Lo reconozco: mi tele nueva, la de 65 pulgadas que ocupa medio testero de una de las paredes del salón, sí, ésa que me costó un güevo, me está sacando bastantes castañas del fuego. Ya sabéis: las películas de Netflix por las noches y las sesiones de gimnasia del Youtube. Pero es que además he descubierto un canal de música. Música de todos los tiempos. Y naturalmente, enseguida me he ido flechado a por mis favoritos, a saber, Perales, Simon y Garfunkel y los Beatles. Y entre horas inundo a todo gas mi casa entera con esos sonidos que me ponen los vellos de punta de emoción y me trasladan a mis años mozos.
Las personas somos seres emocionales. Incluso, más que racionales. La mayor parte de nuestras acciones del día a día son guiadas por la emoción más que por la razón. Sobre todo, las decisiones rápidas que han de bypasear necesariamente el análisis lógico, más reposado. Nuestro cerebro está preparado para asociar ciertos estímulos con determinadas respuestas de una manera cuasi refleja. La reacción de miedo ante una amenaza presente, por ejemplo. O su versión más evolucionada, la ansiedad, una emoción orientada a amenaza de futuro. Emociones ambas hoy muy a propósito inducidas por tanta información sobre la pandemia: minuto y resultado radiado y televisado, y por el martilleo constante en las redes. La sobreinformación no acrecienta el riesgo real, pero sí la sensación de amenaza. (Facundo Manes, neurocientífico, Universidad de Cambridge). No podemos ni debemos obviar el asunto, sería un grave error intentar minimizar la trascendencia de esta crisis haciéndonos los sobrados. Pero tampoco pasarnos de rosca y contribuir a alimentar la pandemia del miedo. Información justa y voluntad colectiva de ayuda nos sacarán de este embrollo. Por ello, considero muy conveniente en las circunstancias actuales cultivar otras emociones que edulcoren y suavicen el entorno sentimental de las criaturas, empezando por mí mismo. Y creo que la música, escuchar música, predispone nuestro ánimo en una dirección positiva.
Los Beatles. Para mí, cualquier melodía de este grupo me contagia de nostalgia buena. Y no es porque yo entienda mucho de música ni mucho menos de ritmo, que me tropezaba incluso con la yenka, sino porque, de manera necesaria, me transporta al dormitorio de "Los Pajaritos" en el Palacio de san Telmo. Es como una especie de acto reflejo, estímulo-respuesta. En los años setenta del pasado siglo san Telmo era a la vez una residencia universitaria masculina y un centro de estudios teológicos, un seminario mayor moderno, muy moderno. Los seminaristas hacíamos vida común con los demás estudiantes universitarios (patios, jardines, comedor, equipos de fútbol, biblioteca...), excepto en los dormitorios, que estaban separados. En el año del Señor de 1973 dormíamos en Los Pajaritos siete amigos, últimos supervivientes de los ciento y pico muchachos que en el ya lejano 1964 ingresamos en el seminario de Hornachuelos. Después de casi diez años juntos pasando por distintos internados, éramos hermanos, pero no sólo en Cristo, que también, sino hermanos de verdad. A nuestros veinte años, quien más quien menos, ya estaba buscando una alternativa para abandonar el seminario. Muchos de ellos optaron por la enseñanza, y yo tiré para medicina. Solamente Pedro, nuestro querido Pedro, cantó misa. Y era allí, en la habitación de Pedro, el más moderno y chulillo de todos, donde nos reuníamos a tomar el cafelito de la sobremesa. Yo, no. Nunca he sido cafetero. Me tumbaba en su cama y medio adormilado escuchaba el Long Play Abbie Road de los Beatles. Y en mis ensoñaciones siesteras entrelazaba el sonido de Here comes the sun con mis pensamientos apasionados hacia una muchachita de mi pueblo que me hacía muchísimo tilín. No, todavía no era la Peque. Por entonces era la Antoñita Villalba.
Enga ya de sentimentalismos, y ¡vámonos pal balcón!
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