viernes, 23 de octubre de 2020

Calenturas de un seminarista

Lo primero que aquel monaguillo veía al entrar en La Capilla por los portones principales era esa imagen: su abuelo Manolo y don Bernardo, solemnes, conversando en uno de los bancos del pasillo del molino, bajo las ubres generosas de aquella parra centenaria. El abuelo, humilde, el cuidador de las bestias, "El Pensaor", pero también el oráculo del cortijo; don Bernardo, abogado y empresario, antiguo diputado por la CEDA en las Cortes del 36, un señorito muy particular, amable y cercano. Ambos, tan distintos y distantes, igualados en esos sublimes momentos por sus pláticas cordiales, por su particular sabiduría.

Aquel monaguillo ha crecido. Pero la estampa apenas ha cambiado. Si acaso, que los nietos de don José, el amo, ya niños, molestan con sus alocados revoloteos a estos dos venerables ancianos en sus cortos diálogos, en sus alargados silencios. Manolo y don Bernardo parecen inmunes al tiempo. Y al espacio. Ahí siguen, en su mismo banco, en la misma pose, con el mismo tiempo, su tiempo, quién sabe si con los mismos pensamientos. José María tiene ya quince años para dieciséis, un mozuelo, y se sorprende con mucho agrado al contemplar aquella escena, tantas veces repetida, de ese debate a dos, de ese magisterio rústico impartido desde almas cándidas. Decentes. Porque él recuerda -a fin de cuentas hablamos de tres o cuatro años atrás- haber escuchado, sentado al lado de su abuelo, algunas de aquellas reflexiones tan complicadas de entender entonces por un chavea.

-Siéntate con nosotros, venga José María -le anima el señorito-. Vamos a recordar viejos tiempos...

Y aquel monaguillo, ahora flamante seminarista en Córdoba, se complace de participar en esa especie de banquete de intelectualidad campestre. Desde que pueda recordar, ha sentido este muchacho una simpatía especial por don Bernardo. Quizá solo fuese agradecimiento por el trato que el señorito ha dispensado siempre a su abuelo y a su padre.

-No te puedes ni imaginar, José María, la satisfacción que me produce cada vez que tu abuelo me habla de tus notas, de tus progresos en el seminario. Por lo visto, resulta que eres un empollón, ¡qué barbaridad!

-Muchas gracias, don Bernardo -responde el chaval con cierta vergüenza-. Se me dan bien los latines, es verdad. Y estoy muy contento. Tengo a quien parecerme, eh -le dice, al mismo tiempo que le hace un guiño cómplice al abuelo.

-Jajaja -se ríe de buena gana-. Desde luego que sí.

Y comentan entre los tres las torpezas de José María cuando venía de monaguillo con don Juan el cura a ayudar a misa todos los domingos al mediodía en el coche de Julián el chófer: el día aquél que se le derramaron las vinagreras... ¡Menos mal que fue antes de la consagración, que si no!... O aquella otra vez en que a don Juan se le escurrió la sagrada forma de sus dedos al dar la comunión a la señorita Consuelo, y José María, tan despistado como era, no acertó a recogerla con la patena... ¡La que se lio con el cuerpo de Cristo rodando por los suelos! A don Juan por poco le da un pasmo.

Y José María se sonríe recordando aquellas fechas. Era verdad. En la comunión, le aburría permanecer allí de pie poniendo la patena en el pecho de la gente. Salvo cuando se acercaba la señorita Consuelo. Entonces se ponía nervioso por la atracción que ésta le provocaba. Era una mujer joven, menuda, muy simpática y con una cara de muñeca. Al arrodillarse para recibir la hostia sagrada, dejaba un poco al descubierto el canalillo carnosito de sus pechos tan bien conformados. Y más, mirándolo desde arriba. Y aquel dichoso día se aturrulló más de la cuenta.

En estas cosas estaban, cuando, ya al mediodía, sale por la puerta de la casa Mari Carmen, la niñera, a pasear en su carrito al más chiquitín de los nietos de don José, el amo. Mari Carmen es una muchacha de muy buen ver. Las cosas como son. A sus diecisiete años, una mujer de una vez. Risueña, alegre y descarada, a José María, sin embargo, lo que más le priva son sus piernas. Muchas tardes de este verano, la muchacha sale a tomar el fresco a los peñones de la entrada, a departir con las mujeres del cortijo, La Paloma, María Josefa, Carmen de la huerta, la prima Norberta, Rosario Bueno, momá Gracia... Incluso doña Rosa, esposa de don Bernardo, se para con ellas un rato cuando vuelve de su paseo. José María y su hermana Josefa acuden también, más que nada para escuchar los cuentos y anécdotas que cuenta La Paloma de una manera tan divertida. Mari Carmen se sienta de cualquier forma, sintiéndose segura entre mujeres. Ahora cruza las piernas para un lado, ahora las descruza... En fin, mucho descaro.

-Chiquilla, ten cuidado con tus patorras, que hay ropa tendida -le recriminaba Norberta con su genio tan característico-. Y además, que es un seminarista.

-Lo que se han de comer los gusanos, que lo vean los cristianos -se ponía la tía-. Y además, otra cosa le digo, Noberta: más sufre quien ve que quien enseña. -Y hacía su mohín con la boca y todo.

José María nunca había escuchado a ninguna muchacha de su pandilla del pueblo hablar de esa manera, con semejante desparpajo. Y se quedaba embobado. En el invierno pasado, en las navidades, ya había estado con ella algunos ratos, incluso había bailado agarrado con ella en los guateques que organizaban Agundo y el Gorrito en una de las casillas de los aceituneros. Estaba encandilado. Hasta le asaltaban  malos pensamientos por las noches. 

Y ahora, al verla pasear por el pasillo del molino empujando al carrito, agachándose para recoger el biberón o algún pañal, enseñando inadvertidamente los traseros tan... apetitosos ¡Que no le podía quitar ojo de encima, oye! Y, claro, don Bernardo que se apercibe y le comenta bajito al abuelo:

-Manolo -le dice con sorna-, me parece que nos hemos equivocado con lo del seminario.

-¿Y eso? -responde guasón el abuelo, sabiendo de antemano la respuesta.

-Pues que a este muchacho tuyo se le sale la calentura por los ojos. ¿No te das cuenta cómo mira a la muchacha?

-No hay cuidado don Bernardo -le dice con mucha pachorra-. He escuchado en la tele que eso es cosa de las hormonas.

-Sí... Eso será.


Profetas del campo. 


8 comentarios:

  1. Manteniendo la facilidad para describir estampas rurales y llenas de vida, advierto que introduces novedades técnicas en tu escritura acertadamente

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    1. La práctica que uno va cogiendo...Jajaja. Y eso que escribir y publicar casi a diario hace que me precipite en ocasiones y no corrija defectos. pero la cosa es que disfruto mucho haciéndolo. Un beso.

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  2. Que sigas disfrutando José María, de rebote también nosotros lo hacemos.
    Recibe un fuerte abrazo.

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  3. Ahora he entendido para qué te hiciste médico: ¡para tratarte y curar tus calenturas!

    Lo cierto es que en aquellos tiempos del franquismo, ver un conejo era más difícil que tener una aparición mariana.
    En mi caso lo más que llegué a ver fue una chica en bragas en un anuncio del periódico, y me entró una calentura que tuve que ir a confesar.

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    1. No, Pedro; ni siendo médico se apaciguan las calenturas. Es algo demasiado primitivo que llevamos en el paleoencéfalo. Incluso a nuestra edad aún quedan rescoldos ¿no verdad?
      Un abrazo.

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  4. Rescoldillos quedan, aunque a veces hay que soplar un poco para reavivarlos.

    Pero no quiero abusar del tema que quema.

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