En mi pueblo, el Jueves Santo huele a borrachuelos y a aguardiente; se viste de azul y púrpura retumbando las calles con el trompeteo de la Centuria; y aprisiona el corazón en el gaznate con la emoción del Nazareno. Día grande entre los grandes.
Pero hoy no voy a hablaros de Romanos ni liturgias. Ni siquiera del dichoso y ya manido coronavirus de los cojones. La cosa se va a quedar en familia.
Quizá sea necesario recordar que hoy, Jueves Santo, era considerado como el día del amor fraterno. Ya lo sé: queda rancio. Me parece que la Iglesia lo ha arrimado desde siempre al ascua de Cáritas, a la caridad cristiana, a la ayuda del más poderoso hacia el pobre, simbolizado todo esto en el lavatorio de los pies. Bueno, vale. Yo, hoy, quiero arrimar la sardina a otro fuego. Al calor de los hermanos. Porque amor fraterno significa amar a los hermanos.
Al día siguiente de su boda, mi amigo Fraski recibió un consejo inolvidable de parte de su padre, el primo Blas. Nada del otro mundo, una de tantas recomendaciones sabias que les hemos escuchado tantas veces a nuestros progenitores, que asentíamos diciendo "Sí, sí", para que nos dejaran tranquilos, pero que con el paso y el poso del tiempo hemos advertido como irrenunciables. Le dijo: "Hijo mío, ya estás casado, y ahora formarás tu nueva familia. Pero te pido de corazón que no dejes que crezca la hierba en el camino de tu casa a la de tus hermanos". ¡Qué bonito, qué sensibilidad!... Mi padre no era tan delicado y fino como Blas para elaborar tan bella sentencia, pero es que no le hizo falta. Predicaba con el ejemplo. Como para la mafia, la familia ha sido siempre lo más importante para él. De joven, fue el sustento de sus hermanos con su trabajo infatigable; de mayor, los ha cuidado a todos hasta la muerte. Y nosotros, sus hijos, así lo hemos mamado.
Siento un muy sano orgullo de tener la familia que tengo. No tanto de ser el mayor, el más viejo, papel que debería corresponder a nuestra hermana Josefa, "la niña grande" si el destino no hubiese sido tan cruel y traicionero con ella. Pero, aunque me pese, ahora soy la cabeza visible de mi primera familia. No me toman muy en serio, se cachondean de mí por mis malas trazas, por considerarme un
viejo verde e indiscreto, por mi mal ganada fama de rácano, por ser "podemita", por imprudente... Pero me quieren. Yo lo sé. Y yo a ellos. Mi padre me los confió. Desde un año antes de morir se confesaba conmigo cuando veníamos al pueblo algún fin de semana. Al contrario que mis hermanos, él sí me consideraba prudente y equilibrado. Me contaba sus intimidades, sus miedos, sus dudas, no las religiosas, que no las tenía, sino de las de a diario, de si hacía bien en vender los cuarenta olivos de "La Rosa la Pena" a nuestros primos los "polis", de cuestiones relacionadas con su testamento, de sus atranques con mi sobrina Mari o con mi Carmen, sus cuidadoras... Incluso de sus confesiones con Lorencito el cura. Nunca necesitó decirme que no creciera la hierba.
Con toda franqueza creo que las relaciones que mantenemos todos mis hermanos siguen siendo como a él le gustaba que fuesen. "Niño, llevarse bien entre vosotros siempre", es en lo que él resumía su deseo. Desde luego, nuestras parejas han contribuido de manera notable a esta armonía. Todo el mundo ha sabido comportarse en su sitio con ocasión de alguna posibilidad de fricción. Vamos todos a una. Y cada uno tiene su genio propio, es natural. Mi Manolo es el mejor relaciones públicas que uno pueda concebir. Mi Juan, un zumbón cachondo que a todo le saca punta. El Frasco, mi colega, es el más comedido, nuestra madre le llamaba el abuelo Higinio, por lo del genio. Pero nada de eso, los años lo han apaciguado. Y mi Carmen, riverona de carácter explosivo, pero cívica de cagueta. En el pueblo se nos admira por este tipo de cosas. Viajamos juntos en vacaciones y en puentes, siempre en casas rurales que nos permiten más cercanía y roce. Nos encantan las reuniones junto a la chimenea y escuchar mis relatos fantasiosos o mis chistes verdes y pasados de moda; la buena mesa bien regada y, sobre todo, los dulses, gusto heredado de nuestra abuela Josefa, la del bigote a lo Cantimplas; los lingotazos de bebidas espirituosas que son casi privativos de mi Juan y de mi Manolo, el de la gripe asiática; y hacer senderismo suave por campos de verdor y agua. "A mis hijos solo les gusta irse por los cerros y los tajos, y más que a todos, a mi Frasquito" -se extrañaba nuestra madre.
En fin... Uno sabe de hermanos que apenas se relacionan, que llevan años sin verse, incluso que ni se llaman por estar peleados entre sí. Es una lástima. Hoy, día del amor fraterno, me gustaría hacer un llamamiento a todas aquellas familias que por algún motivo tengan desencuentros entre hermanos. No permitamos que intereses espurios y banales se interpongan en el cariño. A fin de cuentas, cualquier virus sioputa de éstos nos lleva palante cualquier día de éstos. No vale la pena vivir con resquemores. Aunque sea por puro egoísmo, para encontrase uno mejor por dentro.
Bueno, en alguna cosa se tiene que notar mi pasado de curilla.
Bueno, en alguna cosa se tiene que notar mi pasado de curilla.
¡Vámonos pal balcón!
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