Os confieso que cuando lo del decretazo del aislamiento yo me las prometía felices imaginando mis mañanas de solaz con la Peque por los cerros de Antequera, y las tardes de recogimiento en casa. Esa era mi idea que, además, recomendé a algunos amigos. Pero está visto que era una quimera. La realidad ha sido mucho más drástica, como sabemos. Y reconozco que debe ser así, al menos hasta que se comiencen a ver resultados halagüeños en la dichosa curva del contagio.
Traigo esto a vuestra consideración porque los gobiernos de Bélgica y de Holanda han hecho justo lo que yo quisiera para mí: confinar a la gente en sus casas, pero permitirle salir al campo y a los parques públicos en grupos familiares, los que conviven en la misma casa, sin entremezclarse. Veamos: dice el epidemiólogo Marc van Ranst de la Universidad católica de Lovaina que desde el punto de vista virológico el riesgo de esta permisividad es mínimo, puesto que la mayor parte de los contagios proviene de encuentros sociales de cercanía: reuniones, velatorios, bares, restaurantes, manifestaciones, supermercados... Argumenta que la cuarentena se va a prolongar más allá de abril, que hay muchas personas sin jardín y que el sol es un elemento de capital importancia para evitar el déficit de vitamina D y la depresión. Y el buen intencionado hombre acaba su intervención diciendo que le gustaría preguntar a los italianos y a los españoles que por qué creen que es peligroso salir al campo a correr.
"La naturaleza relaja -le comenta al periodista una jubilada belga que pasea con su marido por el campo-. Sienta muy bien caminar con un día tan bueno. En Bruselas, 16 grados al sol es la mejor medicina". He ahí la cuestión.
¡Qué más quisiera yo que esta medida pudiera ser aplicable entre nosotros! Pero hay que responder a la pregunta de doctor Marc van Ranst. La idiosincracia cultural y ciudadana de los países nórdicos poco tiene que ver con la nuestra. Para bien o para mal, el protestantismo y el calvinismo les ha conferido a estas gentes un modo especial de ser disciplinado, obediente con las normas hasta la rigidez, amante del orden y del cuidado de las cosas y de la naturaleza. Los católicos, históricamente, podemos permitirnos cualquier exceso o desaguisado porque tenemos la tabla de salvación de la confesión que todo lo perdona. Pedazo de ventaja. Y luego está el clima: los nórdicos viven agazapados en sus casas calentitas, adoran al sol y cuidan con mimo su naturaleza privilegiada y esquiva. Nosotros vivimos en las calles, hablamos a voces, nos relacionamos apretujados en los bares y restaurantes a pecho descubierto, nos gusta rozarnos, despreciamos el sol por cansino, y el campo por solitario, y nos imantan el cemento y las tiendas. Vamos a imaginar por un momento una norma legal que nos permitiera salir a pasear al campo en grupitos familiares. Al segundo día de buen tiempo nuestras playas serían hervidero de turistas, y en el Nacimiento de la Villa, aquí en Antequera, habría partidillos de fútbol, barbacoas de vecinos y botellonas. ¿O no?
Y, sin embargo, dejadme que yo prefiera soñar: en mi mundo onírico y enajenado de la mazmorra veo filas ordenadas de criaturas acudiendo de manera cívica y tranquila hacia el parque del Alamillo, el enorme pulmón de la ciudad, u ocupando pausadamente los amplios espacios del parque de María Luisa, o correteando por la periferia del parque Alcosa, o paseando con placidez por el jardín americano junto al Guadalquivir, y luego, ya de retirada, todo el mundo recogiendo desperdicios e inmundicias y depositándolos en los contenedores. Por mentar a Sevilla, la ciudad que quizá mejor conozca. A fin de cuentas, desde Calderón, sabemos que la vida es sueño, y que los sueños, sueños son. ¡Ojalá!
Bueno, ¡vámonos pal balcón!
Y, sin embargo, dejadme que yo prefiera soñar: en mi mundo onírico y enajenado de la mazmorra veo filas ordenadas de criaturas acudiendo de manera cívica y tranquila hacia el parque del Alamillo, el enorme pulmón de la ciudad, u ocupando pausadamente los amplios espacios del parque de María Luisa, o correteando por la periferia del parque Alcosa, o paseando con placidez por el jardín americano junto al Guadalquivir, y luego, ya de retirada, todo el mundo recogiendo desperdicios e inmundicias y depositándolos en los contenedores. Por mentar a Sevilla, la ciudad que quizá mejor conozca. A fin de cuentas, desde Calderón, sabemos que la vida es sueño, y que los sueños, sueños son. ¡Ojalá!
Bueno, ¡vámonos pal balcón!
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