Último viernes de Cuaresma y pórtico de la Semana Santa. Eso es hoy: Viernes de Dolores.
Cuaresma, Semana Santa, nuestro Nazareno, tan rebonito y tan humilde, Los Pregones, El sermón de las tres horas, Las Siete Palabras, La Vigilia Pascual, El Santo Sepulcro... ¡Qué lejanos quedan en mi tiempo estos sentidos acontecimientos!... Porque por muy "comunista" que uno haya llegado a ser, no puedo ni quiero renunciar a mi pasado. He sido crío de sacristía, monaguillo, seminarista y acólito, actor secundario o, si queréis, figurante en todas y cada una de estas liturgias. Desde el altar mayor, desde el púlpito o desde el coro de nuestra iglesia. Me moriré con la pequeña frustración de no haber vestido nunca la casaca azul ni el pantalón púrpura de soldado romano, ni repicoteado el tambor; pero no descarto todavía heredar de "El Pirreño" el pregón de "Pilatos". Al tiempo.
Es un Viernes de Dolores raro. Es verdad. Y es una lástima, porque después de unos días sombríos de agua y hasta de nieve, hoy ha amanecido un sol radiante de abril, de estos días ya casi olvidados en que daba gusto salirse al campo a revolcarse, a coger habas y alcauciles o sencillamente a pasear al rumor de los arroyos. Raro, porque no esperamos de la semana que viene otra cosa que no sea lluvia y frío. Nada de estrenar ropa, Centuria Romana, besamanos ni procesiones. Bueno, yo, por lo que pueda pasar, esta mañana he anticipado la Semana Santa desayunando unos borrachuelos de miel, de los de mi pueblo.
Recuerdo que este Viernes de Dolores era cuando llegaba a mi casa para comenzar las vacaciones de Semana Santa. En nuestro primer año de seminario, con solo once años, los curas nos privaron de las vacaciones de navidad porque habíamos empezado muy tarde el curso, a mediados de octubre. De manera que cuando vi a mis padres en abril del año siguiente, al cabo de siete larguísimos meses, me encontré como un extraño en la propia casa de mi abuela donde vivíamos. Me abrazaron tan largo y tan apretado que me pareció ser yo uno de aquellos emigrantes que volviera de Suiza, por lo menos. Apenas me acordaba de mis hermanos chicos, mi Frasco para cumplir un año, me avergonzaba de las miradas tímidas de mi hermana Josefa, ya una mocita... Recién salido de mis primeros Ejercicios Espirituales, terroríficos y escabrosos, tenía mala conciencia de saborear los borrachuelos y las flores fritas de mi chacha Bibi, aunque solo fuera por quitarme el gusto de boca de las almezas y algarrobas, únicas chucherías posibles en el monte. No me parecía lícito permitirme tal goce terrenal con el Señor en estado de "Ecce Homo". Un seminarista no podía divertirse en la semana en que mataban a Cristo. Todo lo más, el domingo de Resurrección. Pasando los años, y ya con las hormonas a tope, uno se da cuenta de que aquel sentimiento de sufrimiento y tristeza es cosa antinatural, impostada, y, aunque con el recogimiento debido, disfruté de las demás Semanas Santas que fueron llegando, de los tambores, las procesiones, los olores callejeros a aceite frito y a matalauva... y hasta de las corvas de la Mari Cuenca paseando por la plaza.
El maldito virus nos deja huérfanos de santos y vírgenes; nos priva de unos de los días más celebrados del año en mi pueblo. Viviendo en Sevilla, epicentro del mundo cofrade, la Peque y yo cambiábamos turnos y guardias con tal de amanecer en el pueblo la mañana del Jueves Santo. Nada es comparable con el despertar al son de los tambores de mi pueblo ese día tan señalado. Y luego, acompañar a la Centuria por las calles al ritmo alegre y festivo de los tambores y trompetas, desayunando roscos y pestiños tantas veces como paradas hacen los romanos en las casas de los distintos "mandos". Y a las doce, el acto culmen de la salida de la bandera. Auténtica liturgia pagana, mucho más atractiva que la clerical. Todo esto nos faltará este año. Pero ningún virus coronado podrá borrar de nuestra retina tantas imágenes acumuladas de alegría, de musicalidad y colorido en nuestras calles, de abrazos y encuentros familiares y de su poquito de recogimiento y religiosidad, claro.
Esta tarde, desde mi balcón tendré un recuerdo y un deseo muy especial para mi cuñada Dolores. Por celebrar hoy su onomástica y por infundir ánimo en su corazón afligido. Mi hermano Frasco, su marido, está en primera línea de fuego, uno de los tantos sanitarios que valerosamente desafían cada día al bicho hasta ahuyentarlo para siempre de nuestras vidas. Un abrazo, Dolos.
¡Venga, vámonos pal balcón!
Recuerdo que este Viernes de Dolores era cuando llegaba a mi casa para comenzar las vacaciones de Semana Santa. En nuestro primer año de seminario, con solo once años, los curas nos privaron de las vacaciones de navidad porque habíamos empezado muy tarde el curso, a mediados de octubre. De manera que cuando vi a mis padres en abril del año siguiente, al cabo de siete larguísimos meses, me encontré como un extraño en la propia casa de mi abuela donde vivíamos. Me abrazaron tan largo y tan apretado que me pareció ser yo uno de aquellos emigrantes que volviera de Suiza, por lo menos. Apenas me acordaba de mis hermanos chicos, mi Frasco para cumplir un año, me avergonzaba de las miradas tímidas de mi hermana Josefa, ya una mocita... Recién salido de mis primeros Ejercicios Espirituales, terroríficos y escabrosos, tenía mala conciencia de saborear los borrachuelos y las flores fritas de mi chacha Bibi, aunque solo fuera por quitarme el gusto de boca de las almezas y algarrobas, únicas chucherías posibles en el monte. No me parecía lícito permitirme tal goce terrenal con el Señor en estado de "Ecce Homo". Un seminarista no podía divertirse en la semana en que mataban a Cristo. Todo lo más, el domingo de Resurrección. Pasando los años, y ya con las hormonas a tope, uno se da cuenta de que aquel sentimiento de sufrimiento y tristeza es cosa antinatural, impostada, y, aunque con el recogimiento debido, disfruté de las demás Semanas Santas que fueron llegando, de los tambores, las procesiones, los olores callejeros a aceite frito y a matalauva... y hasta de las corvas de la Mari Cuenca paseando por la plaza.
El maldito virus nos deja huérfanos de santos y vírgenes; nos priva de unos de los días más celebrados del año en mi pueblo. Viviendo en Sevilla, epicentro del mundo cofrade, la Peque y yo cambiábamos turnos y guardias con tal de amanecer en el pueblo la mañana del Jueves Santo. Nada es comparable con el despertar al son de los tambores de mi pueblo ese día tan señalado. Y luego, acompañar a la Centuria por las calles al ritmo alegre y festivo de los tambores y trompetas, desayunando roscos y pestiños tantas veces como paradas hacen los romanos en las casas de los distintos "mandos". Y a las doce, el acto culmen de la salida de la bandera. Auténtica liturgia pagana, mucho más atractiva que la clerical. Todo esto nos faltará este año. Pero ningún virus coronado podrá borrar de nuestra retina tantas imágenes acumuladas de alegría, de musicalidad y colorido en nuestras calles, de abrazos y encuentros familiares y de su poquito de recogimiento y religiosidad, claro.
Esta tarde, desde mi balcón tendré un recuerdo y un deseo muy especial para mi cuñada Dolores. Por celebrar hoy su onomástica y por infundir ánimo en su corazón afligido. Mi hermano Frasco, su marido, está en primera línea de fuego, uno de los tantos sanitarios que valerosamente desafían cada día al bicho hasta ahuyentarlo para siempre de nuestras vidas. Un abrazo, Dolos.
¡Venga, vámonos pal balcón!
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