ser descubierto. Ellas, ajenas a todo y en enaguas, se vuelven de un lado a otro, se ríen de manera ahogada y se despatarran sin pudor. Maldigo la penumbra que juguetea con mis ansias por ver más. Y también me entran las dudas: tendré que confesarme. ¿Qué va a pensar don Juan?; ¿y si se entera mi padre?... Pero aguanto: me pueden las ganas de verle "algo” a mi prima, tan güena. Y ahora se me viene al pensamiento que parece como si fuera invisible, mi sueño de chavea para poder entrar al cine de balde o en el cuarto de la Mari Segura para verla en bragas. No es la Mari Segura, sino mi prima, lo mismo da. Le veo la espalda casi entera, y al rodearse… ¡No lleva sostén! “¡Macho, macho, cuando se lo cuente a Agundo!”... ¡Es demasiado! Noto palpitaciones en el pecho y una desazón en la boca del estómago. ¡Los nervios!... 

En el culmen de mi excitación, escucho en la calle tres martillazos de mi amigo Cristóbal en la esquina de su casa, nuestra contraseña para el río. Y va, y me despierto... Me cago ya en san Pitopato... La primera vez que hubiese deseado seguir soñando antes que irme al río.

Esta vez me he quedado con todos, eh!

 

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martes, 6 de octubre de 2020

Donde la felicidad se esconde

No sé si alguna vez os habéis preguntado por aquel momento de vuestra niñez en que por primera vez tuvisteis conciencia sobre la felicidad del vivir. Hacedlo. Es una higiene mental muy saludable.

En mi caso, creo que tal cosa me sobrevino sobre los once o doce años. Sí, sí, ya sé que muy tarde. Pero deberíais considerar que a mí el uso de razón me llegó con bastante retraso. Desde luego, mucho más allá de la primera comunión. Hasta poco antes de ingresar en el seminario, yo pensaba de verdad que, de mayor, me casaría con mi hermana Josefa para así no separar a la familia. Fue cosa del tifus. Mi madre achacaba todas mis debilidades al maldito tifus que a punto estuvo de llevarme palante. Sobreviví, sí, pero me dejó mis cosillas.

Pudo ocurrir en agosto del 64, un mes y pico antes de ingresar en los Ángeles.

-Chsss, chsss -noto el zamarreo suave de mi padre-. José María, nene, despierta..., venga, que ya está aquí Frasquito. Vamos.

Y ahora me arrepiento de haberle dicho anoche que me llamara para ir a los melones. Pero enseguida me repongo. Me desperezo y me levanto rápido.

-No formes ruido. Déjalos a los demás que duerman -me advierte.

En la choza dormimos todos rebujados. Es muy amplia y la usamos solamente como salón dormitorio. La cocina -una hornilla y sus trébedes- la hemos montado fuera, al aire libre, por aquello de los incendios. Mi madre se ha acurrucado en su cama de la entrada con mi hermano chico, de solo tres meses y enchufado ya a la teta. Y en el fondo, dos jergones con pajas de trigo donde dormimos los demás: mi Manolo conmigo, y mi Juan con mi hermana Josefa. Mi Manolo, tan fuguilla, se ha levantado tan pronto como ha escuchado fóllega. Se viene con nosotros. A sus seis años, es un hombrecito negrucillo y cabezón.

Amanecer en un melonar en agosto es una sensación tan placentera que todo el mundo debería vivirla alguna vez. El sol naciente, oculto aún por la sierra de Rute, deja todo el campo con ese color rosado del lubricán matutino. El aire huele a tierra dulce, y pica en la nariz el polvillo de las matas de melón. Una fragancia inigualable. 

-Manolo y tú, por esta hilá -me ordena mi padre-. Tú cortas, y él que ponga los melones en el centro de la camá. ¡Que no te vaya a coger la navaja, eh!

Mi padre me ha enseñado a reconocer los melones en su punto de corte y a cortarlos dejándoles el rabillo principal y otros dos laterales para que formen una especie de cruz. Me produce cierto regusto morboso destapar algún melón hermoso que se esconde bajo grandes hojas, como si quisiera escapar de la navaja. Si encuentro algún melón rajado también lo corto, pero lo dejamos separado de los demás, porque los rajados no son para el camión, sino para nuestro propio consumo.

-Los rajados son los mejores -sentencia mi padre. Se rajan de la misma salud que tienen.

Un amigo me escribe diciéndome que el olor de un melón recién cortado lo devuelve a su infancia. Ahora, ya mayorcitos y con un gusto más refinado, hablamos con cierta suficiencia del olor tan penetrante de un buen jamón ibérico recién cortado, o del bouqué de un buen Ribera o Rioja. Nada comparable, sin embargo, a coger un melón de su mata en la mañana fresquita de agosto, hincarle un poquito la navaja por la mollera y que se te raje en dos en tus manos. ¡Uuuhhhmmm! Gloria bendita.

Mi Manolo es una fierecilla. Al primer descanso que hago para estirar la espalda, y suelto la navaja, enseguida la coge y sigue hilera palante cortando melones más rápido que yo mismo.

-¡La madre que lo parió!... Anda que me deja en evidencia...

-Vámonos a desayunar -manda mi padre al cabo de un buen rato.

Mi madre y mi hermana ya tienen dispuesta una mesita de esas de patas plegables, su hule por encima y sus sillas. Las tostadas, el aceite y el café con leche ya están listos. Mi padre y Frasquito se han traído dos melones rajados, los más grandes que han pillado. Y nos  sentamos todos a desayunar. Frasquito no es de la familia. Cuando pasen cuatro o cinco años será mi cuñado, pero ahora es un muchacho de quince años que vive aquí al lado, en el cortijo del Torreón, y que viene a ayudar a mi padre con los melones. Quién sabe si con alguna intención añadida. Desde luego, mi hermana, con sus pecas y sus trenzas caoba, se está poniendo muy vistosa. Pero yo creo que no, que Frasquito viene a trabajar por el medio jornal que mi padre le apunta. Mi tifus pasado no me da para más.

Y ahí, sentado a la mesa, todo mi mundo. Bueno, faltan mis abuelos y mis padrinos, pero en este momento mi mundo se resume en esta mesita y sus comensales en la puerta de una choza de meloneros. Y pienso, por primera vez, aquello que luego aprenderé en el seminario que le dijo san Pedro al Señor en lo alto del monte Tabor: "Señor, qué bien estamos aquí. Hagamos tres tiendas y quedémonos"... Pues, eso mismo. 

Éste fue el instante en que yo tuve la vivencia de ser un niño completamente feliz. Un niño que no necesitaba nada más de la vida. Un niño que, por fin, esa mañana de agosto, pudo  desterrar los dos miedos que le han mortificado su infancia: ya no habría otra guerra que pudiera llevarse a su padre; y ya, para siempre, se borraría de los ojos de su madre aquella tristeza infinita por la muerte de dos hijos. Porque a sus cuarenta y un años, y recién parida, no era cosa de más hijos que fueran a nacer para morirse poco tiempo después. O eso pensábamos. 

Vino una niña, de un tiro a gol con demasiado efecto, cinco años más tarde, pero ya eran otros los tiempos. Y sobrevivió, digo si sobrevivió...

Bueno, con esto rematamos, si os parece, la temporada de los melones.


domingo, 4 de octubre de 2020

Melones de Benamejí

 Hoy, día de san Francisco de Asís, va mi relato por mi melonero preferido y por todos los Pacos y Fraskis conocidos, que no son pocos. Va por vosotros.

Me temo que anteayer haya hecho acopio del último cargamento de melones. Ya estaban recogiendo la choza y los contenedores. Terminó la campaña. Lloviznaba en la fresca mañana de otoño. Por prevención, me había puesto un saquito y una cazadora, que estos primeros fríos me provocan faringitis, y no está la cosa para tonterías víricas. "Qué exageradísimo que eres". La Peque, siempre al quite.

Diez melones pude averiguar. Francisco tenía más, pero eran  para otros compromisos, tan fieles como yo. "Sandías ya no quedan. No aguantan" -me dijo.

Francisco es una reliquia, un amonite en melonero. Digno sucesor de aquellos memorables hombres de Benamejí, "Los Maúros", que durante tantos años arrendaron anchos campos en La Capilla, y heredero en el oficio de su padre y su tío, ha mantenido la noble y trabajada afición de buen melonero. En aquellos tiempos, también mi padre se engolosinó con los melones, y todos los años, desde que yo era chicuelo, sembró su parcelita prestada por su amo. Francisco siembra melones cada año en distintos terrenos de alquiler, y yo, cada verano, pregunto dónde y voy a comprarle melones. Y sandías. Y tomates, y pimientos, y cebollas. Posee unas trazas y unos andares que me quieren recordar, de lejos, a los de mi amigo Agundo, pariente suyo por parte de Benilde, madre de Francisco. 

Son ahora melones de regadío (de reguerío, se sigue diciendo en mi pueblo). Y al decir de la gente, Francisco consigue en ellos una textura y un  dulzor muy particulares porque le añade al agua de riego una sal de potasio. A mí me da igual. Buenísimos. Ni los del Mercadona. Ni los famosos melones de La Mancha. En mi casa solo entran melones de Benamejí.

Algún día he coincidido en el melonar con su padre, Francisco también, ya mayor y achacoso, claro. "Niño, José María, me han operado de la próstata, y tengo los pulmones con carbonilla"...Y me hace pasar vergüenza, porque reúne en torno a mí a sus dos nietos, él y ella, chavales de quince o dieciséis años que están ayudando al padre, y les relata todos mis méritos de antiguo estudiante y melonero. "Mirad, muchachos -les arenga-: este hombre es un médico extraordinario. Que sepáis que cuando tenía vuestra edad yo lo he visto dormir en una choza, ha cortado melones conmigo, los ha acarreado en borricos hasta la pila y los ha cargado al camión. Y sus hermanos, también. Y aquí lo tenéis. Buen melonero, pero también muy buen estudiante. Éste es el ejemplo a seguir"... Y uno, allí asintiendo con la cabeza por no dejar mal al abuelo. Porque lo de buen estudiante si es verdad, pero lo otro... Es que me quiere mucho.

Ya siendo yo un mocito, mi suegro -un calco de mi padre en lo referente al afán- se desesperaba de ver mi rácana disposición a la hora de acarrear los melones. Con mis botas camperas de pico retorcido, mis pantalones colgones y mi pamela para el sol, más parecía un espantapájaros en medio de las camadas que un melonero bragado. Mi novia y mis cuñadas se morían de la risa ante el gesto encorajinado de su padre.

-¿Será posible?... -mascullaba por lo bajo-. ¡Un muchacho que no sirve pa ná!... 

Lo dicho, que lo mío no ha sido nunca la cocina... Ni el campo. 

viernes, 2 de octubre de 2020

Mis bizcochos

Ni pensar quiero qué hubiese sido de mí de cirujano. La de veces que me hubiese dejado gasas, tijeras... y hasta mis gafas de cerca entre las tripas de algún desdichado. Soy un manazas, ya lo sabéis. Las manualidades no me van. En el estudio y en la atención a los pacientes soy un crack, lo reconozco sin remilgos. Pero mis manos médicas solo han servido para tocar los hígados de la gente y para consolar, que tampoco es mala cosa.

A lo que voy: soy mucho más de probar lo que hacen otros que de cocinar por mí mismo. Por lo mismo, por mi poca albiliá (habilidad, para los que no sois de mi pueblo). Pero, de cuando en cuando, me da por hacerme algún bizcocho. Recuerdo con añoranza la de magdalenas, bizcochos y toda clase de pasteles que me regalaban mis pacientes. Les preguntaban a las enfermeras qué era lo que me podían regalar, y ellas: "dulses, dulses, cualquier tipo de dulse; le gustan todos". Mis preferidos eran unas magdalenas borrachas que  me compraban en una famosa pastelería en El Viso del Alcor, san Blas, se llama; y un bizcocho casero, insuperable, que me hacía cada semana una anciana venerable de Lebrija. Me lo tenía preparado cuando iba a su casa a tomarle la tensión y a charlotear un poquillo con ella. A veces tenía problemas de conciencia, porque no sabía muy bien si iba a visitarla como paciente o como pastelera.

Hace unos días, con la novedad de la Thermomix, me metí en harina para hacerme un bizcocho de zanahoria. Vamos allá. Horno precalentando. Lo primero, picar muy bien las zanahorias. Mi molde preparado, untado el suelo y las paredes con mantequilla y espolvoreados luego con harina. Perfecto. Vierto en el molde toda la melosa papilla que me ha salido de la Thermomix: huevos, aceite, harina, levadura, azúcar... Queda estupendo a la vista. Antes de meterlo en el horno, me acuerdo de una recomendación de Mariki: un dedito de sal. "¿Sal, Mariki? Pero si es un bizcocho!"... "Una mijitilla na más". Adentro. Me gusta ahora sentarme delante del horno para ver subir la masa. "Si no lo veo, no lo creo -me regaña la Peque-. Ahí, como un pasmarote"... Pero enseguida me acuerdo de que tengo que recoger y limpiar los trastos y la encimera "que es mu bonito ponerte a jugar a cocinita y dejarlo todo por medio". 

Y cuando estoy recogiendo... ¿Qué es lo que veo, por Dios bendito? ¡El cuenco con la zanahoria picada se me ha quedado fuera! Me da por reír. Y pienso, "bueno, hago el bizcocho simple, sin zanahoria". Y al momento cambio de parecer: saco el bizcocho del horno, total, ¿qué lleva, cinco minutos?..., le añado la zanahoria y lo vuelvo a remover todo. Se me forma un engrudo de cuidado, pero insisto con un cucharón de madera hasta que lo puedo igualar. Otra vez padentro. Y a pesar de los elementos, salió en condiciones, vaya. 

Pero no consigo emocionarme, y sin emoción no es lo mismo. Me emociono, sin embargo, cuando contemplo los mostradores en las pastelerías: lo bien dispuesto y ordenado del género: aquí los piononos con su gracioso sombrerito de yema; más allá, las locas, nevaditas de coco rayado; al lado, los manoletes cordobeses; al fondo, los cuernos de hojaldre rellenos de crema... ¡Joer! -pienso-, mis mejores pasteles están en los escaparates. Tengo dos pastelerías güenísimas al ladito de mi casa. ¿Vale la pena montar tanto tinglado?

Y luego, además, me sucede que cuando los pruebo, ninguno de mis bizcochos me satisface del todo. "Pero si está buenísimo -me anima la Peque-. El mejor de los que has hecho". Para ella, el último siempre es el mejor. Lástima que no suceda igual con los revolcones. No le cojo el punto, no. "Prueba a batir las claras por separado... Añádele a la masa un poquito de bicarbonato... Pon el calor sólo por abajo"... -me aconsejan mis amigas. Nada. Acepto para mí que no puede ser; que me he puesto el listón demasiado alto. Inalcanzable. Mi paladar no olvida aquella esponjosidad, aquella profundidad de sabor a aceite y limón de los bizcochos de Pepa, mi venerada anciana de Lebrija. Ahí está el tema.



El tiramisú sí me sale muy bueno. Pa que lo sepáis, vaya.