viernes, 2 de octubre de 2020

Mis bizcochos

Ni pensar quiero qué hubiese sido de mí de cirujano. La de veces que me hubiese dejado gasas, tijeras... y hasta mis gafas de cerca entre las tripas de algún desdichado. Soy un manazas, ya lo sabéis. Las manualidades no me van. En el estudio y en la atención a los pacientes soy un crack, lo reconozco sin remilgos. Pero mis manos médicas solo han servido para tocar los hígados de la gente y para consolar, que tampoco es mala cosa.

A lo que voy: soy mucho más de probar lo que hacen otros que de cocinar por mí mismo. Por lo mismo, por mi poca albiliá (habilidad, para los que no sois de mi pueblo). Pero, de cuando en cuando, me da por hacerme algún bizcocho. Recuerdo con añoranza la de magdalenas, bizcochos y toda clase de pasteles que me regalaban mis pacientes. Les preguntaban a las enfermeras qué era lo que me podían regalar, y ellas: "dulses, dulses, cualquier tipo de dulse; le gustan todos". Mis preferidos eran unas magdalenas borrachas que  me compraban en una famosa pastelería en El Viso del Alcor, san Blas, se llama; y un bizcocho casero, insuperable, que me hacía cada semana una anciana venerable de Lebrija. Me lo tenía preparado cuando iba a su casa a tomarle la tensión y a charlotear un poquillo con ella. A veces tenía problemas de conciencia, porque no sabía muy bien si iba a visitarla como paciente o como pastelera.

Hace unos días, con la novedad de la Thermomix, me metí en harina para hacerme un bizcocho de zanahoria. Vamos allá. Horno precalentando. Lo primero, picar muy bien las zanahorias. Mi molde preparado, untado el suelo y las paredes con mantequilla y espolvoreados luego con harina. Perfecto. Vierto en el molde toda la melosa papilla que me ha salido de la Thermomix: huevos, aceite, harina, levadura, azúcar... Queda estupendo a la vista. Antes de meterlo en el horno, me acuerdo de una recomendación de Mariki: un dedito de sal. "¿Sal, Mariki? Pero si es un bizcocho!"... "Una mijitilla na más". Adentro. Me gusta ahora sentarme delante del horno para ver subir la masa. "Si no lo veo, no lo creo -me regaña la Peque-. Ahí, como un pasmarote"... Pero enseguida me acuerdo de que tengo que recoger y limpiar los trastos y la encimera "que es mu bonito ponerte a jugar a cocinita y dejarlo todo por medio". 

Y cuando estoy recogiendo... ¿Qué es lo que veo, por Dios bendito? ¡El cuenco con la zanahoria picada se me ha quedado fuera! Me da por reír. Y pienso, "bueno, hago el bizcocho simple, sin zanahoria". Y al momento cambio de parecer: saco el bizcocho del horno, total, ¿qué lleva, cinco minutos?..., le añado la zanahoria y lo vuelvo a remover todo. Se me forma un engrudo de cuidado, pero insisto con un cucharón de madera hasta que lo puedo igualar. Otra vez padentro. Y a pesar de los elementos, salió en condiciones, vaya. 

Pero no consigo emocionarme, y sin emoción no es lo mismo. Me emociono, sin embargo, cuando contemplo los mostradores en las pastelerías: lo bien dispuesto y ordenado del género: aquí los piononos con su gracioso sombrerito de yema; más allá, las locas, nevaditas de coco rayado; al lado, los manoletes cordobeses; al fondo, los cuernos de hojaldre rellenos de crema... ¡Joer! -pienso-, mis mejores pasteles están en los escaparates. Tengo dos pastelerías güenísimas al ladito de mi casa. ¿Vale la pena montar tanto tinglado?

Y luego, además, me sucede que cuando los pruebo, ninguno de mis bizcochos me satisface del todo. "Pero si está buenísimo -me anima la Peque-. El mejor de los que has hecho". Para ella, el último siempre es el mejor. Lástima que no suceda igual con los revolcones. No le cojo el punto, no. "Prueba a batir las claras por separado... Añádele a la masa un poquito de bicarbonato... Pon el calor sólo por abajo"... -me aconsejan mis amigas. Nada. Acepto para mí que no puede ser; que me he puesto el listón demasiado alto. Inalcanzable. Mi paladar no olvida aquella esponjosidad, aquella profundidad de sabor a aceite y limón de los bizcochos de Pepa, mi venerada anciana de Lebrija. Ahí está el tema.



El tiramisú sí me sale muy bueno. Pa que lo sepáis, vaya.

 

3 comentarios:

  1. Todos hemos empezado como tú, con mucha capacidad de mejora en conceptos y maniobras.

    A ti lo que te pasa es que te pilla un poco mayor y alegas torpeza en vez de decir que un aprendizaje nuevo, como ese, se te hace cuesta arriba, ya que exige paciencia y atención a los detalles.

    Cocinar es más fácil que montar en bici: la olla y el horno te guisan cualquier cosa. La sartén ya es otra cosa: Hay que controlar más el fuego, estar atento y no quemarse.

    Los dulces básicos, en lo que tú tienes algo de práctica, elaborando bien la masa, con su miajita de levadura o bicarbonato, sal y tempos de reposo y luego de horno están hechos.

    Obviamente nadie sabe cocinarlo todo, pero libros de recetas los hay a cientos. Seguir las instrucciones me resulta más fácil que montar estanterías y armarios.

    El mayor gozo está en la degustación del alimento, pero la elaboración es ya un contacto amoroso con los alimentos muy agradable.
    Aprendí a hacer paellas a los treintaitantos. En menos de un año ya me pedían mis amigos que les hiciera una paellita para agasajar a algún invitado. El orgullo de sacar del fuego una paella, que diez o quince minutos despues sirves en los platos, te lo puede explicar cualquier cocinita de los muchos que conoces. Te suben las endorfinas y la autoestima como si nada.

    Mi consejo es que vuelvas a elaborar otro bizcocho con un plan general de mejoras y alguna supervisión experta. Verás cómo te suben las endorfinas y dejas de considerarte un manazas.

    Tampoco es preciso que sustituyas a Arguiñano, Adriá, Cándido...

    Me recuerdas a los usuarios de ordenador que les dices cómo se ejecuta una rutina y les da pereza hasta apuntárselo. Un tiempo después te vuelven a pedir que les hagas la misma instalación y así sucesivamente.

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    1. Sí, más o menos eso es lo que me pasa. Sin embargo, creo que el secreto está en la emoción. Pese a mi edad provecta me pongo a escribir y se me pasan las horas sin sentir. ¿Por qué? Porque me emociono escribiendo. Tú eres poeta, entiendes perfectamente lo que digo. La cocina... Como que no. Lo que hago es más por obligación, por vergüenza que por devoción. No hay problema. Tiene que haber gente pa tó.

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  2. En lo del dulce los distingo por el color y la forma, apenas por el sabor. Me paso meses sin probarlos y nunca se me ocurre ir a comprarlos. En la cocina soy un eficiente pinche: corto, pelo, mondo, trituro, enjuago, lavo y soy especialista en sofritos. Luego llega la alquimista y con una cajita llena de tarritos los va abriendo y echando polvos en cada cosa que el pinche ha ido elaborando. Así que yo me quedo en la parte mecánica y dejo el arte para la alquimista. Es menos responsabilidad y mucho más relajado.

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