miércoles, 21 de octubre de 2020

El transistor

 Un día vinieron Mari Gracia y mi madre a hacernos la limpieza y nos trajeron un canasto de cerezas. Todavía en este primer año. Cuando te pones a comer cerezas es que no paras, como cuando comes pipas. Seis estudiantes hambrientos, dale que te pego. Encima, Antoñillo había invitado a comer a su amigo Sebastián que vivía cerca, en la casa de una viuda que se ganaba un complemento alquilando habitaciones a estudiantes. Y, cual Lazarillo, "Pepe el loco" las comía de dos en dos y de tres en tres, a pique de atragantarse. "Pero, Pepe -le regañaba Vicente-, ¿tú dónde coño estás tirando los huesos?" "Yo me los trago -decía el tío-, pa no perder comba".

El segundo año alquilamos un piso en la avenida de Granada, también en el Sector Sur. Pepe, Vicente y Pompeyo se buscaron la vida por su parte, y nos quedamos Fraski, Antoñillo, Sebastián y un muchacho nuevo, Alfonso, que era novio de Luisa, una amiga de nuestra pandilla del pueblo. Alfonso era de Sisante, un pueblo de Cuenca. Conoció a Luisa trabajando ambos en los hoteles de la Costa Brava. Y se vino a Córdoba a estudiar Química. Un primor de muchacho. Echamos un curso estupendo, sin incidentes disciplinarios, sin portero metomentodo y, encima, con una pastelería en la acera de enfrente. En los primeros meses se nos incorporó Antonio Moyano, que venía trasquilado de otro piso compartido con un troskista pasota. Lo recogimos por compasión. Ya cada uno con su novia -menos el Sebas, que fue tardío-, pero guardando las formas: Pili, María del Valle, la Peque y Julia frecuentaban el piso a diario y nos ayudaban en tareas domésticas, pero a la hora de acostarse cada mochuelo a su olivo. Julia era buena moza, pero las otras tres eran tan menudas que el padre de Antoñillo bromeaba diciendo que entre las tres no llegaban a una hembra completa. Con todo, aquel piso era posada para otros tantos amigos: Pepe "Huesos" y Salvi, los más aferrados. Creo que ese segundo año de carrera fue el más intenso para mí. No salía de mi cuarto más que para comer y mear. La Peque se traía sus apuntes y estudiábamos juntos. La puerta entreabierta para no despertar sospechas. Algún rocecillo, algún pellizco en tiernito y poco más. Con el lubrican vespertino, la acompañaba hasta su residencia, en una casa particular en el Parque Cruz Conde. Y vuelta patrás. Una hora entre ida y vuelta. Un esparcimiento necesario.

Alfonso, como digo, no tenía falta. Si acaso, rebuscando mucho, que estaba enganchado a su transistor las veinticuatro horas del día. Y en ocasiones, tanta cháchara y tanta cantinela me distraían en exceso. Sebastián había traído un saco de habas de su pueblo. Tuvimos habas para un mes. Porque no tenían salida. Fraski le armaba (y le arma) a cualquier material culinario que se le ponga por delante... Menos a las habas: le producen picores. El saco, medio lleno, medio vacío, se convirtió en un estorbo en la cocina, todo el mundo tropezando con él. "Zebas -le decía yo de cachondeo- no te ze olviden las habas otra vez que vayas al Zaucejo, eh".

El caso fue que me encontraba demasiado tensionado en la preparación de un examen de Anatomía. No le temía en absoluto a los contenidos de la asignatura. Nunca he tenido miedo ante un examen. Para mí, los exámenes han sido siempre un reto afrontado con esa suficiencia vergonzante que nos caracteriza a los empollones de buen rollo, aquéllos nacidos con ese don sin pretenderlo. Pero en esta ocasión mi desconfianza era el dibujo. Porque este catedrático nuevo, "El Collado", te obligaba a pintar en el folio la zona anatómica por la que te preguntaba. Y yo, cualquier cosa, menos el dibujo. Un negado. Los compañeros llevaban para el examen un estuche de lápices de colores para colorear los músculos de marrón; las arterias, de rojo; las venas, de un azulón clarito; los huesos, de ocre, y los nervios, de amarillo. Un despropósito para mis intereses. El sobresaliente se me escaparía, seguro. Y encima, el rum rum cansino del transistor de Alfonso.

Aprovechando una salida a la compra que le tocaba, cogí a hurtadillas su transistor y lo escondí en el saco de habas medio podridas ya. Era tarde y, curiosamente, a su regreso no lo echó en falta. Después de la cena vimos una película, y yo me acosté pronto según mi costumbre de siempre. Cuando volví de la facultad para almorzar al día siguiente, el piso estaba en revolución: todo el mundo buscando el transistor de Alfonso. "¿Tú lo has visto?" -se vuelven todos hacia mí. Con tanto revuelo, me dio cargo de conciencia, aparte de mi incorregible incapacidad para mentir sin que se me note: "vale, no busquéis más. Lo escondí anoche en medio del saco de habas". Y en vez de procurar alivio a la angustia de un desesperado Alfonso, lo que conseguí fue aumentar su furia. Porque esa misma mañana, el guevón del Zebas, harto de bromas sobre las habas dichosas, había cogido el saco y lo había tirado al contenedor de la basura. Corrimos todos a rebuscar en el contenedor, pero ya fue imposible. El camión había pasado.

Con pesar, ofrecí comprarle otro transistor a Alfonso. Pero ahí mi gente dio la talla: se le compró con el dinero del fondo comunitario.

¡Alfonso, qué buen chaval! No hemos vuelto a verlo. Se disgustaron Luisa y él, y se marchó de Córdoba. Por Luisa, que se cartea alguna vez con él, sabemos que sigue vivo y se encuentra bien. Ya es algo en los tiempos que corren.

6 comentarios:

  1. Ejemplar relato de memorias donde vuelve a deslumbrarme el pormenorizado listado de amigos y amigas alrededor de las anécdotas.

    Llama la atención, sobre los cambios que ha ido trayendo el tiempo, que madres y novias os hacendaran el piso, vamos que os hicieran limpiezas y visitas frecuentes, eso crea arraigo.

    Me ha causado hondo pesar que no aprovecharais las habas debidamente. La pérdida del transistor, no tanto.

    Un abrazo.

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  2. En aquellos tiempos -y aún ahora- era costumbre que las madres viniesen con cierta periodicidad a traernos comida, dar un arreglito de limpieza y vigilar el ambiente. jajaja. En cuanto a las novias, es que eran también estudiantes desplazadas, y vivían en Córdoba. Por entonces, no era bien visto que vivieran con nosotros. Ya hablaremos más adelante del tema.

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  3. Si te lo propones, seguro que puedes recrear con curiosos diálogos y detalles las visitas que recibíais de madres y novias.
    Personalmente, he tenido más suelta e independencia que tú, por lo que leo, pero también más desarraigo familiar, menos atenciones y seguimiento sobre mi formación educativa.
    Por ello siento interés en tales detalles familiares. Pero no te sientas presionado y cuéntanoslo sólo si te apetece.

    Abrazote.

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    1. Pedro, todo a su tiempo. En mi pueblo era un dicho habitual que los seminaristas éramos unos desarraigados porque estábamos todo el tiempo fuera y porque conforme más nos acercábamos a Dios, más nos separábamos de la gente querida. En mi caso, nada de eso. No he perdido nada de mis orígenes. De hecho, a lo largo y ancho d emis escritos, mi familia tiene un indiscutible protagonismo. Un abrazo.

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  4. Majestuoso Relato. Se me han saltado las lágrimas, por los vivencias, los recuerdos y algo de lo que No me acordaba. Del saco de habas sí, pero no de haber tirado el transistor.
    Gracias a tu memorion lo has resucitado.
    Algún día deberías encuadernar todo y ganarle a Harry Potter.
    Grande....!!!

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    1. Jajaja. ¡Qué gracia, Sebas! He contado con la ayuda inestimable de Fraski, que, para algunos detalles, apunta mejor que yo. Como soy el primero en leer lo que escribo, también lo soy en emocionarme y en reírme al tiempo. Un abrazo.

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