martes, 6 de octubre de 2020

Donde la felicidad se esconde

No sé si alguna vez os habéis preguntado por aquel momento de vuestra niñez en que por primera vez tuvisteis conciencia sobre la felicidad del vivir. Hacedlo. Es una higiene mental muy saludable.

En mi caso, creo que tal cosa me sobrevino sobre los once o doce años. Sí, sí, ya sé que muy tarde. Pero deberíais considerar que a mí el uso de razón me llegó con bastante retraso. Desde luego, mucho más allá de la primera comunión. Hasta poco antes de ingresar en el seminario, yo pensaba de verdad que, de mayor, me casaría con mi hermana Josefa para así no separar a la familia. Fue cosa del tifus. Mi madre achacaba todas mis debilidades al maldito tifus que a punto estuvo de llevarme palante. Sobreviví, sí, pero me dejó mis cosillas.

Pudo ocurrir en agosto del 64, un mes y pico antes de ingresar en los Ángeles.

-Chsss, chsss -noto el zamarreo suave de mi padre-. José María, nene, despierta..., venga, que ya está aquí Frasquito. Vamos.

Y ahora me arrepiento de haberle dicho anoche que me llamara para ir a los melones. Pero enseguida me repongo. Me desperezo y me levanto rápido.

-No formes ruido. Déjalos a los demás que duerman -me advierte.

En la choza dormimos todos rebujados. Es muy amplia y la usamos solamente como salón dormitorio. La cocina -una hornilla y sus trébedes- la hemos montado fuera, al aire libre, por aquello de los incendios. Mi madre se ha acurrucado en su cama de la entrada con mi hermano chico, de solo tres meses y enchufado ya a la teta. Y en el fondo, dos jergones con pajas de trigo donde dormimos los demás: mi Manolo conmigo, y mi Juan con mi hermana Josefa. Mi Manolo, tan fuguilla, se ha levantado tan pronto como ha escuchado fóllega. Se viene con nosotros. A sus seis años, es un hombrecito negrucillo y cabezón.

Amanecer en un melonar en agosto es una sensación tan placentera que todo el mundo debería vivirla alguna vez. El sol naciente, oculto aún por la sierra de Rute, deja todo el campo con ese color rosado del lubricán matutino. El aire huele a tierra dulce, y pica en la nariz el polvillo de las matas de melón. Una fragancia inigualable. 

-Manolo y tú, por esta hilá -me ordena mi padre-. Tú cortas, y él que ponga los melones en el centro de la camá. ¡Que no te vaya a coger la navaja, eh!

Mi padre me ha enseñado a reconocer los melones en su punto de corte y a cortarlos dejándoles el rabillo principal y otros dos laterales para que formen una especie de cruz. Me produce cierto regusto morboso destapar algún melón hermoso que se esconde bajo grandes hojas, como si quisiera escapar de la navaja. Si encuentro algún melón rajado también lo corto, pero lo dejamos separado de los demás, porque los rajados no son para el camión, sino para nuestro propio consumo.

-Los rajados son los mejores -sentencia mi padre. Se rajan de la misma salud que tienen.

Un amigo me escribe diciéndome que el olor de un melón recién cortado lo devuelve a su infancia. Ahora, ya mayorcitos y con un gusto más refinado, hablamos con cierta suficiencia del olor tan penetrante de un buen jamón ibérico recién cortado, o del bouqué de un buen Ribera o Rioja. Nada comparable, sin embargo, a coger un melón de su mata en la mañana fresquita de agosto, hincarle un poquito la navaja por la mollera y que se te raje en dos en tus manos. ¡Uuuhhhmmm! Gloria bendita.

Mi Manolo es una fierecilla. Al primer descanso que hago para estirar la espalda, y suelto la navaja, enseguida la coge y sigue hilera palante cortando melones más rápido que yo mismo.

-¡La madre que lo parió!... Anda que me deja en evidencia...

-Vámonos a desayunar -manda mi padre al cabo de un buen rato.

Mi madre y mi hermana ya tienen dispuesta una mesita de esas de patas plegables, su hule por encima y sus sillas. Las tostadas, el aceite y el café con leche ya están listos. Mi padre y Frasquito se han traído dos melones rajados, los más grandes que han pillado. Y nos  sentamos todos a desayunar. Frasquito no es de la familia. Cuando pasen cuatro o cinco años será mi cuñado, pero ahora es un muchacho de quince años que vive aquí al lado, en el cortijo del Torreón, y que viene a ayudar a mi padre con los melones. Quién sabe si con alguna intención añadida. Desde luego, mi hermana, con sus pecas y sus trenzas caoba, se está poniendo muy vistosa. Pero yo creo que no, que Frasquito viene a trabajar por el medio jornal que mi padre le apunta. Mi tifus pasado no me da para más.

Y ahí, sentado a la mesa, todo mi mundo. Bueno, faltan mis abuelos y mis padrinos, pero en este momento mi mundo se resume en esta mesita y sus comensales en la puerta de una choza de meloneros. Y pienso, por primera vez, aquello que luego aprenderé en el seminario que le dijo san Pedro al Señor en lo alto del monte Tabor: "Señor, qué bien estamos aquí. Hagamos tres tiendas y quedémonos"... Pues, eso mismo. 

Éste fue el instante en que yo tuve la vivencia de ser un niño completamente feliz. Un niño que no necesitaba nada más de la vida. Un niño que, por fin, esa mañana de agosto, pudo  desterrar los dos miedos que le han mortificado su infancia: ya no habría otra guerra que pudiera llevarse a su padre; y ya, para siempre, se borraría de los ojos de su madre aquella tristeza infinita por la muerte de dos hijos. Porque a sus cuarenta y un años, y recién parida, no era cosa de más hijos que fueran a nacer para morirse poco tiempo después. O eso pensábamos. 

Vino una niña, de un tiro a gol con demasiado efecto, cinco años más tarde, pero ya eran otros los tiempos. Y sobrevivió, digo si sobrevivió...

Bueno, con esto rematamos, si os parece, la temporada de los melones.


15 comentarios:

  1. Magnífico relato de vida, José María.

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  2. Amigo José María, el pasado de la niñez se nos funde con el presente a través de los recuerdos. Un reflejo que brota, a mi me pasa, cuando llevo a los nietos de la mano y vuelven aquellos sentimientos nacidos a la sombra de los olivos, olor a leña chisporroteante comiendo migas junto a la chimenea.
    Cimientos de confianza en nuestra forma campestre de vida segura, sin importar las holguras o nuestras estrecheces, el cariño de los nuestros, de los padres.
    Sin darnos cuenta hoy con otros entornos de coches y carbonilla, también se transmuta hacia los nietos los anhelos felices de nuestra infancia.
    Aquellos niños somos abuelos.
    Un abrazo amigo Filiberto.
    Juan Martín

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  3. De aquí a la obra genial de un escritor en madurez, sólo hay un par de horas más. Genial el relato. A uno le haces vivior el momento con una inmensa sonrisa y también le haces volver la cara atrás y poner la memoria y los sentimientos a fundinar. Muy bueno José María.

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  4. Lo he mando sin corregir. Los siento. Un buen escrito no merece una respuesta tan poco elaborada.

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    1. No necesita corrección aquello escrito con el corazón. Besos desde Coto Ríos. Cazorla.

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  5. Muy bueno, José María. Ve recopilando todos los referidos a Palenciana, a la Capilla y tienes un libro precioso. Una novela rural de costumbres de la llamada ahora España vaciada.

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    1. Algo he de hacer, sí. Pero mi idea es entrelazar con guión apropiado vivencias en ambas partes, el pueblo y el seminario.

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  6. Que más se necesita: un buen melón, mucho sol y buena compañía para ser feliz, necesitamos esa Arcadia feliz para centrarnos y saber de lo importante, viva la vida.

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  7. Te superas!!! de los que más me han gustado. Pero dudo que aprendieras a distinguir los maduros.jajaja
    Yo pastor serrano guardando mis ovejas los calaba con mi navajilla y podía dejar en el melonar 20 ó 30 pelotas ó pepinos.

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    1. Pero identifícate, hombre de Dios. Ya sabemos que puedes provenir de los Pedroches o del Guadiato.

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  8. Bien, bien José M. Hay que ver cuánto da de sí los melones, pero más da de sí tu vida. Creo que en tu infancia hay muchos momentos con conciencia de felicidad, sino no puede entenderse la cantidad de escritos y el tono y la orientación que le das. Lo dicho muy bueno

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    1. Tu comentario no es de fiar. Está muy sesgado por tantos años de amistad y noviazgo. Jajaja

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  9. Muy bueno José María. Al leelo has conseguido que me pare a pensar en mis momentos felices de mi infancia, como cuando me sentaba por la noche al lado de mi abuelo en una silla pequeñita de anea, enfrente la chimenea y me contaba historias. Pienso que la niñez,está llena de momentos felices, y que gran suerte tiene el que los pueda recordar y escribir tan bien como lo haces tú. Este pasaje es muy bueno José María. Sigue con ese ånimo y esa alegría narrativa que le das a tus escritos

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    1. Habrás entendido que el bebé de tres meses era tu amigo Frasco. Claro.

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  10. Muy bueno José María. Al leelo has conseguido que me pare a pensar en mis momentos felices de mi infancia, como cuando me sentaba por la noche al lado de mi abuelo en una silla pequeñita de anea, enfrente la chimenea y me contaba historias. Pienso que la niñez,está llena de momentos felices, y que gran suerte tiene el que los pueda recordar y escribir tan bien como lo haces tú. Este pasaje es muy bueno José María. Sigue con ese ånimo y esa alegría narrativa que le das a tus escritos

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