domingo, 22 de marzo de 2020

Día 8. ¡Fuera miedo! Nosotros estamos cumplidos.



-Paco, dime, ¿tú tienes miedo? Dime la verdad.

Le oigo suspirar al otro lado del móvil. Mi amigo Paco es uno de los médicos de mi quinta que ha seguido reenganchado al hospital hasta que "el cuerpo aguante". Con gallardía. Y lo he llamado para ver qué tal va la cosa por allí.
-¡En absoluto! -me responde con rotundidad-. Como sabes, en la consulta me manejo la mar de tranquilo. La mayoría de las revisiones las estamos haciendo por teléfono. Muchos casos nuevos no se presentan, y ante el mínimo síntoma de un paciente "sospechoso" le colocamos su mascarilla y nosotros la nuestra. Pero es verdad que la asepsia total, el aislamiento absoluto, es imposible. Me pasa como a ti, que muchas veces se me olvida, toco a los pacientes y luego me llevo la mano a cualquier sitio.
-¿Sigue Esther ahí abajo? -le pregunto por otra compañera más nueva, mi sustituta al jubilarme yo.
-Sí, claro. Y además nos han traído también al Benítez.
-¡No me digas! No sabes lo que me alegro.
-Sí, sí. Yo también. Él no quería, ya sabes, al puñetero le sigue tirando mucho la planta, el contacto físico con los pacientes, el pellizcarlos y acariciarlos, el sentarse con ellos en la cama, si lo dejaran hasta se acostaría con ellos...
-Jajajaja, es verdad, qué tío...
-Pues nada, le dijeron los jefes que o se bajaba aquí a las consultas o se iba a casa, que ya está más que pasado de edad, que no estaban dispuestos a exponerlo al riesgo de que cayera enfermo con todos sus achaques. Y muy a regañadientes se ha venido aquí. Dice que en estos momentos tan críticos se le caería la cara de vergüenza si "abandonara" a sus compañeros de toda la vida.
-El día que se jubile va a haber un duelo muy chungo en todo el servicio. No creo que nadie más pueda rellenar su hueco.
-Desde luego -me responde de forma lastimera.
-Pues, Paco, tú sabes mejor que nadie que mientras he estado en activo jamás he sentido miedo a coger nada. Y no he sido un médico especialmente cuidadoso. Al contrario, he sido dejado, confiado, creyéndome inmune a cualquier mal. En los tiempos duros del Sida me encaraba con los drogatas, que por poco si llegábamos a las manos en algunas guardias. Seguro que te acuerdas.
-Así has sido, sí, sí; es verdad.
-Bueno, pues ahora, tengo miedo, Paco -le confieso en voz baja para que no me escuche la Peque que andurrea por aquí cerca.
-¿Miedo? ¿Miedo de qué?
-¿De qué va a ser? De coger el virus -le digo como avergonzado.
-José María, ¡por Dios! ¿Qué esperas, ser eterno? Nosotros ya hemos cumplido. No somos para nada necesarios. Nuestros hijos ya no nos necesitan, hemos conocido y disfrutado con nuestros nietos... La vida es de ellos. El día que nos toque nos iremos y santas pascuas. Tiene cojones que yo tenga que decirte a ti, precisamente a ti, estas cosas. A ti, que has ido siempre a pecho descubierto, desoyendo la más mínima precaución. Vamos, vamos...
-Está bien, Paco, me haré el fuerte, no me regañes más.

Y nos despedimos.

Y luego se queda uno rebinando sobre estas palabras de mi amigo. ¡Cuánta razón, cuánta sabiduría en esas reflexiones! ¡Y qué ejemplaridad! Tanto él como Benítez o Jesús Gómez son gente de mi edad que ya deberían llevar un año jubilados, y siguen ahí, al pie de los caballos. Y yo, en la comodidad de mi privilegiada retaguardia, no debería siquiera contemplar la posibilidad de quejarme. Por el contrario, debería agradecerle a la vida todo lo que me ha dado y me ha permitido vivir y disfrutar. Porque llegar a esta edad nuestra tiene también sus ventajas. 

No todo van a ser hándicaps. Sí, tengo la dichosa arritmia y la prótesis de cadera, mi calva olímpica y mis andares simiescos, vale, pero quizá todo eso me proporcione otro aire, otro caché, me permita ahora posicionarme en el mundo con un poso de serenidad, sin tanta vehemencia como los jóvenes a quienes tolero piadosamente sus osadías porque también yo lo fui, o eso creo. Con los muchos años he ganado arrobas de ternura para compartirla con mis nietos. Siento orgullo de los días vividos en un siglo en el que todavía se pudo cultivar la magia, la inocencia, la utopía, la esperanza de una vida mejor, la filantropía, si queréis. Me ha dado tiempo a disfrutar de la pobreza como de la abundancia, puesto que he sido igual de feliz durmiendo en una choza de melonero que en una suite del Alfonso XII. He conocido cosas, personas y hechos que nunca hubiera podido imaginar de niño. He vibrado de emoción con los Beatles, los Brincos, Simon and Garfunkel, el Dúo Dinámico; admirado a Alain Delon, Sofía Loren, Ana Belén, Liz Taylor o Richard Burton; aprendido de don Ricardo, don José Jiménez, Carlos Castilla del Pino, Garrido Luceño, el Briones...; idolatrado a Amancio, Pirri y Gárate, que no todo iba a ser estudio y más estudio. Os he tenido a vosotros, ¡joer ya! ¿Quién como yo podrá presumir de amigos como los míos, los del pueblo, del seminario,  del hospital?... Todos nosotros, gente de mi generación, supimos convertir el sacrificio en diversión, sacamos provecho del esfuerzo, disfrutamos de esos pequeños placeres que, por "pecaminosos", eran mucho más intensos: los ligues, los guateques, los besos a escondidas, los magreos con nocturnidad, los pisos de estudiantes como coartadas para vivir en pareja... En fin, ¿para qué más? Hemos sido hijos de nuestros padres y nietos de nuestros abuelos. Por muy fantástico y supermegaguay que pueda llegar a ser el futuro que les espera a nuestros nietos difícilmente podrá superar en emoción, fantasía e ilusión a nuestro pasado de juventud.

Bueno, ya está bien. ¡Vámonos pal balcón! 














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