sábado, 11 de abril de 2020

Día 28. Un cura caliente... digo, valiente

Antes de empezar el tema de hoy, mis queridos y fieles lectores, me gustaría haceros una reflexión que ayer, con las prisas de última hora, se me quedó entre las teclas. Es ésta: tal vez haya gente que se empeña en superar la capacidad divina del perdón, por infinita que ésta sea. Yo mismo. De chavea, me extrañaba escuchar a mi madre diciéndole a mi abuela que este niño (por mí) "es que no tiene perdón de Dios", con motivo de cualquier fechoría gorda que hiciese. Bromas aparte, quizás escapen del perdón de Dios las personas -metámonos todos- que, a conciencia y con pleno conocimiento de lo que hacen, vierten en su entorno, en los medios o en las redes, la ponzoña del odio y la división.

Bueno, vamos a lo de hoy, que es algo más alegre y distendido.

El acto litúrgico que yo haya escuchado comentar con más gracia por algún seminarista de los mayores fue uno que tuvo lugar en la catedral de Córdoba en la Semana Santa de 1965, oficiado entre otros por el reverendo canónigo don Juan Jurado.
La misa de la Vigilia Pascual clausura los actos de la Semana ...

Don Juan Jurado era un cura de los de antes. Colodro, por ser de Hinojosa, bien bragado y valiente, pero al mismo tiempo con una formación humanista, teológica y mundana de verdadero escándalo. Y una labia ministerial y atronadora que, desde el púlpito, fulminaba a toda la parroquia. No llegué a conocerlo. En mi pueblo, dejó una muy marcada huella, quizás el cura que más recuerdos suscita entre los muy mayores, por su generosidad y sus dotes innatas de orador implacable. Mis padres me contaban de su carácter brusco pero correcto con los adultos, y de su trato blando y cercano con los chaveas, promoviendo entre la juventud actividades culturales y religiosas mixtas, cosa novedosa en aquellos entonces. En la Liturgia, sin embargo, era un hombre de un cuidado estricto y meticuloso. Sus sermones apocalípticos, celebérrimos, están recopilados en algún preciado tomo de propiedad familiar, creo. En aquellos años convulsos de la República no eran infrecuentes las burlas e incluso las amenazas de jovenzuelos anarquistas a las puertas de la iglesia, hasta el punto de que algunas beatas se veían obligadas a esconderse en la sacristía. En alguna ocasión, cuentan los viejos, salía él mismo a la plaza y, echándose mano a la entrepierna por fuera de la sotana, los desparramaba con la furia de un toro bravo: "Debajo de esta sotana hay un hombre con más cojones que todos vosotros juntos. Venid de uno en uno si os atrevéis, so maricones". En una ocasión -me contaba mi madre- expulsó de la iglesia a su propia madre por cuchichear en medio de uno de sus apoteósicos alegatos teológicos, "Aquella señora..., sí, sí, usted, no se haga la tonta... Salga ahora mismo del templo. Para charlar se queda usted en la plaza". Y su madre, toda obediente, salía avergonzada. Todo eso en los años previos a la guerra. Su siguiente destino fue en su propio pueblo natal, Hinojosa del Duque. En las revueltas milicianas de las primeras semanas de la guerra, casi todo el norte de la provincia en manos de los rojos, el coche en el que don Juan viajaba hacia Córdoba fue detenido en un control republicano a la altura de Espiel. Iba de paisano para lo mismo, para no ser identificado como cura. Cuando el miliciano vio en su carnet la profesión de presbítero, le preguntó con brusquedad: "¿Presbítero, eso qué coño es?". Y don Juan, haciendo gala de una serenidad de acero, le contestó amablemente: "Es un servidor del pueblo". "¿Como un juez de paz?" -volvió el otro a preguntar. "Sí, una cosa parecida" -respondió el cura. "Pos entonces, palante". Y de esa elegante manera esquivó los fusiles. Pero en Hinojosa, tomada por los rojos, no tenía escapatoria. Al poco tiempo fue apresado por ser cura. Su buena estrella quiso, no obstante, que el jefecillo del destacamento del pueblo fuese un muchacho de aquellos anarquistas de Palenciana a quienes él retaba con tanta temeridad. Y este hombre, en reciprocidad por tanto bien como don Juan había hecho en su pueblo, lo sacó del presidio y consiguió que nunca más fuese molestado. El trueque se completa de una manera entrañable, porque, ya en la posguerra, el jefecillo anarquista es condenado a muerte por un tribunal militar. Por entonces, don Juan es ya una eminencia en Córdoba. Y mueve Roma con Santiago para salvar a su salvador.
En plena madurez fue  destinado al seminario mayor de san Pelagio como profesor de teología dogmática, y ya más tarde, nombrado canónigo y deán de la Catedral. En eso estábamos. 

La verdad sea dicha, no podría ahora asegurar que esto que os voy a relatar fuese en la Vigilia Pascual o en la Liturgia vespertina del Jueves Santo. Yo, con licencia de autor, lo voy a poner como en la Vigilia Pascual por venirme a mí mejor, siendo hoy Sábado Santo.  

Esa medianoche de Vigilia Pascual podéis imaginar todos cómo estaría la Catedral de Córdoba de emperifollada: Una iluminación discreta con cuidados claroscuros acorde con el recogimiento litúrgico requerido; todo el foco de luz y de atención en el altar mayor, donde cinco fantasmones -el obispo y dos canónigos a cada lado- con sus capas pluviales y sus respectivos cirios, de espaldas al público, canturrean por lo bajini sus letanías y jaculatorias... El gran cirio pascual, como antorcha que ilumina la cristiandad entera nada menos que desde una antigua mezquita pagana...Ese recinto catedralicio abarrotado de gente de orden, gente principal... Ese impregnante mestizaje de olores a incienso, cera y perfúmenes variados de las señoras... En un momento determinado, el protocolo litúrgico establecía dos filas de mujeres desde la escalinata del altar mayor hacia atrás, por enmedio de las cuales debería de pasar el obispo portando el cirio pascual. En esto que ruge aquella voz tenebrosa y profunda de don Juan dirigiéndose a esas mujeres. Y dijo así: "A continuación, ábranse las mujeres para que entre el obispo por en medio con su cirio chorreante". En el contexto litúrgico, aquella frase pasó por completo desapercibida, pero en el entorno de represión hormonal que se vivía en el seminario adquirió entre los filósofos y teólogos unas dimensiones de erotismo místico. Las mujeres abriéndose, y el obispo, cirio tieso y chorreante en ristre. ¡Qué imaginación tan calenturienta! ¡Entonces sí que éramos unos tíos calientes, no ahora!

Para terminar, os digo que este relato posee demasiadas licencias por parte del autor. Posiblemente, no fuese todo tan así, pero el sentido y la esencia de lo contado, sí. Si non é vero, é ben trovato.

Bueno chicos, esto se ha prolongado más de la cuenta. ¡Vámonos que nos vamos pal balcón!

6 comentarios:

  1. Efectivamente era como cuentas, intrépido,etc. Yo lo conocí y le ayudé varias misas en la Catedral de Córdoba, ya que, en verano tenía que ir a diario a ayudar la misa cantada a diario.
    Fue vicario general de la diócesis y estuvo mucho tiempo oficiando de obispo, ya que tras la muerte de D. Manuel Fernández Conde y García del Rebollar, estuvimos sin obispo creo que hasta que llegó Cirarda. Otro prenda.
    Para colmo de males, vivía en la calle Cardenal González, todo el mundo sabrá la dedicación de las mujeres que allí vivían

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  2. Alucino con este hombre. Su vida da para una novela histórica. Gracias, Paco, porque estos aspectos que cuentas no los conocía yo. Cuando nosotros llegamos a san Pelagio en el curso 68-69 ya no estba él. Al menos yo no lo recuerdo.
    Besos, y feliz domingo de pascua.

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  3. Era tal y como dices. Su voz y su mirada te dejaba de piedra.
    En una ocasión, estaba yo ayudandole en la Misa de la Catedral. Cuando llegó la Comunión tomé la patena y con la tranquilidad, que podías tener a su lado, le estuve ayudando a dar la la Hostia. Esa solemnidad y seriedad en el cumplimiento de las normas le llegaba hasta el extremo siguiente:
    Cuando se acercaba una mujer, sin velo y con las mangas cortas, le decía, en lugar, de "El Cuerpo de Cristo":
    "Es de Derecho Canónico, que, las mujeres, lleven velo y manga larga en la Iglesia"
    Yo, temerosamente le acercaba la patena al cuello y el le daba la comunión y así una y otra vez, siempre que se producía la misma situación.
    Mis piernas temblaban.
    Por fin, todo terminó, sin más problemas.

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  4. ¡Qué hombre! Integrismo dogmático, pero en coherencia con su manera de entender la fe. Sin haberlo conocido, lo he admirado siempre por las muchas referencias que tenía de él por parte de mis padres.
    Un abrazo.

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  5. Historia amena y... a su manera ejemplar.
    A la par que leía el relato, permítaseme la licencia poética, me imaginaba al personaje como un Fraga en sus buenos tiempos.
    Su rotunda ocurrencia para colocar debidamente a las mujeres en la catedral, dando al obispo espacio para el cirio, se me va aquedar en el subconsciente mucho tiempo... y no tengo sicólogo.
    Si lo sé, ni vengo. ¡Válgame, Señor!

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  6. Te echaba de menos, Pedro. La cosa es que tú, como yo, estuviste también en san Pelagio. Tuvimos ocasión de haberle conocido.
    Un abrazo.

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