martes, 31 de marzo de 2020

Día 17. ¿Qué espero de la Iglesia?


Bien, reconozco que mi posición a este respecto es un poco complicada e incómoda. Primero, porque soy un católico descreído -eufemismo de ateo- que se ha criado entre sotanas; segundo, porque tanto mi persona como mi blog se inspiran en la concordia y huyen de la confrontación; y en tercer lugar, porque tengo amigos que eventualmente pudieran sentirse disgustados por mis palabras. Pues, vale, pasa del tema, no escribas sobre este asunto. Pero me impele a hacerlo precisamente aquello que tantos buenos curas me enseñaron: el compromiso social, la voluntad de servicio que se le debe suponer a la Iglesia.

Veamos: las Agustinas de san Leandro, en Sevilla, han trocado su tradicional obrador de yemas, pestiños y magdalenas por las máquinas de coser, y están fabricando unas 300 mascarillas diarias. Pues estupendo. Cáritas de Córdoba ha echado mano de jóvenes voluntarios para algunas de sus tareas. El rector del seminario de san José, en Burgos, ha dispuesto sus instalaciones para convertirlo en albergue para personas sin hogar. Con una disponibilidad para 55 plazas, ya está en funcionamiento. Esto es, que cunda la cosa, joer. Cuesta encontrar en la prensa algún ejemplo aislado de aportación eclesiástica con la sociedad civil. Seguro que existen muchos más casos similares, pero a uno le agradaría poder testificar ese empeño y sentirse así orgulloso de la casa que fue su hogar durante tantos años.

¿Y qué pasa con la Iglesia como Institución? -os preguntaréis-. ¿Qué deberíamos esperar? Bueno, desde mi más sincero y profundo respeto por las comunidades cristianas de base, desde mi admiración por muchos curas, monjes y monjas que sustentan el auténtico sentido cristiano de entrega y de pobreza, y desde mi cariño por toda la gente de buena fe, considero que la Iglesia debería aprovechar esta magnífica e irrepetible oportunidad que le brinda la crisis para ofrecer a la sociedad parte de lo mucho que posee: su descomunal patrimonio inmatriculado. Ni siquiera hiciera falta el dinero. Quizá bastaría con poner a disposición de las autoridades civiles y sanitarias espacios y lugares desocupados tales como pisos, iglesias, seminarios, salones, hoteles, aumentar sus aportaciones a Cáritas... No sé, algún gesto de grandeza. Sin ánimo de lastimar a los católicos practicantes, uno no puede dejar de preguntarse dónde está la juventud católica, dónde los seminaristas, dónde los cofrades...¿Encerrados en sus casas? ¿Quizá de Ejercicios Espirituales? Y sin embargo, gente de protección civil y personas jubiladas de alto riesgo haciendo el reparto del banco de alimentos. ¿Tiene eso sentido? ¿Acaso no podría la Iglesia activar su enorme potencial humano para que sus jóvenes de bajo riesgo se ocupasen de tareas tan esenciales hoy como las de apoyo a Cáritas, a las hermanitas de los pobres o a las residencias de ancianos? A lo mejor ¡ojalá! lo están haciendo y no se publicita por aquello de que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha. ¡Ojalá! Sacadme entonces de mi error, y yo pediré perdón. "Los pobres no son mi problema" -respondió cierto obispo cercano a una pregunta al respecto por parte de un cura molestoso. 

Por contra, me produce sonrojo comprobar que para algunos sacerdotes y obispos la preocupación de estos días tan inciertos sea la de poder decir misa en las puertas de las iglesias o bendecir las calles custodia en ristre. Sin contar con la desfachatez -permítaseme la expresión- de algunos prelados iluminados que ya han dado no solo con la causa, sino también con la cura de esta enfermedad. Veamos qué predican: el origen de la crisis está en los pecados recientes de la Humanidad, esto es, la eutanasia, la diversidad sexual y el aborto. Y luego de la causa, la cura: el tratamiento consiste en procesiones y ofrendas, porque está demostrado que el antídoto más eficaz contra el virus es la fe. ¡Arsa nene! Y los científicos devanándose los sesos en busca de la vacuna.

Enga, anda, vámonos pal balcón.

lunes, 30 de marzo de 2020

Día 16. Templanza


Para Aristóteles, la templanza es una virtud que representa el término medio entre el desenfreno y la insensibilidad. Tiene que ver con la moderación, la sobriedad, la continencia. Una persona con templanza reacciona de manera equilibrada, controlando sus emociones e impulsos; capaz de enfrentarse con serenidad a situaciones difíciles o peligrosas. Son templados mis amigos Hassan y el Luna en sus conductas y en sus mensajes; es desenfrenado mi amigo Agustín en lo referente al condumio, y se muestran insensibles algunas de nuestras santas a ciertas necesidades confesables de sus maridos. Por ejemplo.

No sé vosotros, pero yo le encuentro cara de estreñido a Salvador Illa, ministro de sanidad, así tan circunspecto e hierático como sale en la tele. A lo mejor en su casa y con los amigos es otra cosa, bueno... Pero es razonable la duda de que no. Sin embargo, me cae muy bien Fernando Simón, director de Alertas y Emergencias Sanitarias, y eso que su imagen mediática no puede ser más desaliñada: cara envejecida, manchas, arrugas, ojos ajados y melancólicos, cejas de Luis Tosar, indumentaria de cura obrero, y una greñura que no ha conocido peine en lustros. Ni Boris Johnson. Da la impresión de que el buen hombre deba de  estar tan inmerso en sus quehaceres en busca del dichoso pico que nunca se alcanza, que descuida por completo su puesta en escena. Este no salía de permiso en la mili por no pasar el estado de revista. Pero lo que me atrae de él es la pose de templanza, su sosiego.

No es hombre político, eso salta a la vista. Ni tiene frases hechas ni discursos preparados. Pareciera que salga al ruedo a pecho descubierto, a portagayola. Acepta cualquier reto, responde sin rodeos y pide perdón si alguna vez se excede. Enfrentado cada mañana a una veintena de periodistas, es la voz ronca y asabinada que pone orden en el caos. Un hombre de ciencia. Un hombre de confianza. Ejemplo paradigmático de estas personas a quienes deseaba Machado: aquéllas que saben distinguir las voces de los ecos; y de entre las voces, una. Esta es la voz que hubiese querido el poeta. Hace unos días escribía Muñoz Molina un artículo en El País en el que nos dice que "ha hecho falta una calamidad como la que estamos sufriendo para descubrir de golpe la importancia suprema del conocimiento sólido y preciso, para esforzarnos en separar los hechos de los bulos, y distinguir con nitidez las voces de las personas que saben de verdad"... No menciona explícitamente a Simón, pero parece que no hace falta. Quienes lo conocen en la cercanía hablan de él como persona agradable, transparente y didáctico. Humilde. Y hombre formado y con conocimiento de lo que hace. Su larga singladura profesional en sitios tan variopintos como África, Latino américa, París o Londres le confieren el más alto valor de competencia en su campo de la Epidemiología Clínica.

Y mientras escribo estas palabras me sale una alerta en el ordenador  de que ha dado  positivo al coronavirus esta mañana. Al parecer, tuvo un pico -su palabra preferida- de fiebre ayer noche. Pero que se encuentra bien. ¡Ojalá se recupere pronto! Necesitamos personas de su talla humana y profesional.

No es fácil hoy la templanza. Ni siquiera un mal tan terrible como éste que nos azota está consiguiendo la unión de todos. Mucha gente se debate en sus casas urdiendo estrategias diversas para entretener los microbios intangibles del miedo, la ansiedad, la incertidumbre, la preocupación, la inseguridad... tan nocivos, si no más, que el propio virus. Están también los héroes sin capa, funcionarios, civiles, militares y sanitarios que nos abastecen y protegen. Y luego, los hay que no paran de entretejer soflamas y acusaciones en las redes en la creencia de que sea ésa su particular manera de ayudar. Por ello son tan necesarias la sensatez, el sentido común y la serenidad en los mensajes que emitimos. Falta templanza. Y a este hombre, Fernando Simón, le sobra. Me gusta. Manque parezca un adefesio.

¡Enga, vámonos pal balcón!

domingo, 29 de marzo de 2020

Día 15. Un poquito de espiritualidad.

Temprano, apuntando el sol por donde yace el indio, he subido a la terraza a tender antes de que se levante la Peque, y pueda así ver mi buena disposición de hoy. Si quieres premio en el tálamo, ya sabes, todo el día cumpliendo. Y, de pronto, me llegan por el airecillo fresco de la mañana unos cánticos lejanos y suaves, como caricias para los oídos. Me asomo a la barandilla por ver de dónde vengan los sones. Desde un balcón abierto de par en par, en lontananza, un vecino ha sacado a su galgo a tomar el solecito y un altavoz pequeño con el que está inundando el entorno. Pareciera como si el buen hombre, sin apercibirse de que esta noche hemos dormido de menos, quisiera desperezar a la gente con estos acordes  dulces y atenuados, tan tristes, tan piadosos. 

Es el tema más conocido del Nabucco de Verdi: el coro de los esclavos hebreos. En la quietud solitaria de la ciudad dormida esta melodía rendida y suplicante me llena de emociones positivas y me devuelve al seminario, al Pange Lingua y al Salve Regina, a la espiritualidad pura. Porque, siendo en realidad un canto nostálgico a la libertad, a mí me resulta un soul espiritual. Dejo la ropa, y apoyado en la baranda me dejo ir. Es el momento ése que os decía ayer de encontrarse a uno mismo, el de la meditación. Una nubecilla de algodón que se ha posado sobre los ojos del indio le hace saltar las lágrimas de la misma emoción musical ¡Qué insignificancia, la nuestra! Nos creemos los amos del universo y somos incapaces de soportar ninguna adversidad. ¿En qué queda ahora nuestra pretendida prepotencia? ¿Qué importan hoy el poder, los afanes, los Messi, los Cristiano o el mismísimo Betis güeno?... Algo parecido hubo de sucederles a los judíos esclavos de Nabucodonosor en Babilonia. Se creyeron los únicos, los elegidos, los señalados por Yahvéh para conquistar el mundo. Y les llegó el trancazo. Por soberbios, por sobrados. Por pecadores. "Esto sucedió a causa de la cólera de Yahvéh contra Jerusalén y Judá, hasta arrojarlos de su presencia" (2 Reyes, 24:20).

Sí, me siento un hombre espiritual, sensible, emotivo. Todas estas emociones nos trasladan a una realidad paralela más digerible, más humana, nos ayudan a sublimar nuestras miserias, a elevarnos por encima de lo ordinario, lo terrenal, lo superfluo. Nos acercan a lo divino. La música, este tipo de música, posee ese don de la sublimación, de la espiritualidad. El coro de los hebreos es una súplica al cielo, una oración a lo más alto desde la humildad más descarnada. Nos hace recordar lo minúsculo de nuestra existencia, nuestra vulnerabilidad como especie. Está bien, sí. 

"Ve, pensamiento sobre alas doradas. 
Ve, pósate en las praderas, en las colinas donde exhalan su fragancia tibios y suaves los aires dulces de la tierra natal. Del Jordán las orillas saluda; de Sión las torres derruidas, o Patria mía tan hermosa y perdida"...

Sí, la música es una excelente herramienta que une diferencias y nos eleva a un destino espiritual y mágico. Me gusta más la melódica, y procuro aislarme de lo tecno y bullicioso, pero cualquier registro musical me resulta atractivo. La música religiosa, ¡coño, hasta la música militar! Me pregunto si será por ello que tanto disfruto de la Semana Santa pese a mi posición de laicista convencido.  Y me viene ahora a la memoria un viaje reciente que hicimos mi amigo Juan Francisco y yo en coche, los dos solos, desde Montalbán a Antequera sobre la media noche. Y para espantar el sueño estuvimos todo el rato cantando y tarareando canciones y coplillas del seminario, y -pásmense ustedes- coplas de la mili como el himno de la Legión y el de Infantería. Pa mear y no echar gota. Pero que el Juan se las sabía todas, el sioputa.

En éstas y otras reflexiones nos encontrábamos ensimismados mi perrita y yo, cuando, sin esperarlo, escucho a mis espaldas la primera reprimenda de la Peque: "Pero se puede saber qué coño llevas haciendo aquí media hora"...

Ea, ni meditar puede uno. 

Se me hace tarde, ¡Vámonos pal balcón!

sábado, 28 de marzo de 2020

Día 14. Hoy voy de consejos

Hoy respiramos tranquilos en mi familia y en mi pueblo. Se cumplen quince días de la celebración -solamente litúrgica- de la boda de mi sobrina Inma, y no hay en el pueblo ni un solo contagio conocido. Ufff. ¡Vaya peso quitado de encima!

Bueno, el artículo de hoy está inspirado en una publicación leída en El País donde se nos recomienda una serie de pautas para hacer más saludable y llevadero el confinamiento. Me ha parecido muy adecuado.

Es cierto que, en general, nosotros los andaluces no tenemos vocación de ermitaños; al contrario, como ya he mencionado otros días, nos encantan la calle, la cervecita en las terrazas y el jolgorio. De ahí que quizá sobrellevemos peor este encierro obligado que otros pobladores centro peninsulares y centro europeos. Por eso resulta conveniente aplicarnos algunas recomendaciones simples y prácticas.

Estamos atiborrados de coronavirus. Sabemos ya más que los chinos de esta materia. Hasta el jamón cansa.  La tele nos atenaza con tanta cifra. Me pregunto qué sucedería si en adelante, pasada la crisis, la tele se dedicara a contarnos los muertos por infartos y neumonías que se van produciendo en España cada día, cada minuto. Cuesta un año largo publicar un trabajo decente en una revista médica prestigiosa. Y sin embargo, ahora los artículos sobre coronavirus se paren como conejos. Incluso los médicos se permiten lanzar vídeos al público sobre ciertos aspectos de la enfermedad que deberían ser privativos de ellos solamente porque superan la capacidad de comprensión de la gente corriente. Por no hablar de las medias verdades, de los mensajes bien intencionados pero pelín cargantes y los de alto tufillo ideológico. No sé. La crisis ha puesto de manifiesto, a mi entender, dos cosas: disponemos de recursos socio sanitarios justitos justitos. Precarios. Desde hace tiempo, no de ahora. Y otra: ningún país del mundo está preparado para afrontar con garantías esta pandemia. Simplemente, no lo esperábamos. Mi primer consejo: haced como yo, hace tiempo que opté por ignorar casi todos los mensajes referentes a este tema. Veo los dos telediarios y poco más: lo que me envía mi hermano Frasco y lo de mis compañeros de Valme.


Otro tema. Un aspecto muy práctico y que parece "menor" en estos días es no descuidar la higiene y la imagen personal. No se trata de vestirse como para la oficina, pero tampoco permanecer todo el día en pijama y con barba de tres días. Parece ser que mantener una rutina de aseo y vestimenta apropiada genera una mejor autoestima y una visión de tu persona más agradable para los que conviven contigo.

Algo que yo he aprendido mucho de nuestra bruja Mercedes es a intentar ser positivos, lo de ver siempre el vaso medio lleno. Muy apropiado en estos momentos. Y esta es una de las claves que yo, particularmente, más debo de trabajar. Ser positivo o negativo es una opción. Nadie está obligado, se puede elegir. Pues elijamos ser positivos. Actitud proactiva, valiente, palante... Escoger una serie de frases con esa intencionalidad de optimismo. Para algunas personas puede resultar muy útil practicar alguna técnica de relajación como el mindfulness.

Bueno, no entraré en el tema de la nevera y las cervezas porque los wassapts rebosan de chistes y comentarios alusivos a cómo de adiposos vamos a salir del encierro. Sin embargo, yo creo que no hay para tanto: con un poco de ejercicio físico y dos o tres escaramuzas diarias con tu santa mantienes el tipo. Y si hubiese refriegue carnal de por medio... Rien ne va plus. Salvados.
  
Desde luego que el ejercicio físico es fundamental para mantener el tono, quemar calorías excedentes y mantener ese espíritu positivo del que hemos hablado. Todos conocéis mis limitaciones físicas estructurales por mis caderas y rodillas tan rígidas, y por mi pelvis casi anquilosada. Pues bien, lo que no ha conseguido la piscina ni el caminar varios kilómetros diarios lo está logrando mi programa de gimnasia frente al televisor con una monitora simpatiquísima: mayor flexibilidad en la cintura, las caderas y las rodillas. La Peque dice que hasta bailo con mucha más coordinación. Aun así, viéndome en el espejo de los cristales de la ventana me parto de la risa. ¡Con lo que uno ha sido!!!Ea.

Otra cosa importante es intentar ser creativos. No aburrirse. En los wassapts de amigos y familiares compruebo que esta faceta se está cumpliendo bien: la gente se entretiene elaborando y publicitando recetas nuevas de bizcochos, galletas, asados, guisos... hasta de pan casero; o hace ganchillo, cuelga cuadros, cambia la decoración u ordena armarios. La Peque se está jartando de pintar y yo, como véis, de escribir. Tengo amigos que tocan el piano, dan clases de inglés on line, escamondan su jardín, escuchan flamenco mientras hacen bici estática, mandan acertijos de calles o de pueblos a base de emoticonos o nos traducen textos árabes. O tejen mascarillas para los hospitales.

Quizá sea ahora el momento de plantear el tema de la solidaridad. Pensemos que muchos de nosotros, pensionistas, vamos a seguir cobrando a fin de mes, como si nada estuviera ocurriendo ahí afuera. Y ahí afuera acontece que hay muchas personas, incluso de nuestro propio entorno familiar, que se van a quedar a dos velas durante no se sabe cuánto tiempo. Y si no, ahí está el banco de alimentos, esquilmado por la falta de relleno durante el confinamiento. Admite donaciones en metálico. Tal vez debamos reflexionar un poquito sobre ello. A fin de cuentas, si nos pilla el maldito bicho y nos quita de enmedio para qué queremos el dinero.

Que no nos pase como en la mili: no vale estar contando los días que nos faltan para licenciarnos. No. Es mejor ponerse en el peor de los escenarios. Pues qué te digo yo... Esto va para finales de mayo. Pues ya está. Si se acaba antes, mejor.

Procurarnos un ratito de lugar para nosotros mismos. Es importante. Aislarnos dentro del aislamiento: pensar, rezar, meditar... cada cual a su manera. Hay gente que necesita tener su propio espacio. Respetémoslo. Quedémonos a solas con nosotros mismos. Aprenderemos cosas nuevas, que ni uno sabe que sabía.

Me pregunto, sin embargo, cómo será el encierro de personas que viven solas. Hace unos días le envié un wassapt a mi consuegra que, por motivos familiares, se ha quedado confinada sola en Fuengirola. Yo, inocente de mí, como compadeciéndola: "Hay que ver, Gracia, tú, ahí solita tanto tiempo, sin tener con quién hablar"... Y ella, tan pancha, va y me dice: "Qué va, hombre..., ¡Si yo estoy en la gloria!" Y cuando se lo cuento a la Peque me contesta que lo entiende perfectamente: "¡Ojalá yo estuviese como ella, y no aquí con un pejiguera como tú". Yo sé que lo dice con la boca chica. ¿O no?

Una última cosa: este mes de confinamiento nos va a dar mucho menos el sol. Por tanto es muy recomendable que, salvo contraindicación médica, tomemos suplementos de vitamina D. Tanto adultos como niños. Preguntad en vuestra farmacia.

Bueno, pues ya está. ¡Vámonos pal balcón!

viernes, 27 de marzo de 2020

Día 13. Y los maestros

Aquel 24 de septiembre del 2019 hubo de darse un encontronazo entre las constelaciones de Urano y Saturno, porque parece que todos los elementos acordaron ponerse en contra: Pepe, mi yerno, en su trabajo a más de doscientos kilómetros; la Peque y yo, en Sevilla, celebrando la última lección magistral del Ojeda en la Universidad; y en esa hora precisa en que mi hija se preparaba para ir a recoger a Lucas del colegio resultó que Daniel, mi nieto pequeño, afectado por una laringitis aguda, se quedó sin habla y con mucha dificultad para respirar... Mi hija salió pitando para el hospital, y en el trayecto pudo llamar a sus otros abuelos que, desde Fuengirola, partieron rápidamente para recoger a Lucas. Momentos de mucha angustia, vaya. Todo se resolvió con bien. Al día siguiente, mi hija recibe un audio de la señorita Reme que estremece a cualquiera por la emoción que desprende. Le decía de una manera sosegada, amortiguada su voz por esa serenidad que adorna su persona entera, que en situaciones parecidas que volvieran a acaecer no dudase ni un momento en hacérselo saber a ella antes de hacer venir a la carrera a sus abuelos, que ella, muy gustosamente, se lleva al niño a su casa todo el tiempo que haga falta; que no es la primera vez, ni será la última que lo hace y lo hará con cualquiera de "sus niños". Porque para la seño Reme los alumnos son sus niños. 

Un día, haciendo cola en una caja del Lidl, coincidí de pura chorra con una mujer que resultó ser la hermana mayor de la seño Reme, y conocía a mi nieto Lucas. "Verá usted -se pone en plan cotilla-, yo soy soltera pero me gustan mucho los críos. Y mi hermana Reme me cuenta cosas, historias, travesuras de todos sus niños. Para ella son todos como sus hijos, pero es que para mí son mis sobrinos. Me los conozco a todos. Mire, su Lucas de usted es un niño noble, muy amistoso, le encanta pintar y se lo come todo, menos los huevos rellenos, le da asco la mayonesa, ¿a que sí?"

Y lo mismo que sé de Reme, he vivido los desvelos de mi cuñada Conchi con los problemas no solo curriculares, sino también personales y familiares de sus alumnos, que la veneran; he admirado con sana envidia la dedicación obsesiva de mi amiga Paki en la preparación minuciosa y detallista de clases y de actividades para sus pupilos; he aprendido la devoción de mi amiga Mati, que se ha hecho escritora de cuentos infantiles por donde se derrama a chorros su vocación de docente; he escuchado en muchas ocasiones a Julia Pérez-Aranda hablar en su casa de "sus niños" como si fueran hijos propios, cómo puede una persona repartir en tantos cachitos su corazón de madre; o de padre, porque no puedo olvidarme de la magnanimidad de pecho de mi amigo Manolo Estepa, un maestro total, que vivía por y para sus alumnos; o de Fraski, director y maestro a partes iguales, severo, recto, pero todo de carne tierna; o de Antonio Moyano, el padre Antonio, persona única en filantropía y bonhomía; o del propio Franquelo, largamente jubilado, pero que en sus tiempos fuera ejemplo de entrega e iniciativas creadoras para alumnos y para maestros más jovenzuelos. ¡Ah, los maestros escuela! ¡Qué vocación más bonita! Nunca podré olvidar a don Luis, mi primer maestro, un obseso de la ortografía y de la caligrafía. Me gusta creer que a él le debo mi afición por la escritura. Yo no pude con la flauta ni con las manualidades de cartón piedra, ni creo que hubiese sido un buen maestro. Me falta pasensia.

Y ahora, en esta maldita crisis que nos toca, me entero de tantas maestras y maestros anónimos que desde casa no paran de inventar clases y tutorías que envían regularmente a los niños por modernas aplicaciones de ordenador que se me escapan; que intentan ayudar a tantos padres y madres agobiados e indefensos ante tanto código informático, "Niño, yo qué sé de todo esto"... Es admirable. Y ya no solo los maestros. Todos los docentes están realizando un esfuerzo enorme para lanzar por las ondas la escuela on line: cuadernillos de mates, ciencias, lengua, biología... Por todos los medios a su alcance, la comunidad docente intenta minimizar las desigualdades educacionales que va a suponer el cierre de los centros. Aún así, habrá asimetrías lógicas en cuanto que las familias más holgadas saldrán mejor paradas al disponer de más recursos (ordenadores, tabletas, móviles) para compensar la pérdida de clases. Pero ahí está la labor encomiable de los docentes. ¡Chapeau!!! 

Está muy bien que aplaudamos todos al personal sanitario. Desde luego, en estos momentos, son los merecedores absolutos de nuestra admiración porque se juegan la salud y la vida, la propia y la de sus cercanos. Pero, por favor, no olvidemos a los maestros. A medida que vayan pasando los días de encierro todos iremos notando cómo las escuelas son de verdad la segunda casa de los niños, y cómo los maestros y maestras, los segundos padres y madres. Mi admiración más sincera y cumplida por todos ellos.

¡Venga, vámonos pal balcón!  

jueves, 26 de marzo de 2020

Día 12. Los niños

Recién duchadito y vestido de limpio reseteo la mañana. Hoy ha tocado compra y farmacia con mis guantes y mi mascarilla, un estorbo grandísimo para mi poca maña. La Peque no me deja salir, dice que los hombres -y muy en especial yo- somos de más riesgo que las mujeres. Parece que es así, sí. Para algo ha de servirles el doble cromosoma X. Bueno, pero ella se alarga al Mercadona para lo gordo, y yo me llego a la panadería y a la farmacia, aquí al lado. Y después de dejar los zapatos en la puerta de la calle, entrar las compras, desinfectarlas con una solución de agua y lejía, y colocarlas en sus sitios, nos despelotamos y nos duchamos juntos. Y hasta ahí puedo contar... Parece que el día de la compra lleva en el lote la ducha conjunta. Ya estoy deseando que llegue el jueves que viene. Jajaja.

Hasta ahora, lo que peor llevo del confinamiento es la ausencia de mis nietos. Acostumbrado a tenerlos todos los días me agobia el mono por momentos. Os pasará a muchos de vosotros, estoy seguro. Porque, por lo demás, mi día a día es bastante parecido a lo de siempre: casa, lectura, escribanía, gimnasia, tareas de cocina, ver y responder wassaps, atender llamadas, el Netflix por la noche... y peleíllas de matrimonio viejo: hoy ha sido por haberme demorado unos minutos y no haber acudido a tiempo para hacer la cama de matrimonio; ayer fue por que dice que no voy a aprender en mi puta vida a estrujar con fuerza la fregona... Ea.

Entrevistado adrede por un periodista, un niño de ocho años protesta con su natural espontaneidad que "los políticos están locos, no saben lo que es ser niño y estar encerrado". Sí lo saben, hijo mío, pero no os queda otra. Mi nieto Daniel, de dos años, dice en su media lengua que no pueden salir porque les multa la policía. Y Lucas, de cinco, dice que es para que no nos pille el coronavirus, que es un villano ¡Qué lástima! Su maestra, la señorita Reme, les ha mandado por wassapt a todos los de su clase un cuento inventado por ella en el que explica a la manera que ellos lo entiendan la historia del coronavirus, un villano, y ellos, los niños y niñas, unos superhéroes que lo eliminan permaneciendo en casa. Así mismo, la seño, llama a las mamás para recomendarles que faciliten a los niños hablar y reírse con sus amiguitos mediante el face time. Mi Lucas habla con sus primos, su amigo Alonso, del pueblo, y sus colegas de clase: Javi, Martina, Pablo, Sofía... Y conversan a empellones, sin enterarse, sin dejar acabar al otro, "Oye, que ahora me toca a mi"... Con lo que más se ríe mi nieto es contando cuentos de culos, pedos y pitos, no sé a quién habrá salido este niño... 

En cualquier caso, creo que los niños se adaptan mejor que nosotros a las limitaciones que se le imponen. Tengo para mí que un niño pequeño solo necesita comida y cariño para sentirse a gusto. En muchas ocasiones, somos nosotros los adultos los que proyectamos en ellos nuestras propias frustraciones. Comparto con el doctor José Ramón Alonso, neurobiólogo de la Universidad de Salamanca, que el entorno familiar tan cercano en estas circunstancias es muy adecuado para el desarrollo cerebral de los pequeños. Tienen cariño, estímulos y juegos, y los padres disponen de tiempo para estar en familia, algo tan deficitario en la vida corriente. Por esa parte, me encuentro muy tranquilo. Mis nietos están disfrutando ahora más que antes, eso creo. Tienen a ambos padres en exclusiva, mientras que antes solo podían disfrutar del padre los fines de semana; disponen de un piso grande, una habitación para cada uno, y dos terrazas enormes anexas al piso (un ático) donde en los días buenos juegan al fútbol con su padre, riegan las flores y arbustos, buscan caracoles entre las tullas o corretean detrás de la Pegui. Cada día mi hija les inventa un taller de algo, pintan, recortan, hacen muñecos, juegan al parchís, recogen los juguetes, ayudan en las tareas e incluso hacen bizcochos y galletas. Y se pelean, claro está.

Claro que este escenario cuasi bucólico, por desgracia, no es lo común, me temo. Hay familias, sin duda, sobrepasadas por las estrecheces de espacio, el teletrabajo y las tareas escolares. Unos padres estresados no pueden mantener la calma ni la paciencia necesarias para poder jugar con los niños. Y se convierte pronto todo ello en un círculo vicioso toda vez que los críos desatendidos perciben la ansiedad en los padres y se vuelven más demandantes, se enfadan más, lloran sin motivo... y desesperan a aquéllos. Estoy pensando ahora en mi sobrino Juan y en Sole, su mujer. Viven en el pueblo, en una casa normal, tirando a pequeña. Tienen un niño de cinco años, como mi Lucas, solo que mucho más nervioso e inquieto, de esos niños que, en los pueblos, se tira tol día en la calle. A ver ahora cómo lo manejan... Y encima, ayer mismo aterrizó en el hospital de Cabra un hermanito nuevo que en pocos días llegará a la casa. La repanocha. O en tantas familias con niños pequeños y un pisito de 70 metros... Nos ha pillado todo esto a contra mano.

Cuando pase esta pesadilla habremos aprendido todos -ya lo hacemos- a valorar la valentía, el coraje y la vocación con que se sacrifican nuestros sanitarios públicos, pero también el trabajo inconmensurable de nuestros maestros escuela que tantas y tantas horas se ocupan de nuestros pequeños, de sus caprichos, rabietas, alegrías y ansiedades.

Ahora, en la balconada aplaudiré también por ellos, por nuestros maestros y maestras. Sí señor.

¡Anda, vámonos ya pal balcón!

miércoles, 25 de marzo de 2020

Día 11. Las chicas de Montalbán

Hubo un tiempo hace ya algún lustro, cuando la lozanía de juventud decidía distanciarse de nuestros cuerpos serranos ( y de los de nuestras santas), en que uno de los atractivos más secretamente conocidos de los encuentros primaverales de nosotros, los curillas, era sorprendernos de la indomable belleza de Inés, mujer que había dado con la piedra filosofal de toda dama: detener su tiempo. Tiposa, guapa y esbelta, era la diana de nuestras miradas -de los más salidos, claro- y la envidia sana de nuestras mujeres. Ni siquiera su jonda prosodia montalbeña restaba un átomo a su helénica presencia. Era nuestra Penélope Cruz particular. Todos recordamos con guasa aquel año en la estación de Luque en que Miguel Estepa, su afortunado marido, se presentó a la reunión sin ella. Lejos de decepcionarnos, nos alegró aún más el día, puesto que su nueva acompañante superaba en elegancia, juventud y frescura a nuestra esperada Inés. Con la espontaneidad de su humor innato y tan ocurrente, Miguel, mientras escanciaba su vino, comentó por lo bajini con Manolo Cosano y Rafael Ruiz, que se había separado de su mujer y que venía con la nueva. El rumor se propagó cual veloz coronavirus por todo el cónclave de curillas: "Miguel viene con una nueva. Más guapa todavía que Inés"...  Se trataba de su hija Paqui que ese año sustituía a su madre en nuestra convención. Las cosas de Miguel. Agraciados, los que somos sus amigos.

Pero, sabed que Montalbán no es solo tierra de melones y ajos. Que sí, que eso es el tópico, y que la crisis china por el virus este les ha venido muy bien para vender más ajos que nadie en el mundo. Pero ayer me enteré de una noticia de esas que hay que difundir: Montalbán, aparte de emprendedor, es pueblo de heroínas. Y entre ellas, nuestra admirada y querida Inés. La cosa es como sigue:

Al parecer, ya antes del comienzo del confinamiento, Inés y algunas amigas más, alumnas antiguas de un taller de costura, estaban madurando la idea de trabajar con sus máquinas desde casa para fabricar mascarillas a gran escala, anticipándose a los hechos, como les ocurre a los buenos estrategas. Hablaron con personal del Ayuntamiento, y la Corporación les dispuso todo el apoyo posible. Se comprometió el alcalde a comprarles el material necesario de paños y telas; pero ni siquiera hubo necesidad de tal: la tienda de chinos donde pensaban comprar todo ese material, al enterarse de los fines, les ha regalado todo lo que han necesitado. Todo gratis. Y a día de hoy ya han abastecido de mascarillas a los hospitales de Cabra, Montilla y al mismísimo Reina Sofía de Córdoba. En las redes se pueden encontrar textos de agradecimiento de estos hospitales  a las heroínas de Montalbán.

Como soy de fácil lágrima, me produce una emoción escalofriante comprobar cómo en momentos críticos las buenas personas saben sacar lo mejor de sí mismas para ayudar a los demás. Este es el ejemplo: cada cual, desde su posición, debe intentar hacer algo por arrimar el hombro. Y creo que lo estamos haciendo. Luego, ya indagando, me entero de que esta iniciativa de las mascarillas y otros enseres de protección sanitaria se está llevando también a cabo en otros lugares como Lebrija, Los Palacios, Dos Hermanas, que abastecen a mi hospital de Valme. Y que el hotel de Bellavista, frente a mi hospital, ha ofertado sus camas para dormitorio de aquellos profesionales que no deseen dormir en sus casas para proteger a sus familias. Y estas cosas me llenan de orgullo.

Hoy, por tanto, en el aplauso desde el balcón tendré muy presente a Inés, a Miguel y a todo Montalbán. Y a la buena gente del mundo.

martes, 24 de marzo de 2020

Día 10. Me siento útil.

Hoy me siento reconfortado. Aún no hay motivos estadísticos para la alegría, es verdad. Pero considero que desde que estamos confinados en casa estoy siendo de utilidad para algunas personas. Sería mi deseo que este diario escrito a salto de mata en función de las novedades del momento sirviera de antídoto ante tanta sobreinformación catastrofista o, al menos, en palabras de mi amigo Pepín, de lorazepam literario que calme un poco la ansiedad ambiental. Pero ni siquiera me refiero a eso. Mi satisfacción es consecuencia de la ayuda que presto a muchos amigos y familiares que me consultan a mí por confianza o por la saturación que encuentran en los teléfonos sanitarios de información. Y resuelvo, ya lo creo que resuelvo.

Por ello, creo que una de las labores que podríamos realizar los médicos jubilados afectados de ciertos "achaques" o de cagalera fácil podría consistir en esto: asistencia telefónica desde casa para liberar en parte la saturación de las líneas "oficiales". Y así mismo, en estos o parecidos términos, me he dirigido por e-mail al Distrito Sanitario y al Colegio de Médicos de Sevilla que está recogiendo el alistamiento de voluntarios jubilados.

Porque ciertamente es muy preocupante la cifra de sanitarios ya contagiados: el 12% del total. Mucha tela. Sanitarios y ancianos son ahora mismo las dianas que más hemos de proteger. Si se derrumba el sistema público, apaga y vámonos. La moral de la tropa sanitaria todavía permanece alta, esta gente sí que es de otra casta. Mi admiración para mi hermano Frasco, mi sobrina Inma, mis amigos del Valme, algunos tan "viejos" como yo y aguantando mecha,  y para todos los sanitarios, arriesgando su salud, incluso sus vidas, y la de sus familiares.

No, no voy a culpar ahora al gobierno, que parece ser la moda. Sí creo -porque lo he vivido en tiempos de normalidad- que en todos los hospitales y centros de salud de España faltan recursos asistenciales. Y esto es una asignatura pendiente desde siempre y con cualquier gobierno, cuánto más ahora. Sí creo que no estábamos preparados -ningún país lo ha estado- para afrontar una crisis como la presente, que todo se está improvisando porque nos ha pillado desprevenidos. Y es imposible acertar de lleno porque el virus camina dos semanas por delante de nosotros. La gestión política de esta crisis le viene grande a cualquier gobierno. Recuerdo la crisis de la gripe A, una minucia comparada con ésta, cuando tanto y tan duro se le criticó al gobierno de entonces por un supuesto exceso en el gasto de medicamentos y de medidas preventivas, a toro pasado, porque la realidad, afortunadamente, fue mucho más halagüeña que las expectativas. Ahora es al contrario: criticamos la escasez de recursos o la tardanza con que llegan. Y es verdad que en esta ocasión hemos tenido el anticipo de lo ocurrido en China para poder haber reaccionado un poco antes. Sí, de acuerdo: se han cometido errores. ¿Y cuándo y dónde no?

Buena parte del tiempo en mi plácida vida de jubilado la ha ocupado hasta ahora el cuidado de mis nietos. Alejado de ellos por imperativo legal, necesito sentirme útil en estas circunstancias tan especiales, ciertamente dramáticas, que no catastróficas. Mi corazón, tan sensible al estrés, y mi pusilanimidad no son herramientas adecuadas para salir al frente de combate, pero mi experiencia y mi capacidad de comunicación pueden ser de mucha utilidad para asistir en la distancia, el teletrabajo de tanta actualidad. De manera que mientras espero alguna respuesta de las autoridades sanitarias sobre lo que podamos hacer desde casa los médicos jubilados  "de riesgo" os animo a todos mis lectores a que me hagáis sentir ocupado y útil. Llamadme, preguntadme, hacedme un hombre de provecho.  Bueno, en eso quedamos.

¡Enga ya, vámonos pal balcón!

lunes, 23 de marzo de 2020

Día 9. Hoy toca nostalgia.

Lo reconozco: mi tele nueva, la de 65 pulgadas que ocupa medio testero de una de las paredes del salón, sí, ésa que me costó un güevo, me está sacando bastantes castañas del fuego. Ya sabéis: las películas de Netflix por las noches y las sesiones de gimnasia del Youtube. Pero es que además he descubierto un canal de música. Música de todos los tiempos. Y naturalmente, enseguida me he ido flechado a por mis favoritos, a saber, Perales, Simon y Garfunkel y los Beatles. Y entre horas inundo a todo gas mi casa entera con esos sonidos que me ponen los vellos de punta de emoción y me trasladan a mis años mozos.

Las personas somos seres emocionales. Incluso, más que racionales. La mayor parte de nuestras acciones del día a día son guiadas por la emoción más que por la razón. Sobre todo, las decisiones rápidas que han de bypasear necesariamente el análisis lógico, más reposado. Nuestro cerebro está preparado para asociar ciertos estímulos con determinadas respuestas de una manera cuasi refleja. La reacción de miedo ante una amenaza presente, por ejemplo. O su versión más evolucionada, la ansiedad, una emoción orientada a amenaza de futuro. Emociones ambas hoy muy a propósito inducidas por tanta información sobre la pandemia: minuto y resultado radiado y televisado, y por el martilleo constante en las redes. La sobreinformación no acrecienta el riesgo real, pero sí la sensación de amenaza. (Facundo Manes, neurocientífico, Universidad de Cambridge). No podemos ni debemos obviar el asunto, sería un grave error intentar minimizar la trascendencia de esta crisis haciéndonos los sobrados. Pero tampoco pasarnos de rosca y contribuir a alimentar la pandemia del miedo. Información justa y voluntad colectiva de ayuda nos sacarán de este embrollo. Por ello, considero muy conveniente en las circunstancias actuales cultivar otras emociones que edulcoren y suavicen el entorno sentimental de las criaturas, empezando por mí mismo. Y creo que la música, escuchar música,  predispone nuestro ánimo en una dirección positiva.

Los Beatles. Para mí, cualquier melodía de este grupo me contagia de nostalgia buena. Y no es porque yo entienda mucho de música ni mucho menos de ritmo, que me tropezaba incluso con la yenka, sino porque, de manera necesaria, me transporta al dormitorio de "Los Pajaritos" en el Palacio de san Telmo. Es como una especie de acto reflejo, estímulo-respuesta. En los años setenta del pasado siglo san Telmo era a la vez una residencia universitaria masculina y un centro de estudios teológicos, un seminario mayor moderno, muy moderno. Los seminaristas hacíamos vida común con los demás estudiantes universitarios (patios, jardines, comedor, equipos de fútbol, biblioteca...), excepto en los dormitorios, que estaban separados. En el año del Señor de 1973 dormíamos en Los Pajaritos siete amigos, últimos supervivientes de los ciento y pico muchachos que en el ya lejano 1964 ingresamos en el seminario de Hornachuelos. Después de casi diez años juntos pasando por distintos internados, éramos hermanos, pero no sólo en Cristo, que también, sino hermanos de verdad. A nuestros veinte años, quien más quien menos, ya estaba buscando una alternativa para abandonar el seminario. Muchos de ellos optaron por la enseñanza, y yo tiré para medicina. Solamente Pedro, nuestro querido Pedro, cantó misa. Y era allí, en la habitación de Pedro, el más moderno y chulillo de todos, donde nos reuníamos a tomar el cafelito de la sobremesa. Yo, no. Nunca he sido cafetero. Me tumbaba en su cama y medio adormilado escuchaba el Long Play Abbie Road de los Beatles. Y en mis ensoñaciones siesteras entrelazaba el sonido de Here comes the sun con mis pensamientos apasionados hacia una muchachita de mi pueblo que me hacía muchísimo tilín. No, todavía no era la Peque. Por entonces era la Antoñita Villalba. 

Enga ya de sentimentalismos, y ¡vámonos pal balcón! 

domingo, 22 de marzo de 2020

Día 8. ¡Fuera miedo! Nosotros estamos cumplidos.



-Paco, dime, ¿tú tienes miedo? Dime la verdad.

Le oigo suspirar al otro lado del móvil. Mi amigo Paco es uno de los médicos de mi quinta que ha seguido reenganchado al hospital hasta que "el cuerpo aguante". Con gallardía. Y lo he llamado para ver qué tal va la cosa por allí.
-¡En absoluto! -me responde con rotundidad-. Como sabes, en la consulta me manejo la mar de tranquilo. La mayoría de las revisiones las estamos haciendo por teléfono. Muchos casos nuevos no se presentan, y ante el mínimo síntoma de un paciente "sospechoso" le colocamos su mascarilla y nosotros la nuestra. Pero es verdad que la asepsia total, el aislamiento absoluto, es imposible. Me pasa como a ti, que muchas veces se me olvida, toco a los pacientes y luego me llevo la mano a cualquier sitio.
-¿Sigue Esther ahí abajo? -le pregunto por otra compañera más nueva, mi sustituta al jubilarme yo.
-Sí, claro. Y además nos han traído también al Benítez.
-¡No me digas! No sabes lo que me alegro.
-Sí, sí. Yo también. Él no quería, ya sabes, al puñetero le sigue tirando mucho la planta, el contacto físico con los pacientes, el pellizcarlos y acariciarlos, el sentarse con ellos en la cama, si lo dejaran hasta se acostaría con ellos...
-Jajajaja, es verdad, qué tío...
-Pues nada, le dijeron los jefes que o se bajaba aquí a las consultas o se iba a casa, que ya está más que pasado de edad, que no estaban dispuestos a exponerlo al riesgo de que cayera enfermo con todos sus achaques. Y muy a regañadientes se ha venido aquí. Dice que en estos momentos tan críticos se le caería la cara de vergüenza si "abandonara" a sus compañeros de toda la vida.
-El día que se jubile va a haber un duelo muy chungo en todo el servicio. No creo que nadie más pueda rellenar su hueco.
-Desde luego -me responde de forma lastimera.
-Pues, Paco, tú sabes mejor que nadie que mientras he estado en activo jamás he sentido miedo a coger nada. Y no he sido un médico especialmente cuidadoso. Al contrario, he sido dejado, confiado, creyéndome inmune a cualquier mal. En los tiempos duros del Sida me encaraba con los drogatas, que por poco si llegábamos a las manos en algunas guardias. Seguro que te acuerdas.
-Así has sido, sí, sí; es verdad.
-Bueno, pues ahora, tengo miedo, Paco -le confieso en voz baja para que no me escuche la Peque que andurrea por aquí cerca.
-¿Miedo? ¿Miedo de qué?
-¿De qué va a ser? De coger el virus -le digo como avergonzado.
-José María, ¡por Dios! ¿Qué esperas, ser eterno? Nosotros ya hemos cumplido. No somos para nada necesarios. Nuestros hijos ya no nos necesitan, hemos conocido y disfrutado con nuestros nietos... La vida es de ellos. El día que nos toque nos iremos y santas pascuas. Tiene cojones que yo tenga que decirte a ti, precisamente a ti, estas cosas. A ti, que has ido siempre a pecho descubierto, desoyendo la más mínima precaución. Vamos, vamos...
-Está bien, Paco, me haré el fuerte, no me regañes más.

Y nos despedimos.

Y luego se queda uno rebinando sobre estas palabras de mi amigo. ¡Cuánta razón, cuánta sabiduría en esas reflexiones! ¡Y qué ejemplaridad! Tanto él como Benítez o Jesús Gómez son gente de mi edad que ya deberían llevar un año jubilados, y siguen ahí, al pie de los caballos. Y yo, en la comodidad de mi privilegiada retaguardia, no debería siquiera contemplar la posibilidad de quejarme. Por el contrario, debería agradecerle a la vida todo lo que me ha dado y me ha permitido vivir y disfrutar. Porque llegar a esta edad nuestra tiene también sus ventajas. 

No todo van a ser hándicaps. Sí, tengo la dichosa arritmia y la prótesis de cadera, mi calva olímpica y mis andares simiescos, vale, pero quizá todo eso me proporcione otro aire, otro caché, me permita ahora posicionarme en el mundo con un poso de serenidad, sin tanta vehemencia como los jóvenes a quienes tolero piadosamente sus osadías porque también yo lo fui, o eso creo. Con los muchos años he ganado arrobas de ternura para compartirla con mis nietos. Siento orgullo de los días vividos en un siglo en el que todavía se pudo cultivar la magia, la inocencia, la utopía, la esperanza de una vida mejor, la filantropía, si queréis. Me ha dado tiempo a disfrutar de la pobreza como de la abundancia, puesto que he sido igual de feliz durmiendo en una choza de melonero que en una suite del Alfonso XII. He conocido cosas, personas y hechos que nunca hubiera podido imaginar de niño. He vibrado de emoción con los Beatles, los Brincos, Simon and Garfunkel, el Dúo Dinámico; admirado a Alain Delon, Sofía Loren, Ana Belén, Liz Taylor o Richard Burton; aprendido de don Ricardo, don José Jiménez, Carlos Castilla del Pino, Garrido Luceño, el Briones...; idolatrado a Amancio, Pirri y Gárate, que no todo iba a ser estudio y más estudio. Os he tenido a vosotros, ¡joer ya! ¿Quién como yo podrá presumir de amigos como los míos, los del pueblo, del seminario,  del hospital?... Todos nosotros, gente de mi generación, supimos convertir el sacrificio en diversión, sacamos provecho del esfuerzo, disfrutamos de esos pequeños placeres que, por "pecaminosos", eran mucho más intensos: los ligues, los guateques, los besos a escondidas, los magreos con nocturnidad, los pisos de estudiantes como coartadas para vivir en pareja... En fin, ¿para qué más? Hemos sido hijos de nuestros padres y nietos de nuestros abuelos. Por muy fantástico y supermegaguay que pueda llegar a ser el futuro que les espera a nuestros nietos difícilmente podrá superar en emoción, fantasía e ilusión a nuestro pasado de juventud.

Bueno, ya está bien. ¡Vámonos pal balcón! 














sábado, 21 de marzo de 2020

Día 7 de cautiverio. ¡Aire libre!

Os confieso que cuando lo del decretazo del aislamiento yo me las prometía felices imaginando mis mañanas de solaz con la Peque por los cerros de Antequera, y las tardes de recogimiento en casa. Esa era mi idea que, además, recomendé a algunos amigos. Pero está visto que era una quimera. La realidad ha sido mucho más drástica, como sabemos. Y reconozco que debe ser así, al menos hasta que se comiencen a ver resultados halagüeños en la dichosa curva del contagio.

Traigo esto a vuestra consideración porque los gobiernos de Bélgica y de Holanda han hecho justo lo que yo quisiera para mí: confinar a la gente en sus casas, pero permitirle salir al campo y a los parques públicos en grupos familiares, los que conviven en la misma casa, sin entremezclarse. Veamos: dice el epidemiólogo Marc van Ranst de la Universidad católica de Lovaina que desde el punto de vista virológico el riesgo de esta permisividad es mínimo, puesto que la mayor parte de los contagios proviene de encuentros sociales de cercanía: reuniones, velatorios, bares, restaurantes, manifestaciones, supermercados... Argumenta que la cuarentena se va a prolongar más allá de abril, que hay muchas personas sin jardín y que el sol es un elemento de capital importancia para evitar el déficit de vitamina D y la depresión. Y el buen intencionado hombre acaba su intervención diciendo que le gustaría preguntar a los italianos y a los españoles que por qué creen que es peligroso salir al campo a correr.

"La naturaleza relaja -le comenta al periodista una jubilada belga que pasea con su marido por el campo-. Sienta muy bien caminar con un día tan bueno. En Bruselas, 16 grados al sol es la mejor medicina". He ahí la cuestión.

¡Qué más quisiera yo que esta medida pudiera ser aplicable entre nosotros! Pero hay que responder a la pregunta de doctor Marc van Ranst. La idiosincracia cultural y ciudadana de los países nórdicos poco tiene que ver con la nuestra. Para bien o para mal, el protestantismo y el calvinismo les ha conferido a estas gentes un modo especial de ser disciplinado, obediente con las normas hasta la rigidez, amante del orden y del cuidado de las cosas y de la naturaleza. Los católicos, históricamente, podemos permitirnos cualquier exceso o desaguisado porque tenemos la tabla de salvación de la confesión que todo lo perdona. Pedazo de ventaja. Y luego está el clima: los nórdicos viven agazapados en sus casas calentitas, adoran al sol y cuidan con mimo su naturaleza privilegiada y esquiva. Nosotros vivimos en las calles, hablamos a voces, nos relacionamos apretujados en los bares y restaurantes a pecho descubierto, nos gusta rozarnos, despreciamos el sol por cansino, y el campo por solitario, y nos imantan el cemento y las tiendas. Vamos a imaginar por un momento una norma legal que nos permitiera salir a pasear al campo en grupitos familiares. Al segundo día de buen tiempo nuestras playas serían hervidero de turistas, y en el Nacimiento de la Villa, aquí en Antequera, habría partidillos de fútbol, barbacoas de vecinos y botellonas. ¿O no?

Y, sin embargo, dejadme que yo prefiera soñar: en mi mundo onírico y enajenado de la mazmorra veo filas ordenadas de criaturas acudiendo de manera cívica y tranquila  hacia el parque del Alamillo, el enorme pulmón de la ciudad, u ocupando pausadamente los amplios espacios del parque de María Luisa, o correteando por la periferia del parque Alcosa, o paseando con placidez por el jardín americano junto al Guadalquivir, y luego, ya de retirada, todo el mundo recogiendo desperdicios e inmundicias y depositándolos en los contenedores. Por mentar a Sevilla, la ciudad que quizá mejor conozca. A fin de cuentas, desde Calderón, sabemos que la vida es sueño, y que los sueños, sueños son. ¡Ojalá!

Bueno, ¡vámonos pal balcón!

viernes, 20 de marzo de 2020

Día 6 de encierro. ¡Que abra ya la primavera!

Parece que no. El invierno se despide frío, desangelado, desapacible. Como debe ser. Mañana será otro día. Ya veremos cuando abre la primavera.

¡Lo que son capaces de inventar las mujeres! Esta mañana, a las ocho, la Peque, sus hermanas y las sobrinas, todas charloteando en el móvil al unísono y viéndose las caras, ojerosas y greñudas, por medio de una aplicación novedosa del wassapt. Y han quedado para repetir esta tarde antes de la balconada. La más necesitada de estas reuniones familiares telemáticas es mi sobrina Rocío, la pobre solita en Barcelona. Bueno, con David, su novio, un santo varón.

Pero vamos a temas serios. Asistimos ya a las primeras dudas acerca de la idoneidad de este aislamiento social a que nos obliga la ley de alarma. Circulan por las redes cartas e informes de algunos epidemiólogos  que opinan que nos faltan elementos importantes de decisión, en otras palabras, que quizás se hayan tomado determinadas decisiones muy trascendentales sin contar con datos fiables del todo. John Ionnidis, epidemiólogo investigador de la Universidad de Stanford, cree que "las consecuencias económicas y sociales del aislamiento a largo plazo son desconocidas, inquietantes y, hasta el momento, sin estadísticas fiables que lo justifiquen". Y pone un ejemplo ilustrativo: dice que parece como si un elefante, hostigado por un ratón que le cosquillea las patas, se tirase por un precipicio. Y es que, a su juicio, nos faltan datos. Uff, es difícil digerir todo eso con lo que tenemos encima. Lo primero es distinguir letalidad y mortalidad, términos que se usan indistintamente, y que, sin embargo, tienen sus diferencias importantes a la hora de aproximarnos a lo venidero. La mortalidad hace referencia al número de infectados que muere. La letalidad es el número de infectados confirmados que muere. No es lo mismo, aunque parezca parecido. En el caso del coronavirus podemos hablar de letalidad, no de mortalidad, puesto que desconocemos cuánta población está infectada y se mantiene sin síntomas. Si conociésemos este dato la letalidad, sin duda, bajaría muchísimo. Y se podría acceder a esa información realizando exámenes microbiológicos a determinadas muestras aleatorias de la población. En España, la letalidad actual es del 4,2%; en Italia, del 8,3%; en Corea del Sur, del 0,6%; en China, del 0,8%. En parte, este baile de cifras puede deberse al número de test que se hacen. Cuanto más extensa sea la población testada más bajará la tasa de letalidad. Esto es algo que parece obvio. Este tipo de exploración epidemiológica será el que pueda desvelar la verdadera dimensión de la pandemia. (El País de hoy). Otro dato: la gripe común causó 6.300 muertes en España en la campaña de 2018 entre 525.300 casos confirmados (letalidad de 1,2%). El problema actual del coronavirus, como sabemos, es que podamos dilatar en el tiempo la tasa y la curva de contagio para no saturar el sistema sanitario. Y centrarnos más en la población de más riesgo que ya conocemos: ancianos, inmunodeficientes y con patologías respiratorias crónicas. Con todo respeto a las doctas opiniones de éste y otros epidemiólogos, parece muy conveniente  la puesta en marcha del aislamiento social, pese a las graves pero transitorias dificultades económicas por las que habremos de pasar todos. No cabe duda de que la situación actual nos va a poner ante un reto imponente como personas sociales. Nos ha llegado la hora de la solidaridad, de la ayuda al necesitado cercano, de las bolsas de resistencia, del desprendimiento, de la generosidad. Por lo menos eso es lo que me enseña la Peque.

He hablado esta mañana por teléfono con compañeros veteranos de mi hospital. La gente responde: las plantas están mucho menos congestionadas que otros años en estas fechas, los internistas atienden a un número más adecuado de enfermos sin tanta sobrecarga, la UCI tiene camas disponibles, sin agobios; las consultas se hacen telemáticas siempre que es posible... En fin, se trabaja con cierto resquemor, es natural, pero con cierto desahogo también. Por ahora, Andalucía es zona blanca, de menos prevalencia del virus, pero la situación es cambiante y puede resultar engañosa. En el momento en que se realicen más test diagnósticos la cosa puede cambiar.

Y la primavera que ya está aquí nos va a traer buenas nuevas. Ya parecen estar abriendo algunos brotes verdes: nuevos fármacos contra el virus, la ansiada vacuna ya probada en chimpancés, el hallazgo de anticuerpos útiles, noticias de abuelos centenarios chinos que se han recuperado de la infección, el reclutamiento de médicos chinos, posiblemente inmunes, a Italia...

Y una anécdota entrañable de hoy mismo. Una compañera neuróloga, hija de un buen amigo, ha cogido esta mañana un taxi para ir a trabajar a su hospital. Y el taxista no le ha permitido pagar la carrera. "Señorita -le ha dicho- es lo menos que puedo hacer por contribuir de alguna manera".

¡Vámonos pal balcón!

jueves, 19 de marzo de 2020

Día 5.- Día de san José.

Las doce habían dado y aún no había podido hacer otra cosa que salir a por el pescado y responder al mogollón de felicitaciones por wassapt por mi santo. Me he perdido la sesión matinal de la zumba. A ver... Y encima, la Peque me dice que hoy toca limpieza general. "Peque, tengo compromiso de mi columna diaria para la gente" -intento escabullirme. "Y yo tengo toda la casa por delante, ya escribirás por la tarde. ¡Venga! Lo tuyo va a ser fácil: coloca el lavavajillas, pon las bolsas de basura en los wáteres y en el cubo de la cocina, haz la cama grande, recoge el cuarto de baño, dale con toallitas mojadas en lejía a las patas de la Pelu, ponme a cocer las habichuelillas verdes, y luego sube a la terraza a recoger los trapos." ¡Anda, qué!

Llevo bien el enclaustramiento. Ayer un amigo me llamó la atención porque, por lo visto, también está prohibido salir a los espacios comunes de las viviendas. Por lo que escribí de nuestros ratos de lectura en la terraza. En realidad, la terraza es casi un anejo de mi piso, y allí no sube nadie. Pero bueno, haremos caso. Decía que ya me he acostumbrado al encierro, y ahora resulta que me da repelús salir a la calle porque es que ya no sabe uno ni andar por ella. Esta mañana, la Peque se ha alargado al Mercadona portando doble mascarilla y guantes. A la vuelta, se ha dejado los zapatos en la puerta de la casa, se ha quitado toda la ropa, la ha echado a lavar, y luego se ha duchado. Yo no puedo, no tengo memoria ni coordinación para tanta cosa. He salido a la pescadería que está enfrente de mi casa, con mis guantes puestos. He ido primero a tirar la basura, mirando para abajo para no pisar ningún gargajo de algún desaprensivo, pero la correa de mi perrita va arrastrando por el suelo... Me cachis! Levanto la tapa del contenedor de basura con la tranquilidad de la protección del guante, y con la misma recojo la correa de la Pelu para que no arrastre. Me acuerdo de que me falta el Eliquis, y me llego a la farmacia. Ahora, si cojo la medicina con el guante puedo contaminar la cajita... ¡A tomar por culo! Me quité los guantes y los tiré a la basura. Cuando he llegado a casa, he dejado también los zapatos fuera y me he lavado muy bien las manos. Uno puede separarse del personal un metro o más, eso lo hago bien, pero no controlo lo que toco. Desde que sales de tu casa no dejas de tocar cosas: la puerta del ascensor, la de la calle, el mostrador de las tiendas... En fin. Sea lo que Dios quiera. Pero estoy llegando a un punto en que le estoy cogiendo miedo a salir.

Es hoy un día de san José raro. Con lo que nos traemos entre manos, yo creía que poca gente me iba a felicitar. ¡Tonterías! A las ocho de la madrugada ya estaban mi hermana Carmen y mi sobrina María José dando pitiditos al wassapt. Luego, el Franquelo, el que abre las calles en Antequera. Y desde ahí, legión de amigos y familiares. En vida de mis padres, el día de san José, día grande y rojo en el almanaque, era muy festejado en nuestra casa, una fiesta familiar por todo lo alto. Más aún, si cabe, que el día de san Juan. Celebrábamos la onomástica de mi madre, mi hermana (la niña grande), mi sobrina la mayor y la mía. Día de abrazos, alegría y comilona de arroz y gallo muerto en el Convento donde mi hermana y su marido eran unos anfitriones de lujo. Y si tiramos más para atrás, en La Capilla, donde don José, el amo, regalaba a mi padre algún incentivo en billetes verdes amén de un pavo de la huerta. Y más atrás todavía, cuando siendo seminarista los curas nos daban permiso para venir al pueblo, a nuestras casas respectivas, por ser éste, el 19 de marzo, el día del seminario, para que hiciésemos apostolado y, de paso, la colecta vendiendo estampitas sagradas. Y tuvo que ser, hace ahora dos años, en este día tan festivo para nosotros cuando hubimos de enterrar a mi cuñado Frasco, el casero del Convento, el mejor de los padres que yo haya conocido después del mío. Para mí, el día de san José ha sido siempre muy especial, casi tanto como el Jueves Santo de mi pueblo. ¡Tiempos! Y hoy se me antoja un día muy extraño. Tanto, que nos hemos comido, la Peque y yo, las lentejas sobradas de ayer.

Bueno, vámonos pal balcón.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Día 4. Se empieza a vislumbrar la luz...

Amanece fresquita la mañana y cargada de noticias cada vez más escabrosas. Está uno por no leer más. Ahora, un carta en el New England Journal..., la revista médica más prestigiosa del mundo, nos cuenta que el coronavirus puede permanecer en el aire ambiente durante tres horas, y por eso se recomienda usar mascarillas por la calle. ¡La madre que parió!... Ya hemos perdido la cuenta de tantas precauciones. Lo único que me he propuesto al respecto es hacer gárgaras varias veces al día con agua templada, sal y vinagre. Nauseabundo, es verdad, pero te deja la garganta la mar de despejada. 

No todo van a ser males. A nuestro amigo Antonio ingresado en un hospital le van a dar el alta hoy. Estupendo. Y he gozado de un subidón de autoestima al coronar con éxito una gestión delicada en el manejo de este amigo: desde el hospital hasta su domicilio hay dos horas largas y tediosas de camino. Evidentemente él no está en condiciones de conducir, y su mujer no conduce. Al parecer, según me comunica el internista de guardia, la consigna dada a los hospitales es que las altas de los pacientes por coronavirus se hagan por sus propios medios si ello es posible. Siempre ha de haber excepciones. Al final, como digo, la gestión ha resultado efectiva, y nuestro amigo se irá a casa en ambulancia. El jefe de Admisión se ha portado cordial y empático, y más aún cuando le dije que servidor lleva a mucha gala el haber sido uno de los médicos que, hace ya treinta y cinco años, inauguró ese hospital. Todo va a ir bien.

He telefoneado a Diego y Elena, amigos de aquí de Antequera, por ser los únicos que no han dado hasta el momento ninguna señal de vida en los wassapt. Ni pío han dicho. "¿Qué pasa, Diego, que no decís nada?" "¿Que qué pasa, dices? Pues que estoy ya deseando de pillar el virus de una vez y dejar de acojonarme". Es inevitable el tiroteo de noticias. Yo apenas abro ya ningún audio de esos de supuesta auto ayuda. Te deprimes.

Después de la sesión matinal de zumba, mi mujer y yo subimos a nuestra terraza a tomar la dosis diaria de vitamina D: media horita de lectura al solecito, sentados en nuestras hamacas, y la perrita enmedio. Hemos repartido la terraza con los vecinos por horas. A nosotros nos ha tocado a las 11. Pero, en realidad, podemos ir cuando queramos, somos seis vecinos y por allí no asoma nadie. La terraza no es excesiva, lo justo para hacer un poquito de footing, o de llevarme mi balón y regatear a las máquinas del aire acondicionado, bobas que son, sabiendo que salgo del regate siempre por el mismo lado ni se inmutan. Domino desde ella todos los puntos cardinales: al norte veo los tejados y terrazas de otros edificios; al este se impone la visión majestuosa del indio acostado; al sur, la sierra del torcal; y al oeste, casas y unas lomas con pinares graciosos. Pero encima, nuestra terraza cumple con los requisitos apropiados para poder rezar desde ella, siguiendo las instrucciones del obispo de Córdoba que opina que rezar es una necesidad básica. Pues muy bien: mi terraza invita a la oración ya que alcanza de cerca a dos torres excelsas (san Agustín y san Sebastián) y a dos ermitas (Las Recoletas y, algo más alejada, la de la Veracruz). Deporte, lectura, sol y espiritualidad: mens sana in córpore sano.

Otra dosis importante de tranquilidad: parece ser que el reclutamiento de médicos jubilados va a ser voluntario y para labores de apoyo a atención primaria. Bien. Y otra: los chinos ya tienen medio enjaretada una vacuna. Pronto se iniciarán los ensayos clínicos en humanos. Son tremendos. Si Gaudí hubiese contratado a chinos La Sagrada Familia estaría ya pendiente solo de colocar los rodapies.

Hoy, lentejas con chorizo y morcilla, pero en plato llano, que no ajonde. Y a las dos, almorzando, que si lo dejamos para más tarde, luego a las cinco me dan ardores con los ejercicios de abdominales.

Bueno chicos, esta tarde noche tenemos dos sesiones de balcón: a las 20 horas, aplausos para el personal sanitario; a las 21 horas, cacerolada para el bribón, digo el Borbón.

Sed buenos.

martes, 17 de marzo de 2020

Quedaos en casa (Día 3)

Día 3.   Mi amigo Enrique.




Anoche, a última hora, me llegó la noticia del contagio por coronavirus de mi amigo Enrique. Como casi ninguno de vosotros mis lectores lo conocéis, no creo estar cayendo en imprudencia. Y lo traigo precisamente a colación aquí porque se trata de un compañero médico de esos que decía yo ayer que se encuentran en primera línea de fuego. Está en casa solo -es viudo y su único hijo vive fuera-, de manera que no puede contagiar a nadie y lleva estupendamente bien aquello de "perro solo bien se lame". Es un hombre la mar de apañao para sus cosas domésticas, y estoy seguro de que se las arregla estupendamente. No como me pasaría a mí en similares circunstancias. Siendo de mi edad y reenganchado, es motivo de orgullo para mí, pero también de un poquito de mala conciencia. Una noche de marzo de 1984, siendo residentes en el Reina Sofía, nos juntamos en su casa a cenar los de nuestra promoción de medicina interna. Quizá para celebrar que estábamos a puntito de terminar la residencia. En la sobremesa, y para mi sorpresa, Enrique y Rati, su mujer, empezaron a liar canutos, yo qué sé, por lo menos diez canutos, uno para cada uno, y nos los repartieron. La Peque y yo nunca habíamos probado nada de nada, y, desde luego, ella no iba a fumar de aquello estando embarazada de tres meses. Ellos y ellas, sí. Recuerdo a José Miguel, a Isabel, a Nini, a Pepe... riéndose de manera bobalicona y dándose de abrazos y de besos. Y viéndolos así, yo me animé. Como no sabía fumar -ni sé- el humo se me quedó en la boca y rápidamente lo expulsé, de manera que yo no sentí nada especial. Enrique, por el contrario, se fumó el suyo y el mío, y al cabo de un rato se echó a morir. Vomitó, aspiró, se cagó encima, perdió el conocimiento... qué sé yo. No lo llevamos a nuestras Urgencias por vergüenza. Allí en su casa lo mantuvimos despierto como pudimos hasta que pasó el efecto. Y creo que una y no más. Desde entonces, nada de canutos. Es un médico excelente, criado y enseñado en nuestra misma escuela de internistas del Reina Sofía, meticuloso y exigente, disciplinado y cariñoso. Después de cuarenta años de abnegado oficio más que el marrón de un virus monárquico es merecedor de una jubilación dichosa. Un abrazo muy fuerte para él.

Esta mañana, en la sesión de zumba, la gachís de la que os he hablado parece intimar conmigo: me ha llamado guapo. "Venga, guapo, más rápido, más abajo, así, así"... Y yo me pregunto que cómo se las apañará para verme. La Peque se parte de risa con mi ridícula coordinación motora. Cualquiera que me vea con estas trazas y estas posturas tan grotescas negaría rotundamente mi glorioso pasado de futbolista de postín. Me veo en el vídeo grabado por mi mujer y me avergüenzo de mi pobre figura de marioneta artrósica. Y encima luego, agujetas.

Por face time, mis nietos parecen niños de la posguerra, si no fuera por lo rollizos que están: les cuelgan perennes sendas velas de mocos asquerosamente verdes rutilantes. "Pero, mujer -le riño a mi hija-, límpiales esas narices, por Dios". "Se las limpio, ¿qué te crees? Pero doy media vuelta y estamos en las mismas. Son mocos inagotables, ahí dentro no hay virus que resista". Los mismos mocos que los míos cuando de monaguillo me los sorbía para adentro rezando el rosario para las viejas desde lo alto del púlpito, y cuando ya no daba abasto con el sorber me los limpiaba en la boca manga del roquete. Los echo mucho de menos, a mis nietos, no a los mocos, pero hay que aguantar. El no poder verlos ni jugar con ellos es lo que más me está pesando. La Peque y yo tenemos distracciones para todo el día. El Yotube nos devuelve a nuestros años mozos con temas musicales de los 80, y el Netflix nos ocupa la sobremesa con alguna serie y la noche con alguna película. El resto ya lo sabéis: lecturas, pinturas, escribanía... ¡Y zumba!

Ea, hasta mañana. Me voy al balcón.



lunes, 16 de marzo de 2020

Quedaos en casa (Día 2)

Día 2.   Hay que ser muy obtuso.





Sí, muy obtuso hay que ser para pretender ganar esta guerra contra el virus por su cuenta y riesgo. Es lo que parece derivarse de la actitud incomprensible del presidente de la Generalidad Catalana, el señor Joaquín de la Torre -Quim Torra en eufemismo-, quien se desvincula del apoyo general de todos los demás presidentes autonómicos al Estado de Alerta decretado por el Gobierno. Y tiene la desfachatez de argumentar que tal decreto solo busca sustraer competencias a Cataluña en favor del mando único. Obtuso... Y merluzo. Pero bueno, a media tarde me he enterado que ha dado positivo al coronavirus, y me da pena. Le deseo una rápida recuperación. De corazón.

No me puedo creer, por otra parte, una noticia escalofriante que he leído de corrido en la tele mientras me tomaba mi tazón mañanero de fruta, que por poco si me atraganto del susto, en la que el titular que se desliza por la parte inferior de la pantalla decía que los médicos italianos están valorando "dejar morir" a los ancianos infectados de más de 80 años ante el inminente peligro de colapso sanitario. Más merluzos todavía, ¿Cómo se puede permitir emitir una noticia así? Estamos perdiendo el norte. No os alarméis. Esto sí que es un bulo, o una nefasta interpretación de lo que llamamos Limitación de Esfuerzo Terapéutico (LET). Consiste en dejar de aplicar medidas salvadoras o mantenedoras en aquellos pacientes en que ya sabemos que de nada van a servir sino para prolongar la agonía. Este escenario está totalmente tipificado, admitido y es de todo punto ético.

Esta mañana hemos desayunado, la Peque y servidor, con la preocupante nueva de un amigo muy cercano y querido contagiado e ingresado en un hospital. Se trata de un caso leve, a Dios gracias. Pero produce inquietud. Como soy de natural tan "cagao", en ocasiones me asalta la certidumbre de estar aislado en casa esperando la hora fatídica de la primera tos o de las primeras décimas. Pero consigo controlar la ansiedad. Con la Peque al lado es difícil ensimismarse en uno. Siempre mandando cosas. La bronca mañanera de hoy ha sido por subir la persiana del cuarto de baño. "Pero Peque, si es para que se ventile bien". "Se ventila igual con las puertas abiertas pero la persiana corrida, que si no entran moscardones". Ea, otra lección aprendida: los moscardones.

Son ahora las doce de una mañana espléndida, soleada y fresquita. En otras circunstancias, perfecta para sacar a pasear a mi Pelu. Ella lo sabe, y se me acerca muy cerquita, olisqueando mis pantalones y meneando con ritmo el rabo, como queriéndome decir venga tío... Pero, lo que es la rutina, no me apetece, lo pronto que se acostumbra uno a esto de estar encerrado. Me acuerdo de una secuencia de la película de "La trinchera infinita", esa escena en que por fin Higinio puede ya salir de su escondite sin miedo a ser fusilado después de 30 años encerrado entre cuatro paredes, y va y le dice a Rosa, su mujer, que no, que no sale, "que es que aquí dentro tampoco se está tan malamente". El pobre... En lugar de salir con la perrita me pongo a charlar con mis nietos por face time. Juegan al fútbol con su padre en la amplia terraza de su casa. ¡Qué dicha verlos tan alegres y despreocupados! Hay que agradecerle a este dichoso virus que haya sido tan condescendiente con los más pequeños, lo más preciado que tenemos.

Pero está visto que hoy el día va de sustos: al levantarme de la siesta la Peque me vacila que en el telediario de las tres han dicho que el ministro de sanidad valora poder reclutar para la causa a médicos jubilados menores de setenta años. Lo entiendo, pero me acojono solo de pensarlo. A mí me pondrían en una consulta, digo yo, para poder liberar a otro médico más joven para las trincheras. Aún así, acojonao. Soy un cobarde. Siempre lo he sido. El miedo ha sido y lo sigue siendo un elemento constante -y en ocasiones perturbador- en mi vida. Y luego, pienso que ahí, en la línea del fuego, están mi hermano y mi sobrina y tantos buenos compañeros y amigos de mi hospital. Y para colmo, sale en la tele un reportaje con Spiriman desesperado y lloroso advirtiéndonos de la gran catástrofe que ellos, los sanitarios, están viviendo día a día. Y lo que les queda... Y entonces siento vergüenza de mi vida en la retaguardia acomodada de mi piso sin más obligaciones que quedarme en casa, hacer de comer, telefonear a los amigos, jugar con la perrita, las dos sesiones de zumba y discutir con la Peque por tonterías. Pues que me llamen cuando quieran. ¡Con dos cojones!

Pronto serán las ocho de la tarde. Acabamos de concluir la sesión de zumba. Me gusta, oye. La muchacha de la tele se me queda mirando y se ríe de buena gana cuando ve mis torpezas. Y me anima, "Venga, más arriba, más rápido... Y cuatro, tres, dos..." Parece como si estuviese pendiente solamente de mí. Y yo tropiezo los ritmos y las posturas embobado con su sonrisa, su figura efébica, su cola desbocada y sus piernas de mármol negro apretujadas en los leguis. No tengo remedio.

Bueno, me voy para el balcón.


domingo, 15 de marzo de 2020

Quedaos en casa

Día 1 de aislamiento.

¿Por qué hemos llegado hasta aquí?

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Estoy saturado de informaciones sombrías, casi todas ciertas. Para lo que uno podía esperar, pocos bulos. Estoy cansado de tanto chiste, ocurrencia y meme sobre una realidad tan seria, aunque el ingenio de la gente para estas cosas de fatalidad siempre consigue sacarme una sonrisa.

Hemos llegado a este extremo del aislamiento doméstico por culpa de este virus traicionero. En este momento, los ciudadanos desconocemos si se trata de un virus artificial, esto es, creado en un laboratorio virológico -pudiera ser así-, o se trata de una mutación extraña de uno previo que infectaba solamente a animales salvajes. En cualquiera de los casos, asumo la sospecha de que ha escapado del control humano. Y es un virus peligroso porque combina una alta tasa de contagiosidad y moderada letalidad. Podría haber sido peor. Esto es lo que creo que está pasando. 

Me fastidia que aun en circunstancias tan críticas haya gente empeñada en culpar a alguien de esto. Para algunos, las cosas malas son siempre culpa de alguien. Sin embargo, una pandemia de esta magnitud universal no puede ser achacada a determinadas acciones de gobierno. Tenemos en España epidemiólogos excelentes. ¿Por qué no habían previsto este ascenso brutal en la curva de contagios conociendo ya la experiencia en China y en Italia? No lo sé. El gobierno debe actuar en función de los informes epidemiológicos. ¿Qué ha pasado, pues? No lo sé. No creo que en otros países como Alemania o Reino Unido la cosa vaya mejor que en España por disponer de un gabinete de crisis mejor preparado o más eficaz. No lo creo. El virus no está en el aire, no lo respiramos paseando por las calles o por el campo. Lo adquirimos en el contacto cercano con personas infectadas, bien por medio de las gotitas de saliva que proyectamos al hablar o toser, bien porque nuestras manos contagiadas lo depositan involuntariamente en las barandillas de las escaleras, en los botones de los ascensores o en los asideros de los autobuses o de los trenes. La cultura mediterránea no puede cambiarse de un día para otro. Nosotros vivimos en la calle, charlamos a voces, reímos a carcajada limpia, cantamos echándonos el vahído, nos gusta tocarnos, apretarnos y darnos besos sonoros. Y sacarnos los mocos secos con los dedos. Y cogemos sin guantes la fruta del Mercadona. "Semos" así. Ahí está el quid. No todos los países tienen esta alegre y despreocupada conducta social y callejera.

Por eso, aplaudo la medida del aislamiento social. Mientras no dispongamos de vacuna es lo mejor que podemos hacer para detener y allanar la curva del contagio. Ha llegado tarde, es verdad. Y tampoco nosotros, la gente corriente, nos lo hemos tomado en serio hasta ahora. Metámonos todos y vayamos a una. 

Anoche me emocioné un montón al salir a mi balcón para aplaudir a los sanitarios. Ofú, es demasiado. Es difícil imaginar la sobrecarga brutal, tanto física como emocional, de estas criaturas benditas: médicos, enfermeras, auxiliares, celadores, personal de limpieza... He oído comentarios escalofriantes del personal de mi hospital y de otros hospitales sobre cómo es el día a día de una guardia en Urgencias o en UCI. Heroicidad. Doy gracias a Dios por haberme librado de esta experiencia. Es curioso: mientras he estado en activo jamás he tenido aprehensión por "pillar" algún bicho raro. Siempre me he sentido inmune, pese a mi pobre disposición para todo lo que sea ponerme batas especiales o guantes. ¡Joer, si no sé ni ponerme los guantes de las gasolineras!... Pero ahora es distinto. Estoy un poco asustado, la verdad. Bromean conmigo mis más cercanos con la amenaza de que pronto las autoridades sanitarias echarán mano de los reservistas. Sinceramente, yo sería más estorbo que otra cosa, y además sería de los primeros en caer, habida cuenta de lo que he contado antes sobre la precariedad en mis precauciones. Que llamen a la Peque, ésta sí que puede con todo.

Es momento, pues, de ponderar en su justa medida el valor de nuestros servicios públicos. En estos días destaca sobre todo la grandeza de corazón de nuestro sistema sanitario público, pero tampoco olvido las fuerzas del orden ni al funcionariado al pie de los cañones. Espero que muchos descreídos de lo público sepan rectificar en vista de lo que está ocurriendo.

Por lo demás, este primer día de confinamiento ha resultado entretenido: tablas de zumba ante la tele en dos sesiones, mañana y tarde; ratos largos de lectura pausada; alguna trifulca entremezclada con la Peque porque se me olvida ponerme el delantal para freír el bacalao con tomate; siesta reparadora con mi perrita; sesiones intermitentes de face time con mis nietos y conversaciones telefónicas con los amigos para departirnos nuevas. No, sesiones de sexo despelotado, todavía no. No queramos hacerlo todo el primer día. 

Hasta mañana, amigos.