domingo, 25 de octubre de 2020

La semilla del rojerío

Pasado apenas un mes desde el principio de curso, allá por febrero del 74, aquellos dos jóvenes no eran alumnos que pasaran desapercibidos entre la caterva de estudiantes de primero. Raros los dos. Uno, por ser un muchacho oscuro de trato, pero muy atrevido en sus intervenciones en clase; y éste otro, por sus trazas de curilla arrepentido y por sus ya indiscutibles pintas de estudioso. Que alguien proveniente de Letras le acertara aquel día a don Pedro Montilla la complicada fórmula del ciclopentanoperhidrofrenanteno lo catapultó de inmediato al estrellato, el empollón del curso. Raros los dos. Pepe Máximo y José María. Y ambos dos no se explicaban qué suerte de cualidad, qué especie de liria de almendro en sus pieles respectivas, para que no pudiesen despegarse el uno del otro. Desde los primeros días. Aquello verdadero del Dios los cría y ellos solos se juntan. Pares cum paribus facillime congregantur. Juntos se dejaron la barba. Juntos hacían el paseo de ida y vuelta desde el Sector Sur hasta la facultad, unos buenos veinte minutos de trayecto al paso de entonces. Quizá el pegamento fuese la rusticidad o la timidez o, acaso, la buena leche que mamaron ambos. En aquellos agradables paseos charlaban todo lo que tocaba ese día. De asuntos de las clases, del singular profesor don Pedro Montilla; del guaperas del Jover; de la honda sabiduría de Jordano... ¡Y de política, macho! Pepe, el primer culpable del giro izquierdoso que tan poco le pegaba a José María.

En el tercer curso, cansados ambos de tanto cruzar el puente, acordaron alquilar un piso más cerquita del hospital y de la escuela de enfermeras, adonde se había mudado Toñi. De todas formas, Fraski, Antoñillo y Sebastián, mosqueteros de José María, habían finalizado Magisterio y cada uno había tirado para su lado. Lógico.  Un buen piso en la avenida Virgen de los Dolores. Se les arrimó, para así abaratar costes, un estudiante boliviano, Miguel, un tipo reservado que hacía una especie de vida paralela, pero que no les dio ningún problema.

Lo más importante para José María, en esos años, era aprovechar el tiempo de estudio al máximo. Ni un minuto que perder. Tenía muy metido en su conciencia la responsabilidad del estudio: estaba allí para estudiar; sus padres estaban sacrificando un jornal, que tan bien les vendría, para que él sacase la carrera; el gobierno le daba una generosa beca salario y debía responder. Casi todo lo demás le era ajeno. Casi, porque sus paseos vespertinos con la novia eran sagrados. Le daba un poco igual la limpieza del piso o la calidad de las comidas. Nunca participó en huelgas de estudiantes ni manifestaciones, tan frecuentes en aquellos días, ni una sola carrera huyendo de los grises... cuando Pepe no se perdía una, y había días en que venía con magulladuras de haber rodado por los suelos. Ni siquiera sintió alivio alguno el día de la muerte de Franco, que ocurrió al principio de este tercer curso. Y Pepe, sin embargo, hasta se emocionó de contento.

-Pepe -le recriminó con ánimo paternal-, vas a ser médico, no deberías alegrarte por la muerte de nadie.

-Hay excepciones, José María -le respondió muy serio-. La muerte del dictador supone la vida para mucha gente inocente.

Lo dejó planchado.

Y sucedía que a Pepe Máximo, buen estudiante, le podían sus ganas de enfollonarse. Estudiaban juntos en la misma mesa, pasaban a limpio los apuntes, se hacían preguntas rebuscadas, aclaraban dudas... El uno se bebía la Patología General de don Pedro Sánchez Guijo; el otro se decantaba por la Histología. Pepe era minucioso y detallista: tenía que pintar y visualizar dónde coño estuviese el espacio de Disse, entre los hepatocitos. José María se lo aprendía, y ya está; pero él, no. Él tenía que verlo en su cabeza. Pero esa exquisita curiosidad suya, a fin de cuentas, les favorecía a ambos. Lo malo era cuando, sin venir a cuento, enfrascados con los apuntes del día, Pepe escuchaba discutir a los albañiles en una obra de enfrente. Dejaba los papeles de cualquier manera y salía pitando para la calle dejando al otro descompuesto. Miguel y él se asomaban a la ventana, y allí que lo veían departir con los albañiles como uno más.

-Pero, Pepe ¿de qué habláis?

-Pues de sus problemas, de los horarios, de la falta de seguridad, de los abusos de los contratistas... De cosas de la vida. No todo puede ser estudiar, hombre ya -se medio enfadaba.

-Pepe -le discutía el otro-, la obligación de esos trabajadores es cumplir con su trabajo lo mejor que puedan; y la nuestra es estudiar. ¿Te imaginas que alguno de esos albañiles dejara media hora su trabajo para venir a nuestro piso a interesarse por tus problemas académicos?

-¿Y tú te imaginas la fuerza de los estudiantes apoyando las reivindicaciones justas de esta gente?

Y así, siempre. ¡Coño!, que sembró muy bien en el corazón del otro la semilla del rojerío.

Porque, a pesar de sus rarezas, era un chaval de nobleza y compromiso indiscutibles. Un compañero de facultad, casado a la carrera y de penalty, el año anterior, necesitó de un favor muy comprometedor social y políticamente en aquella época. Y Pepe respondió con todo y con más, cosa que ni siquiera llegó a oídos de José María ni puedo asegurar que, de haberlo sabido, hubiese estado a la altura. Más que nada, por  lo cagueta que era.

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Se fue a Sevilla. Ese tercer año, en la feria de mayo, se echó una novia que estudiaba Matemáticas en Sevilla. Y Pepe cambió su expediente y acabó la carrera en la universidad hispalense. Lo he visto luego pocas veces porque él ha sido médico de atención primaria en pueblos cordobeses, mientras que yo he estado en Sevilla todo el tiempo. Pero nos seguimos queriendo igual. Ahora es un médico jubilado y muy refinado. Físicamente, poco que ver con el Pepe Máximo de entonces.

Cuando mis hermanos y otra gente del pueblo que me quiere no comprenden mi afición podemita olvidan que he gozado de muy "malas" influencias. Y otras mucho peores que estaban aun por llegar. La vida, que nadie sabe por dónde va a despuntar. Naces en el seno de una familia de orden, te tiras luego diez años de seminarista casi ejemplar (lo de casi es por lo libidinoso), sacas con matrícula de honor una carrera, la más noble conocida..., y me sales ahora ateo y podemita. Pa mear y no echar gota.

Quedad con Dios. 


 

5 comentarios:

  1. Y la compaña. Decían en mi pueblo.

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  2. Y en el mío, también. Y la compaña.

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  3. La juventud tiene eso, que los ideales calan hasta que llega el turno de ejercer la mayoría de edad, entonces hay que elegir en el puesto que jugamos la partida.
    Nadie es perfecto, solo se trata de resolver la economía para que los números sean verdes: Sea una familia, una empresa o un país, que pillos hay en todas partes, y también cuecen habas en las mejores familias.
    Y en la vejez ya ni te cuento.
    Amigo José María un cordial abrazo.
    Juan Martín

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  4. Rojos por contagio, como tú, haylos, aunque la mayoría pierde el lustre socialista con los años y los desengaños.
    Rojos por la gracia de Dios, ni uno.
    No sé qué pasa que se me tuercen y se van a la COPE, sin pasar siquiera por el sindicalismo laboral.

    Actualmente sólo daría mi voto a un candidato honrado, especie completamente extinguida.

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    1. Especie en extinción, desgraciadamente. Alguno ha de quedar por ahí suelto. Hay que seguir escurcando. Un abrazo

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